Perdónenme el atrevimiento de escribir de cine.
He visto, estos días, las dos películas de Clint Eastwood sobre la batalla de Iwo Jima,
Cartas desde Iwo Jima y
Banderas de nuestros padres. En cada una de ellas se cuenta lo que allí pasó desde el punto de vista de un bando: desde el japonés en la primera, y en la segunda, desde el americano. Me han gustado bastante.
La de
Cartas es sin duda más original, pues los japoneses dejan de ser cañones de ametralladoras saliendo de entre unos matorrales, unos ojillos rasgados de suicida tras unas gafas de piloto, o unos esprinters que corren 10 metros gritando antes de caer abatidos, y se convierten en personas. Siguen siendo japoneses, y como tales tienen costumbres y actitudes japonesas, pero son personas. Y eso es muy importante. De hecho es tan importante, cambia tanto todo, que basta verlos así para que uno desee, por primera vez, que ganen.
La originalidad de
Banderas no estriba, desde luego, en lo que cuenta de la isla, a pesar de que está todo muy bien, sino en la historia de la famosa foto y sus protagonistas.
Los tiempos están cambiando, o han cambiado ya, y estas dos películas son un buen ejemplo. Un director de cine norteamericano nos cuenta, por un lado, que los japoneses tenían sentimientos, que algunos tenían miedo, que tenían orgullo, compañerismo, madres y novias. Nos acerca a ellos, y aunque no dejamos de apreciar comportamientos para nosotros extraños, vemos hombres. Por otro, nos muestra que la guerra no sólo pone en evidencia a muchos de los que combaten, sino a otros a miles de kilómetros del frente, y aun a sociedades enteras. Y nos permite ver, de nuevo al acercarnos, que en la guerra hay algunos hombres buenos tratando de sobrevivir y el resto es miseria.
No sé si Cartas desde Iwo Jima refleja bien la mentalidad japonesa, pero si es así, es impresionante la espiritualidad y el sentido del honor (y su corolario, el suicidio como salida digna) que, al menos en ciertas épocas, regían el comportamiento de ese pueblo. Uno se pregunta a qué se deberá, y en qué medida sería algo espontáneo y no, por el contrario, una asfixiante imposición. Debe de ser, en cualquier caso, una cultura fascinante, aquella.
En Banderas de nuestros padres el sentido práctico norteamericano sale bastante mal parado, se muestra hipócrita y carente de escrúpulos. Es el individuo, el buen hombre, el hombre normal que sabe que hay pocos o ningún héroe, el que nos salva, el que nos libra de la vergüenza.
El papel de Watanabe como general al mando de las tropas japonesas y el de Kazunari Ninomiya como soldado me parecieron magníficos. Lo cierto es que me gustó más esa película, la japonesa. El mero hecho de oírles hablando su idioma supone un cambio radical en la impresión que se lleva el espectador, y creo que en el sempiterno debate hispánico sobre las bondades o perjuicios del doblaje en el cine, esta película es un magnífico ejemplo de lo que habitualmente nos perdemos.
Yo se las aconsejo. Como siga así, Eastwood casi va a ser recordado como un director de cine que previamente había trabajado como actor.