21.10.18

La La Bañeza

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 21.10.18]


La La Bañeza




"Estación de autobuses de La Bañeza. Desde mi asiento, por la ventana, veo a dos monjas abrazándose. Una es una anciana de gafas y pelo blanco, bajita; la otra, también con gafas, una chica bastante joven, negra. Las dos sonríen, a mí me parece que emocionadas, cuando se despiden.

También sonríen al despedirse Mia y Sebastian en “La La Land”, también emocionados. La vimos el fin de semana y me encantó. Supongo que este tipo de películas siempre se arriesgan a ser calificadas de ñoñas. Supongo que cualquier romance se arriesga a eso. Supongo que hay gente que cree que solo llegas al meollo de la vida cuando miras fijamente a sus tripas. Supongo que hay mucho amargado.

Pocas instituciones deben de reunir tantas luces y sombras como la Iglesia Católica. Imagino que es lo que sucede cuando tienes dos mil años de vida y en tu nombre han hablado y actuado millones de individuos. Sombras financieras que no parece muy arriesgado dar por sentadas, sombras como los escándalos sexuales que desde hace años nos dejan asqueados, sombras como la amenaza constante y frecuentemente consumada del fariseísmo, sombras como no pocos alineamientos políticos vergonzantes o como su condición, tantas veces a lo largo de la Historia, de enemiga acérrima del avance científico. Luces, probablemente una, o al menos es una la principal: el trabajo de miles de sus miembros repartiendo compasión por todo el mundo, sin alardes, llegando a los últimos reductos de miseria y terror, a menudo solos porque nadie más se atreve a bajar tanto.

A mí las historias de amor todavía me gustan, por suerte. Y que conste que cuando empezó la película pensé que no tenía yo cuerpo para un musical, pero al final esa parte resultó ser la mejor. Sobre todo sabiendo que ambos aprendieron a bailar para el rodaje, y Ryan Gosling incluso a tocar el piano, ¡y que es quien lo hace en todas las escenas! Así que música y amor. Y el clásico mensaje de perseguir tus sueños, que puede acabar mostrándose completamente falso y, aun así, seguir siendo absolutamente necesario.

Porque, ¿qué somos sin una ilusión por delante? ¿En qué queda todo cuando ya no esperamos nada? No tiene que ser espectacular, ni por supuesto una recompensa material; ni siquiera un logro apreciable desde fuera, para los demás. Tampoco una meta concreta: a veces no tenemos ni por qué saber identificarlo exactamente. Llega con que produzca un efecto. Que nos proporcione no mucho más que un impreciso sentimiento de esperanza que nos sostenga. Basta con una luz por delante, en algún punto del camino, brillando en medio de las tripas."

* * *


Los otros

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 14.10.18]


Los otros




"Este domingo, a las seis y cuarto de la mañana, cambié de tren en Valladolid. Me senté y al rato apareció una mujer de cuarenta y pico años, que tenía que pasar al asiento de al lado. Yo ocupaba demasiado, porque ya había sacado el portátil, un libro y varios papeles, y respondió hoscamente cuando me disculpé mientras apartaba las cosas. Se sentó, y al rato me pareció oír risitas. Vi que estaba intercambiando carantoñas con su pareja, que desde el andén le hacía gestos y le decía cosas. Y ella respondía y sonreía, de lo contenta que estaba. Y parecía simpática y alegre y sensible. Y buena.

Cuando yo me psicoanalizaba –no porque lo necesitara, sino por Woody Allen-, mi psicóloga me explicó que la cuestión de la bondad estribaba en nuestro concepto del otro. O de la otredad. De a quién consideramos nuestro otro. Todos somos buenos, pero lo que distingue nuestras respectivas bondades es la idea que tenemos de con quién debemos serlo.

Quién no ha sufrido a algún matón de instituto cruel con los débiles pero cariñoso con su hermanita. Los mafiosos cuidan de su familia. Hitler quería a sus perros. Himmler adoraba a su hija mayor, a la que le escribía y visitaba mientras dirigía el exterminio judío, y si modificó los métodos de asesinato de los campos fue solo para proteger psicológicamente a sus propios hombres. Y podríamos seguir con cualquier amante esposo y entregado padre de familia, a la vez miembro del Ku Klux Klan, o con el fariseo que con sincera generosidad da la paz a su prójimo.

Porque el prójimo no es cualquiera. Ser prójimo confiere una consideración. Es más: de entrada, significa existir. Y el resto no es merecedor de nada, y menos aun de nuestra bondad. No puede serlo, no hay dudas ni fisuras en nuestra postura, que obvia a quien no cuenta. Por eso en la Segunda Guerra Mundial ni el ejército nipón ni los nazis tuvieron escrúpulos con chinos o rusos; por la sencilla razón de que no los consideraban verdaderamente humanos.

Entonces el tren arrancó y el novio quedó atrás. Y las comisuras de los labios bajaron, el entrecejo bajó, se cruzó de brazos y miró al frente. Trabajé todo el camino y, cuando llegamos, se puso de pie y esperó con cara de culo los diez segundos que tardé en dejarle pasar. Y mientras recogía yo me preguntaba: “¿Dónde has dejado tu alegría y tu amor, mujer? ¿Eres tú, oh cascarrabias, aquella persona ilusionada y encantadora de hace no tanto?”. Y comprendí, en un rapto de inspiración, que por eso va mal el mundo: vendemos cara nuestra mejor versión."

* * *


Queso y pepinillos


[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 07.10.18]

Queso y pepinillos




"Dice Eric Hobsbawm en su apabullante “Historia del Siglo XX” que no ha habido escritores de novelas policíacas de izquierdas. Y que, de hecho, el policíaco es, o fue, un género profundamente conservador, la expresión de un mundo todavía confiado, y en cierto modo una original reivindicación de un orden social entonces –primer tercio del pasado siglo- ya amenazado pero aún en pie. Un mundo, por cierto, de rasgos claramente británicos.

También dice varias veces a lo largo del libro que Gran Bretaña –y siempre usa esa denominación, lo cual no debe de ser casual, porque deja fuera cualquier parte de Irlanda, Norte o no- lleva varios siglos, incluso durante los períodos históricos más convulsos, siendo la máxima expresión europea de la “estabilidad” social. Aunque dista mucho de considerarla ejemplar, hasta el punto de negar que antes de la II Guerra Mundial fuese una democracia plena.

Y a mí, ni una cosa ni otra –sus discutibles democracia y estabilidad- me extrañan. Soy bastante anglófilo, básicamente por la literatura y los Beatles, pero uno no puede cerrar los ojos ni mirar para otro lado ante el hecho de que en un país se considere admisible e incluso normal un sándwich de queso y pepinillos. Sin nada más: queso y pepinillos. Así se lo dieron a mi hija este verano y así lo muestran en películas, series y novelas, policíacas y de las otras. Y claro, qué no va a aguantar una sociedad si aguanta eso. Ya puede cerrar Margaret Thatcher las minas que quiera o pueden bombardear Londres entero, que nadie va a votar nada extravagante ni el lechero va a perder la calma y dejar de reponer las dos botellas junto a cada puerta. Toman bocatas de queso con pepinillos, y además bocatas de pan de molde: a esa gente nada la asusta ni la perturba. Están curados de espanto. Han caminado por el valle de las tinieblas, se han asomado impertérritos al abismo oscuro cada vez que, sentados en un banco de un parque y sosteniendo en la otra mano un té en vaso de papel, han mordido esa miga elástica y en su interior han hallado una loncha de queso mojada por el vinagre de un pepinillo crujiente. Generación tras generación.

Así como a los conquistadores españoles nada los echaba para atrás, porque cualquier cosa –cruzar el desierto de Nuevo México, subir a las cumbres andinas o atravesar la selva amazónica- era un paseo comparada con la vida en Extremadura en el siglo XVI, los ingleses conquistaron el segundo imperio más extenso de la historia gracias a un carácter flemático forjado en la más espartana gastronomía, cuyo sumun de crueldad es un sándwich."

* * *



Una pista de tenis


 [Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 30.09.18]


Una pista de tenis




"Otra vez me pongo a escribir por tristeza. Es lo más habitual, y seguro que no muy buen síntoma. Sería estupendo, para mí y para cualquier lector, que me dedicase a contar lo bien que me siento. No sé en qué película, un director de cine era condenado a prisión y pasaba un tiempo encarcelado, y cuando observaba la reacción de los demás reclusos al ver dibujos animados, cuando se daba cuenta de que aquellos desgraciados, durante una hora a la semana, se olvidaban de sus miserables vidas, decidía que al salir ya solo dirigiría películas que hiciesen reír.

Pero yo, a aquel director le diría que hacer reír es difícil. Mucho más difícil que hacer llorar, que es fácil. Recorro la Gran Vía y voy viendo los carteles que anuncian obras de teatro y monólogos. Casi todo comedia. Y no digo yo que no haya nada que valga la pena, pero me cuesta creerlo. Viendo las caras de los humoristas, la sucesión de sonrisas forzadísimas y guiños de complicidad de compañero graciosete de oficina, a mí lo último que me apetece es entrar.

Recuerdo una conferencia, hace muchos años, del poeta Miguel D’Ors, nieto de Eugenio, en la antigua Fundación Caixa Galicia de Ferrol, cuando todavía estaba en el entresuelo de la calle Galiano. D’Ors leyó algunos poemas suyos. Había uno en el que hablaba de las hojas secas moviéndose con el viento en una pista de tenis vacía. Me había encantado, emocionado, y me había hecho preguntarme por enésima vez por qué no leo poesía si puede gustarme tanto. Poco más recuerdo, excepto una cosa: dijo que él escribía cuando estaba mal, que su obra surgía del dolor, de la pena y, en general, de la insatisfacción. Habló incluso de infelicidad. Entonces repasó la lista de todos sus títulos y comentó que, por suerte, eran bastante pocos. Se veía que no le había ido tan mal la vida, que no había sido muy infeliz. Fue una conferencia muy bonita.

Lo de la pista de tenis parece algo frívolo, quizá. Alguna vez, después, lo he pensado. Como si no pudiera haber mucha tristeza ni demasiadas preocupaciones en una casa que tenga una, por muy decadente que sea, en una casa con finca, o como poco un porche con muebles ya algo viejos pero que se ve que fueron buenos. Como si ahí los problemas no pasasen de que el niño no ha entrado en la carrera que quería o la tapicería de los sofás ha pasado de moda. Lo cual es una estupidez, por supuesto. Era curioso cómo la imagen de aquellas hojas y de aquella pista sin usar, seguramente con la red algo caída, podía resultar tan melancólica."


* * *