18.11.18

Volver

Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 18.11.18



Volver

"Volver es siempre una prueba. Hoy he ido a la que fue mi casa hace treinta y tres años. No había vuelto nunca. Allí vivimos mis padres, mi hermano y yo desde que tenía doce hasta que cumplí los quince, y allí nació mi hermano pequeño.

Al acercarnos, me iban sonando cosas sueltas en medio de lo nuevo. Donde antes todo era campo ahora había árboles, más jóvenes que yo. Llegamos y vi los mismos edificios y las mismas calles donde tanto anduvimos en bici. Vi la capilla donde bautizamos a Carlos, la piscina a la que íbamos aquellos veranos eternos y la pista de tenis donde mi padre y yo jugamos, seguramente, cientos de veces, para volver luego andando a casa, bajo la helada de noche en invierno, a menudo yo enfadado porque todo me había salido mal. Hoy me acerqué a aquella pista y nos vi a los dos como si hubiera sido ayer, y sentí con toda claridad cuánta vida nuestra había quedado allí.

Y fui a nuestra casa. Entré en el jardín, que estaba igual, con el primer olivo que toqué en mi vida. Vi la puerta del garaje, el rincón donde parió la Rula y la esquina donde aparcábamos el 850. Se me saltaban las lágrimas. Y entré y recorrí el salón, la cocina, nuestra habitación y la de mis padres. Y aún quedaba algún mueble nuestro. Aún quedaba vida nuestra.

Y siempre esta reacción confusa, entre el cariño y el dolor, entre la alegría de recordar y la pena del tiempo pasado. Como mi madre, como mi padre. Y a la vez, aumentando ese desconcierto, en un sinsentido que al fin y al cabo no es sino el reflejo de lo difícil que puede ser conciliar sentimentalmente la vida, todo el tiempo veía a mis hijos allí, ocupando nuestro lugar. Me encantó ir y me entristeció.

Volver tiene dos consecuencias. Por una parte, te pone ante lo que una vez fuiste; por otra, te coloca, de un modo mucho menos consciente pero directo y descarnado, frente a lo que eres ahora. En esta segunda prueba hoy no salí mal parado: no hay demasiados lamentos ni frustraciones en el hombre que se comparaba con aquel niño… aunque algunos haya. Aquel chaval, creo, no se sentiría demasiado decepcionado conmigo. Fue lo otro, fue la otra mano la que me dio el golpe que me hizo tambalear. Lo que ya se ha ido: ser un niño, vivir juntos y aquella felicidad de la que no nos dábamos cuenta. Y algo más. Algo que me asaltó con una fuerza que no esperaba y resultó ser lo que más me faltaba, la presencia que echaba de menos al mirar a cualquier sitio: mi hermano Pablo. Mi hermano jugando fuera, de rodillas en el jardín, con la perra, mi hermano sonriendo desde la otra bici, mi hermano Pablo hablando conmigo en la cama de al lado."
 
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Las nubes de Castilla

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 11.11.18]


Las nubes de Castilla


"Las nubes de Castilla son preciosas. Están en una sola capa, todas a la misma altura, como alisadas por debajo. Se parecen a las que hay sobre el mar. Y, como ellas, llegan hasta la línea del horizonte y se pierden en él. No tengo ni idea de si hay alguna base física para ese parecido o es solo una cuestión, literalmente, de perspectiva. Para un gallego, excepto desde la costa, el horizonte siempre está cerca, siempre hay montes o árboles, o llueve, nunca se ve allá a lo lejos.

Cruzamos Castilla sin mirar (cruzamos todo sin mirar), leyendo, viendo tonterías en el móvil o echando la siesta, sin enterarnos de nada. Con lo que fue cruzar Castilla, lo que debió de ser caminar estas llanuras interminables que pasan tan rápido por la ventana, lo que sería pasar la vida en ellas, ahora reducidas a una línea borrosa amarillenta y algunas encinas fugaces. Padecemos de fugacidad. El paisaje es precioso. Parece mentira que hace años, leyendo a Delibes, me sorprendiera que le gustase tanto. Si es precioso.

A Delibes, como a otros, a lo mejor lo leí demasiado pronto. Sin el reposo que pide y que ahora me saldría solo. Se insiste poco en la importancia de la edad de las lecturas: leemos muchas cosas cuando todavía no las entendemos ni las sabemos disfrutar del todo y otras, en cambio, si no las lees en su momento ya pierden casi todo el sentido. Imagino que lo primero se corrige releyendo, pero yo aún no estoy ahí. Lo segundo se lo repito a mis hijos con poco o ningún éxito.

Un paisaje llano como el mar o como mucho suavemente ondulado, en el que en lugar de los palos de los barcos se ven las torres de los campanarios de las iglesias. Y que además ofrece algo excepcional: soledad. Una soledad sin duda seria y callada pero, desde el tren, atractiva, que consiste en andar por un camino, en mirar la tierra alrededor y luego levantar la cabeza y quedarse contemplando unos pájaros y las nubes. Una soledad meditabunda. Poco pensamiento y pocos sentimientos han salido nunca de la fugacidad. Una soledad de paseos al atardecer fuera del pueblo. Es otra cosa que no tenemos aquí: las aldeas no acaban. En Galicia no podría escribirse, como en las novelas del Oeste, que alguien vive en la última casa del pueblo. En Castilla sí. Uno anda, llega al final y de repente no hay nada más. Y sale y regresa y, mientras, está solo en medio de una verdad de otro tiempo. Parece difícil vivir aquí y no acabar siendo filósofo o poeta. Desde el tren, claro."
 
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9.11.18

O tren que me leva


[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 04.11.2018]

O tren que me leva




"Tengo un cuñado que vive en México. El domingo pasado salimos los dos a la misma hora, yo en tren desde Ferrol hasta Madrid y él en avión de Santiago a Ciudad de México, vía Barajas: llegó él antes. En serio.

Esa mañana, en el vagón de al lado, dos ancianos dormían encogidos en sus asientos. Al despertarse me preguntaron muy amablemente dónde estábamos y cuánto faltaba. La señora me miraba sonriendo, como asombrada. Iban cogidos de la mano. Y cuando el hombre fue al baño ella se levantó y se quedó en el pasillo, mirando desconcertada alrededor. Cuando lo vio volver le dijo que se había asustado mucho, que creía que se había ido.

Yo no sé si el AVE está justificado o no; si es un lujo elitista y deberíamos buscar una alternativa menos exclusiva o si ya cae por su propio peso. No tengo una opinión formada. Pero lo que sé, porque lo constato cada semana, es que a nosotros el tren no nos une con el resto de España: nos separa. Anteayer viajé de noche y dormí siete horas. Genial. Siete horas de trece que dura el viaje: solo tuve otras seis para deambular entre la cafetería y el borde de mi litera. El tren Madrid-Cádiz recorre la misma distancia en cuatro y media. La maldición de la geografía, que diría Robert Kaplan.

Me contaron que los habían invitado, que seguro que los estaba esperando alguien. Que los habían llamado por teléfono por un asunto de unas tierras. Traían una maletita para los dos. Les ayudé a bajar. Allí no había nadie, por supuesto. Y me explicaron que iban a un organismo que me pareció la Diputación, aunque no estaban seguros. Y yo empecé a pensar qué llamada habría sido aquella, qué habrían entendido y qué iba a ser de ellos si llegaban a unas oficinas donde nadie sabía nada. Por un tema de unas tierras, me repetía él, y me miraba como buscando confirmación.

Un tren anticuado, el nocturno, sobre una vía anticuada, con un nivel de servicio, de instalaciones y de atención muy pobre. Que parece que se está dejando morir de inanición y cansancio: un tren disuasorio. Porque incluso a quienes nos gusta nos cuesta asumir que, cuando ya llevas un par de horas de viaje, has cenado tu bocadillo y tomado un café, has leído, empiezas a bostezar y estás pensando en acostarte, miras por la ventana y descubres que estás entrando en… Coruña.

En la estación no había ni un triste taxi, que les tuve que pedir yo porque ellos no tenían móvil. Aunque tampoco habrían sabido a quién llamar. Así que los dejé metidos en el coche, perdidos y sonriéndome. Y todo el fin de semana me quedé jodido porque, como me dijo mi hijo cuando lo conté en casa, debería haberlos acompañado."

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