25.2.18

La tarde de los viernes

Publicado en el suplemento Táboa Redonda del domingo 25.02.18


La tarde de los viernes



"El otro día iba en el coche con mi hijo sentimental -es un concepto que manejamos en casa: en el campo semántico de la pareja sentimental hemos incluido hijos y hermanos sentimentales, e incluso abuelos, tíos y primos sentimentales también- y, como estábamos los dos bastante callados, al cruzar una plaza le conté que yo, de pequeño, solía volver por allí andando a casa.

Yo debía de estar en 6º de EGB, y un par de días a la semana me quedaba a natación después de clase, así que regresaba andando, a eso de las seis y media. Iba ya duchado, con el pelo mojado y la bolsa al hombro, y recuerdo que me miraba en los escaparates al pasar, me fijaba con extrañeza en el movimiento de las piernas, como si me viese por primera vez. Creo que aquello, aquel momento de autonomía, el cruzarme con gente y la sola posibilidad de decidir si me paraba o seguía caminando, aquella novedad, me hacía sentir ya un poco mayor.

Pero me acuerdo sobre todo de las tardes de los viernes. Entonces todo cambiaba, porque era, claro, como ahora, el mejor día de la semana. “Hay menos alegría en la taberna que en el camino que conduce a ella”, dice Cormac McCarthy en “Meridiano de sangre”; como siempre ha habido más alegría en la antesala del fin de semana que en el fin de semana mismo.

El viernes me esperaban dos cosas: la merienda y la serie de “Las aventuras de Guillermo”. Llegaba, dejaba la bolsa, me quitaba el chaquetón y me ponía las zapatillas y me sentaba con mi hermano, que ya estaba en casa, a verla.

Leí y disfruté la colección entera de Guillermo, de Richmal Crompton. Ahora está en la habitación de mi hijo, esperando a que él o su hermana se animen; aunque me pega que no va a suceder. Y, como con tantas otras lecturas que son sustituidas por otras más actuales, creo que se pierden algo bueno; algo mejor, en general, que su relevo. Y pasan los años y la edad de leer ciertas cosas se les pasa, y puede que se queden sin Julio Verne, Dumas, Scott, Stevenson… o Guillermo y sus Proscritos, su cobertizo, sus púdines, sus ranas y sus tirachinas.

Y no seré yo quien repita chorradas como que antes lo pasábamos mejor, o que estábamos más sanos a pesar de no usar cinturón en el coche y abrirnos la cabeza con los columpios de hierro oxidado. Porque no. Pero sí me cuestiono las prioridades que impongo como padre, y el valor que le atribuyo a unas y otras actividades de los niños, cuando recuerdo la sensación de placer, yo diría que de absoluta felicidad, de sentarme en el sofá con el bocadillo sobre las piernas a ver la tele, y nada más."

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18.2.18

La farragosa verdad

[Publicado en el suplemento Táboa Redonda del domingo 18.02.18]






 

La farragosa verdad


"Escucho una entrevista a Chimamanda Ngozi Adichie, la escritora nigeriana autora, entre otras, de la novela “Americanah”. Le describe con mucha gracia al periodista el ambiente que la acogió a su llegada a Estados Unidos, de gente ideológicamente significada, políticamente activa, ecologista, pacifista y recicladora. Chimamanda tiene una postura comprometida y combativa en cuestiones políticas y sociales como el racismo y el feminismo, pero aun así la dejaba perpleja aquella impecable coherencia, como de diseño. Cuenta también que su propio prestigio le valió de poco cuando en una entrevista afirmó que una mujer transgénero formaba parte del movimiento femenino, tenía unos derechos que reivindicar, etc., pero que, por varias razones, no era exactamente lo mismo que una mujer. Se le echaron encima y no lo entendía. Y saca en conclusión que en este y en otros temas, y con el fin de facilitar su discurso, “cierta izquierda evitaba cualquier verdad demasiado compleja”. Donald no está solo.
He empezado a ver con mi hijo la serie “Cosmos”. La nueva, en la que el astrofísico Neil deGrasse Tyson sustituye a Carl Sagan. De la primera tengo recuerdos que van del interés al aburrimiento, dependiendo de cómo tuviese yo la tarde en aquellos domingos con doce años. Sin embargo, acabada la adolescencia leí el libro que la resumía y puedo decir, sin exagerar, que cambió mi vida. Era sobre todo una fascinante y convincente defensa del saber, la ciencia y el amor al conocimiento. Ahora, de esta, llevamos cuatro capítulos y me está volviendo a deslumbrar. Y aun encima le sumo el placer de ver cuánto le gusta a Carlos, que con once años me insiste para que la pongamos y se vuelve loco con los datos astronómicos.
Y no, no he cambiado de tema. Creo que Chimamanda y Neil, a pesar de sus aparentes diferencias, comparten algo importante: ninguno de los dos se permite el lujo de la indiferencia frente a problemas que consideran de todos, y a ninguno de los dos le vale cualquier método a la hora de afrontarlos. Ambos defienden un modo de actuar que, se llame política o ciencia, y persiga arreglar el mundo o explicarlo, debe basarse en la inteligencia y la razón, y en una apertura de miras que rechace las consignas a priori. Un modo que no desprecia los sentimientos ni la imaginación que lo inspiran y le sirven de guía, pero que sabe hasta dónde pueden llegar y de dónde no deben pasar en la búsqueda de la mejor respuesta. Sea cual sea. Aunque, como suele ocurrir, sea compleja."

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12.2.18

Welcome back


Publicado en el suplemento Táboa Redonda del domingo 11.02.18



Welcome back


‘Welcome back’ significa bienvenido, pero dicho a alguien que vuelve, a alguien que regresa. Algo así como “bienvenido de nuevo”, pero no exactamente. La verdad es que no es fácil decirlo en castellano; no al menos en tan pocas palabras. Cualquiera que haya traducido del o al inglés sabe que los textos en ese idioma son bastante más cortos que en el nuestro. La capacidad de síntesis de la lengua de don Oscar es notoria, y además su flexibilidad facilita la evolución y ampliación de su vocabulario. Ya decía Cabrera Infante que las posibilidades del inglés para los juegos de palabras, o directamente para inventarlas, eran inigualables en español.

El caso es que ese “bienvenido de vuelta” me lo digo a mí, y lo hago por haber vuelto a leer, tras varios años de pocas excepciones (el apabullante “2666” fue una), algo hispanoamericano: “Blanco nocturno” (Anagrama Negra), del argentino Ricardo Piglia.

Tengo un padre (y no tengo más, que no les confunda el determinante indefinido) que me insiste en cómo hago el disparate de leer, entre otras, literatura anglosajona. Que tanto si leo versiones originales como traducciones me estoy perdiendo algo fundamental. En el primer caso, porque en inglés soy mucho peor lector: leer en un idioma, comprender un libro, no es ni mucho menos lo mismo que ser capaz de apreciarlo literariamente, y al final mi lectura es más simple. En el segundo, por la tantas veces discutida intromisión de un traductor entre el autor y yo. Sin llegar a convencerme los argumentos de Javier Marías, que sostenía en algún sitio que traducir es escribir por completo, sin más, no me cabe duda de que hay una parte del libro que el traductor “crea” -casualmente, el propio Piglia dice, en “Formas breves”, que la traducción es uno de los medios fundamentales de enriquecimiento y de transformación de una lengua literaria-, y por tanto nos da el cambiazo. Al final estamos leyendo casi a Hemingway, casi a Mailer, casi a Carver.

Sigo y seguiré leyendo a norteamericanos e ingleses; entre otras cosas por los temas que eligen y lo que dicen sobre ellos, aunque me pierda parte del cómo lo dicen. Pero reconozco el enorme placer que ha supuesto volver a un sudamericano y poder pararme a disfrutar del estilo, de los matices del vocabulario, de todos los adornos y de toda la belleza y capacidad de sugestión de algunas frases. La novela me ha gustado mucho: el sitio, los personajes, la historia y esa manera justa de usar las palabras que hace que escribir se convierta en un arte."

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4.2.18

La felicidad en un podcast

Publicado en el suplemento Táboa Redonda del domingo 04.02.18


La felicidad en un podcast




"Mi trabajo a tiempo parcial como transportista de hijos me hace pasar mucho tiempo, cada tarde, en el coche; del cual, aproximadamente la mitad estoy solo. Y esta situación, que ya dura bastantes años, me produce una sensación de pérdida de tiempo que el hecho de escuchar música apenas logra mejorar. Por eso los Reyes Magos, que todo lo saben, este año me han regalado un altavoz con bluetooth para el móvil. Altavoz que no solo es manos libres sino que me permite escuchar programas por internet.

Por eso me estoy introduciendo en el mundo de los podcasts, y descubriendo una oferta inabarcable de contenidos, casi sobre cualquier tema. Entre ellos, dos programas culturales o culturetas: “In our time”, de la BBC, y “Documentos”, de Radio Nacional. Los pictos, Hamlet, la ciudad de Tebas, el TBO, Gerardo Diego, Roa Bastos, Cicerón, el cardenal Cisneros, Blas de Lezo, Gauss, Hannah Arendt, el cinturón de Kuiper, Alan Turing, el sitio de Malta de 1565, Beethoven, Moby Dick, dinosaurios con plumas, Cumbres Borrascosas, la República de Platón, las aves migratorias, el imperativo categórico de Kant o Juan Rulfo. Por ejemplo. Todos, capítulos de poco menos de una hora que suelo tardar un día en acabar.

Claro, es una maravilla. Porque además los programas son buenos. El resultado son unos trayectos agradables, que hago con una sensación totalmente diferente. Salgo del coche encantado. Y ahora sé, por ejemplo, que “Here comes the sun”, de los Beatles, no está incluido en el disco que los Voyager llevan a bordo por si alguna vez se encuentran con una civilización extraterrestre, porque la EMI fue tan miserable que no lo permitió… por los derechos de autor.

La vida puede ser insoportablemente dura. Y creo que, precisamente porque está tan llena de graves problemas, y porque poco podemos contra la enfermedad, la soledad, el paso del tiempo, las enemistades, la miseria y la ruindad humanas, haríamos bien en esforzarnos por mejorar las tres o cuatro cosas que está en nuestra mano cambiar. Cosas que no serán capaces de cerrar heridas profundas ni de llenar huecos hondos, pero que pueden poner algunas vendas. Ya que estamos casi indefensos ante las desgracias, me parece esencial intentar que el trayecto diario de media hora en coche, que la ida a la compra o que la tarde de jueves que nos ha quedado inesperadamente libre nos den alguna alegría. Es la felicidad cotidiana, sobre la que sí podemos decidir un poco. A menudo la diferencia radica en hacer más amable esa parte de nuestro tiempo en la que no pasa nada importante."

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