23.8.05

Relato: "Carmen".

[Esto ya no hay quien lo arregle. Que conste (y lo digo por lo parado que está el blog) que estoy de vacaciones, que todos en casa lo estamos, y por supuesto eso hace que tenga menos tiempo para escribir; pero, además, es que estaba ocupado intentando acabar esto. Sé que, aparte de otros peros que obviaré, este texto es muy largo para ponerlo aquí, y a lo mejor se hace pesado de leer, pero qué le voy a hacer.]

"A las ocho de la mañana Carmen despierta. Abre los ojos y sobre la mesilla ve la lamparita, un vaso de agua por la mitad, la figurita plateada de Santiago Apóstol, el marco con la foto de ellos dos con su nieta el día de su Primera Comunión y la caja de las pastillas. Cierra los ojos. Francisco tose, a su lado. Tose con flemas, y se levanta, se pone las zapatillas y sale andando arrastrando los pies. Carmen le oye ir hasta el cuarto de baño y escupir; después, lo oye mear sin fuerza, a impulsos, durante casi dos minutos, y tirar de la cadena.
Francisco vuelve a la habitación y se sienta en la cama a descalzarse. Se acuesta y se tapa.

- ¿Vas a acostarte otra vez?

Francisco cierra los ojos.

- ¿Eh?

- Qué quieres, ¿que te levante, ya? ¿Pero no puedes estar un poco más en la cama?

Carmen se queda callada, mirando al techo. Se vuelve a poner de lado, hacia la mesilla. Mira la foto. Francisco está serio, de traje, la última vez que se lo puso. Ella lleva un vestido azul marino y sonríe para la foto. Su nieta, con su vestido blanco, sus guantes y su bolsito de nácar entre las manos, no mira a la cámara; estaba pendiente de sus amigas.
Manténgase fuera del alcance y de la vista de los niños, lee. Suspira.

- Será posible... Bueno, mujer, bueno -Francisco se destapa y se incorpora en la cama- No te puedes quedar ahí tranquila, ¿verdad?

Ella no dice nada. La verdad es que prefiere levantarse. Francisco, tosiendo otra vez, da la vuelta a la cama, la destapa y tira de ella hasta sentarla. Le acerca las zapatillas y se las pone.

- Dame la bata.

Carmen se la pone y se ata el cinturón. Se pasa las manos por el pelo.

- A ver, ¿acabas?

La coge de una mano, mientras ella se lleva la otra a la espalda. Van andando los dos muy despacio hacia la cocina.

- Espera, que tengo que ir al baño.

Francisco le ayuda a sentarse y espera de pie a que acabe.

- No hay papel.

Se acerca al mueble blanco y coge un rollo del paquete de encima. Se lo da. Ella lo intenta empezar pero lo rompe, y se lo coloca él. Después le ayuda a levantarse, baja la tapa con cuidado y tira de la cadena mientras ella sigue agarrada de su brazo. Salen los dos y van a la cocina. La sienta a la mesa, echa leche en el cazo y lo pone al fuego. Ella mira las migas de la mesa, de la cena. Lo mira a él, de espaldas; ve qué despacio se mueve y cómo suspira cada vez que tiene que agacharse.

- Pon el mantel, Francisco. Nunca pones el mantel.

Él lo saca del cajón, lo pone, saca dos tazas y dos cucharas y las coloca. Ella las vuelve a colocar un poco mejor. Francisco apaga el fuego y se acerca con el cazo y el colador. Sirve la leche en las dos tazas, deja el cazo y el colador encima de la cocina y saca media barra de la bolsa del pan. Se sienta y empieza a cortar trozos y a echarlos en las tazas. Ella mira cómo lo hace hasta que coge su cuchara y, mientras él corta, va hundiendo el pan en la leche. Acaba, y se ponen a comer, hasta que Francisco ve cómo a Carmen se le sale la leche de la boca por la comisura de los labios y le corre por la parte insensible de la barbilla, y se levanta a por una servilleta y se la da.

- Anda, anda, límpiate.

Acaba de darle él el desayuno. Ella tiene la vista fija en las cortinas de la ventana. Después su leche ya está fría y tiene nata otra vez, y recoge las dos tazas al fregadero y las llena de agua. Sobre una de ellas queda la nata flotando.
Él sale y la deja sentada. Ella rasca con la uña una mancha del mantel y vuelve a mirar las cortinas. Lo oye andar de un lado para otro, del baño al dormitorio, del dormitorio al baño, tosiendo de vez en cuando. Sobre una silla hay un suplemento de televisión, pero no le llega.

- Francisco. Francisco.

Él viene y se queda en la puerta. Tiene cara de que le duele algo.

- ¿Me coges esa revista un momentito?

Se acerca y se la da. Se va, y Carmen abre la revista y se pone a leer por enésima vez una entrevista con una presentadora. Lee que le encanta pasar temporadas en Marruecos, concretamente en Marrakech, porque no hay otro sitio mejor para desconectar y relajarse del estrés diario de la gran ciudad. Pasa las hojas hasta llegar a la programación.

- ¿Qué día es hoy?

Sigue leyendo al azar, hasta que llega a la página del horóscopo: “Aries atraviesa un óptimo momento para iniciar un negocio. En el amor, sea prudente pero no pierda el ímpetu. Día favorable: el martes”.

- ¿Qué día es hoy, Francisco?

Francisco llega otra vez a la puerta de la cocina.

- ¿Te visto?

- ¿Y qué hora es, entonces? Me quería lavar la cabeza.

- ¿Pero no puedes esperar a que venga Pili?

- Bueno.

En el cuarto de baño ella se quita la bata, se desabrocha el camisón, se quita las mangas y se lo deja por la cintura. Él la agarra y entre los dos van lavándola debajo de los brazos, debajo de los pechos y la cara. Luego moja el peine y se peina para atrás, sin raya, con la mano izquierda. Él la mira en el espejo con una cara como si le doliese algo, mientras la sujeta por el brazo derecho. Sin subir el camisón, vuelven al dormitorio, y al cabo de diez minutos sólo le queda calzarse. Se ha puesto un chándal verde de algodón.

- ¿Pones los tenis, o las zapatillas?

- Bueno.

- Bueno qué, ¿las zapatillas?

- Sí. O los tenis.

Va del brazo de Francisco a la sala. Las persianas están bajas. Se sienta en el sofá y él sale.

- ¿Me traes la revista de la cocina?

Cuando se la lleva, Carmen le pide que le encienda la tele. Él la enciende y va hacia la puerta.

- Déjame el mando aquí.

Vuelve y se lo pone en el sofá, a su lado. Se va otra vez.

- Francisco, ¿hoy qué día es? -no contesta- Francisco.

- Qué –dice él desde la habitación.

- ¿Qué día es hoy?

- Martes.

- ¿Martes? Ay, yo quería llamar a Pili para que viniesen a comer. Un día me tienes que ir a la compra, que quiero que vengan todos y hacerles albóndigas, que les gustan mucho. -Francisco no dice nada- ¿Y del mes?

- Veintidós.

Carmen se queda mirando para la tele. Están anunciando un colchón. Abre el suplemento de televisión y busca el día veintidós; por la mañana hay un programa con tertulias y debates al que hoy esta invitada una cirujana.
Al cabo de una media hora, Francisco vuelve a la puerta y le dice a Carmen que se va a la compra.

- Mira, esta chica es una médico famosa. Qué joven, ¿verdad?

- ¿Cómo? Pero si ésa es actriz... ¿Quieres que te traiga algo?

- ¡Pero si aquí dice que es médico, que es cirujana! Parece mentira, tan jovencita.

- ¿Pero no te dije que esa revista no era de ahora? Bueno, me voy.

- Espera. Cógeme la libreta y un lápiz, que va a empezar el programa ése de cocina. A ver si dan alguna receta fácil y la hago cuando venga la niña.

Francisco coge del aparador lleno de fotos y trozos de papel con notas y números de teléfono un bloc con las esquinas levantadas y un bolígrafo, y se los da. Y se marcha.

Carmen se queda en el sofá delante de la tele. Están dando un programa de debate. Oye a los tertulianos. Carmen pestañea sin apartar la vista de la televisión. A los veinte minutos, baja la cabeza y coge la revista. Consulta la programación y cambia de canal. Están dando dibujos animados. Vuelve a cambiar. Debe de ser el programa de medicina de por las mañanas, que da consejos. Deja la revista a su lado en el sofá y coge la libreta y el boli. Pasa unas hojas hasta encontrar una en blanco, y se prepara para copiar con el bloc sobre las rodillas y el boli encima.

Pasado un rato, bosteza y de casualidad se fija en una de las fotos del mueble. Está ella con Pili. Pili todavía era una niña, la foto es de hace mucho, en blanco y negro, de cuando pasaban todo el verano en Landro, y las dos están en bañador. Ella está sentada y Pili, de pie a su lado, la abraza por los hombros. Las dos se están riendo. Carmen piensa que ahora deben de estar todos en la playa. Ella ya irá por la tarde, a última hora, que es cuando mejor se está. ¿Qué hora será? Tiene que hacer la comida, ya. Oye la puerta, seguro que es Pili, que viene corriendo de bañarse, toda mojada y preguntando qué hay de comer, qué hay de comer, mamá.

- Ay, qué tarde es -dice en voz baja- ¡Hola, estoy aquí!

Y se queda sonriendo mirando para la puerta. Pero no oye correr, ni gritos. Debe de traerla Francisco, vendrán juntos de la playa. Van a poner la casa perdida de arena. Se quiere levantar, y se le caen el bloc y el bolígrafo. Los ve en el suelo. Luego mira la tele. Y luego la foto. Se pasa la mano por el pelo.

Los dos avanzan paso a paso por el pasillo.

- Y a lo mejor viene Pili, hoy, con Albita.

- Pero mujer, Pili está ocupada. Y la niña tendrá cosas que hacer. Tiene que ir a clase, y a informática, y a inglés. Los martes va a clases de informática, ¿o no lo sabes?

- Ay, sí, informática, lo de los ordenadores. Qué lista va a ser. Fíjate, no me acordaba.

Carmen, andando cogida del brazo de Francisco, no nota que por la mejilla derecha, la insensible, le corre una lágrima. Y Francisco, sin gafas y en ese pasillo tan oscuro, tampoco la ve caer en el jersey del chándal de algodón y dejar una manchita verde oscuro.

- Espera, llévame al cuarto de baño, anda, que tengo que hacer pis.

- Sería raro..."

16.8.05

El sentido de la vida, o la utilidad del oráculo de Delfos.

¿Nos viene éste a hablar del sentido de la vida, a estas alturas?, dirán ustedes. Pues sí.

Partiré de dos axiomas personales:

1) La vida no tiene sentido, si por sentido entendemos una causa que la explique y le dé una razón de ser, o un fin último externo a ella que la justifique.

2) El sentido de la vida, entendido como aquello que hace que merezca la pena vivir, es la felicidad.

(Si no se está de acuerdo con ambas afirmaciones -por ejemplo por razones religiosas- es muy difícil que en general se comparta lo que voy a decir, y con seguridad se discrepará de la línea argumental principal)

Antes de continuar con este pretencioso texto, y con el fin de paliar en la medida de lo posible su carácter frívolo, aclararé otras tres cuestiones:

1) La felicidad absoluta probablemente no exista, y si existe es imposible de alcanzar, lo que viene a ser lo mismo.

2) Se puede aspirar a vivir momentos de felicidad (a veces clara e intensa), e incluso a disfrutar de una situación de general satisfacción que, a pesar de sus malos momentos, nos permita decir que más o menos somos felices. Éste es, de los realistas, el objetivo más ambicioso que nos podemos marcar.

3) El primer requisito para ser feliz es no ser infeliz (esto, lo crean o no, es muy importante). Y para lograrlo es indispensable no sufrir desgracias; ni sufrirlas directamente, ni que las sufran nuestros seres queridos. Cuando se da alguna desgracia es difícil, por no decir imposible, aplicar lo que voy a decir. Es más, en esos casos se creerá -con razón- que todo cuanto aquí explico es una estupidez.
No ser infeliz es mucho más importante que ser feliz. Quienes tienen problemas importantes sólo desean que éstos desaparezcan; y lo demás es superfluo para ellos. Por supuesto, eso deja fuera del alcance de las tonterías que aquí diré a la población de más de la mitad de los países del mundo, y a más de la mitad de la población de la mitad restante. Eso, de forma permanente; de forma temporal, la mitad de la mitad restante de esta segunda mitad de países queda también fuera por problemas que les van surgiendo en su día a día.
Por tanto, se podría pensar que a pocos les interesaría algo de esto, aun en el hipotético caso de que aportase alguna idea aprovechable. Pero no es así, porque la insensatez humana hace que hasta las personas a las que graves problemas afligen, una vez superado el mal momento pretendan ser felices en lugar de contentarse -como prometieron- con no ser desdichadas.

Por otro lado (y ya para terminar esta introducción-obstáculo), debo aclarar que entre los individuos cuyos problemas los excluyen del campo de aplicación de mi teoría, incluyo a todos aquellos que, por las más diversas circunstancias (desde las más terribles hasta las más ridículas), no tienen capacidad ni libertad para decidir cómo vivir y qué hacer con su vida. Sin duda su sitio está entre los que tienen problemas importantes.


Una vez tomadas esas precauciones preliminares expondré mi original teoría, también llamada La perogrullada aplicada a la búsqueda de la felicidad.

Vemos a una señora que sacude las alfombras a las siete de la mañana con cara ya de aburrimiento. Después va a salir a la compra a la tienda de la esquina, va a ver a su vecina y va a volver a su casa, ya limpia, a mirar por la ventana a la calle desierta; nunca va a decidir seguir andando un poco más y bajar dos calles y dar un paseo por el centro, y a lo mejor hasta permitirse tomar un café en una cafetería, total por 90 céntimos, mirando pasar a la gente, y luego volver a hacer la comida a casa como si volviese de unas vacaciones en un país exótico, con cosas que contar a su marido (que tampoco tiene nada que decir) por primera vez en veinte años.


Creo que hay mucha gente que, a pesar de no tener problemas importantes (es decir, a pesar de que a priori su felicidad no está vedada), no es feliz (o podría ser más feliz de lo que lo es).

Y creo que no lo es porque no lo intenta, por una cuestión de voluntad, de actitud. Creo algo aparentemente tan absurdo como que la gente vive su vida sin acordarse casi nunca -aunque pueda- de si está siendo feliz y está haciendo todo lo posible para serlo.

Esta afirmación tan atrevida la justifico de dos modos:

a) hay mucha gente que no tiene claro que lo que importa es su felicidad, o al menos acercarse a ella todo lo posible, y por tanto no lo tienen en cuenta a la hora de tomar decisiones, de elegir, de actuar; es un razonamiento para ellos absurdo y puede que infantil, ya que consideran que lo importante es cumplir con el deber y las obligaciones, o portarse como Dios manda, o actuar como debe ser, o no quedar mal, o no dar motivos para que hablen de ellos, o estar a la altura de lo que de ellos se espera, u obedecer las normas, o seguir los consejos que recibieron, o ser personas de provecho, o ser como alguien más que conocen, o como la mayoría, o todo lo contrario, por dar la nota, etc., por lo que en su día a día no tiene cabida un planteamiento tan estrafalario como "¿esto me va a hacer a mí más feliz?" (que puede llevarnos a elegir lo más respetable o lo que Dios manda, ojo, pero a elegirlo con razón);

b) hay, por otro lado, quienes sí lo tienen en cuenta pero no deciden bien (aun pudiendo hacerlo) porque no saben qué es lo que les satisface, qué es lo que a ellos les hace disfrutar, qué les importa; es decir, porque no se conocen a sí mismos lo suficiente. Se dan cuenta de cuál es la meta pero no saben el camino, y acaban siguiendo uno equivocado, probablemente el que vieron más transitado.

Nuestra felicidad, nuestro grado de satisfacción, debe ser la referencia principal a la hora de tomar todas y cada una de las pequeñas o grandes decisiones que la vida nos obliga a afrontar. A la hora de elegir entre dos caminos (qué carrera estudiar, por qué calle ir al trabajo, con quién casarnos, con quién tomar un café, pedir café o no, en qué mesa sentarnos en un restaurante, o si queremos tener hijos), y siempre y cuando sea posible elegir, debemos pensar qué nos satisfará más, cuál de las opciones nos proporcionará más momentos agradables, más tranquilidad (si queremos tranquilidad), más emociones (si emociones buscamos), más ilusión, más cariño… cuál contribuirá en mayor medida -aunque sólo sea por unos minutos- a hacernos más felices.
Y creo que incluso ante una decisión insignificante nos debemos parar a hacernos esa pregunta, porque de pequeños detalles está hecho un día, y porque bastarían algunas pequeñas alegrías para resucitar muchas vidas.


¿Y todo esto qué quiere decir, por exclusión? Pues que no podemos elegir ni decidir:

- lo que nos dicen que es mejor, si para nosotros no lo es;
- lo que elige todo el mundo (sinceramente o no), si no coincidimos con todo el mundo;
- lo que de acuerdo con las prioridades comunes es más beneficioso, si nuestras prioridades son otras (aunque sean las más inusuales e incomprendidas);
- lo que socialmente se espera que decidamos, si no hay mejores razones que ésa;
- lo que la inercia o la rutina o la costumbre nos lleven a elegir (¡esto nunca, nunca!);
- etc., etc., etc.


Pero esto sólo será posible si nos conocemos tan bien que conocemos nuestras prioridades, nuestras ilusiones, nuestras necesidades emocionales, nuestros anhelos, nuestras ambiciones y nuestros miedos.

Y esto no suele ocurrir. No suele ocurrir, porque para eso hay que saber mirarse por dentro, hay que ser capaz de pensar en nuestra vida con calma y lucidez, y hay que ser muy sincero con uno mismo. Conocerse bien es difícil. Es más fácil asumir que somos iguales a la mayoría, que lo que para los demás parece (¿?) ir bien para nosotros también valdrá; es más fácil seguir aguas, dejarse llevar, no desentonar, aceptar lo comúnmente aceptado. Y, sobre todo, es más fácil hacer lo que siempre se ha hecho y se supone que hay que hacer.

Y así va pasando el tiempo, que de pronto son años, y un día, si somos capaces de detenernos un momento a pensar y nos hacemos algunas preguntas, y nos atrevemos a contestar la verdad, podemos ver que nos hemos equivocado.

Habremos desaprovechado la única oportunidad que teníamos de vivir felices. Porque, como decía mi abuelo, la vida no da un paso atrás.



En resumen (es preocupante la facilidad con que embrollo el tema más sencillo hasta hacerlo incomprensible; debería contratarme alguna publicación científica universitaria), creo que, a pesar de los problemas, de los disgustos, de las complicaciones diarias, de que no llega el sueldo, de la soledad, etc., etc., todos tenemos algún margen de decisión (quizá restringido a menudencias mucho menos importantes que los males que nos preocupan, lo sé). Creo que la actitud es fundamental en la vida, incluso en la peor de las situaciones; y creo que esa actitud debe buscar lo que nos satisface siempre que pueda, aunque se trate sólo de decidir si se enciende la tele o no* . Y para buscar eso y no desperdiciar nuestras fuerzas persiguiendo objetivos que en realidad ni nos van ni nos vienen, debemos conocernos a fondo, y saber de verdad qué es bueno para nosotros; para nosotros.

Conózcanse a sí mismos, y cuando sepan qué les hace felices intenten conseguirlo, inténtenlo cada día, con cada cosa.

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*: la respuesta es no.

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[Añadido a las 23:59 del jueves 18 de agosto]

Me permito señalar a cualquier lector de última hora que puede echarle un vistazo al undécimo de los comentarios a este artículo. Creo que en él, en apenas diez líneas, consigo explicar lo que pienso más claramente que en todo el texto anterior.

9.8.05

Relato: "El gallo Henry".

[Resulta que la pérdida de la vergüenza ha venido acompañada, en mi caso, por la del concepto del ridículo. Y ahora ya no hay quien le ponga freno a esto. Lo siento]

"El gallo Henry no vivía con las gallinas y los demás gallos; vivía en el hueco del tronco de un árbol a unos doscientos metros del gallinero. Se había mudado hacía cinco meses, cuando ya no pudo soportar más aquel ambiente de convenciones sociales, mentiras y apariencias, y comprendió que estaría mucho mejor solo.
Su decisión había provocado un escándalo entre sus congéneres e incluso entre gran parte del resto de los animales de la casa, y Henry fue abiertamente criticado por casi todos.

Él no se había arrepentido ni un solo día. Tenía en su nueva casa todo lo que necesitaba, empezando por tranquilidad, y había conseguido sentir por primera vez en su vida que tenía un hogar. Además, Henry aún contaba con sus amigos, a los que su comportamiento estrafalario no había apartado de él.
Y cuando alguno de ellos le preguntaba el porqué de aquella elección, Henry no tenía reparo en explicarles que en el gallinero se sentía encorsetado, asfixiado, que los demás gallos eran unos chulos insoportables y que las gallinas eran en general tan ridículas, obtusas e ignorantes que cumplir con sus funciones de gallo se le había ido haciendo cada vez más penoso, hasta que se sintió incapaz de afrontarlo.

- Imagínate, Bob –le contaba a su mejor amigo, uno de los perros-, tener que estar acostándote con unas tías que te parecen tontas de remate, cuando no unas verdaderas arpías. Y mientras son jóvenes aun tiene su aliciente, para qué lo voy a negar, ¡pero después, todas esas señoronas endomingadas! Se iban quitando cosas y más cosas, hasta que llegaban a la faja y veías que todo empezaba a desparramarse, mientras ellas hablaban y hablaban sin parar, cotilleando, criticando, que si Fulanita, que si Menganita, que si es el colmo, que si figúrate, y yo sin poder dejar de mirar cómo se iban desparramando, y ya no podía ni encontrar nada en medio de toda aquella carne temblona... Era horroroso, de verdad.

Bob se reía. Y él también, ahora, pero al principio no había sido fácil. Sus explicaciones, aun siendo lo más moderadas e inconcretas que pudo, y a pesar de centrarse en aspectos muy generales y nada personales de la vida en el gallinero, fueron rápidamente tergiversadas. Sus quejas se tomaron como ofensas, y pronto hubo indignados, que rápidamente se convirtieron en enemigos. No se le entendió, y se le rechazó.

Ahora estaba bien. Vivir en soledad le permitía tener paz, le permitía hacer sólo lo que le apetecía. Cada vez que ponía un disco se preguntaba cómo había podido aguantar tanto tiempo aquel sempiterno cacareo, ahora sustituido por la música, que sólo bajaba de volumen cuando recibía alguna visita.

Bob no era el único que iba a verlo. Aunque las ovejas no se solían acercar, para alivio de Henry, que no entendía cómo animales tan grandes podían ser tan anodinos, sí lo hacían algunos de los corderitos, desbordantes de una alegría que desaparecería, como siempre, en cuanto se hiciesen adultos. Con el cerdo no quería saber nada; le parecía un animal violento del que uno no podía fiarse. En cambio las vacas eran casi todas buenas amigas suyas, y había aprendido de ellas no poco de la filosofía zen que desde hacía generaciones practicaban.

- Pero tienes que reconocer, Henry, que a veces te excediste. Al fin y al cabo, eres un gallo, y era normal que de ti se esperasen ciertos comportamientos; y que, al salirte del guión, alguien se incomodase -le había dicho una de ellas, Eleanor, en cierta ocasión-. Como cuando te negaste a cantar al alba y no cumpliste tu turno.

- No, sabes que no fue exactamente así. Lo que ocurría era que no me dejaban cantar lo que yo quería. Estaba cansado del kikirikí de siempre, no creo que fuese tan raro. Tú sabes que no canto mal; no soy Pavarotti, pero sinceramente creo que Nessun dorma me salía bastante bien, y su letra era de lo más apropiada. Pero no, claro, tenía que parecerles mal, como todo. Que había que cantar como Dios manda…

Pero, de entre todos los animales, había uno que para Henry significaba algo especial. Y si abandonar el gallinero había tenido algo malo había sido dejar de ver a diario a la gallina Martha, amiga suya desde la infancia. Martha, más resignada a su papel, menos rebelde que Henry, se había sentido herida cuando él decidió marcharse. Y sobre todo se había sentido sola.

Sin embargo, tras rehuir su encuentro durante semanas, una tarde, cuando casi todas las demás dormitaban empollando, subió hasta el árbol. E hicieron las paces.

Martha ya no era una pollita, pero Henry nunca había tenido el menor problema en cumplir como gallo con ella. Era algo que le sorprendía, porque conforme ambos iban haciéndose mayores él se daba cuenta de que había gallinas jóvenes que tenían mejor tipo y eran mucho más fogosas, y, aun así, él la prefería a las demás. De hecho, había recibido quejas acusándolo de un trato de favor hacia ella; y no había podido negar que con frecuencia se acostaban juntos antes de lo que marcaba el calendario de apareamientos. Habían hablado de ello en alguno de los escasos paseos que el ritmo de vida diario del gallinero les permitía, y ninguno de los dos se explicaba qué les ocurría. Eran amigos, sí, eran buenos amigos, ¿pero qué tenía eso que ver con aparearse?
Y, sin embargo, algo raro pasaba, porque las protestas sólo habían conseguido que sus encuentros tuviesen lugar a escondidas, pero no que disminuyeran. Y las conversaciones entre los dos se fueron haciendo cada vez más habituales y largas.

Aquella tarde en que Martha subió a su casa, ella y Henry charlaron durante horas. Se reconciliaron, él le dio explicaciones, ella las escuchó y dijo entenderlas. Y después de mucho charlar, y sin venir a cuento (Henry había dejado de ejercer hacía ya meses), acabaron en la cama. Y lo más increíble es que estuvieron toda la noche en ella, y por el medio del sexo seguían hablando, y se reían, y hubo momentos en que ella tuvo ganas de llorar, y acabaron abrazados en silencio mirando al techo, que iba reflejando ya la luz del alba (que Henry no cantó), y preguntándose qué significaba aquello.

Martha siguió visitándolo. A veces se repetía aquella primera tarde; otras, salían a pasear por caminos por los que ninguna otra gallina se había aventurado antes; o se quedaban en casa escuchando “Martha my dear” y bailando durante horas. Se sentían contentos y se sentían como más libres; pero sobre todo se sentían raros.
Henry pensó mucho sobre ello, se pasó días enteros cavilando sentado a la puerta de su casa. Se olvidaba de la música, se olvidaba de salir a ver a Bob, y se olvidaba casi de comer. Pero por mucho que reflexionaba no entendía qué tipo de relación tenían Martha y él.

- No, Henry, claro que nadie sabe darte una explicación. Ni las vacas, ni las ovejas, ni mucho menos las gallinas o los gallos -le acabó diciendo Bob-. Pero, ¿sabes?, me pregunto si no conoceré yo a alguien que quizá te podría ayudar.

- ¿En serio? ¿Quién?

- Un perro, un primo mío ya bastante mayor, Sigmund, que lleva toda su vida viviendo en la ciudad con sus dueños humanos, sin ningún otro animal en la casa.

- Qué triste, ¿no?

- No, él dice que no, que vive muy bien y que sus dueños son amigos suyos. El caso es que, sea por esa amistad, sea por los años que lleva conviviendo con ellos, conoce muy bien a los hombres.

- Bob, no es por nada, pero yo lo que quiero es a alguien que conozca bien a las gallinas; o mejor dicho a los gallos.

- Hazme caso, que sé lo que digo. Mucho me temo que incluso yo me imagino por dónde van los tiros; pero quiero que hables con él y le cuentes lo tuyo con Martha.

Así fue, Henry y Bob viajaron a la ciudad y hablaron con Sigmund. Tuvieron una larga conversación, en la que él escuchó y escuchó, y le habló a Henry de evolución, de genética, de tendencias naturales, de economía y de hábitos adquiridos; y al final le dio su opinión.



El gallinero desbordaba actividad, como todas las mañanas cuando se acercaba la hora de la recogida de los huevos. Cada gallina limpiaba los suyos, miraba los de las vecinas, los comparaba, y comentaba qué bonitos eran y lo que se parecían a su padre. Los gallos se desperezaban cerca de la verja, esperando que abriesen para salir a estirar las piernas.

Martha, que ese día no había puesto, estaba lavándose un poco. De repente oyó que la llamaban a gritos.

- ¡Martha, Martha! -era Henry, que se acercaba por el camino, medio corriendo, medio volando. Con él venía Bob, ladrando de emoción.

Al cabo de un cuarto de hora, después de esperar un rato a que llegase el dueño y tras tener que aguantar mil y un comentarios sobre aquella desfachatez, aquellos modales, presentarse así después de haberse portado tan mal con nosotros, y con ese perro vago, habrase visto, pudo salir.

- ¿Qué pasa? ¿A qué viene todo este follón?

Henry le dio un abrazo a Bob, y se llevó a Martha lejos del gallinero para poder hablar a solas.

Cuando nadie los veía, Henry cogió un ala de Martha entre las suyas.

- Henry, ¿qué ocurre?, estás temblando.



Martha fue oficialmente expulsada. Ella y Henry se convirtieron en unos marginados, nadie los perdonó nunca. El virtuoso gallinero no podía tolerar aquella indecencia. Habían roto todas las reglas, no pensaban cumplir con su deber, habían actuado de un modo antinatural, como ninguna gallina se había comportado jamás, como ningún animal de la casa habría podido siquiera imaginar.



De vez en cuando, alguna jovencita se quedaba mirando hacia el árbol y dejaba escapar un furtivo suspiro, pero enseguida disimulaba y, dando media vuelta, se alejaba cacareando muy digna.

- ¡Amor, dicen que les diagnosticaron amor! Que se quieren. ¡Bah!"

5.8.05

Segunda vivienda.

Hoy después de comer dejo el pazo y me voy a pasar el fin de semana a esta casa de la fotografía.





Como sólo vamos de vez en cuando, la tenemos puesta así, de cualquier forma, a pasar; y claro, tiene muchas carencias. No hay ni teléfono, ni televisión, ni mucho menos conexión a Internet. Tan sólo habitaciones enormes con camas antiguas (yo incluso tengo que dormir en una con dosel), algunos salones, una despensa inmensa llena de comida y bebida del país (tan poco sofisticada, y tan poco rápida), y una biblioteca vieja sin ningún último éxito. Aun encima, estamos rodeados de campos y bosques; ni un sitio para salir. Me pregunto por qué seguimos yendo a un lugar en el que se pueden hacer tan pocas cosas.

Hasta la vuelta a todos.

3.8.05

Relato sobre un hombre real.

[Y ahora, sin que nadie me obligue, aun así reincido. Una vez perdida la vergüenza, uno es impredecible. Lo mismo acabo siendo alguien espontáneo]


"No, bien, aún no está.
Bueno, y dónde me pongo. En la mesa, que se me ve enseguida. No, no, que ahí pasa de largo y ya está. En la barra, mejor me siento en la barra, así se tiene que acercar. Aquí; no, aquí, allí a lo mejor es demasiado cerca. No será muy lejos, ¿no?, supongo que me oirá. Sí, aquí estoy bien.

- Hola. ¿Con leche pequeño?

¿Y no hay periódico? Sólo hay éste; bueno, da igual, por lo menos estoy leyendo. Me tenía que haber traído un libro. Aunque mejor no, qué pinto con un libro a estas horas; a ver si se va a pensar que estoy en paro, o algo así. El periódico, el periódico está bien. Por Internacional. O lo abro por Cultura, mejor. ¿Y por Local, para que se vea que me preocupo por las cosas que nos afectan, aun las sencillas?. No, que igual se piensa que soy un pueblerino y que sólo me interesa lo de aquí.

Bueno, pues nada... ¡Joder, cómo quema! Y me tengo que atragantar justo ahora, sólo faltaría que me pasase al entrar ella.

Bueno, bien. El café éste me va a hacer sudar, coño. Me voy a secar la frente ahora, mejor, sería patético, con la frente goteando.
Sí, estoy bien, el pelo bien. La camisa se me abre mucho. Parezco un chulo. No, así es peor, parezco tonto. Tenía que haberme puesto otra. Y ahora tengo ganas de mear. Pues ahora no voy a ir, hasta que entre no me muevo.
Anda, un artículo de Vargas Llosa, ¿a ver?.

Cómo tarda. ¡A la mierda, Vargas Llosa! A ver si hoy no va a venir.

¡Ya está, ya está!

¡Dios, qué guapa!

Ya viene. Se para, se para en lo de los periódicos. Claro, no hay ninguno, ¡parezco imbécil, el último lo he cogido yo! Y ahora me verá a mí leyéndolo tan tranquilo. Qué mal. ¿Se lo ofreceré? Va a pensar que estoy pendiente de ella. No, pensará que es un detalle. Ya viene para aquí. Está al lado. No, no mira para aquí; sigo leyendo. ¿Pongo la mano en la barbilla? ¿Y si piensa que estoy tan concentrado que ya ni me hace caso? Mejor, miro. Ahora mirando en el bolso. Un sorbito. Revuelvo un poco, así. Vaya dedos, joder.

¡¿Pero qué hago en Deportes?! ¡Y encima con una foto de fútbol! Rápido, ¿dónde estaba Cultura? Bueno, Cartelera, la cartelera está bien. Aunque vaya películas.
¿Le ofrezco el periódico? ¿Pero no va a mirar nunca? Como pida, se va a ir a sentar a una mesa, y ya nada. Bueno, se lo ofrezco. Sí, mejor se lo ofrezco, así puedo decirle algo.
¿Pero y qué le digo? “Hola, perdona, tal vez quieras el periódico...”, ¡no, no, parece de telenovela! “Hola, perdona, me ha parecido ver que buscabas un periódico...”; joder, y así parezco Piolín; y sigo pareciendo del año de la pera. “Hola, no querrás el periódico...”; ¿y eso a qué viene, así en plan listillo? ¡Ya se va, se va a sentar, se va a sentar!

- Perdona... -¡mierda! No se me ha oído nada, no me he oído ni yo; como mucho me habrá oído mugir un poco- ¡Perdona!

Creo que la he asustado. Ahora voy a parecerle un loco.

- Hola, qué hay, no, que yo ya he terminado con el periódico... - ¡¿Y?! ¡No se está enterando de qué le estoy diciendo! No me está entendiendo. Debe de estar pensando que quién es ese chalado, y en que la deje en paz- No, lo digo por si lo quieres tú. Como...
- No, no, gracias. Es que ése no lo suelo leer. - ¿Cómo? Ya, ni yo, yo tampoco. Vamos, di algo, coño, di algo. No, si yo tampoco; qué va, nada, nada, lo que pasa es que como no había otro, pero qué va. ¿Éste? No, nunca. Hoy, ya ves, la casualidad- ¡Ah, gracias, Paco!, ¿ya me llevas tú el zumo a la mesa? Gracias.

¡Joder, joder, joder! ¡Qué guay! Muy bien, genial. Subnormal, que eres subnormal. Qué gilipollas.

Y aun encima sudando como un cerdo, toda la frente mojada.

Qué imbécil.

¿Y dónde se ha metido? ¡Detrás, está justo detrás! Aun encima. Bueno, estoy bien sentado, por lo menos.
Los brazos, los pongo así, así, un poco en tensión, a ver si se me ve un poco ancho de espaldas. Pero justo hoy tengo que traer esta camisa tan fina; ¿se me verán michelines?, me enderezo un poco más, mejor. Y sudando. Me soplo un poquillo por dentro del cuello. ¿Tendré marca en la espalda? Me la separo un poco, así, rápido; no, sacudirla no, que se me va a notar mucho. Joder, está un poco por fuera del pantalón. Y con estos dedos, seguro que están todos rojos, debo de dar una imagen cojonuda.
Bueno, a ver, me coloco otra vez bien.

Pero no voy a estar aquí toda la mañana. Seguro que... no, no ha visto si había terminado el café; ni eso, ni nada.
Nada, aparte del periódico, claro.

Bueno, pues me voy. Me tengo que ir. Me voy.
Voy a decirle algo, al pasar, total está aquí al lado; y ya, qué importa meter más la pata. Por lo menos no me quedo así.

- Paco, ¿me cobras, por favor? Gracias. Hasta luego.

Ahora, sin gritar mucho. Sonriendo, sonriendo un poco. ¡Un poco de seguridad, hombre, venga!

- Hasta lueeégo. -¡Un gallito! ¡¡Un gallito!! ¡¿Pero qué tengo, quince años?!

No me ha oído, no se me ha oído. Ella ni me ha mirado. ¿Y qué hace con ese libro? Se trae un libro al café. Y yo nada. Bueno, no te pares, ve saliendo. ¿Se lo digo otra vez? ¿Estaré muy lejos? Sigue leyendo, no mira. Bueno, sí, sin gritar, pero más alto.

- Hasta luego.

Sonrío, sonrío como un buen tipo, sonrío como Paul Newman, como Hugh Grant.

Levanta la mirada, me ve, mira alrededor y sigue leyendo.

Bueno, mejor dejo de sonreír. Me voy. "

1.8.05

Qué importa, y qué no importa.

Este texto recoge lo dicho por el uzbeko de 35 años Timur Askárov, refugiado en la vecina Kirquizistán desde los disturbios del 13 de mayo de Andiyán, en su país:

"Aquel terrible viernes nos unimos a la manifestación en la plaza de Andiyán. Los soldados comenzaron a disparar y al ver a los primeros caídos y oír los gritos de los heridos cundió el pánico entre la gente, que salió corriendo en desbandada. Hasta hoy no sé qué ha sido de mi pequeñita de dos años. Está desaparecida. Nunca hallaron su cuerpo".

No pretendo hablar del caso de Askárov, del que no sé nada, ni de aquellos acontecimientos, ni de las condiciones en que se vive en Uzbekistán desde hace décadas, donde un supuesto presidente democrático gobierna dictatorial y brutalmente, con el beneplácito antes de la URSS y ahora de los EE.UU., que le agradecen así su papel de garante del orden en la zona y su colaboración en la guerra contra el terrorismo internacional (terrorismo en el que él se apresura a incluir a cualquier movimiento disidente interno que le cause problemas).

Éste es, desde luego, sólo un ejemplo ente los miles, centenares de miles, o no sé si millones de individuos que podrían contar algo parecido en todo el mundo. Las cifras son tan monstruosas que no es posible imaginarse lo que quieren decir.
Y es verdad que no es posible. Pensarlo resulta tan abrumador que el cerebro se niega a admitirlo. Eso está ocurriendo, pero no es cierto; no es de este mundo, no forma parte de nuestra realidad.

También hoy volví a leer los datos (¡qué pesados!, ¿verdad?, a ver si cambian de noticias, que ya aburren) de lo que le espera a la región centro-occidental de África. Se prevén unos cinco millones de víctimas. Cinco millones. Sólo en Níger, cabe la posibilidad de que se llegue a los dos millones y medio de muertos. Y no es a causa de una guerra irresoluble, ni de ningún conflicto interno enquistado en aquella miserable sociedad; va a ser por hambre. Se van a morir de hambre. Mientras, yo estaré terminando mis vacaciones, en las que me he propuesto salir a cenar casi todos los días; algunos de ustedes se quejarán, sentados a la mesa, de los kilitos de más que han cogido en verano; en nuestra basura se pudrirán toneladas de alimentos; y nuestros representantes se gastarán en idioteces absolutamente prescindibles (cuando no completamente injustificables) cantidades de dinero mucho mayores que la que les haría falta allí.
La solución sería bastante simple: darles comida. Si no fuese una tragedia, hasta resultaría tonto. No acabaríamos con el problema definitivamente, qué duda cabe (para eso hay que trabajar más y mejor, y es difícil), pero en vez de morirse cinco millones a lo mejor se morían sólo quinientos mil. Cuatro millones y pico de hombres, mujeres y niños a los que les quedan tres meses de vida se salvarían. No estaría mal.

Pero lo que más me ha hecho pensar de estas dos noticias, lo que me ha sumido en la perplejidad, es que mi preocupación por África fue una preocupación sincera pero resignada, fría y razonada. En cambio, cuando a los cinco minutos leí que aquel hombre había perdido a su hija de dos años hace tres meses, sentí una tristeza, una pena por él, un dolor, enormes.
En el caso de la hambruna africana hay solidaridad (lo siento, pero me horripila esta palabra, tan sobreutilizada que ya no significa nada, y tan cacareada que parece que quisieran que sustituyese a la justicia social, cuando ésta es una obligación, un deber, y la otra es voluntaria, graciable), rabia y (también) tristeza. Pero pensar en haber perdido a mi niña un día de mayo, y no saber hoy nada de ella, es simplemente insoportable.
Quizá en esa diferencia de sentimientos estribe que esas cosas sigan ocurriendo.

Ahora, mientras escribo, estoy pensando en cómo habrá sucedido todo aquel día. ¿Porque qué tendría que pasar, qué horror, qué caos tendrían que darse para que yo perdiese a mi hija, para que se fuese de mis brazos? Sé que moriría antes de alejarme de su lado. Sé que incluso si ella (que ahora mismo acaba de levantarse y está en mi colo, en mi regazo) muriese, me dejaría matar yo también antes de abandonarla.

Claro que... ¡me puedo preguntar tantas cosas!
Me puedo preguntar cómo sería capaz de vivir tras perderla, cómo soportaría estar en un mundo en el que ella, o quienes dan sentido a todo, se hubiesen acabado. Y me doy cuenta de que no me hace falta ir a Africa, ni a otro país, ni a otra ciudad, para ver vidas que no puedo imaginar.

Y, aun peor, a veces me descuido, bajo las defensas sin querer, y por unos instantes sé que mi vida puede convertirse en cualquier momento en otra, así de distinta. Y tengo miedo.

Y entonces, durante esos instantes, veo sólo lo que importa, y qué frágil es. Pero me recupero y lucho para llenar de nuevo mi cabeza de todo lo demás. Y sigo viviendo equivocado y tranquilo.