29.6.12

Taller: No es posible

[Esta vez las directrices del taller me resultaban un poco desconcertantes: contar algo que se observa.
Desconcertantes, porque escribir a partir de lo observado es para mí algo tan habitual que me parecía lo mismo que no marcar directriz alguna.]



NO ES POSIBLE
Llevo años bajando en coche por la calle Coruña, cada mañana, camino del trabajo. Desde hace unos meses, todos los días a esa hora un hombre y una mujer toman café en la misma mesa de una cafetería que hace esquina. Se sientan junto a un ventanal y, como yo vengo de arriba, puedo verlos desde bastante antes. Últimamente, además, aunque ya suelo ir despacio aminoro un poco para poder fijarme.

Él pasa de los cuarenta, es moreno, de gafas, con raya al lado. Ella parece algo más joven, y su ropa y su peinado también son discretos; muchas veces, como ayer, lleva diadema. Se sientan siempre uno frente al otro y tienen el periódico abierto en medio. Él se inclina hacia delante y le señala las noticias y las comenta. Por cómo hablan, no son pareja. Él sonríe todo el tiempo y cuando hace una pausa la mira, esperando a ver si dice algo, y luego sigue leyendo. Ella se apoya en el respaldo y mira el café o se acerca a leer también, y de vez en cuando levanta la vista y le devuelve la mirada.

A veces ella sonríe como sin querer. Entonces él se queda un segundo en blanco, hasta que se revuelve en la silla y pasa la página. Y ella remueve el café y se pone seria otra vez. Y apoya la barbilla en la mano.

A su novio no le gusta aquello. Él le pregunta por ese novio, y ella dice que bien, bien. Aunque nunca le habla así, ni le cuenta nada, ni le pregunta, ni la mira igual. Él en cambio le ha confesado que nada, que se ve que todavía no ha encontrado a la persona adecuada. O que la persona adecuada no lo ha encontrado a él. Y se ríe.

Algunos días, como hoy, la veo triste. Él sonreía, igual que siempre, en la postura de todos los días, y esperaba mirándola de reojo.

Al acabar van juntos hasta el edificio de al lado, cada uno a su oficina. Él camina despacio, alargando los metros. A veces al andar se rozan los brazos. Y entonces ella aprovecha el encuentro con alguna compañera para adelantar la despedida. Hasta mañana. Él se pasará la tarde tratando de recordar cada sonrisa suya, cada palabra, cada uno de esos veinte minutos; ella, intentando olvidarlos.


27.6.12

Mi madre, de Richard Ford

Es el tercer libro de Ford que empiezo y el primero que acabo. Con los otros me pasó esto. Pero este no es ficción.

En él, Ford cuenta, sin alargarse más de lo necesario (se lee en un par de horas), cómo era su madre y cómo fue su relación con ella. Es un libro sobre sus propios sentimientos y los que él supone en ella.

Me ha gustado. Dice que él a su madre le debe, sobre todo, sus propios afectos, sus afectos más profundos, los que él ha sabido sentir después.

Ha habido tres cosas que me han llamado la atención:

Por un lado, el poco peso del padre en su vida, la aparentemente débil y pobre relación que tenían (el padre viajaba mucho, pero siempre los cuidó y los quiso, y nunca sucedió nada malo), lo poco que parece haberle importado. Como padre, me resultó descorazonador leerlo.

También cuenta cómo de pequeño, a raíz de un comentario de un vecino, descubrió que su madre era alguien más que su madre; que era una persona como las demás, y también para los demás. Y dice (y esto me recordó una conversación maravillosa que tuve hace años con una amiga, Luna) que, si el tiempo nos ofrece la oportunidad, todos deberíamos tratar de conocer así a nuestros padres.

Por último, me desconcierta una vez más la distancia que, incluso siendo la suya una buena relación, parecía haber entre su madre y él. Fue una relación de cariño, en la que ambos se querían y se importaban, y sin embargo el modo en que está descrita hace pensar que todo eso permanecía en el fondo, poco visible: que se tenían cariño, se querían y se importaban a pesar de que iban por libre; o al revés. Sus vidas, desde el punto de vista material, fueron muy independientes una de la otra. Y me imagino que volvemos con esto a una cuestión de diferencias culturales, a cómo son las relaciones familiares en EE.UU., lo desarraigadas que resultan a nuestros ojos. Algo que por supuesto se refleja en la literatura norteamericana contemporánea, poblada por individuos aislados y relaciones personales con tendencia a tener principio y fin.

19.6.12

Cruzarme conmigo

Estamos viendo estos días Life on Mars, una serie policiaca de la BBC que en la era pre-Wire habría sido de sobresaliente, y ahora de notable. En ella el protagonista vuelve a la Manchester de 1973, cuando él tenía 4 años.

En el capítulo de ayer, unos días después de haber conocido a su madre de joven, se cruza por la calle con él mismo, de niño, yendo con su padre a un partido de fútbol. Niño y adulto se quedan mirándose durante los pocos segundos que se ven; el niño, confuso por el aire familiar de aquel extraño, y él, todo lo impresionado y conmocionado que cabe esperar.

Y yo me quedé pensando qué sentiría en esa situación, si me viese, si me encontrase conmigo de pequeño.

Y la conclusión innegable es que me daría mucha pena, que ese encuentro me produciría una enorme tristeza.

La pregunta es por qué.

Hace un tiempo (sobre eso se pueden leer algunos posts pasados, aquí) habría dicho que la tristeza viene dada por la confrontación de aquel niño, de sus expectativas (de las expectativas que yo ahora pongo en él, mejor dicho), de sus posibilidades, de todo lo que podía ser, con la realidad actual, con lo que he conseguido, con lo que soy, con cómo estoy.

Ahora, en cambio (como también he dicho ya), hace tiempo que siento que esas dos imágenes (porque imágenes son, las dos mías y las dos de ahora) se han reconciliado; si no del todo, sí en gran parte, lo suficiente como para poder mirar atrás con tranquilidad y no del todo insatisfecho.

¿Entonces?

Ayer pensé que lo que me pasaba, lo que a pesar de todo sigue haciendo que esa situación ficticia me resulte triste, es que me daría pena no poder estar más con él/conmigo, que me daría pena verme y dejarme, porque me gustaría hablarme, pasar tiempo con aquel niño, conocerme otra vez; que me gustaría escucharme y atenderme. Que me echo de menos.


Querría no dejar la cosa ahí, sacar algo en limpio de este sentimiento. Y creo que se trata de lo más lógico: que lo escuche, que lo recuerde, que lo atienda, que me acerque a él y le haga caso.


***
[Añadido el 20.06.12]

La muerte también está aquí, claro. ¿Cómo no me di cuenta ayer?
El niño permite volver atrás, da más tiempo; incluso lo detiene. Aleja la muerte, en suma.

En cualquier caso, ¡me gustaría tanto hablar conmigo! ¡Tanto!


15.6.12

Cargas

Para Taliesín, quien, hablando de los lastres que llevamos a cuestas, de nuestra (in)capacidad de reacción, nuestras posibilidades de cambio y nuestro derecho a mirar hacia delante para mejorar, creo que trató de explicarme algo así.

Cuento hindú
Había una vez, hace muchos años, dos monjes que se impusieron todo tipo de privaciones y mortificaciones. Entre otras cosas, se obligaron a cruzar a pie toda la India, de punta a punta. Y se comprometieron también a un silencio total, a no pronunciar ni una sola palabra, ni siquera en sueños, durante los años que durase ese camino. Ni un sonido. Pero una vez, al cruzar un río, oyeron a una mujer que se estaba ahogando pedir axulio. Sin decir nada, el más joven de los dos se arrojó al agua, se cargó a la mujer a la espalda, la sacó, la dejó en la arena sin decir una palabra y los dos ascetas continuaron su camino en completo silencio. Al cabo de seis meses o un año de repente el joven le preguntó a su compañero: dime una cosa, ¿crees que pequé por haber cargado a aquella mujer a la espalda? Y su compañero le contestó con una pregunta: ¿Es que aún la llevas a tus espaldas?
Amos Oz (Una historia de amor y oscuridad)


11.6.12

Las decisiones de un escritor

Dice Amos Oz:

Para escribir una novela de ochenta mil palabras debo tomar algó así como un cuarto de millón de decisiones: no solo las decisiones sobre el boceto de la trama, quién vivirá y quién morirá, quién amará y quién traicionará (...), cuáles serán los nombres de los personajes, cómo serán sus caras y cuáles sus costumbres y ocupacionmes, cómo dividirla en capítulos, cuál será el título del libro (esas son las decisiones sencillas, las decisiones más burdas); y no solo cuándo contar y cuándo silenciar, qué va antes y qué va después, qué revelar al detalle y qué solo con alusiones (también esas son decisiones bastante burdas), sobre todo se deben tomar miles de decisiones sutiles, como, por ejemplo, si poner ahí, en la tercera frase hacia el final del párrafo, azul o azulado. O celeste. O celeste oscuro. O tal vez azul ceniza. ¿Y poner ese azul ceniza al comienzo de la frase? ¿O mejor que estalle al final de la frase? ¿O en medio? ¿O que sea una frase breve independiente, un punto delante, un punto y una nueva línea detrás? ¿O no? ¿O es mejor que ese azul se sumerja en la arrastradora corriente de una frase compuesta y tortuosa, con muchos miembros y abundantes subordinaciones? O tal vez lo mejor sería escribir sencillamente cuatro palabras, "luz de la tarde", y no teñir esa luz de la tarde de ningún gris azulado ni ningún celeste polvoriento.

Y también:

(...) una vez me decía que, en su opinión, aquí o allá había escrito demasiado, y otra decía que aquí tal vez hubiera sido mejor escribir un poco más. ¿Pero cómo se sabe eso? Aún estoy esperando una respuesta.

Y así es, ¿no?

En la eterna (y, en mi opinión, bastante absurda y forzada) disputa entre fondo y forma, entre contenido y estilo, no cabe más que darle a ambos toda la importancia: la literatura debe, como todo arte, decir algo; y la forma en que lo hace, lo que de hecho la convierte en arte, es el estilo.


7.6.12

Taller: Disfunción

[El otro día se me ocurrió esto, y como el tema del taller (relato en primera, segunda y tercera personas) no me decía nada, decidí escribirlo. Es una chorrada, pero al menos esta vez no se me puede acusar de pretencioso.]

DISFUNCIÓN
Manuel y Sara llevaban diez años de pareja, los cuatro primeros como novios y, desde hacía seis, casados. Durante casi todo ese tiempo su vida sexual había sido, si no espectacular, sí bastante satisfactoria; tal vez un poco falta de imaginación, y desde luego sujeta a la evolución propia de la convivencia, pero buena en términos generales.

Hasta hacía unos dos años. En aquel momento, por alguna razón desconocida, Manuel había comenzado a rendir mucho menos en la cama. No era que no quisiese, o al menos eso decía él; era que no podía. Literalmente: cada vez le costaba más conseguir una erección. Él le aseguraba a Sara que seguía considerándola atractiva, y que desde luego sus sentimientos por ella no habían cambiado, pero que por algo, no sabía qué, aquello no iba. Y cuando iba, además no duraba nada, era visto y no visto.

Ella lo tranquilizó, se mostró comprensiva e hizo todo lo posible por que ambos encarasen el problema como adultos, con madurez. Lo hablaron mucho, buscaron información al respecto y acabaron yendo a ver a un terapeuta. Todo aquello obedecía a alguna causa psicológica, ni que decir tenía. Pero fue inútil; las sesiones no dieron resultado y el rendimiento de Manuel fue en picado, a la par que su autoestima. Se pasaba el día cabizbajo; y las noches, también. Lo que primero fue una impotencia parcial y ocasional acabó siendo total y constante. Y a pesar de su buena disposición y su paciencia, era innegable que a Sara aquello estaba empezando a hacérsele muy cuesta arriba.

Hasta que un día, desesperado, viendo que todo amenazaba con venirse abajo, Manuel se atrevió a hacer caso de un anuncio exótico y nada fiable de una de las revistas que, por si pudieran servir de acicate, desde hacía un tiempo compraban. Llamó para preguntar y, tras unos días de dudas, se decidió a concertar una primera cita. Cita a la que siguieron muchas otras, pues contra todo pronóstico aquel tratamiento comenzó desde el primer momento a dar resultados, apenas apreciables al principio pero evidentes desde la tercera o cuarta semanas. A los dos meses de empezar, Manuel estaba totalmente curado.

¿Curado? ¡Curado es poco! ¡Manuel estaba irreconocible! Hecho un toro, así estaba. Porque aquello no le había hecho recuperarse, no, sino que lo había convertido en otro hombre, en un portento, en un prodigio de la naturaleza, en el amante perfecto, siempre dispuesto e inagotable.

***

- Manuel, mira, yo no sé qué te pasa, pero yo no puedo seguir así, ¿no te das cuenta? Pero mírate, por favor, ahí tirado, todo el día igual. Que ya ni me hablas apenas, que ni sales, ni nada, y no sé por qué. Que te han despedido y todo, y a ti parece no importarte, no reaccionas, no haces nada. ¿Pero qué te pasa? Parece mentira, con lo bien que nos iba todo. Después de aquello, de tu problema, con lo bien que te quedaste… Pero esto, esto es peor. No sé por qué empezaste a cambiar así, pero prefería aquello, Manuel; sin sexo se puede vivir, pero así no, con alguien que no tiene interés en nada, ni en los demás, que con todos has dejado de hablar, ni en mí, claro. ¡Pero qué te pasa! ¿Es que no me quieres? Dímelo, Manuel, dímelo porque yo esto no lo puedo aguantar. Y me da igual que en la cama sigas cumpliendo. Cumplir así, como un muerto, sin mirarme, sin decir nada, tú a lo tuyo, como un robot. Es que eso no es sexo ni es nada, Manuel. ¿A mí eso de qué me vale? ¿Tú te crees que me gusta verte con los ojos fijos en la pared, como concentrado en tus cosas, o quedarte tumbado después, completamente ausente? Y el resto del tiempo, el resto del tiempo, Manuel, ¿qué haces?, ¡qué vida es esta, tumbado todo el día! Y esa mirada vacía, distante. ¿Te estás drogando, cariño? ¿No me lo quieres decir? He pensado de todo. Ya sé que no duermes por las noches. ¿Te crees que no me doy cuenta? Tienes que decirme algo, Manuel, ¡tienes que decirme qué te pasa, porque yo no puedo seguir así! ¡Manuel!

***

Sr. Juez:

He tardado mucho en decidirme a dar este paso, pero ya no tengo ninguna duda: no puedo continuar así, no aguanto más, y si nada lo remedia en cuanto termine esta carta pondré fin a mi vida. Una vida que ya ni es vida ni es nada.

Y todo por culpa del sexo.

Aunque supone para mí un enorme esfuerzo escribir, las extrañas circunstancias que rodearán mi suicidio me obligan a intentar explicarme lo mejor posible; entre otras cosas, para asegurarme de que mi exmujer, Sara, queda liberada de toda responsabilidad. Pues solo a mí, a mi imprudencia y mi insensatez, cabe culpar de la situación en la que hoy me veo.

Todo empezó cuando, a raíz de mi prolongada y aún hoy inexplicada impotencia de hace un par de años, me decidí a acudir a una especie de pseudo-médico, de curandero que prometió solucionar mi problema, y de hecho lo hizo, aunque a la postre el remedio resultase peor, con mucho, que la enfermedad. El tal doctor Schwarzkopf me introdujo en las prácticas de ciertas tribus centroafricanas que, al parecer, logran controlar ciertos músculos de la base del pene para conseguir erecciones a voluntad. Aseguraba haber estudiado bien su método y su base fisiológica, y según él no entrañaban riesgo alguno y el éxito estaba garantizado.

Según el doctor, el músculo isquiocavernoso, causante de abrir el paso a la sangre que llena los cuerpos cavernosos del pene (discúlpeme si le estoy contando cosas que ya sabe, pero prefiero no dejar cabos sueltos en mi explicación), así como de cerrárselo en su camino de vuelta, como músculo estriado que es, debería ser de contracción voluntaria. Y sin embargo, lo cierto es que la vida moderna nos lo ha ido atrofiando y hace milenios dejamos de tener ese dominio sobre él. No es así, en cambio, en el seno de algunas tribus africanas, capaces de contraerlo cuando desean, y por tanto de conseguir erecciones con solo proponérselo; lo cual los convierte, como usted comprenderá (perdone usted), en unos amantes reputados.

Con el doctor Schwarzkopf el tratamiento consistía en el desarrollo de una serie de técnicas de concentración que, poco a poco, iban permitiendo al paciente recuperar ese control sobre el músculo en cuestión, y, por consiguiente, alcanzar la erección a voluntad. Y lo más sorprendente es que funcionaba. Imagínese usted, señor Juez: no hablábamos ya de solucionar un problema de impotencia, sino de convertirse de la noche a la mañana en el amante perfecto. Como de hecho fue: enseguida comenzaron a apreciarse los progresos, y pasé de sufrir un desmoralizador problema de disfunción eréctil a erigirme (con perdón) en un supermán del sexo.

¿Cuál fue el problema? Mi ambición, mi insaciabilidad, que fueron mi perdición.

No me bastaba con ser un buen amante; ni siquiera con ser un amante magnífico. Quería más. Quería ser adorado por mi mujer, ser la envidia de todas sus amigas (y solo la envida: siempre le fui fiel), ser famoso, capaz de todo, el amante ideal, un virtuoso del sexo... Y continué con el método. Desoyendo los consejos del doctor, y a pesar de que era evidente que mi problema estaba superado y dejado muy atrás, seguí practicando con tesón, perfeccionando mi técnica durante meses, llevándola a lo más alto (disculpe usted de nuevo). Quería más, quería dominarlo por completo; no me bastaba con hacerlo bien, quería hacerlo perfecto, y además con adornos: subir y bajar, crecer y parar, seguir, amagar y culminar, etc. En fin, usted ya me entiende. Y para lograrlo, sometí a mi cuerpo, a mis músculos, hasta extremos inimaginables. Mi control sobre ellos, mi dominio de sus movimientos, era absoluto.

Pero estaba jugando con fuego, y no me di cuenta.

Todo empezó por unos pequeños mareos, hará cosa de un año y poco, cierta debilidad ocasional que yo achaqué al cansancio, al esfuerzo físico (dese cuenta de que nuestras jornadas sexuales se prolongaban horas y horas, a veces durante toda la noche). Pero enseguida fueron a más: molestias en el pecho, sensación de ahogo, digestiones difíciles, etc., a las que se le juntó una torpeza de movimientos cada vez más evidente. Era como si tuviese que estar pendiente de mis brazos y mis piernas cada vez que los iba a mover, y concentrarme en que hiciesen lo que quería. Algo extrañísimo, que pronto fue muy preocupante.

Lo que me estaba sucediendo (ahora lo sé) era que, en mi obsesión por controlar mi musculatura pélvica, por hacerla responder a mi voluntad, por inhibir sus automatismos, me había extralimitado hasta tal punto que había terminado por lograr el dominio sobre todos los músculos de mi cuerpo. Todos: estriados y no estriados. Que toda mi musculatura lisa, la musculatura de contracción refleja, involuntaria, estaba dejando de comportarse como tal, y ya no respondía más que si yo así lo decidía de manera consciente. Y eso no era todo, sino que ciertas funciones automatizadas, todas esas del parasimpático, estaban dejando de serlo también.
¿Le parece algo poco importante? ¿Le parece que, bien mirado, podría incluso tener su lado bueno? Oh, no, le aseguro que no es así. Le aseguro que el cuerpo es sabio, y que cuando decide que ciertas funciones deben trabajar con independencia tiene una buena razón para ello. Porque lo contrario es, señor Juez, sencillamente inviable. Imagínese teniendo que estar pendiente de todo aquello que para cualquier humano marcha solo, imagínese teniendo que detenerse a pensar cómo mover las piernas al caminar, cómo llevar el tenedor a la boca o mover el cepillo de dientes de arriba abajo; imagínese aprendiendo a hacer las contracciones del esófago para que el bolo alimenticio llegue al estómago, y, una vez allí, trate usted de menear el estómago; por no hablar de los movimientos intestinales, metros y metros de movimientos intestinales. Pero eso, aun siendo engorroso a más no poder, no es nada comparado con respirar. ¿Ha pensado usted la cantidad de veces que toman y expulsan aire nuestros pulmones? ¿Y que nunca paran? ¡¿Y el corazón, señor Juez?! Usted no puede hacerse una idea de lo que supone estar pendiente de los latidos de un corazón, de mantenerlo en funcionamiento, de adecuar su ritmo a cada situación, de no perderlo de vista ni un segundo.

Ha sido horrible. He pasado por un infierno que con el tiempo no ha hecho más que empeorar: sin apenas comer, porque me confundía y me hacía perder el hilo de otras cosas; limitando mis movimientos, cada vez más difíciles; sin dormir (¿cómo dormir y seguir respirando?, ¿cómo dormir y seguir controlando el corazón?), sin posibilidad de hablar ni relacionarme. ¡Llevo semanas escribiéndole esta nota, pues las dificultades de redactar y de pensar en su contenido, a la vez que atiendo a mis funciones vitales básicas, son indecibles!

Por descontado, mi vida en sociedad, y por supuesto cualquier relación personal, eran del todo inviables. Pobre Sara, con lo que buena que fue siempre, con lo que nos quisimos; que tuviese que irse así, sin una explicación, sin una palabra de despedida…

Y ahora he decidido poner punto final a este calvario. Estoy convencido de que verá usted motivos sobrados para ello. Y más si le digo que mi sufrimiento, mis padecimientos, van a más. Aunque yo hice el bachillerato por Biología, me faltan conocimientos para explicar lo que me está pasando desde hace unos días; pero mucho me temo que mi transformación sigue avanzando, y ha descendido a nivel celular. Tal vez sea todo una tontería, pero cada vez siento cosas más raras, alteraciones extrañísimas; y por mucho que palpite, por mucho que respire y trate de alimentarme, no mejoro. Mi salud empeora a pasos agigantados. Supongo que algún órgano intracelular, las mitocondrias, o qué sé yo, está atrofiándose y esperando a que yo le dé instrucciones exactas de qué hacer, y ha dejado de hacer su trabajo. Y como comprenderá….

Ya veo cercano el desenlace fatal. Realmente, no me suicido; tan solo evito prolongar mi fin, que sería en cualquier caso cuestión de días.

Verosímil o no, mi historia queda contada. Solo me resta parar mi corazón y que mi cuerpo, en venganza por mis ultrajes, por mis caprichos, deje de funcionar del todo. Pensaba no respirar, pero lo cierto es que siempre me ha angustiado mucho esa sensación de asfixia. Sin embargo, creo que lo del corazón, hacer que deje de bombear, será poco más o menos como desangrarse, una muerte tranquila.

Lo tengo fácil, no necesito más que despistarme por un momento, distraerme pensando en otra cosa y

 

6.6.12

Quién apoya a quién

Ayer al mediodía pensaba qué hacer: qué hacer durante los 45 minutos que estuve en casa, qué hacer con respecto a mis estudios (para los que este curso ha supuesto un paréntesis casi total y no decidido, que son los peores), si intentar algo con respecto a escribir, y qué sé yo, qué hacer en general.

Desde hace unos años, como ya he contado aquí, a veces pienso en mí de niño, y uso esa imagen que yo he ido formando, las expectativas y los deseos que he ido poniendo en mí entonces, para ver cómo lo estoy haciendo de adulto. Ese ejercicio me ha sido, y me es, muy útil; principalmente, para creerme con derecho a estar bien.

Pero ayer pensé en mi hijo Carlos. No en él ahora, sino de mayor, con mi edad; cómo me gustaría que estuviese, qué me gustaría que hiciese. No qué carrera debería estudiar o a qué profesión dedicarse, sino qué actitud me gustaría saber que muestra, la satisfacción con que verá su vida, las ganas con que se enfrentará a su día a día, la alegría que sentirá y si, en definitiva, será feliz.

Y me comparé con esa imagen deseada y me la puse de ejemplo. Si yo querría verlo así a él, ¿no querré lo mismo para mí? Si a mí me haría sufrir verlo desmotivado, sin ilusiones, dejándose ir (y sintiéndose que se deja ir), ¿voy a aceptar perder yo, en cambio, mi oportunidad?

Esa noche leí en el libro de Amos Oz esta frase:

Todo lo que no consiguieron en la vida, todo lo que no les fue dado, lo cargaron mis padres sobre mis espaldas.

Siempre me ha preocupado caer en ese error.

Quiero creer que yo estaba haciendo exactamente lo contrario: en lugar de volcar mis frustraciones en mi hijo y hacerle cargar con ellas, lo usaba a él, usaba mi deseo de que viva contento, para animarme, para ponerme en marcha para aprovechar mi tiempo, para empujarme a vivir. Para, en el fondo, recordarme que yo, como él, también merezco quererme.


1.6.12

Nadie nos va a salvar

Cuando uno critica la programación televisiva, y sobre todo si la critica con contundencia, se arriesga a ser considerado un exagerado, un intransigente, un radical, un hipócrita, un esnob, un pretencioso, un bicho raro o simplemente un coñazo.

Además, en la situación en la que estamos, incluso puede verse como una frívolidad: ¡protestar de la tele, como si no hubiera otras cosas más importantes en las que pensar!

Sin embargo, yo creo que sobran motivos para hacerlo, y que es necesario.

Para empezar, aunque a la televisión solo le pidiésemos que nos entretuviese, sería mala: sus contenidos, salvo honrosas excepciones, lo son. Pero claro, ese sería un problema menor: allá ellos, los que la ven.

Pero si además atendemos al papel que como medio de comunicación social podría (y, en el caso de la pública, debería) jugar en la formación e información de la sociedad, el resultado es en términos generales lamentable: ni forma, ni informa (y cuando informa lo hace mal). Y eso sí importa. Importa mucho, y a todos, la veamos o no. E importa aun más precisamente en situaciones como esta.

En lo que a la información respecta, la tele, como el resto de los medios, manipula básicamente de dos formas: por la elección de sus contenidos, y por el modo de tratarlos. Es decir, por un lado nos cuenta solo lo que quiere, y por otro, nos lo cuenta como quiere. Así, distrae nuestra atención de ciertos temas y la centra en otros, sobre los que además favorece una determinada línea de opinión.

Si hablamos de formación, de labor educativa, y lo hacemos además atendiendo a su trascendencia social, a sus repercusiones sobre los telespectadores y su teórica condición de ciudadanos de una democracia, el panorama es más desolador si cabe.

(Un inciso: ¿que por qué debe la televisión formar a nadie, que la televisión no es una educadora? Bueno, yo creo que la pública sin duda debe, y lo es. Y en cuanto a las cadenas privadas, una cosa es que puedan emitir lo que les venga en gana -lo cual también es discutible, creo yo-, y otra la opinión que eso que emiten me merezca a mí. Los periódicos también pueden publicar lo que quieran, o casi, y yo puedo considerarlos buenos, malos o pésimos.)

A pesar del ascenso de internet y lo que ella incluye, la televisión sigue siendo el gran medio de masas de nuestro país y del mundo entero. Para muchos millones de personas en España, todo lo que queda fuera de su pequeño círculo diario entra por ahí. Y cada día comprobamos cómo nos idiotiza en el fondo y en las formas. Para qué hablar siquiera de fomentar el análisis, la reflexión, la crítica o la responsabilidad.

Y eso, siempre, con todo. Y se nota siempre y en todo.


El otro día supe de un conflicto entre algunos padres de alumnos y la dirección de un colegio. Al parecer, había habido un problema entre niños, con insultos, amenazas, redes sociales y grabaciones como ingredientes principales. Y el modo en que las partes (sobre todo los padres) se enfrentaban a él fue vergonzoso: los modales, la actitud beligerante y recelosa, el no escuchar, el llenarse la boca de palabras sin entenderlas, el tono desmesurado, la falta de respeto, los gritos, el sacar pecho, la estrechez de miras, el egoísmo, etc., hizo que alguien comentara "Aquí hay gente que ve mucho Sálvame".

Y no me parece ninguna tontería.

Por supuesto, Sálvame no tiene la culpa de que la gente tenga problemas, ni de que vayamos por la vida buscando asuntos sobre los que vomitar nuestras frustraciones. Pero creo que no es casualidad, que no es anecdótico ni inofensivo, que programas con tanta audiencia como ese y otros parecidos lleven años ofreciendo como modelos a imitar, como modelos de éxito, a personajes que no solo no son ejemplo de nada positivo ni tienen mérito alguno, sino que por lo general son todo lo contrario: incultos, maleducados, zafios, horteras, agresivos, egocéntricos, vividores, interesados, mezquinos, malintencionados, mentirosos, etc.; y que normalicen e incluso popularicen una forma de comportarse, un estilo, una idea de lo que vale y lo que no vale, de lo que triunfa, de lo que tiene vigencia y utilidad, unas referencias sociales, absolutamente negativos. No creo que dé igual.

La tele no es el demonio ni la causante de todos nuestros males. Ojalá: se apagaba y listo. Pero contribuye a moldear personas, y por tanto a conformar una sociedad; y lo hace fatal.

Porque es verdad que esos comportamientos siempre han existido, pero jamás se le había ocurrido a nadie pensar que estaban bien.