28.9.12

Taller: J

[El tema del taller de esta semana era el retorno.
He intentado enfocar la cosa de otro modo. Por influencia de doña Graça Pina de Morais me he aventurado en el resbaladizo terreno del narrador con tendencias intimistas.]



No dejamos nunca de regresar.

Walter Benjamin


Aquel viernes, como acostumbraba a hacer un par de veces al mes durante la carrera, J volvía a su ciudad en autobús, a casa de sus padres.

Había llegado a la estación con varios amigos, comentando entre bromas la noche anterior, y se habían repartido entre los andenes, excepto uno que viajaba con él. Era noviembre, llovía, y al poco de salir ya se había hecho de noche. Al quedarse los dos solos la conversación se había vuelto algo más seria, pero el tono era todavía el de la universidad, el de cada día. Se aventuraban a tocar cuestiones personales pero sin llegar a entrar en intimidades. En aquel asiento aún eran estudiantes, jóvenes independientes en un mundo nuevo, y ambos intentaban prolongar esa sensación. Pero conforme se acercaban a casa su vida de siempre se iba imponiendo. Hasta que al entrar en la ciudad se quedaban los dos en silencio mirando las calles. Al llegar bajaban con sus bolsas, se despedían hasta el domingo y se marchaba cada uno por su lado.

J iba andando. A veces apenas levantaba la vista del suelo, pero algunos viernes lo observaba todo. Las calles, los edificios: no había pasado nada, nada cambiaba. También la gente estaba igual; hasta las caras conocidas que se encontraba, que no parecían reaccionar en absoluto, no hacían más que confirmar la falta de posibilidades. De pequeño, cuando vivieron unos años fuera y volvía con sus padres y su hermano en vacaciones, sufría al descubrir que su emoción no era correspondida por casi nadie, que a los que en la distancia había echado tanto de menos él no les importaba. Ahora no sentía añoranza por nada de esto, más bien al contrario, pero encontrárselo todo idéntico lo entristecía profundamente. Todo igual de gris, igual de sucio, igual de inmóvil, de muerto, para él.

Al fin entraba en su calle y llegaba al portal.

- ¿Quién?

- Yo - y mientras subía trataba de adivinar, por el tono de voz de aquel quién, qué se iba a encontrar.

Al salir del ascensor solía abrirse al mismo tiempo la puerta de casa. Uno delante, sosteniéndola, y el otro detrás, esperando. Más bajos, encogidos. Mayores. A veces, de repente, mucho mayores (mucho más, de hecho –pero eso no lo sabía ni podía sospecharlo entonces-, que casi veinte años después, cuando sus propios hijos cambiarían la vida de todos). Y en las dos caras una sonrisa y una mirada llenas de tristeza, a las que nunca fue capaz de responder con el ánimo que hubiese querido. Y unos abrazos prolongados, colgándose de él, que le dejaban muy claro su papel de consuelo en aquella familia. Un papel que tanto le pesaba.

La casa estaba casi toda a oscuras. Algunos días los cogía en la cocina, preparándose la cena, y eso ya le bastaba, era para él una señal de vida. Otros, una lámpara sola iluminaba la esquina del sofá donde se sentaban. Él dejaba las cosas en su habitación, hacía ruido, se movía, pero los veía. Se movían despacio, como con cuidado, en un intento de no molestarlo que solo le producía incomodidad, mal humor y culpa. Estaban acobardados. La pena los acobardaba. Todo les resultaba amenazador, el exterior, los demás, la vida, los asustaba. Tenían miedo. Hasta a él lo miraban como tratando de confirmar si estaba de su parte.

Cuando ya no había nada que hacer, cuando ya había recogido su ropa, había ido a comer algo a la cocina, o al baño, volvía a la sala y se sentaba. Respondía a sus preguntas con impaciencia, ausente, hasta que hacía la que debía.

- ¿Y F?

- Pues F, como siempre.

- ¿Dónde está?

- Por ahí, estará.

- ¿Qué tal?

- Como siempre…

- ¿Y las clases, y eso?

- ¿Y qué sabemos nosotros? Además las clases son lo de menos.

Y, sin llegar tampoco a decirlo nunca todo, una semana más a J le iba quedando clara la situación de desánimo y desesperanza que parecía ocupar sus vidas enteras.

- ¿No vas a salir?

- No, hoy no.

- ¿No has quedado?

- No. Si seguramente ni están. Supongo que mañana.

Pasaba así la velada, leyendo a su lado, tratando de que aquella noche de cada quince días se notase algo, de darles algo, de valer de algo.

A él, solo su cama, ya tarde, al acostarse de último tras agotar las posibilidades de la televisión, le ofrecía un poco de lo que pedía. Solo al meterse en la cama y reconocer el olor de las sábanas y el tacto de su almohada, y ver la misma rendija de luz de siempre entrando desde el pasillo, sentía que aún tenía un hueco donde quedarse, que todavía había algo, aunque fuese un recuerdo, que lo protegía. Que estaba en casa. Aunque fuese un recuerdo.


27.9.12

Ética de la responsabilidad

Desde que empezó julio y me fui de vacaciones se puede decir que estoy desconectado de las noticias. Evito la prensa en cualquiera de sus modalidades, y evito las redes sociales. Solo me llegan algunas pinceladas de información de las que, viviendo en sociedad, es imposible sustraerse.

Y es pasmoso lo fácil que resulta hacerlo. Para mirar hacia otro lado lo tiene uno todo a favor, empezando por la corriente. Y sin demasiados remordimientos: al fin y al cabo, hace lo que la mayoría.

Así me pasa ahora que me da pavor levantar la tapa del contenedor, ante el temor de lo que debe de haberse ido acumulando dentro. Porque el hedor a veces ya me llega, claro, es inevitable.


A propósito de la película y caricaturas que han causado las reacciones de la semana pasada en algunos países musulmanes (por escoger un tema), déjenme volver a insistir en una cita que puse aquí hace días y dio pie, en los posteriores comentarios, a algunas aclaraciones sobre qué era y de quién debía venir la educación:

Los hombres han nacido para los otros: edúcalos o padécelos.
Marco Aurelio

La libertad de expresión (y la de opinión que lleva implícita) se defiende ante los que por intolerancia no la admiten. Claro. Pero siempre y cuando esos intolerantes sean, como mínino, nuestros iguales en cuanto a posibilidades, responsabilidad, oportunidades, etc. De hecho, contra quien normalmente hay que defenderla es contra el poder intolerante.

Defender la libertad de expresión no es insultar a alguien que no te entiende (porque no puede entenderte, porque su situación lo impide), que no comprende que eso para ti no es un insulto. Defender la libertad de expresión no es sacar pecho delante de quienes por ignorancia no pueden ponerse a tu altura, y exigirles apertura de mente.

Por descontado, creo que las bromas sobre creencias, ideologías, fes varias, etc., son lícitas. Podrán parecerme mejores o peores, más o menos afortunadas, de mejor o peor gusto, inteligentes o tontas, incisivas o simples provocaciones para escandalizar; pero creo que son lícitas. Puedo también sospechar que obedecen a estrategias comerciales; pero creo que son lícitas. O puedo estar convencido de que, si la familia de cierto director de semanario francés viviera en Pakistán, lo de que "el contexto le importa un pito" se lo iba a pensar más; pero aun así creo que la libre decisión de contenidos es lícita.

Lo que no es lícito es convivir (porque ya convivimos, porque ya la sociedad es cada vez más claramente una sola) con la ignorancia, con el atraso, con la pobreza, las dictaduras, la explotación, el expolio, el atraso social y cultural, y no hacer nada al respecto, sino mirar, como yo esta temporada, para otro lado, y luego indignarnos cuando nos salpican las consecuencias. Lo que no es lícito es presumir, despectivamente, de modernos y civilizados delante de quienes no pueden aspirar (en parte por nuestra culpa) a serlo.


17.9.12

Aprender a escribir

Siempre he creído que para escribir, como para tantas otras cosas, hace falta, ante todo, talento. Y me refiero a un talento innato.

Y que, si no lo hay, no hay nada que hacer.

Pero al mismo tiempo me doy cuenta de que no todo acaba ahí. Que además de ese talento son imprescindibles la voluntad y el trabajo, y que incluso hay una serie de técnicas que es posible aprender. Como un escultor aprende a trabajar los materiales, un pintor a mezclar colores o un músico composición; con independencia de que, si no hay nada más que eso, poco arte vaya a salir de ellos.


De Lara Moreno


En fin, que ya va llegando un momento, una edad, en que, o se intenta en serio, o deja uno de marear la perdiz de una vez por todas.


11.9.12

Tan cerca

Después de conocer decenas de casas de turismo rural, desde que hace ya doce o quince años empezaron a ser una opción habitual, resulta que la más bonita que he visto estaba aquí al lado.








Estoy leyendo Jerónimo e Eulália, una novela de la portuguesa Graça Pina de Morais que compré hace casi dos años en Braga, durante una visita que recuerdo maravillosa. Entonces escribí:
Y estuvimos en una librería magnífica, que además era una de las más acogedoras que he visto. Se llamaba Centésima página, y creo que por primera vez en mi vida le pedí al librero que me aconsejase qué comprar. Me disculpé por mi ignorancia sobre la literatura portuguesa, pero él pareció darse por satisfecho con que hubiese leído algo. Me recomendó, y compré, A Sibila, de Agustina Bessa-Luís, y Jerónimo e Eulália, de Graça Pina de Morais. Dos novelas de dos mujeres; para él, las dos grandes escritoras portuguesas del siglo pasado. Veremos qué tal.

Llevo aproximadamente una tercera parte y me está entusiasmando. Es una novela introspectiva, lenta, que se para a menudo a describir un paisaje, un ambiente, igual de lentos e intimistas. Transcurre en una aldea, O Brejo, a la altura de Figueira de Foz pero en el interior, y los protagonistas son dos personas soñadoras e inadaptadas, un joven que intenta empezar a vivir y una mujer extraña que nunca lo ha conseguido.

Me hace mucha ilusión, además, estar leyéndola en portugués. Imaginaba que sería capaz, pero no que me resultase tan fácil.

Les dejo unas cuantas frases. Tienen que ver, respectivamente, con M, con mi madre, con Taliesín y con Jesús Miramón:

Mis padres se amaban y, lo que es más raro, se admiraban mutuamente. Había, siempre, una expresión de sorpresa entre ambos.

 ¿...sentir sin causa aparente un miedo horrible de un mal imprevisible? Se llama angustia, eso.

Hasta que se quedaron flotando en la luz grandes copos de nieve. La vida parecía un acontecimiento tangible, próximo y real.

¡Descubrí el único motivo, la única angustia que me ha devorado siempre! ¡La vida pasa, Joaquim! ¡Es increíble!



Una casa junto al castillo de Andrade, una escritora portuguesa. A las dos me han tenido que llevar.

Tan cerca, a veces, todo lo que queremos.




5.9.12

Sobre la educación

Como no escribo nada por mí mismo, les dejo al menos dos consejos de última hora. En principio, uno social y otro más personal:

Los hombres han nacido para los otros; edúcalos o padécelos.
Marco Aurelio
Esta cita es quizá hoy más cierta que nunca. En una democracia, nuestras limitaciones tienen consecuencias sobre absolutamente todo, desde las cuestiones más básicas y fundamentales (la realidad de la democracia misma) hasta las manifestaciones más elaboradas y sutiles de nuestra convivencia.


El niño no es una botella que hay que llenar, sino un fuego que es preciso encender.
Montaigne
Todo lo que se diga sobre la anticipación de Montaigne, sobre la modernidad de su pensamiento, es poco. Aquí nos dice lo que, quinientos años después, parecemos no acabar de entender.


Las posibles conexiónes entre una reflexión y otra, más o menos todos las podemos ver.