28.11.05

Charles dando ánimos.

Ayer, echando un vistazo en una librería, vi un libro de poesía de Bukowski, Escrutaba la locura en busca de la palabra, el verso, la ruta. Lo ojeé, y no pude evitar comprármelo.

Bukowski me encanta, me encanta, y aunque no suelo leer poesía (hecho éste que confieso me acompleja un poco, pues me hace dudar de mi sensibilidad como lector), creo que me va a gustar. Lo cierto es que sus poemas son muy particulares, muy (como dice el traductor y prologuista) “narrativos”.

Pues bien, al llegar a casa lo abrí, pasé una cuantas páginas, leí el prólogo y llegué al primer poema de la primera parte:


ASÍ QUE QUIERES SER ESCRITOR, ¿EH?
si no brota de ti a borbotones
a pesar de todo,
ni lo intentes.
a menos que te salga por voluntad propia
del corazón y la mente y la boca
y las entrañas,
ni lo intentes.
si tienes que permanecer horas sentado
mirando la pantalla del ordenador
o encorvado sobe la
máquina de escribir
en busca de palabras,
ni lo intentes.
si lo haces por el dinero o
la fama,
ni lo intentes.
si lo haces porque quieres
mujeres en la cama
ni lo intentes.
si tienes que sentarte y
rehacerlo una y otra vez,
ni lo intentes.
si sólo pensar en ello ya te cuesta trabajo,
ni lo intentes.
si quieres escribir como algún
otro,
olvídalo.
si tienes que esperar a que salga de ti
con un rugido,
entonces espera tranquilo.
si no llega a salir de ti con un rugido,
dedícate a otra cosa.
si primero se lo tienes que leer a tu esposa
o a tu novia o tu novio
a tus padres o quienquiera que sea,
no estás preparado.
no seas como tantos otros escritores,
no seas como tantos miles de
personas que se llaman escritores,
no seas soso, aburrido y
pretencioso, no te dejes consumir por el
narcisismo.
las bibliotecas del mundo
se han dormido de
aburrimiento
con los de tu calaña.
no lo empeores.
ni lo intentes.
a menos que te salga
del alma como un cohete,
a menos que creas que la inactividad
te llevaría a la locura o
al suicidio o al asesinato,
ni lo intentes.
a menos que el sol en tu interior te
abrase las entrañas,
ni lo intentes.
cuando de veras sea la hora,
y si estás entre los escogidos,
cobrará vida por
si mismo y seguirá cobrándola
hasta que mueras o muera
en ti.
no hay otra manera.
ni la hubo nunca.
***
Sé que hay opiniones de lo más sólidas y autorizadas que no coinciden con lo que aquí sostiene Bukowski, o al menos no del todo, y grandes escritores que aseguran que trabajan, perseveran, consultan, dudan, corrigen, vuelven a corregir y contemplan el folio o la pantalla en blanco durante horas (y, al parecer, detrás de la obra de Bukowski hay una labor mucho más ordenada y esforzada de lo que podría parecer al leerlo y, sobre todo, al conocer su -por otra parte, mitificada- vida).
Ya lo sé.
Y espero que tengan razón.

Tarde en la torre de marfil.

Ayer domingo llovió casi todo el día. Por la tarde, mientras mi hija dormía la siesta y mi mujer, que se tuvo que llevar trabajo a casa, escribía en el ordenador, yo estuve leyendo en el salón.

La tarde estaba gris, muy gris, y encendí (tengo que sacarle partido a las compras en Dinamarca) varias velas, me serví una copa de coñac (bueno, de brandy, para qué vamos a engañarnos a estas alturas; pero era un buen brandy), que no me gusta nada pero estéticamente es impecable (la copa elegante, el color tan bonito, los reflejos que da al ponerlo junto al fuego), y me senté al lado de la ventana, oyendo la lluvia a sólo unos centímetros de mi cara.

Primero puse un disco de Bill Evans, New jazz conceptions, que he escuchado mil veces y nunca me cansa. Me encanta lo que conozco de Evans, para mí es el justo término medio entre el jazz clásico, más melódico, y el actual, con más libertad formal. Y además es piano, uno de mis dos instrumentos favoritos en lo que al jazz se refiere (por cierto, Duelo Rítmico, creo que nunca te he dado las gracias por haberme servido de apoyo para llegar a disfrutar tanto, tanto, tanto con esta música maravillosa; lo hago ahora).

Estoy leyendo Los desnudos y los muertos, de Mailer. Lo he empezado hace poco, y por ahora me gusta pero sin excesos (Los tipos duros no bailan me había encantado).

Después (mi hija duerme un montón, por las tardes) ya tuve que encender una lamparita para seguir leyendo; pero las velas estaban en dos rincones más oscuros y el efecto era todavía más bonito y acogedor. Y puse más música, el concierto número 2 para chelo de Shostakovich. El disco que yo tengo, de Deutsche Grammophon, incluye una obra póstuma de Tchaikovsky también para chelo, y el Canto del menestrel, de Glazunov. Y ambas me parecen maravillosas. La música de Glazunov, pensaba ayer, sería perfecta para un funeral, triste pero no demasiado; y además dura sólo cuatro minutos y poco, con lo que nadie se cansaría mucho (si les digo la verdad, pensaba que sería perfecta para el mío).

Espero que se estén imaginando el ambiente: el chelo de Rostropovich sonando bajo, las llamas temblando al fondo cambiando la luz de la habitación y el color naranja de las paredes, y yo con el libro en la mano y cogiendo la copa de vez en cuando, dándole unas vueltas a la altura de la vista... y dejándola de nuevo en la mesa.

En la novela llovía, se estaban empapando bajo una tormenta en una playa de una isla del Pacífico, en plena Segunda Guerra Mundial. Y yo oía la lluvia, fuera, cayendo sobre la calle, sobre los montes, en el mar.

24.11.05

"Match point"

Ayer fui a ver la última película de Woody Allen.

Después de tantas películas que parecían todas la misma, ésta (aunque no sea la única) no consiste sólo en un vistazo a la vida cotidiana y repetitiva de parejas desasosegadas e individuos neuróticos o paranoicos, sino que tiene bastante acción e incluso intriga; en ésta no suena jazz sin parar; no transcurre en Nueva York y sus protagonistas no son urbanitas neoyorkinos; hay infidelidades de pareja pero son distintas, y además sólo hay una; y, sobre todo, no está plagada de sus característicos diálogos.
No es una de esas películas suyas en las que te encuentras lo de siempre y de las que no sales nunca sorprendido.

Porque no es la típica película de Woody Allen. Por desgracia.


(Que conste que, a pesar de todo, en general me gustó, pero hay dos cosas que me parecen poco creíbles en la película: las reacciones de la tal Nola, la rubia, que encuentro excesivamente racionales y mesuradas incluso en los peores momentos; y que el protagonista, a la vista de cómo le da a la bola, se suponga que es un ex tenista profesional.)

21.11.05

Calentando motores/Curándome en salud.

Manida mas no por ello menos brillante cita:

El mayor castigo para quienes no se interesan por la política es que serán gobernados por personas que sí se interesan. Arnold Toynbee.

Pero a pesar de que la considero una advertencia muy cierta, reconozco no hacerle caso, y aunque hay temporadas que lo intento, no consigo interesarme ni por la teoría política ni por la política aplicada.

Podría darles dos razones (nada originales) para ello: absoluta desconfianza en la inmensa mayoría de los políticos, nacida sobre todo de la convicción de que buscan, casi sin excepción, beneficios personales (económicos o no); y certeza de que programas y teóricos idearios son simples y maleables medios puestos al servicio del fin, que no es otro que la consecución del poder, cuando debería ocurrir justamente lo contrario. E incluso puedo dar una tercera que parece más enjundiosa: la sensación de que el margen de maniobra de los poderes públicos a la hora de, con sus decisiones, ordenar el funcionamiento de la sociedad y contribuir a guiar sus pasos, es cada vez menor, en favor de poderes fácticos que todos más o menos identificamos.

Una de las consecuencias de este desinterés por la escena política y sus actores es una patente desinformación, que me impedirá, aquí (para fortuna suya, lectores), adentrarme en los entresijos de funcionamientos, iniciativas y logros respectivos, y que me obliga a menudo a tener que dar por buenas, cada vez que en una discusión surgen, muchas de las aseveraciones sobre protagonistas, declaraciones, méritos y deméritos con las que me rebaten mis pobres argumentos, por muy peregrinas y dudosas que me parezcan.

Tengo, además, pocas ideas claras. La verdad es que, como en tantos otros temas, estoy mucho más seguro de lo que no quiero, de por dónde no me parece bien ir, que de cuál es el camino correcto. Y eso, entre otras cosas (entre las que quiero creer que está la sensatez), me impide identificarme con ideologías (esquemas mentales predefinidos que hay que aceptar como vienen, lo cual considero, mientras no me demuestre alguien lo contrario, incompatible con una inteligencia mediana) o partidos concretos.

No obstante, tengo algunas opiniones políticas, algunas opiniones sobre la política, y algunas opiniones sobre los políticos y sus adláteres. Y no sólo eso, sino que, aunque normalmente lo haga en un estado de ánimo parecido al de Marsé en el Planeta de este año, suelo votar: lo he hecho, por ahora, a cinco partidos distintos, y sólo he repetido una vez; debe de ser una especie de record.


Y el caso es que llevo una temporada sintiendo, de vez en cuando, deseos de descender de mi torre de marfil (concepto sobre el que el día menos pensado también los atormento a ustedes) y comentar algunos acontecimientos, personajes y situaciones de nuestra movida actualidad política. Pero antes de lanzarme a escribir quería hacer esta introducción, en la que, además de declarar (seguramente en vano) mi independencia, pretendo dos cosas: dejar claro que no siempre que ataque a alguien estaré defendiendo lo que hace su antagonista (y de paso librarme de réplicas del tipo “Pues éstos harán eso, pero los tuyos..."), y confesarles que sobre casi todo cuanto diga albergaré serias dudas.

En cualquier caso, no teman, no les daré mucho la lata, porque seguro que se me van las ganas al segundo intento. Si de una cualidad mía estoy seguro es de mi vagancia.

15.11.05

Prueba irrefutable.

Me gusta la música clásica, y Beethoven sigue siendo, a pesar del tiempo transcurrido y de que intento no dormirme en los laureles (ajenos), de lo que más escucho. Desde hace ya un año (con uno y medio, fíjense qué lista), mi hija es capaz de tararear el sol-sol-sol-míííí inicial de la Quinta, de tanto oírla en el coche (es que no sé si se lo he dicho, pero mi hija, además de ser listísima, y muy linda, tiene un gran oído musical; pero no teman, no estoy creando un monstruo, también canta infinidad de canciones infantiles, y de hecho las prefiere... por ahora).

Hace años, mi tío, una persona muy aficionada a la música y que sabía infinitamente más que yo de ella, me dijo que Beethoven no le gustaba mucho, que le cansaba, que le molestaba tanto chan-chan-chan; demasiado golpe de batuta, demasiada energía, decía él.

Esta mañana, cuando mi mujer llevaba en coche a nuestra hija a la guardería, un autobús que no era capaz de girar en un cruce del centro de la ciudad hizo sonar su potente y grave claxon tres o cuatro veces. Mi hija preguntó: “¿Es betoben, mami?”.

13.11.05

Buena nueva.

Queridos amigos, Donna, Ernest, Rythmduel, Calamidad, Ignacio, Mrmann, Miranda, Amanda, Tana, T, Lector umbrío, Colin, Zucco, Natalia, Saf, Santino, Gatito, Illa, Max, Duque, Jesús, Palimp, Meritxell, Gatopardo, Grial, Gwydir, y cualquier otro lector habitual, esporádico o casual que se me esté olvidando (perdón, perdón), incluidos los que pasan por aquí sin darse a conocer:

Si todo va bien, dentro de unos ocho meses mi mujer y yo seremos padres por segunda vez.

Ahora, que ambos (madre y futuro bebé) estén sanos y contentos, y todo vaya siguiendo, suave y felizmente, su curso natural. Deseadnos suerte, por favor.

8.11.05

Confieso que he pecado.

Lo he intentado. A lo largo de todos estos años (bastantes ya) lo he intentado. Pero, aunque todavía lucho, aunque me niego a desistir y me empeño, en un angustiado intento de aferrarme a una última leve esperanza, en seguir adelante, siento que mis fuerzas flaquean y que el definitivo fracaso se hace probable. Y ya dudo de mí. Y ya puedo predecir la temida frustración.

La razón, o puede que enseñanzas que supieron vestir sus ropajes, que se arrogaron un papel que resultó no ser tan incuestionable como acepté, me hicieron creer desde el principio que debía mirar más allá de lo aparente, que la verdad y lo precioso estaban bajo la accesible superficie, que los vacuos oropeles y las prontas recompensas no debían distraerme de la búsqueda de metas más altas, más dignas, últimas, ciertas.

Y quise andar ese camino. Quise imponerme el trabajo arduo y tantas veces ingrato. Quise tallarme despacio. Y decidí no dejarme llevar.

Me arrojé en brazos del intelecto, me entregué a la que creí sabia cultura. Luché, luché y estudié hasta aprender lo que cualquier mediocre. Quise que el afán supliese virtudes, quise compensar mis limitaciones con mi tesón, pero no logré más que vergonzantes resultados que jamás bastaron para sacarme de mi desconcierto.
Me vendí a la música y a la literatura, y peldaño a peldaño, con el esfuerzo que sólo a los poco dotados les es exigido, fui conociendo algunas letras de cierto mérito y sabiendo escuchar composiciones no infantiles. Leí a más de un clásico y a algunos de sus intérpretes, y ofrecí días, semanas, meses y años de mi vida hasta que fui capaz de apreciar lo bueno. Y conseguí entender músicas que necesitaban ser entendidas.
(Y fui feliz leyendo y escuchando, lo reconozco.)

Y no renuncié al amor, pero sí pretendí hacerlo al alborozo que no surgiese de los posos caídos poco a poco en mi más profundo interior. Y estudié teorías que yo mismo sostuve después. E intenté comprender a los hombres. Y defendí pensar los sentimientos.

Pero todo fue en vano.

Todo fue inútil. Mis esfuerzos y preocupaciones, mis anhelos y mis nobles aspiraciones, mi rozada dignidad: todo. Nada pudo enderezarme. Nada pudo sellar el hueco por el que, a empujones y sin pensar, querían salir inconfesables restos de espontaneidad. Nada, ocultar la parte de mí sin educar, sin asentar, sin calcular.

Y caí. Cuando creía haber avanzado, cuando creía ya ser otro, caí y vi qué lejos estaba de la meta, cuántas cosas me ataban todavía, qué poco había aprendido. Y me rendí, y ya no me importó tropezar muchas veces en la misma ridícula piedra, y acepté mi vulgaridad.

Y, a sabiendas de que esto me marcará, aun seguro del estigma que se cierne sobre mí pendiente tan sólo de que levante este velo, y sintiendo en el alma estar a punto de caer en desgracia ante ustedes, que después de haberme leído hablar sobre el canon, Merlín, el paso del tiempo, la muerte, molinos de viento, conciertos y Billie Holiday, después de verme citar con familiaridad a Terencio, ¡después de haber sido testigos de mi desdén hacia la mediocridad!, después de todo eso, con razón me darán ahora la espalda y negarán haberme conocido, aun así, ya no quiero fingir, ya no puedo disimular por más tiempo y he de confesar, pues una y mil veces he pecado y pecaré: me gusta “Love actually”.

La he visto varias veces, la última hace apenas unas horas, y me ha vuelto a gustar: me gusta la historia del niño enamorado y me gusta Liam Neeson como padre, lloro con Emma Thompson de madre engañada, lloro con el chico que adora en silencio a la mujer de su amigo, me río con los extras porno y con el merluzo que liga en EE.UU., me emociono en la escena final del restaurante entre Colin Firth y la portuguesa, me río toda la película con “Christmas is all around”, me río toda la película con los chistes tontos de Hugh Grant y lo envidio porque quiero ser como él, y me mola mogollón su romance con la chica humilde tan inglesa... me gusta "Love actually".

Ya está dicho. Son ustedes libres de hacer lo que les venga en gana. Lo entenderé.

2.11.05

"Austerlitz", de W. G. Sebald.




Acabo de leer “Austerlitz”, de Sebald. Es el primer libro suyo que leo e intentaré que no sea el último. Las referencias no podían ser mejores, no había leído ninguna crítica que no pusiese a libro y autor por las nubes. Pero, aun así, ha sido una muy agradable sorpresa.

Aunque, como digo, la crítica parece unánime al hablar de la calidad como escritor de Sebald, no sé si el resto de su obra es comparable o si por el contrario ha tenido momentos malos. A mí “Austerlitz” me ha parecido francamente buena; es sin duda lo mejor que he leído este año (lo cual no significa nada, y menos para ustedes) y en mucho tiempo.

El libro nos cuenta una conversación mantenida esporádicamente, a lo largo de décadas, entre el narrador y el protagonista, Jacques Austerlitz. Conversación que es en la práctica un monólogo de éste último, y en la que Austerlitz, un más que introvertido estudioso de la historia del arte, explica la tardía toma de conciencia del desconocimiento de su origen familiar y, una vez aceptada esa carencia, la búsqueda tanto de sus raíces como de la causa del misterio que las envuelve. Al principio, leyendo como tengo que leer ahora, a ratos sueltos y breves y robándole tiempo al sueño (que no se suele dejar), me costó meterme en el libro, que desde la primera página entra en descripciones arquitectónicas a las que en un primer momento no veía demasiada razón de ser pero que a lo largo del libro han resultado un expresivo reflejo del complejo, convulso y atormentado interior de Austerlitz.

Porque en el libro se respira una atmósfera opresiva, de pesadumbre, de dolor latente que se hace explícito y se comprende cuando, en su último tercio, sabemos quiénes fueron los padres de Austerlitz, cómo fueron sus primeros años de vida en Praga, y qué hizo que aquella vida en ciernes se cambiara por otra triste y callada en lo que en la novela aparece como la miserable y reprimida Gales.

No creo estropearles la posible lectura si les adelanto que se va a hablar de la Segunda Guerra Mundial y, más concretamente, de la ocupación alemana de Checoslovaquia y de la política de confinamiento, explotación y exterminio de los judíos llevada a cabo por el nazismo.

A este respecto, yo, que soy consciente de que la Historia la cuentan siempre los vencedores, que me doy cuenta de que no es necesario mirar tan atrás ni tan lejos para ser testigo de atrocidades inimaginables que, sin embargo, hemos cometido, y que no ignoro que hay quien le podría disputar al nazismo el primer puesto en la historia de la infamia; yo, aun sabiendo todo eso, no pude evitar horrorizarme de nuevo y pensar, una vez más, en cómo se pudo llegar a tal ignominia, y en cómo algo tan abominable fue ideado y llevado a cabo por el gobierno (elegido democráticamente) de una nación que, no sé si porque no vio o porque no quiso mirar (y sé que puedo estar siendo muy injusto), lo consintió; y, al contrario de quienes creen que ya está todo dicho, no puedo evitar sentir que cada vez que alguien cuenta cómo su familia fue separada una noche, cómo una mañana se acabaron sus vidas, cómo fueron meticulosamente humillados y denigrados, cómo sus niños dejaron de serlo, cómo el mundo y la humanidad se desmoronaron en unos días y empezó la peor de las pesadillas, cada vez que alguien lo cuenta, creo que se está haciendo justicia, y que se nos está advirtiendo de que la paz y la civilización nunca son definitivas, sino que son victorias de una batalla que nunca dejamos de librar.

Sebald, sin caer nunca en el sentimentalismo, manteniendo una calma y una contención emocionantes, nos muestra por boca de su personaje aquel horror. Austerlitz apenas emite juicios sobre lo que va relatando, pero su deterioro mental y físico nos permite ver su profundo sufrimiento.

En “Austerlitz” encontramos erudición, se nos habla de la añoranza de la infancia, se adivina muy distante el amor, y se describe una tremenda soledad. Pero hay, sobre todo, una terrible y serena reflexión sobre el hombre, como en todo gran libro.

Porque, tras esta lectura, yo considero a W. G. Sebald un gran escritor.