30.12.18

Un ukelele y la fotosíntesis



Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 30.12.18

Un ukelele y la fotosíntesis




"Un chico y una chica se encuentran de casualidad en el andén y se saludan. Se gustan. Entran juntos en el vagón y van hablando de pie todo el viaje. Tienen treinta y pocos y son guapos: ella, de pelo castaño y pecas, risueña; él, moreno, de barba pero no muy hípster, con cara de buen tío y atractivo. A mi lado, de pie, un señor mayor lee una revista. El artículo dice que el desierto es una buena imagen del alma humana dispuesta a recibir a Jesucristo; y él subraya, apoyándose en la barra vertical, con rotulador fluorescente amarillo, las palabras “bautismo de conversión”. Habla más el chico, con seguridad y amabilidad al mismo tiempo, y ella no deja de mirarlo sonriendo, sin perderse un solo gesto. A él, ella le gusta, pero dentro de lo asumible; a ella, en cambio, él le gusta bastante, más que su novio, me temo. Al final, con el traqueteo, al señor se le tuerce un poco la raya. Cuando me bajo los dos siguen mirándose desde arriba y desde abajo, todo lo cerca que pueden sin sentirse declaradamente infieles.

Al día siguiente, en el autobús, en el asiento de delante dos señoras de pelo corto y canoso, con gafas, van hablando. La mayor le cuenta a la otra que en clase de huerto les va enseñando a los niños los tomates, los calabacines, un caracol o una tela de araña llena de gotas de rocío y, con cada cosa, añade un “Alabado sea el Señor”. Nada más, explica, sin más comentarios, eso ya llega, ya lo dice todo.

Hemos marcado un punto de inflexión en nuestro camino a la madurez: por primera vez hemos sido anfitriones en Nochebuena. De nuestros padres, además. Tras los nervios y a pesar del trabajo previo, me ha gustado. A priori, habría firmado un resultado para esa noche más modesto que como resultó todo, así que estoy encantado. Incluso no descartamos repetir.

Mi hijo les pide a los Reyes un ukelele y dice que su propósito para el año nuevo es hacer la fotosíntesis. Que sería perfecto: inhalar dióxido de carbono –que además cada vez hay más, dice- y expulsar oxígeno, para el bien de todos, y después, de noche, respirar su propio oxígeno. Y que viviría mucho más. Que cómo puede hacer para tener clorofila. Yo le digo que tome muchos chicles, a ver si así.

Mi hija va, en dos días, a su primer baile: me da vértigo pero me alegro muchísimo por ella, que es tan buena y se merece tanto pasarlo bien y tener amigos que se la merezcan a ella.

Y todos estos decorados, actores y actores de reparto, u otros semejantes, tan variados, tan prometedores, nos están esperando este año que viene. Sáquenles provecho, porque ustedes son los protagonistas. Feliz 2019."

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23.12.18

Inspiración

La víspera de la noche más entrañable del año, en la que en esta ocasión, además, nosotros damos un paso de gigante en nuestra carrera hacia hacernos mayores, pues por primera vez, en lugar de ir a casa de alguien, somos anfitriones, os deseo de todo corazón una muy feliz Nochebuena y feliz Navidad.

Cuidaos mucho y tratad de hacer que esto valga la pena.

Besos y abrazos.


Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 23.12.18

 

Inspiración


"El domingo por la tarde vi un capítulo de “Endeavour”, la maravillosa serie inglesa que no entiendo cómo no les vuelve locos a todos ustedes, y, al llegar al tren esa noche y ponerme con este artículo, todavía bajo los efectos de la belleza del paisaje, de la música y de dos mujeres, escribí el título: “Inspiración”. Esa idea sobre la que casi todo el mundo ha dicho algo desmitificador, menos Rilke y yo.
Paul Auster es un escritor que pocas veces me convence al cien por cien pero siempre me deja con ganas de leerle el próximo libro. Sus novelas suelen plantear, sin elucubraciones abstractas ni sensiblería, cuestiones interesantes de la vida real. Ahora estoy con “4 3 2 1”, arrastrando bastantes dudas, como siempre. Y en ella escribe, sobre el joven protagonista y un amigo: “Caminar con Federman era sobre todo un ejercicio del arte de prestar atención, y prestar atención, como descubrió Ferguson, era el primer paso para aprender a estar vivo”. No podría estar más de acuerdo: prestar atención como herramienta para vivir. Por eso escribo.
Claro que cada uno presta atención como es. Leo artículos magistrales, verdaderos ejemplos de cómo elegir y exponer un tema, cómo analizarlo y darle la profundidad, el tono e incluso la longitud justos. Artículos no solo elegantes sino que arrojan luz. En cambio yo, en estas columnas, más que arrojar luz me parece que doy sombra. Siempre a punto de caer en un apasionado lamento existencial, como el de aquellas conversaciones de leve borrachera de cuando éramos jóvenes y no teníamos novia. Siempre hablando desde mi rincón lleno de trastos, con los que no dejo de tropezar; siempre metiéndome en medio, elija el tema que elija. Debo de ser idiota, como decía Cortázar de sí mismo porque no entendía las críticas sesudas y se dejaba llevar por la belleza de un pez de colores de papel que cruzaba el escenario. Solo que, yo, sin ser Cortázar.
Ayer, cuando ya tenía esto casi acabado, hablé por teléfono con mi hijo. Estaba montando el belén en casa, porque había visto el que el vecino hace en el portal y le había servido de inspiración. De inspiración, dijo. Él en Ferrol y yo en Madrid, cada uno prestando atención a su alrededor y dándole sentido a un lunes.
Dándole sentido a los días, uno tras otro. Dándole sentido a esperar las vacaciones para estar juntos. Todos con nuestras luces y nuestras sombras, con nuestros pececillos de colores y nuestros trastos. Un poco idiotas pero sirviéndonos mutuamente de inspiración. De inspiración para aprender a vivir.
Feliz Navidad."
 
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16.12.18

Puertas


[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 16.12.18]


Puertas




"Cuando abrimos una puerta con la intención de cruzarla, deberíamos saber al menos dos cosas: a dónde lleva y si queremos entrar ahí. Lo primero no siempre es fácil, no depende solo de nosotros, pueden faltarnos datos y a veces no vemos bien. Sin embargo, es lo segundo lo que no solemos hacer. Tener claro si es ahí donde realmente queremos ir.

Este puente vinieron Marta y los niños a Madrid, y pasamos aquí cuatro días enteros caminando, mirando edificios, viendo gente, comprando poco y comiendo mucho, rico e insano. Estuvimos con amigos e incluso tuvimos un hueco para la cultura y fuimos al Museo de Ciencias Naturales, desde el que se oían los cánticos de cientos de hinchas argentinos y donde tienen un calamar gigante más pequeño, según Carlos, que el de la Sociedade Galega de Historia Natural de Ferrol. Y volvimos a Santorcaz, el pueblo donde viví cuando era como ellos. Les enseñé todo, de nuevo emocionado por regresar y por cerrar una especie de círculo al estar allí con mis hijos. Un círculo bonito, reconfortante.

Yo en Santorcaz tuve sobre todo un amigo, el más listo del colegio, Víctor, del que no había vuelto a saber nada. Y cuando nos íbamos después de pasear por las callejuelas desiertas, ya de noche, me animaron a entrar en el bar de la plaza. Cualquiera que me encontrara de mi edad habría estudiado conmigo en el único colegio. Y sí, detrás de la barra estaba Susana, un año menor que yo y ex compañera de aula. Fue una escena de película, con abrazo de película. Y no solo sirvió para recordar a muchos, sino que espero poder ver a Víctor, que ahora sé que pudo estudiar. Abrir la puerta de ese bar fue estupendo.

Por otra parte, ya estoy comprobando por mí mismo cuántas puertas hay aquí. Cuántas más que ahí. Pero al acercarme me doy cuenta de que me da algo de miedo empujar algunas: no sé bien a dónde conducen y, cuando lo imagino, no sé si de verdad quiero entrar. No se trata de nada reprochable, no me refiero a eso. Es una cuestión relacionada con los propios deseos y la necesidad de aclararlos. Con la necesidad de recordarse a uno mismo dónde quería llegar y asegurarse de no estar desviándose. De lo contrario, hay un riesgo de confundir la meta, de hacer del fin un medio para no se sabe qué, o del medio un logro un poco estúpido; un riesgo de olvidar qué se buscaba, qué motivó todo, por qué se hicieron las cosas.

Por eso es importante detenerse, mirar atrás y adelante y preguntarnos si estamos seguros de no estar equivocándonos de camino. Si estamos seguros de que las puertas que nos afanamos por abrir llevan a donde queremos estar."

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Polares

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 09.12.18]


Polares



"En todo conflicto -bélico, familiar o deportivo- se da siempre una polarización de posturas que, entre muchas otras cosas -ninguna buena-, dificulta la adopción de cualquier solución dialogada y aceptable. La irrupción de la visceralidad –surgida del dolor y el miedo y del odio que estos generan- expulsa progresivamente a la razón y veta cualquier actitud que no muestre adhesión total. Si tu ex es un indeseable, los tuyos cierran filas y es un indeseable para todos y en todo, y pobre del que diga que tampoco era para tanto. Cualquier intento de matizar un juicio es rechazado y además resulta sospechoso.


Esto, como es lógico, hace de la polarización un síntoma muy fiable de que hay un conflicto o se está gestando. La radicalización de posturas, la poca simpatía hacia las opiniones tibias, es una señal preocupante que presagia un problema mayor. Y no solo eso: hay algo peor. Porque, en un ejemplo de círculo vicioso, sucede también que la polarización, aun la provocada, contribuye por sí misma a generar conflicto. Se caldea el ambiente. Es la violencia cultural de Johan Galtung echando leña a la hoguera de la violencia a secas.


Nosotros vivimos en una democracia. Con sus carencias y su largo camino por recorrer, pero envidiable para el 90% de la población mundial. Y la democracia se fundamenta en la asunción tácita de que nadie está en posesión de la verdad; asunción sin la cual no tendría sentido, pues ¿por qué preguntar a los demás qué piensan si estoy seguro de tener razón? Como mucho, seguiré las normas hasta ganar, pero en cuanto el poder sea mío se acabó el juego, porque ¡es que tengo razón!


No sé si lo pillan: eso no puede ser. No puede ser ese final ni puede ser aquel principio. No puede hacerse democracia demonizando al otro. Oh, claro que hay ideas execrables y que tenemos líneas rojas que consideramos inamovibles; pero esas líneas no pueden coincidir con mi propia silueta. Debemos, siempre, dejar espacio: a la discrepancia, a otros puntos de vista y a otras conclusiones. Entre otras cosas, porque es en esa tierra de nadie donde nos vamos a tener que encontrar, y porque en realidad hijos de puta hay pocos. Lo que hay son personas que han llegado a donde han podido, con la mejor intención y los pocos medios que tenían; y ni siquiera le llaman, a ese lugar, ideología.


Y cada vez que exhortamos a no transigir en nada, cada vez que descartamos por completo a quien discrepa, cada vez que descalificamos al que no aplaude nuestro discurso entero, estamos cambiando democracia por demagogia, diálogo por bronca. Estamos buscando pelea. Y adivinen quiénes ganan las peleas, los buenos o los matones."

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Gente

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 02.12.18]

GENTE



"Linus van Pelt, el amigo de Carlitos el de Snoopy, afirmaba que amaba a la humanidad pero que a la gente no la soportaba.

Una psicóloga (otra más) me explicaba un día que todo en la vida son las relaciones personales, que nada nos influye más ni tiene más peso en nuestro bienestar que la calidad de las que vamos estableciendo, todo el tiempo y sin parar. Y que nada era tan difícil. Salta a la vista: cómo no va a serlo si somos tan distintos que a veces cuesta creer que seamos una sola especie y no varias compartiendo, por azar genético, unos cuantos rasgos físicos.

Están mis compañeros de desayuno, que hablan de fútbol con preocupación sincera y se refieren a su equipo siempre en primera persona del plural; están los chavales que se dejan la capucha puesta en el bus; está Trump, que no se cree el informe sobre el cambio climático y se enrabieta, y está Richard Ford, que le llama malhechor pero nos dice que ni loco se queda con Europa; está Xi Jinping, que escribe en ABC un mensaje de fraternidad hispano-china y promete intensificar la cooperación sobre los osos panda, y está la serpiente Kaa hablándole a Mowgli mientras lo va abrazando; está un pastor de camellos en Mongolia y está un yihadista esperando a inmolarse en Pakistán; está la chica mexicana de la cafetería del tren que después de la cena tomó crema de orujo con patatas fritas; está la señora que en su vida ha hecho otra cosa que llevar las vacas a pacer y está la chavala que va al lado de su madre en el coche por la mañana con los cascos puestos; están los que solo comen carne de animales felices y los que consideran que hacer eso es tener muy mala leche, y que lo caritativo es acabar con los que sufren; están los que escuchan trap con las ventanillas del coche abiertas y sienten que están viviendo la vida, y el señor que escucha a Bach en el sofá de su casa y siente que está viviendo la vida; están los que se creen mejores personas y los que se creen mejores personas porque no se las dan de buenas personas; están los que viven para el dinero y los que no; están los que confían y los que desconfían; están los que saben estar solos y los que no saben; están los que quieren que los quieran y los que quieren querer; está mi novia, que se ilusiona por todo en dos segundos y se le pasa en otros dos, y es bastante feliz, y estoy yo, que no me ilusiono por nada y me cuesta.

Partimos de unos datos completamente dispares, razonamos cada uno a nuestra manera y además buscamos futuros distintos. Habitamos realidades tan diferentes, aun compartiendo asiento de metro, mesa de trabajo o cama, que lo raro sería entendernos."

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Otra vuelta, solo una

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 25.11.18]

Otra vuelta, solo una


"No sé de qué escritor norteamericano era un relato que leí hace años, en el que alguien contaba cómo, a la vuelta del parque de atracciones, de uno de esos parques de atracciones de barrio tan corrientes y que para mí son un ejemplo más de que Estados Unidos es otro mundo, su hermano pequeño se había muerto. Y que, dentro de esa tragedia, lo más triste, no lo más doloroso pero sí lo más triste, era que el niño, cuando se iban, había pedido montar una vez más en el tiovivo o la noria y la madre, por lo que fuera, porque ya era tarde o porque sí, le había dicho que no, a pesar de que él había insistido un poco. Y contaba que la madre, después, años después, decía que lo que más sentía, de lo que más se arrepentía de todo cuanto había hecho nunca, era de no haberle dejado montar una vez más.

Este verano, en la vida real, una señora, una amiga, nos contó en su cafetería cómo había muerto su marido en el mar. Habían pasado ya diez años pero aún se le llenaban los ojos de lágrimas. Y nos dijo que lo que más le pesaba en la vida eran todas las veces que él había llevado a casa algún pulpo recién cogido y le había pedido si se lo hacía, porque le encantaba, y ella, por prisa o por pereza –explicaba con una sinceridad desarmante-, le había dicho que no. Casi siempre se lo había hecho, claro, cómo no iba a hacerlo, pero de vez en cuando le había dicho que no. Normal. Y cada una de esas veces le pesaba ahora más que nada en el mundo. Eso nos dijo exactamente.

Me sorprendió, aquella mañana, oír contar una historia tan literaria y dramática en la barra de un bar. Lo comentamos cuando nos fuimos, mientras volvíamos paseando. Pero es al revés: la buena literatura debe copiar a la vida en lo que merece la pena escribirse.

Yo tengo un miedo terrible a la muerte, a las despedidas definitivas que significa. Y poco puedo hacer al respecto, me temo. Pero tal vez toda esa ansiedad esté haciéndome pasar por alto algo que, por el contrario, sí está en mi mano cambiar. Es difícil decir esto sin parecer el eslogan de una taza, pero lo cierto es que seguro que sería mucho mejor que parte de esa preocupación la usase para intentar que no sean muchas las cosas de las que me arrepentiré cuando sea demasiado tarde. Sería mucho más provechoso para todos, y lo sería ya, mientras estamos aquí. Tratar de no tener demasiado que lamentar. A veces tonterías y, otras, cosas importantes como quedarse un rato, esperar un poco, llamar, atender, hacer pulpo o dejarles montar una vez más."

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18.11.18

Volver

Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 18.11.18



Volver

"Volver es siempre una prueba. Hoy he ido a la que fue mi casa hace treinta y tres años. No había vuelto nunca. Allí vivimos mis padres, mi hermano y yo desde que tenía doce hasta que cumplí los quince, y allí nació mi hermano pequeño.

Al acercarnos, me iban sonando cosas sueltas en medio de lo nuevo. Donde antes todo era campo ahora había árboles, más jóvenes que yo. Llegamos y vi los mismos edificios y las mismas calles donde tanto anduvimos en bici. Vi la capilla donde bautizamos a Carlos, la piscina a la que íbamos aquellos veranos eternos y la pista de tenis donde mi padre y yo jugamos, seguramente, cientos de veces, para volver luego andando a casa, bajo la helada de noche en invierno, a menudo yo enfadado porque todo me había salido mal. Hoy me acerqué a aquella pista y nos vi a los dos como si hubiera sido ayer, y sentí con toda claridad cuánta vida nuestra había quedado allí.

Y fui a nuestra casa. Entré en el jardín, que estaba igual, con el primer olivo que toqué en mi vida. Vi la puerta del garaje, el rincón donde parió la Rula y la esquina donde aparcábamos el 850. Se me saltaban las lágrimas. Y entré y recorrí el salón, la cocina, nuestra habitación y la de mis padres. Y aún quedaba algún mueble nuestro. Aún quedaba vida nuestra.

Y siempre esta reacción confusa, entre el cariño y el dolor, entre la alegría de recordar y la pena del tiempo pasado. Como mi madre, como mi padre. Y a la vez, aumentando ese desconcierto, en un sinsentido que al fin y al cabo no es sino el reflejo de lo difícil que puede ser conciliar sentimentalmente la vida, todo el tiempo veía a mis hijos allí, ocupando nuestro lugar. Me encantó ir y me entristeció.

Volver tiene dos consecuencias. Por una parte, te pone ante lo que una vez fuiste; por otra, te coloca, de un modo mucho menos consciente pero directo y descarnado, frente a lo que eres ahora. En esta segunda prueba hoy no salí mal parado: no hay demasiados lamentos ni frustraciones en el hombre que se comparaba con aquel niño… aunque algunos haya. Aquel chaval, creo, no se sentiría demasiado decepcionado conmigo. Fue lo otro, fue la otra mano la que me dio el golpe que me hizo tambalear. Lo que ya se ha ido: ser un niño, vivir juntos y aquella felicidad de la que no nos dábamos cuenta. Y algo más. Algo que me asaltó con una fuerza que no esperaba y resultó ser lo que más me faltaba, la presencia que echaba de menos al mirar a cualquier sitio: mi hermano Pablo. Mi hermano jugando fuera, de rodillas en el jardín, con la perra, mi hermano sonriendo desde la otra bici, mi hermano Pablo hablando conmigo en la cama de al lado."
 
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Las nubes de Castilla

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 11.11.18]


Las nubes de Castilla


"Las nubes de Castilla son preciosas. Están en una sola capa, todas a la misma altura, como alisadas por debajo. Se parecen a las que hay sobre el mar. Y, como ellas, llegan hasta la línea del horizonte y se pierden en él. No tengo ni idea de si hay alguna base física para ese parecido o es solo una cuestión, literalmente, de perspectiva. Para un gallego, excepto desde la costa, el horizonte siempre está cerca, siempre hay montes o árboles, o llueve, nunca se ve allá a lo lejos.

Cruzamos Castilla sin mirar (cruzamos todo sin mirar), leyendo, viendo tonterías en el móvil o echando la siesta, sin enterarnos de nada. Con lo que fue cruzar Castilla, lo que debió de ser caminar estas llanuras interminables que pasan tan rápido por la ventana, lo que sería pasar la vida en ellas, ahora reducidas a una línea borrosa amarillenta y algunas encinas fugaces. Padecemos de fugacidad. El paisaje es precioso. Parece mentira que hace años, leyendo a Delibes, me sorprendiera que le gustase tanto. Si es precioso.

A Delibes, como a otros, a lo mejor lo leí demasiado pronto. Sin el reposo que pide y que ahora me saldría solo. Se insiste poco en la importancia de la edad de las lecturas: leemos muchas cosas cuando todavía no las entendemos ni las sabemos disfrutar del todo y otras, en cambio, si no las lees en su momento ya pierden casi todo el sentido. Imagino que lo primero se corrige releyendo, pero yo aún no estoy ahí. Lo segundo se lo repito a mis hijos con poco o ningún éxito.

Un paisaje llano como el mar o como mucho suavemente ondulado, en el que en lugar de los palos de los barcos se ven las torres de los campanarios de las iglesias. Y que además ofrece algo excepcional: soledad. Una soledad sin duda seria y callada pero, desde el tren, atractiva, que consiste en andar por un camino, en mirar la tierra alrededor y luego levantar la cabeza y quedarse contemplando unos pájaros y las nubes. Una soledad meditabunda. Poco pensamiento y pocos sentimientos han salido nunca de la fugacidad. Una soledad de paseos al atardecer fuera del pueblo. Es otra cosa que no tenemos aquí: las aldeas no acaban. En Galicia no podría escribirse, como en las novelas del Oeste, que alguien vive en la última casa del pueblo. En Castilla sí. Uno anda, llega al final y de repente no hay nada más. Y sale y regresa y, mientras, está solo en medio de una verdad de otro tiempo. Parece difícil vivir aquí y no acabar siendo filósofo o poeta. Desde el tren, claro."
 
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9.11.18

O tren que me leva


[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 04.11.2018]

O tren que me leva




"Tengo un cuñado que vive en México. El domingo pasado salimos los dos a la misma hora, yo en tren desde Ferrol hasta Madrid y él en avión de Santiago a Ciudad de México, vía Barajas: llegó él antes. En serio.

Esa mañana, en el vagón de al lado, dos ancianos dormían encogidos en sus asientos. Al despertarse me preguntaron muy amablemente dónde estábamos y cuánto faltaba. La señora me miraba sonriendo, como asombrada. Iban cogidos de la mano. Y cuando el hombre fue al baño ella se levantó y se quedó en el pasillo, mirando desconcertada alrededor. Cuando lo vio volver le dijo que se había asustado mucho, que creía que se había ido.

Yo no sé si el AVE está justificado o no; si es un lujo elitista y deberíamos buscar una alternativa menos exclusiva o si ya cae por su propio peso. No tengo una opinión formada. Pero lo que sé, porque lo constato cada semana, es que a nosotros el tren no nos une con el resto de España: nos separa. Anteayer viajé de noche y dormí siete horas. Genial. Siete horas de trece que dura el viaje: solo tuve otras seis para deambular entre la cafetería y el borde de mi litera. El tren Madrid-Cádiz recorre la misma distancia en cuatro y media. La maldición de la geografía, que diría Robert Kaplan.

Me contaron que los habían invitado, que seguro que los estaba esperando alguien. Que los habían llamado por teléfono por un asunto de unas tierras. Traían una maletita para los dos. Les ayudé a bajar. Allí no había nadie, por supuesto. Y me explicaron que iban a un organismo que me pareció la Diputación, aunque no estaban seguros. Y yo empecé a pensar qué llamada habría sido aquella, qué habrían entendido y qué iba a ser de ellos si llegaban a unas oficinas donde nadie sabía nada. Por un tema de unas tierras, me repetía él, y me miraba como buscando confirmación.

Un tren anticuado, el nocturno, sobre una vía anticuada, con un nivel de servicio, de instalaciones y de atención muy pobre. Que parece que se está dejando morir de inanición y cansancio: un tren disuasorio. Porque incluso a quienes nos gusta nos cuesta asumir que, cuando ya llevas un par de horas de viaje, has cenado tu bocadillo y tomado un café, has leído, empiezas a bostezar y estás pensando en acostarte, miras por la ventana y descubres que estás entrando en… Coruña.

En la estación no había ni un triste taxi, que les tuve que pedir yo porque ellos no tenían móvil. Aunque tampoco habrían sabido a quién llamar. Así que los dejé metidos en el coche, perdidos y sonriéndome. Y todo el fin de semana me quedé jodido porque, como me dijo mi hijo cuando lo conté en casa, debería haberlos acompañado."

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21.10.18

La La Bañeza

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 21.10.18]


La La Bañeza




"Estación de autobuses de La Bañeza. Desde mi asiento, por la ventana, veo a dos monjas abrazándose. Una es una anciana de gafas y pelo blanco, bajita; la otra, también con gafas, una chica bastante joven, negra. Las dos sonríen, a mí me parece que emocionadas, cuando se despiden.

También sonríen al despedirse Mia y Sebastian en “La La Land”, también emocionados. La vimos el fin de semana y me encantó. Supongo que este tipo de películas siempre se arriesgan a ser calificadas de ñoñas. Supongo que cualquier romance se arriesga a eso. Supongo que hay gente que cree que solo llegas al meollo de la vida cuando miras fijamente a sus tripas. Supongo que hay mucho amargado.

Pocas instituciones deben de reunir tantas luces y sombras como la Iglesia Católica. Imagino que es lo que sucede cuando tienes dos mil años de vida y en tu nombre han hablado y actuado millones de individuos. Sombras financieras que no parece muy arriesgado dar por sentadas, sombras como los escándalos sexuales que desde hace años nos dejan asqueados, sombras como la amenaza constante y frecuentemente consumada del fariseísmo, sombras como no pocos alineamientos políticos vergonzantes o como su condición, tantas veces a lo largo de la Historia, de enemiga acérrima del avance científico. Luces, probablemente una, o al menos es una la principal: el trabajo de miles de sus miembros repartiendo compasión por todo el mundo, sin alardes, llegando a los últimos reductos de miseria y terror, a menudo solos porque nadie más se atreve a bajar tanto.

A mí las historias de amor todavía me gustan, por suerte. Y que conste que cuando empezó la película pensé que no tenía yo cuerpo para un musical, pero al final esa parte resultó ser la mejor. Sobre todo sabiendo que ambos aprendieron a bailar para el rodaje, y Ryan Gosling incluso a tocar el piano, ¡y que es quien lo hace en todas las escenas! Así que música y amor. Y el clásico mensaje de perseguir tus sueños, que puede acabar mostrándose completamente falso y, aun así, seguir siendo absolutamente necesario.

Porque, ¿qué somos sin una ilusión por delante? ¿En qué queda todo cuando ya no esperamos nada? No tiene que ser espectacular, ni por supuesto una recompensa material; ni siquiera un logro apreciable desde fuera, para los demás. Tampoco una meta concreta: a veces no tenemos ni por qué saber identificarlo exactamente. Llega con que produzca un efecto. Que nos proporcione no mucho más que un impreciso sentimiento de esperanza que nos sostenga. Basta con una luz por delante, en algún punto del camino, brillando en medio de las tripas."

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Los otros

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 14.10.18]


Los otros




"Este domingo, a las seis y cuarto de la mañana, cambié de tren en Valladolid. Me senté y al rato apareció una mujer de cuarenta y pico años, que tenía que pasar al asiento de al lado. Yo ocupaba demasiado, porque ya había sacado el portátil, un libro y varios papeles, y respondió hoscamente cuando me disculpé mientras apartaba las cosas. Se sentó, y al rato me pareció oír risitas. Vi que estaba intercambiando carantoñas con su pareja, que desde el andén le hacía gestos y le decía cosas. Y ella respondía y sonreía, de lo contenta que estaba. Y parecía simpática y alegre y sensible. Y buena.

Cuando yo me psicoanalizaba –no porque lo necesitara, sino por Woody Allen-, mi psicóloga me explicó que la cuestión de la bondad estribaba en nuestro concepto del otro. O de la otredad. De a quién consideramos nuestro otro. Todos somos buenos, pero lo que distingue nuestras respectivas bondades es la idea que tenemos de con quién debemos serlo.

Quién no ha sufrido a algún matón de instituto cruel con los débiles pero cariñoso con su hermanita. Los mafiosos cuidan de su familia. Hitler quería a sus perros. Himmler adoraba a su hija mayor, a la que le escribía y visitaba mientras dirigía el exterminio judío, y si modificó los métodos de asesinato de los campos fue solo para proteger psicológicamente a sus propios hombres. Y podríamos seguir con cualquier amante esposo y entregado padre de familia, a la vez miembro del Ku Klux Klan, o con el fariseo que con sincera generosidad da la paz a su prójimo.

Porque el prójimo no es cualquiera. Ser prójimo confiere una consideración. Es más: de entrada, significa existir. Y el resto no es merecedor de nada, y menos aun de nuestra bondad. No puede serlo, no hay dudas ni fisuras en nuestra postura, que obvia a quien no cuenta. Por eso en la Segunda Guerra Mundial ni el ejército nipón ni los nazis tuvieron escrúpulos con chinos o rusos; por la sencilla razón de que no los consideraban verdaderamente humanos.

Entonces el tren arrancó y el novio quedó atrás. Y las comisuras de los labios bajaron, el entrecejo bajó, se cruzó de brazos y miró al frente. Trabajé todo el camino y, cuando llegamos, se puso de pie y esperó con cara de culo los diez segundos que tardé en dejarle pasar. Y mientras recogía yo me preguntaba: “¿Dónde has dejado tu alegría y tu amor, mujer? ¿Eres tú, oh cascarrabias, aquella persona ilusionada y encantadora de hace no tanto?”. Y comprendí, en un rapto de inspiración, que por eso va mal el mundo: vendemos cara nuestra mejor versión."

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Queso y pepinillos


[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 07.10.18]

Queso y pepinillos




"Dice Eric Hobsbawm en su apabullante “Historia del Siglo XX” que no ha habido escritores de novelas policíacas de izquierdas. Y que, de hecho, el policíaco es, o fue, un género profundamente conservador, la expresión de un mundo todavía confiado, y en cierto modo una original reivindicación de un orden social entonces –primer tercio del pasado siglo- ya amenazado pero aún en pie. Un mundo, por cierto, de rasgos claramente británicos.

También dice varias veces a lo largo del libro que Gran Bretaña –y siempre usa esa denominación, lo cual no debe de ser casual, porque deja fuera cualquier parte de Irlanda, Norte o no- lleva varios siglos, incluso durante los períodos históricos más convulsos, siendo la máxima expresión europea de la “estabilidad” social. Aunque dista mucho de considerarla ejemplar, hasta el punto de negar que antes de la II Guerra Mundial fuese una democracia plena.

Y a mí, ni una cosa ni otra –sus discutibles democracia y estabilidad- me extrañan. Soy bastante anglófilo, básicamente por la literatura y los Beatles, pero uno no puede cerrar los ojos ni mirar para otro lado ante el hecho de que en un país se considere admisible e incluso normal un sándwich de queso y pepinillos. Sin nada más: queso y pepinillos. Así se lo dieron a mi hija este verano y así lo muestran en películas, series y novelas, policíacas y de las otras. Y claro, qué no va a aguantar una sociedad si aguanta eso. Ya puede cerrar Margaret Thatcher las minas que quiera o pueden bombardear Londres entero, que nadie va a votar nada extravagante ni el lechero va a perder la calma y dejar de reponer las dos botellas junto a cada puerta. Toman bocatas de queso con pepinillos, y además bocatas de pan de molde: a esa gente nada la asusta ni la perturba. Están curados de espanto. Han caminado por el valle de las tinieblas, se han asomado impertérritos al abismo oscuro cada vez que, sentados en un banco de un parque y sosteniendo en la otra mano un té en vaso de papel, han mordido esa miga elástica y en su interior han hallado una loncha de queso mojada por el vinagre de un pepinillo crujiente. Generación tras generación.

Así como a los conquistadores españoles nada los echaba para atrás, porque cualquier cosa –cruzar el desierto de Nuevo México, subir a las cumbres andinas o atravesar la selva amazónica- era un paseo comparada con la vida en Extremadura en el siglo XVI, los ingleses conquistaron el segundo imperio más extenso de la historia gracias a un carácter flemático forjado en la más espartana gastronomía, cuyo sumun de crueldad es un sándwich."

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Una pista de tenis


 [Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 30.09.18]


Una pista de tenis




"Otra vez me pongo a escribir por tristeza. Es lo más habitual, y seguro que no muy buen síntoma. Sería estupendo, para mí y para cualquier lector, que me dedicase a contar lo bien que me siento. No sé en qué película, un director de cine era condenado a prisión y pasaba un tiempo encarcelado, y cuando observaba la reacción de los demás reclusos al ver dibujos animados, cuando se daba cuenta de que aquellos desgraciados, durante una hora a la semana, se olvidaban de sus miserables vidas, decidía que al salir ya solo dirigiría películas que hiciesen reír.

Pero yo, a aquel director le diría que hacer reír es difícil. Mucho más difícil que hacer llorar, que es fácil. Recorro la Gran Vía y voy viendo los carteles que anuncian obras de teatro y monólogos. Casi todo comedia. Y no digo yo que no haya nada que valga la pena, pero me cuesta creerlo. Viendo las caras de los humoristas, la sucesión de sonrisas forzadísimas y guiños de complicidad de compañero graciosete de oficina, a mí lo último que me apetece es entrar.

Recuerdo una conferencia, hace muchos años, del poeta Miguel D’Ors, nieto de Eugenio, en la antigua Fundación Caixa Galicia de Ferrol, cuando todavía estaba en el entresuelo de la calle Galiano. D’Ors leyó algunos poemas suyos. Había uno en el que hablaba de las hojas secas moviéndose con el viento en una pista de tenis vacía. Me había encantado, emocionado, y me había hecho preguntarme por enésima vez por qué no leo poesía si puede gustarme tanto. Poco más recuerdo, excepto una cosa: dijo que él escribía cuando estaba mal, que su obra surgía del dolor, de la pena y, en general, de la insatisfacción. Habló incluso de infelicidad. Entonces repasó la lista de todos sus títulos y comentó que, por suerte, eran bastante pocos. Se veía que no le había ido tan mal la vida, que no había sido muy infeliz. Fue una conferencia muy bonita.

Lo de la pista de tenis parece algo frívolo, quizá. Alguna vez, después, lo he pensado. Como si no pudiera haber mucha tristeza ni demasiadas preocupaciones en una casa que tenga una, por muy decadente que sea, en una casa con finca, o como poco un porche con muebles ya algo viejos pero que se ve que fueron buenos. Como si ahí los problemas no pasasen de que el niño no ha entrado en la carrera que quería o la tapicería de los sofás ha pasado de moda. Lo cual es una estupidez, por supuesto. Era curioso cómo la imagen de aquellas hojas y de aquella pista sin usar, seguramente con la red algo caída, podía resultar tan melancólica."


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29.9.18

I Me Mine

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 23.09.18]

I Me Mine




"Hoy por la mañana, al ir al trabajo, me he encontrado con un conejo. Un conejo silvestre. Me ha salido al paso desde unos arbolitos, me ha visto y ha vuelto corriendo a esconderse. Esto ya es inusual, desde luego, y para mí inaudito; pero si además se tiene en cuenta que estoy en Madrid y ese sitio en concreto se hallaba, literalmente, a diez metros en línea recta de la M-30, con su atasco matutino y todo, me parece increíble. He llegado entusiasmado.

“Yo pestañeo un huevo, tía”. Eso es un compendio de la adolescencia en una sola frase. De su estilo, sus referencias, sus planteamientos y su visión del mundo. El retrato de una forma –temporal, se supone- de estar. Y esa es la frase que el otro día oí que una chavala le decía a una amiga por la calle. Adolescentes ambas, claro.

Decía no sé quién que en el mundo no hay nada más egocéntrico que un adolescente: fíjate en qué me fijo o, mejor dicho, en quién –en mí, por supuesto-; mira qué cosas de mí, superimportantes, me llaman la atención, y pásmate, además no dudo ni un segundo que a ti te van a interesar mogollón. Yo pestañeo un huevo, tía, lo mío no es normal. ¿Cómo te quedas? Porque yo alucino.

Hace un par de semanas, en cambio, con quien hablé fue con un señor de setenta y pico, a quien hacía tiempo que no veía. A los treinta segundos de saludarnos, a la segunda o tercera frase, inició el relato de cómo en Correos le habían devuelto un paquete que había enviado y entonces, él, bien aconsejado, reclamó el dinero de los portes; y me explicó que, efectivamente, se los abonaron, aunque antes le descontaron lo que había costado el sobre acolchado que se había usado, lo cual le había parecido justo porque, al fin y al cabo, ya no servía. Total, que de los veinte euros que había gastado al principio había recuperado diecisiete cincuenta, me resumió. Hacía más de un año que no hablábamos.

Y claro, la competición por el egocentrismo más acusado está -no me dirán que no- reñida. Por un lado, no concibo que haya en el mundo nada más interesante, para cualquiera, que descubrirme a mí misma hasta en mis más minúsculos detalles. Por otro, quién no va a compartir conmigo la preocupación por este asuntillo mío que, al fin y al cabo, ocupó mi mente durante sus buenos tres o cuatro días.

Consideren en cambio a un tercer personaje, el columnista, que sin embargo sabe a ciencia cierta que a nadie va a resultar indiferente que él hoy haya visto un conejo y, por nuestro bien, nos lo cuenta. En el mundo no hay nada más egocéntrico que un escritor."

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Un mordisco

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 16.09.18]


Un mordisco




"Muerdo el bocadillo y pienso en Marta.

Acabo de llegar del trabajo. Andando, que aquí es un lujo al alcance de casi nadie. Esta semana aún no tengo horario de tarde, así que llego sudando pero con medio día para mí. Ya en mi habitación pongo Radio Clásica, “Reflejos en el agua”, me siento en el escritorio y me preparo un sándwich de pavo, queso y tomate. Y cuando le doy el primer mordisco pienso en Marta sentada en la mesa de la cocina.

Acabo de leer “Apegos feroces”, un relativamente reciente –lo único reciente es la traducción de Daniel Ramos, corregida por la ya familiar Raquel Vicedo- éxito de Vivian Gornick. Aun girando sobre la relación de la autora y su madre y sobre las relaciones amorosas de ambas con los hombres, y ofreciendo por tanto un punto de vista exclusivamente femenino sobre casi todos los temas que toca, es, además de muy buena literatura –o precisamente por eso-, tan aprovechable por cualquiera como puede serlo la “Odisea” aunque Ulises sea un hombre. Como es lógico.

Me ha gustado mucho y me han impresionado su capacidad de introspección y su habilidad para describir los estados de ánimo y los sentimientos; en particular, los que caracterizan la relación entre ellas dos, plagada de situaciones tensas e intensas por lo abruptas, por la frecuente hostilidad y hasta violencia y, simultáneamente, por la profundidad de su amor. Y no cabe llamarlo de otro modo. Un amor a veces destructivo y nunca fácil ni demasiado útil como apoyo, y sin embargo incuestionable y, por lo tanto, en cierto modo bello. Porque hablar a gritos y herirse, puede que no siempre ayude mucho, pero seguir haciéndolo toda la vida sin que eso se imponga, sin que llegue a cubrir el cariño y la confianza, quiere decir algo. Esa confianza, el grado de conocimiento mutuo que muestran madre e hija, me han parecido envidiables en muchos sentidos. Parafraseando aquel chiste de Eugenio sobre el póquer, tener una comunicación tan íntima y sincera, aunque a menudo sea mala y esté sembrada de cuentas pendientes, es muy bueno y excepcional. Imagínense si fuese buena.

Tener una relación sincera e íntima, llegar a conocerse bien, a tener confianza. Gustarse o, mejor dicho, quererse a pesar de los desencuentros y de los defectos. Eso debe de ser el amor. Y como padre, hijo y pareja, me encantaría vivirlo.

Hoy me he sentado en el escritorio, mirando a la pared, y he cogido el bocadillo. Y al morderlo he visto a Marta sentada en la mesa de nuestra cocina, a seiscientos kilómetros de aquí y sin embargo a mi lado."

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Pongamos que hablo


[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 09.09.18]

Pongamos que hablo




"Hace treinta y seis años, la noche que mi padre y yo llegamos a Madrid, mientras hacíamos nuestras camas en una habitación grande y vacía, oímos en la radio la canción “Words don’t come easy”, de F. R. David. Sonaba en la radio despertador, que era lo único que habíamos colocado, y mi padre comentó que le parecía una canción muy bonita. Yo acababa de cumplir doce y nunca había salido de Galicia, e íbamos a vivir a un remoto pueblo castellano –precisamente el de “Crónicas de un pueblo”, ni más ni menos-, donde pasaríamos los siguientes tres años. Mi madre y mi entonces único hermano llegaron unos meses más tarde. Y le contesté que, a mí, muy triste. Aunque no entendía ni siquiera el estribillo. Porque el triste era yo, aquel día en que –ahora me doy cuenta- por primera vez me sentía fuera de casa.

Hoy he llegado a Madrid, de nuevo a vivir, o al menos a vivir por semana. Parece que como mínimo un par de años. Todavía no me lo creo, y estoy muy lejos de asimilarlo. Escribo en mi habitación después de hablar con Marta y los niños, y también con mi padre, y me resulta imposible pensar que no he venido solo unos días, que no estoy de paso como siempre. Me parece inconcebible que esto, los edificios parduzcos que veo desde mi ventana, ese cielo, este barrio que no sale en ninguna postal, este clima que me seca la nariz, toda esta gente, los nombres de las calles, el súper abierto en domingo y esta soledad puedan convertirse en mi normalidad.

Pero he decidido que valga la pena. Sacarle provecho a este tiempo, no dejar que la inercia marque mi día a día e intentar que este sacrificio, ya inevitable, traiga algo bueno. Para mí y para ellos: llegar cada semana a casa contento y con algo interesante que contar de mi extraña nueva vida. Así que, como primer paso, también he decidido no estar triste. No me lo puedo permitir si quiero vivir. Por eso hoy de noche, ya en la cama, al apagar la luz me he negado a pensar en los días, uno tras otro, que no los voy a ver, que no les voy a dar un beso, que Paula no se me va a quedar mirando fijamente y me va a sonreír, que Carlos no va a ir de mi mano y me va a preguntar algo que se le pasa por la cabeza, que no voy a hablar con ellos en el coche, que no se van a sentar a mi lado en el sofá: que me los voy a perder. No me lo puedo permitir si quiero sobrevivir.

Hoy he venido conduciendo y, a mitad de camino, cuando ya estaba aburrido de mis discos, encendí la radio en una emisora al azar. Estaba sonando “Words don’t come easy”, treinta y seis años después de que se me quedara atragantada porque estaba lejos de casa."

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Berlín en Lisboa


[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 02.09.18]

Berlín en Lisboa




"Mi amigo Javi divide a las personas en dos grupos: a las que les gusta Lisboa y las que dicen que jo, bien, pero está muy hecha polvo y sucia –y, como a él le encantan los paréntesis, uso este para aclarar que el grupo de los que no conocen la ciudad es, en este tema, irrelevante-. Y que a él le caen bien los primeros. Y yo soy de esos, por supuesto; razón por la cual este mes hemos ido allí una vez más. Para mí era aproximadamente la decimoquinta visita, así que más o menos la conozco; aunque, como nunca he contado con un guía local que me condujese fuera del camino trillado, me temo que mi punto de vista no es demasiado original.

Pues eso, que Lisboa me encanta. Pero hacía siete años de nuestro último viaje y dos cosas me han llamado la atención: el aumento evidente de turistas, que nos hemos convertido en una marea incontenible y así seguiremos hasta que el apocalipsis acabe con nosotros; y lo lentamente que la ciudad va ganándole terreno al deterioro. Y ya digo que yo soy del primer grupo hasta el fin, pero me sorprendió que en la Praza do Rossio siga habiendo tejados que se caen. Y sé que no es justo tomar esto como indicador, porque en esta cuestión entra a jugar la definición de prioridades -y no cabe duda de que las hay mayores-, pero es difícil no sacar conclusiones poco optimistas.

Mi hijo Carlos estuvo enfermo mientras estábamos allí, y me pasé casi dos tardes tumbado a su lado en la cama mientras él dormía con la fiebre, en nuestro apartamento en un semisótano. Y sin embargo fueron dos tardes muy agradables, también por dos cosas : por pasar tiempo lento a su lado atendiéndolo, sin estar preocupado de verdad, y por lo que leí mientras lo hacía.

Aroa Moreno es también amiga mía, y el año pasado publicó con Caballo de Troya, de la mano de otra amiga más, Lara Moreno, la novela “La hija del comunista”, que ha sido galardonada con el Premio El Ojo Crítico. Y es lo que leí, y me gustó mucho. La historia es la de una niña del Berlín Este, hija de comunistas españoles exiliados. La novela es corta pero abarca muchos años, y los cuenta muy bien. Porque Aroa escribe muy bien. Aunque de un modo poco convencional, porque es poeta. Y se nota. Se nota en las elipsis del discurso, que no es típicamente narrativo, tan visual, tan limpio de paja, tan eficiente y profundo como la poesía.

Aroa cuenta solo lo que importa. Lo ve, lo reconoce y lo cuenta. Y todo lo que valía la pena queda dicho. Y uno lo entiende. Por eso, porque mira así y porque sabe hacerlo ver, es escritora."

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29.7.18

De cuyo nombre


Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda
del domingo 29.07.18


De cuyo nombre




"¿A ustedes nunca les sucede que creen ver a una persona que en realidad ya se ha muerto? A mí sí, bastante. Sobre todo, con un chico que trabajó conmigo hace años –a pesar de que no significó mucho para mí, la verdad, pero aun así me pasa-, con mi tío Camilo y con mi abuelo, mi abuelo paterno. Veo a alguien, normalmente por la calle, y durante una fracción de segundo pienso que son ellos, antes de que me dé tiempo a recordar que no es posible. No soy nada místico, y por desgracia no creo en mensajes del más allá, y por tanto tampoco creo que vengan a saludarme, pero eso, que naturalmente me hace recordarlos, siempre me deja, en lugar de triste, extrañamente calmado. Me gusta y agradezco que a veces el azar y mis sentidos me hagan pensar en ellos.

Hoy pensaba escribir sobre mis vacaciones, que empiezan ya. Tal vez les extrañe este principio, pero a mí no mucho. Y es que paso poco tiempo y vivo pocas cosas sin pensar de un modo u otro en la muerte. En las que ya viví, en la mía y en las que vendrán. Ojalá no fuera así, porque lo cierto es que casi siempre se traduce en más angustia de la deseable, pero lo es. Y ahora, por ejemplo, nos imagino de vacaciones y no puedo evitar situarlas dentro de toda nuestra vida entera; de lo que llevamos y del futuro. Como les digo, a menudo resulta angustioso, porque una perspectiva excesivamente amplia normalmente pone demasiada presión en cosas que deberían suceder sin más, que deberían fluir con facilidad, y porque es una tendencia bastante poco compatible con eso tan recomendable de vivir el momento.

Pero, sin embargo, no todo son desventajas. Es verdad que los buenos momentos se venden más caros, pero cuando llegan son la leche, tremendos, profundos y desbordantes.

El domingo pasado fuimos al Paraíso. A donde vamos siempre y volveremos dentro de unos días. Ese sitio que, por puro egoísmo, no pienso nombrar. Y fui a nadar nada más llegar. No sé cuántas veces he contado ya qué significa para mí ese baño. Lo bueno es que, al contrario que el relato, la experiencia nunca parece repetirse, ni desinflarse ni perder intensidad. El agua era azul cobalto en el medio de la ría, turquesa al ir acercándose y completamente transparente en la orilla. Y el monte seguía allí enfrente, y el faro y las nubes. Y me metí, y todo me acarició. Y veía mi sombra bracear en la arena del fondo. Y supe con toda seguridad que ese día, en ese instante, en el tanteador de la vida ese punto era mío.

Hasta septiembre. Felices vacaciones."

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22.7.18

Cuando reina el instante

Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 22.07.18


Cuando reina el instante




"No estamos de vacaciones, pero lo parece. En verano solo trabajamos por las mañanas, hace calor, no hay actividades ni horarios por las tardes, salimos más y la ciudad se ha llenado de amigos y otros veraneantes. Además, los niños no están con nosotros, y eso lo cambia todo: no es una situación que ninguno de nosotros quiera, pero no cabe duda de que introduce con mucha fuerza, en el día a día, la variable “hago en todo momento exactamente lo que me da la gana”, incluso si lo que me da la gana consiste en no hacer nada; y eso a veces está muy bien.

Y, si por ejemplo no te apetece ir a la playa, no vas. Y entonces echas la siesta delante de “Comida para Phil”, de Netflix, y disfrutas de los sitios apetecibles que visita, de las ciudades, de los platos que prueba y de sus caras –es básicamente lo que hace, poner caras-. O, mejor aun, haces que lees; y abres el libro y empiezas, despacio, y aguantas un par de páginas, hasta que sin disimulos lo colocas abierto boca abajo sobre la barriga y, con la deliciosa idea de que no hay ninguna prisa acariciándote la conciencia, te dejas ir.

Y al despertar lo recoges y sigues. Por ejemplo, “Regreso a Berlín”, de Verna B. Carleton (Periférica & Errata naturae), un descubrimiento que debo agradecerle, una vez más, a una librería de verdad, “Méndez”, en la calle Mayor de Madrid, que tiene sus libreros también de verdad, y todo, que no solo son capaces de aconsejar sino que aciertan. El mismo Madrid que parece esperarme dentro de un mes, con su parcela de vida nueva y sus nuevos escenarios, a pesar de que no acabo de creérmelo ni consigo imaginarme cruzando un día la M-30 con naturalidad.

O, si uno quiere que la sensación de excepción sea mayor, y que ese estado de ánimo de tranquila excitación no solo no se rompa sino que se perfeccione, puede ojear a Szymborska. Y leer que “hasta donde alcanza la vista, aquí reina el instante”, y casi comprenderlo, y hasta pensar que qué apropiado para ese momento de abrir los ojos y ver la luz y el cielo y unas nubes que, como también dice ella, “sin la carga de ningún recuerdo, se elevan sin problemas sobre los hechos”. Y después levanta la vista y piensa que qué pena no leer poesía, porque es asombrosa su capacidad de condensación, su capacidad para obviar lo que no es esencial.

Y sigue el verano. Y aún faltan las vacaciones, en las que volveremos al paraíso. Pero, mientras, disfruto de esta reconfortante pereza lúcida y del hecho sorprendente de no estar angustiado por nada."

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15.7.18

En la cama con gabardina


Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 15.07.18


En la cama con gabardina




"Imagínense meterse en la cama con la gabardina puesta. En “La conversación”, de Coppola, Gene Hackman es un experto en escuchas que está trabajando en un encargo que lo intranquiliza. Para Coppola, la película es mejor que “El Padrino”, lo que demuestra que los autores no siempre son sus mejores jueces. Y Hackman hace lo de la gabardina dos veces: una tarde que va a visitar a una novia y la encuentra durmiendo, y abren una botella de vino que beben en vasos de tubo sobre la cama, sin que él se quite la gabardina, ni los zapatos, ni la corbata ni nada; y la segunda, cuando cree que en la habitación de hotel contigua a la suya se está cometiendo un asesinato por su culpa, y se mete en la cama histérico y se tapa y se queda dormido, con gabardina.

Tengo un amigo que se sorprende de que me interese tanto la literatura norteamericana. Le explico lo de que son el centro del mundo, su importancia en la cultura contemporánea y que muchos de sus escritores tratan temas que me importan: relaciones familiares, de pareja, la sensación de desorientación vital y qué sé yo. Todo cierto. Pero hay algo más, y es que eso que acabo de decir provenga de un país con un estilo de vida tan diferente que casi parece extraterrestre.

No se trata de la influencia de una cultura cercana, como sería el caso de la o las europeas. Ni del exotismo de lo lejano que explica mi fijación por Siberia y Mongolia. Aquí lo que me fascina es que lo norteamericano sea, a la vez, omnipresente y absolutamente ajeno. Que una sociedad con la que es imposible no estar familiarizado resulte a menudo, sin embargo, tan incomprensible.

No entiendo que en cualquier momento pregunten si tienen hambre, en lugar de comer a su hora. No entiendo los coches con franjas de madera. No entiendo que cambien de domicilio como de ropa, y puedan estar años sin ver a un hermano y, cuando se encuentran, le recuerden una deuda de veinte dólares. Ni que en cualquier pueblo perdido haya una atracción turística y dos moteles y tengan visitantes. Ni el proceso por el que un iraní, un keniata o un mexicano llegan a sentirse tan patriotas americanos como los tíos de camisas de cuadros que los perseguirían en su pickup con bates de beisbol. Ni que alguien trabaje en una inmobiliaria, después sea profesor y luego abra un restaurante. No entiendo esa manera de vivir hacia sí mismos; porque no es cierto que se crean el centro del mundo: para ellos, Estados Unidos es el mundo.

Es como si mis películas favoritas, la música que más he escuchado y mucha de la literatura que más me gusta procediesen de Marte. Querría saber qué pasa en Marte."

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