29.9.18

I Me Mine

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 23.09.18]

I Me Mine




"Hoy por la mañana, al ir al trabajo, me he encontrado con un conejo. Un conejo silvestre. Me ha salido al paso desde unos arbolitos, me ha visto y ha vuelto corriendo a esconderse. Esto ya es inusual, desde luego, y para mí inaudito; pero si además se tiene en cuenta que estoy en Madrid y ese sitio en concreto se hallaba, literalmente, a diez metros en línea recta de la M-30, con su atasco matutino y todo, me parece increíble. He llegado entusiasmado.

“Yo pestañeo un huevo, tía”. Eso es un compendio de la adolescencia en una sola frase. De su estilo, sus referencias, sus planteamientos y su visión del mundo. El retrato de una forma –temporal, se supone- de estar. Y esa es la frase que el otro día oí que una chavala le decía a una amiga por la calle. Adolescentes ambas, claro.

Decía no sé quién que en el mundo no hay nada más egocéntrico que un adolescente: fíjate en qué me fijo o, mejor dicho, en quién –en mí, por supuesto-; mira qué cosas de mí, superimportantes, me llaman la atención, y pásmate, además no dudo ni un segundo que a ti te van a interesar mogollón. Yo pestañeo un huevo, tía, lo mío no es normal. ¿Cómo te quedas? Porque yo alucino.

Hace un par de semanas, en cambio, con quien hablé fue con un señor de setenta y pico, a quien hacía tiempo que no veía. A los treinta segundos de saludarnos, a la segunda o tercera frase, inició el relato de cómo en Correos le habían devuelto un paquete que había enviado y entonces, él, bien aconsejado, reclamó el dinero de los portes; y me explicó que, efectivamente, se los abonaron, aunque antes le descontaron lo que había costado el sobre acolchado que se había usado, lo cual le había parecido justo porque, al fin y al cabo, ya no servía. Total, que de los veinte euros que había gastado al principio había recuperado diecisiete cincuenta, me resumió. Hacía más de un año que no hablábamos.

Y claro, la competición por el egocentrismo más acusado está -no me dirán que no- reñida. Por un lado, no concibo que haya en el mundo nada más interesante, para cualquiera, que descubrirme a mí misma hasta en mis más minúsculos detalles. Por otro, quién no va a compartir conmigo la preocupación por este asuntillo mío que, al fin y al cabo, ocupó mi mente durante sus buenos tres o cuatro días.

Consideren en cambio a un tercer personaje, el columnista, que sin embargo sabe a ciencia cierta que a nadie va a resultar indiferente que él hoy haya visto un conejo y, por nuestro bien, nos lo cuenta. En el mundo no hay nada más egocéntrico que un escritor."

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Un mordisco

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 16.09.18]


Un mordisco




"Muerdo el bocadillo y pienso en Marta.

Acabo de llegar del trabajo. Andando, que aquí es un lujo al alcance de casi nadie. Esta semana aún no tengo horario de tarde, así que llego sudando pero con medio día para mí. Ya en mi habitación pongo Radio Clásica, “Reflejos en el agua”, me siento en el escritorio y me preparo un sándwich de pavo, queso y tomate. Y cuando le doy el primer mordisco pienso en Marta sentada en la mesa de la cocina.

Acabo de leer “Apegos feroces”, un relativamente reciente –lo único reciente es la traducción de Daniel Ramos, corregida por la ya familiar Raquel Vicedo- éxito de Vivian Gornick. Aun girando sobre la relación de la autora y su madre y sobre las relaciones amorosas de ambas con los hombres, y ofreciendo por tanto un punto de vista exclusivamente femenino sobre casi todos los temas que toca, es, además de muy buena literatura –o precisamente por eso-, tan aprovechable por cualquiera como puede serlo la “Odisea” aunque Ulises sea un hombre. Como es lógico.

Me ha gustado mucho y me han impresionado su capacidad de introspección y su habilidad para describir los estados de ánimo y los sentimientos; en particular, los que caracterizan la relación entre ellas dos, plagada de situaciones tensas e intensas por lo abruptas, por la frecuente hostilidad y hasta violencia y, simultáneamente, por la profundidad de su amor. Y no cabe llamarlo de otro modo. Un amor a veces destructivo y nunca fácil ni demasiado útil como apoyo, y sin embargo incuestionable y, por lo tanto, en cierto modo bello. Porque hablar a gritos y herirse, puede que no siempre ayude mucho, pero seguir haciéndolo toda la vida sin que eso se imponga, sin que llegue a cubrir el cariño y la confianza, quiere decir algo. Esa confianza, el grado de conocimiento mutuo que muestran madre e hija, me han parecido envidiables en muchos sentidos. Parafraseando aquel chiste de Eugenio sobre el póquer, tener una comunicación tan íntima y sincera, aunque a menudo sea mala y esté sembrada de cuentas pendientes, es muy bueno y excepcional. Imagínense si fuese buena.

Tener una relación sincera e íntima, llegar a conocerse bien, a tener confianza. Gustarse o, mejor dicho, quererse a pesar de los desencuentros y de los defectos. Eso debe de ser el amor. Y como padre, hijo y pareja, me encantaría vivirlo.

Hoy me he sentado en el escritorio, mirando a la pared, y he cogido el bocadillo. Y al morderlo he visto a Marta sentada en la mesa de nuestra cocina, a seiscientos kilómetros de aquí y sin embargo a mi lado."

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Pongamos que hablo


[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 09.09.18]

Pongamos que hablo




"Hace treinta y seis años, la noche que mi padre y yo llegamos a Madrid, mientras hacíamos nuestras camas en una habitación grande y vacía, oímos en la radio la canción “Words don’t come easy”, de F. R. David. Sonaba en la radio despertador, que era lo único que habíamos colocado, y mi padre comentó que le parecía una canción muy bonita. Yo acababa de cumplir doce y nunca había salido de Galicia, e íbamos a vivir a un remoto pueblo castellano –precisamente el de “Crónicas de un pueblo”, ni más ni menos-, donde pasaríamos los siguientes tres años. Mi madre y mi entonces único hermano llegaron unos meses más tarde. Y le contesté que, a mí, muy triste. Aunque no entendía ni siquiera el estribillo. Porque el triste era yo, aquel día en que –ahora me doy cuenta- por primera vez me sentía fuera de casa.

Hoy he llegado a Madrid, de nuevo a vivir, o al menos a vivir por semana. Parece que como mínimo un par de años. Todavía no me lo creo, y estoy muy lejos de asimilarlo. Escribo en mi habitación después de hablar con Marta y los niños, y también con mi padre, y me resulta imposible pensar que no he venido solo unos días, que no estoy de paso como siempre. Me parece inconcebible que esto, los edificios parduzcos que veo desde mi ventana, ese cielo, este barrio que no sale en ninguna postal, este clima que me seca la nariz, toda esta gente, los nombres de las calles, el súper abierto en domingo y esta soledad puedan convertirse en mi normalidad.

Pero he decidido que valga la pena. Sacarle provecho a este tiempo, no dejar que la inercia marque mi día a día e intentar que este sacrificio, ya inevitable, traiga algo bueno. Para mí y para ellos: llegar cada semana a casa contento y con algo interesante que contar de mi extraña nueva vida. Así que, como primer paso, también he decidido no estar triste. No me lo puedo permitir si quiero vivir. Por eso hoy de noche, ya en la cama, al apagar la luz me he negado a pensar en los días, uno tras otro, que no los voy a ver, que no les voy a dar un beso, que Paula no se me va a quedar mirando fijamente y me va a sonreír, que Carlos no va a ir de mi mano y me va a preguntar algo que se le pasa por la cabeza, que no voy a hablar con ellos en el coche, que no se van a sentar a mi lado en el sofá: que me los voy a perder. No me lo puedo permitir si quiero sobrevivir.

Hoy he venido conduciendo y, a mitad de camino, cuando ya estaba aburrido de mis discos, encendí la radio en una emisora al azar. Estaba sonando “Words don’t come easy”, treinta y seis años después de que se me quedara atragantada porque estaba lejos de casa."

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Berlín en Lisboa


[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 02.09.18]

Berlín en Lisboa




"Mi amigo Javi divide a las personas en dos grupos: a las que les gusta Lisboa y las que dicen que jo, bien, pero está muy hecha polvo y sucia –y, como a él le encantan los paréntesis, uso este para aclarar que el grupo de los que no conocen la ciudad es, en este tema, irrelevante-. Y que a él le caen bien los primeros. Y yo soy de esos, por supuesto; razón por la cual este mes hemos ido allí una vez más. Para mí era aproximadamente la decimoquinta visita, así que más o menos la conozco; aunque, como nunca he contado con un guía local que me condujese fuera del camino trillado, me temo que mi punto de vista no es demasiado original.

Pues eso, que Lisboa me encanta. Pero hacía siete años de nuestro último viaje y dos cosas me han llamado la atención: el aumento evidente de turistas, que nos hemos convertido en una marea incontenible y así seguiremos hasta que el apocalipsis acabe con nosotros; y lo lentamente que la ciudad va ganándole terreno al deterioro. Y ya digo que yo soy del primer grupo hasta el fin, pero me sorprendió que en la Praza do Rossio siga habiendo tejados que se caen. Y sé que no es justo tomar esto como indicador, porque en esta cuestión entra a jugar la definición de prioridades -y no cabe duda de que las hay mayores-, pero es difícil no sacar conclusiones poco optimistas.

Mi hijo Carlos estuvo enfermo mientras estábamos allí, y me pasé casi dos tardes tumbado a su lado en la cama mientras él dormía con la fiebre, en nuestro apartamento en un semisótano. Y sin embargo fueron dos tardes muy agradables, también por dos cosas : por pasar tiempo lento a su lado atendiéndolo, sin estar preocupado de verdad, y por lo que leí mientras lo hacía.

Aroa Moreno es también amiga mía, y el año pasado publicó con Caballo de Troya, de la mano de otra amiga más, Lara Moreno, la novela “La hija del comunista”, que ha sido galardonada con el Premio El Ojo Crítico. Y es lo que leí, y me gustó mucho. La historia es la de una niña del Berlín Este, hija de comunistas españoles exiliados. La novela es corta pero abarca muchos años, y los cuenta muy bien. Porque Aroa escribe muy bien. Aunque de un modo poco convencional, porque es poeta. Y se nota. Se nota en las elipsis del discurso, que no es típicamente narrativo, tan visual, tan limpio de paja, tan eficiente y profundo como la poesía.

Aroa cuenta solo lo que importa. Lo ve, lo reconoce y lo cuenta. Y todo lo que valía la pena queda dicho. Y uno lo entiende. Por eso, porque mira así y porque sabe hacerlo ver, es escritora."

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