31.1.16

Táboa Redonda: nuestro campo

Hacía tiempo que no iba a la aldea. Es triste; todo: no ir y lo que se ve al ir.



La aldea


Los suplementos culturales, los dominicales, las series de la HBO y algunos enlaces de Facebook nos pueden hacer creer, a pesar de que el drama está entre nosotros, que vivimos en una sociedad donde las discusiones versan sobre pedagogía infantil, pactos electorales o diseño, donde todo el mundo lee Jot Down, se participa en grupos de trabajo social con gran aparato teórico y el aislamiento es cosa de Minnesota. Hasta que uno acompaña a alguien a Urgencias y se pasa una tarde viendo a la gente, y de una bofetada vuelve a la realidad.
O hasta que va a la aldea.
Todos los gallegos tenemos aldea, aunque a veces sea una calle en un ensanche. La mía es de verdad; se va por la Nacional y al llegar a las señoritas hay que torcer a la izquierda. En ella está la casa de mi familia paterna, donde nacieron varias generaciones y en la que todavía viven dos de los siete hijos que tuvo Pepa, mi bisabuela, que conocí siempre sentada en la lareira, de negro, sin cara, solo pañoleta, removiendo el fuego con un palo largo. Yo me ponía a su lado y creo que me hablaba.
Este fin de semana fui. Carmen se muere. La que volvía andando desde el mercado de Guitiriz con una cesta llena en la cabeza, la que se ponía un tizón sobre la palma de la mano y nos decía que le sopláramos para verlo ponerse al rojo. Ahora, esa misma piel parece que se le va a romper. En cama en la única habitación templada de la casa, cerrada con un radiador, me miraba y empezaba frases con las mismas palabras de siempre, pero no sabía seguir.
Voy con mi padre paseando hasta el verdadero Portorosa. Me va contando qué campos se trabajaban, cuáles estaban a prado y se regaban, y que en la eira de al lado de la capilla se jugaba al fútbol cada domingo después de misa. Hoy no hay ningún niño. Tampoco se cuidan los campos y las casas vacías se caen. Un anciano rastrilla un camino con una fouciña como la señora que friega el portal un sábado por la tarde, para sentir que hace algo. Y la fuente, donde antes bebían tres o cuatro vacas a la vez, está comida por la maleza, de la que sale un indigno caño de plástico. Pero ya nadie tiene vacas.
Porque en la aldea no hay gente. No en la mía, al menos. Y la que queda vive sumida en la miseria cotidiana de la vejez, el frío y el aburrimiento. Qué estúpida idea de progreso la que ha despoblado nuestro campo, la que ha decidido que irse a cualquier ciudad era mejor y ha acabado por hacer que sea verdad, porque la alternativa es inasumible, excepto para los que no la tuvieron y esperan allí, solos, a que se acabe todo.
El suelo estaba fregado del día anterior y aún no había secado.

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24.1.16

Táboa Redonda: contra mí mismo

Lo de tener en uno mismo a un enemigo o, como mínimo, un incordio, es más que una frase resultona: resume muy bien una sensación que, en determinadas (demasiadas) situaciones, aparece, clara, como un lastre, a poco que me pare a pensar qué me ocurre.




El enemigo

 
Todo el poder de Google ha resultado inútil para corroborarlo, pero recuerdo que hace años leí una entrevista a Ray Loriga en la que decía que le parecía tan tonto que alguien lo leyese por su aspecto como que no lo hiciesen por lo mismo. Y ya me cayó bien.
De Loriga he leído ‘Lo peor de todo’, ‘Héroes’, ‘El hombre que inventó Manhattan’ y ‘Ya solo habla de amor’. Y todas me gustaron, a pesar de lo distintas entre sí que me parecieron: las dos primeras, bastante bukowskianas;  la de Manhattan, atípica, como si él fuese de allí, y la última, ‘Ya solo habla de amor’, completamente diferente, me encantó y me aburrió. Eso puede ocurrir (a mí me pasa a menudo, de hecho). Creo que le daba demasiadas vueltas al tema, pero eran unas vueltas brillantes, que con el tiempo son lo que recuerdo.
El libro habla de Sebastián, un hombre cuyo despecho amoroso, que en ese momento lo abarca todo, parece la culminación de una situación, de un planteamiento vital, ya bastante deprimentes en general; al menos para él, a la vista del resultado. El narrador en tercera persona conjura, aunque solo sea gramaticalmente, el riesgo de caer en la autocompasión, pero el caso es que el pobre Sebastián se lamenta de bastantes cosas, en un tono triste y lúcido, a veces defensivamente cínico y otras hundido.
“La luz en las ventanas de las casas ajenas nos habla siempre de una felicidad que existe sólo fuera de nosotros”, dice. Y lo interesante es que no son las palabras de alguien castigado por la vida, sin posibilidades, aunque en ese momento Sebastián se sienta así, sino el resumen de una actitud, su sino: limitarse a presenciar la felicidad, a desearla, incluso a construirla, pero sin llegar nunca a sentirla.
Se promete que en un futuro su amor “será tan bueno como el de cualquiera y será uno de esos amores que hace cosas, que joden alegremente, que disfrutan, que se divierten, que viven...”. Pero, aunque su desesperación sea sincera, se engaña, porque Sebastián se tiene a él en contra, como reconoce al compararse con una mujer que cuenta “con lo mejor de sí misma como aliado, cuando él ha contado siempre con lo mejor de él mismo como enemigo”. Y esto lo explica todo: sus disquisiciones teóricas, sus dudas, su represión, su distancia de la vida.  
Uno mismo como enemigo; uno mismo como incordio. Renunciando de antemano, anticipando el desencanto, tirando de las riendas, inventando excusas, poniendo pegas, incapaz de relajarse en una satisfacción que nunca está a la altura del modelo. Esa puñetera manera de ser que puede resumirse, como me dice mi novia, en no saber ser feliz.
 
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17.1.16

Táboa Redonda: aquí, un amigo

Puede que el artículo de esta semana no les interese tanto a quienes suelen leerlos, pues es solo un comentario sobre un libro; y sobre un libro poco conocido, además. Pero es que es el libro de un amigo; y nunca imaginé que iba a tener la suerte de poder escribir, en público, sobre la obra de alguien que yo conociera. Me hace mucha ilusión.

Como digo en él, me encantaría que Róber encontrase el tiempo y las ganas suficientes para sentarse a escribir sobre los temas que le interesan, y dejase constancia en otro libro de esas opiniones suyas que da gusto oír.




Historias de murciélagos


Tengo un amigo con una marcada querencia por la noche, los lobos y los murciélagos. Sorprendentemente, no se llama Vlad sino Roberto, no vive en un castillo en Transilvania sino en un piso en As Pontes, y lejos de tener un carácter tempestuoso y sanguinario es una persona pacífica y templada. De hecho, es la viva imagen de la calma y las opiniones, además de lúcidas, pausadas.

Roberto X. Hermida es biólogo y efectivamente eligió a los lobos, primero, y a los murciélagos, después, como objetos de su profesión y pasión. Se doctoró con una tesis sobre el lobo ibérico, y ya antes de acabarla cayó en las redes (esta es una broma para iniciados) de los quirópteros, a los que lleva dedicándose los últimos años, en la medida en que la pobre situación de la ciencia española y gallega se lo permite. Afirma que los murciélagos son bonitos.

Y un libro sobre murciélagos es precisamente lo que acaba de publicar: ‘El dilema de Spallanzani y otras curiosas historias de murciélagos’ (Tundra). En él cuenta la historia del científico italiano del siglo XVIII que en Padua dio pasos decisivos en el descubrimiento del sistema de ecolocación de los murciélagos. Fue además uno de los principales impulsores de la inclusión de la demostración empírica en el método científico, con lo que sentó las bases de un cambio de paradigma. ¿Sabían que, hasta esa época, las teorías se aceptaban o rechazaban en función del rigor lógico del razonamiento que las sustentaba? Es decir, se descartaban solo si se hallaba un fallo en el proceso deductivo, sin necesidad de poner a prueba sus conclusiones. Era bonito, pero era peor.

Y Roberto aprovecha ese hilo conductor para hablar de sus propias vivencias en el estudio de nuestros alados parientes. Recuerda caminatas, noches de espera en vela, experiencias de compañeros, visitas a cuevas y casas abandonadas, conversaciones con vecinos tratando de desmontar tanta mala fama, etc.; y lo hace con un entusiasmo y un cariño envidiables. El resultado son unas interesantes observaciones que tienden a desbordar el tema inicial y van de los murciélagos a la vida en el campo gallego y a nuestro entorno natural, desde Os Ancares hasta las fragas del Eume, pasando por las ínsulas del Miño. Observaciones que hace con la claridad del verdadero experto y una naturalidad como de conversación, y que dejan con ganas de más.

Tal vez ahora, si Roberto sacase del cajón sus aventuras con el lobo, podríamos seguir charlando con él, con calma, sobre nuestras aldeas, nuestro paisaje, nuestros animales, nuestros frutales, el estado de nuestra ciencia o dónde se encuentran las moras más ricas.


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10.1.16

Táboa Redonda: con los Beatles

Han acabado ya, desde cualquier punto de vista, las Navidades. Mañana volvemos a la normalidad. La normalidad de un nuevo año, que en parte será nueva también si así lo queremos.

Como esta semana el suplemento abría con un artículo largo sobre los Beatles, motivado por su reciente inclusión en las plataformas de música en streaming, aproveché para recuperar y reescribir un antiguo post sobre el grupo más importante de la historia de la música moderna.




John, Paul, George and Ringo

Con diez u once años empecé a entrar en nuestro salón, que como los de todas las casas permanecía impoluto, con las persianas bajas y cerrado, a poner música en el tocadiscos de mi padre. Y recuerdo perfectamente estar sentado a oscuras en la alfombra, escuchando por primera vez a los Beatles, maravillado. Si en algún momento de mi vida he tenido una experiencia artística excepcional, mística, como las que cuentan otros que les produjeron La consagración de la primavera de Stravinsky, la Sonata en La de Franck o el David de Miguel Ángel, sin duda fue aquella.
(Y, enseguida, la pregunta inevitable: ¿cómo era posible que se hubiesen separado? ¿Pero por qué?, le insistía una y otra vez a mi padre, sin comprender cómo podía haber sucedido algo, en el fondo, tan inaceptable e injusto.)
 
Ya nunca dejaron de gustarme. Todo lo contrario: los Beatles hace tiempo que entraron para mí en la categoría de mitos. De hecho, les confieso que me cuesta creer que hayan existido; el no haberlos visto mientras estaban juntos me hace sospechar que el grupo nunca fue real, sino algo así como una leyenda que hubo que inventar para dar explicación a una música que, por una conjunción de astros inconcebible (y sin duda el tándem Lennon-McCartney lo fue), había salido así; no puedo creer que haya habido gente que los vio, que fue a un concierto en el que quienes salieron al escenario fueron los Beatles.
 
El 1 de agosto de 1965, en el programa que grabaron en el Blackpool Night Out de la ABC, McCartney interpretaba por primera vez ‘Yesterday’. Yo, como cualquier inglesa de entonces, de las que gritaban histéricas agolpadas contra los bobbies, sin duda me habría desmayado viendo y escuchando a Paul con veintitrés añitos, su estrecho traje negro y su corbata, sus gestos, sus cejas enarcadas y su cara de no haber roto un plato (los Beatles adoptaron la táctica de mostrar en los conciertos una imagen de total indiferencia, de hacer como si estuviesen solos, con expresión inocente, que yo creo que contribuía a enfervorizar aun más a sus fans), cantando la canción más bonita de todos los tiempos.
 
Cuando se mitifica a alguien, las razones por las que gustaba dejan de importar; ya no se le valora por lo que hace, sino que todo lo que hace se valora porque es suyo. Pero incluso tratando (sin conseguirlo) de ser objetivo me parece absurdo descender a medirlos con nadie. Decir, por ejemplo, que se es más de los Rolling es como decir que se es más de Albinoni que de Bach, de Lope que de Shakespeare, de Dominique Wilkins que de Jordan: es comparar el talento de los mortales con la genialidad inalcanzable de los dioses.

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6.1.16

Llegaron ya

Mucha cultura. Mucha.



Ojo a la selección de los 50 años de Radio Clásica, ¡y ojo a la guía del Transiberiano!


Reyes

Esta, como ya he dicho mil veces (bueno, diez), es mi noche preferida del año.


Ahora me acostaré y dormiré mal, soñando que me levanto a ver los regalos y me llevo una gran decepción. Luego me despertaré, pensaré "¡Menos mal!" y me volveré a dormir. Y así varias veces. Me pasa desde siempre, que yo recuerde.

Este año es el primero en que mis hijos ya no creen. Y he tenido que explicarles que aun así sigue haciendo ilusión: no me ha costado nada, porque en mi caso es completamente cierto. 

Feliz noche y día de Reyes. 


4.1.16

Táboa Redonda: contra el sentido común, revisited

Recuerden no confundir sentido común y sensatez.



Contra el sentido común

 

Es difícil que algo de John Berger deje indiferente. Incluido él mismo. Es de esos escritores que uno, además de leer, querría conocer o llegar a ser. 
Un hombre afortunado (Alfaguara) es un libro duro y, sin embargo, encantador; o al revés. En él Berger cuenta cómo es la vida de John Sassall, un médico rural inglés, durante los años 60. Y nos muestra un día a día aparentemente tranquilo pero marcado por los problemas de sus vecinos y pacientes, en un entorno plácido y bello pero esencialmente triste. Un día a día en el que el doctor debe atender a muchos más asuntos que los estrictamente médicos, que socavan su ánimo y son motivo de reflexión para él y para el espectador. 
Pese a que a menudo se confundan y a las muchas citas que ahondan en el error, sentido común no es lo mismo que sensatez, como muy bien aclara la RAE, que lo define como el "Modo de pensar y proceder tal como lo haría la generalidad de las personas". Y una de las opiniones de Sassall recogidas por Berger es su prevención contra dicho sentido común: "Es mi mayor peligro en el trato con seres humanos, y mi mayor tentación. Me tienta a aceptar lo obvio, lo más fácil, la respuesta que está más a mano. Me ha fallado casi siempre que la he utilizado". 
Dice Berger que el sentido común constituye la ideología doméstica de aquellos a quienes se ha privado de unas enseñanzas fundamentales, de aquellos a quienes se ha mantenido en la ignorancia, y que es estático, no aprende, y por tanto nunca puede superar sus propios límites. 
A mí esto, en principio chocante, me gusta y en su momento me alegró encontrarlo. Porque hace mucho que pienso que la sabiduría popular está sobrevalorada. Que con demasiada frecuencia recurrimos a la explicación más habitual, solo por eso, por común, sin darnos cuenta de cuántas veces es un corsé que nos enroca en respuestas automáticas y nos impide abordar los problemas desde un enfoque nuevo y mejor. Y hay asuntos especialmente sensibles a esta tendencia. Como por ejemplo el inabarcable campo de las relaciones personales, propicio a interpretaciones tan repetidas como falaces que, como cualquier padre novel, cualquier pareja o cualquier compañero de trabajo sabe, no sólo no ayudan a entender mejor lo que nos ocurre y ocurre a nuestro alrededor, sino que están en el origen de buena parte de los problemas que arrastramos. 
Cuesta salirse del confort del tópico y de la aparente seguridad del camino trillado. Pero tal vez no sería un mal propósito para el año nuevo dejar el sentido común y probar a pensar.



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