31.12.17

Feliz 2018

Os deseo una feliz Nochevieja (esa palabra me suena siempre, siempre, a mi madre) y un feliz año nuevo. Sin saber en realidad en qué consiste exactamente eso; supongo que en que esté libre de desgracias, al menos, y lo demás quede en nuestras manos.

Que así sea y sepamos aprovecharlo.


Publicado en el suplemento Táboa Redonda del día de Fin de Año de 2017

Estar bien es bueno


"No sé dónde leí, hace ya mucho, una frase que suena a autoayuda pero me parece de una utilidad y una clarividencia extraordinarias: “Lo mejor que puedes hacer por los demás es ser feliz”.

La referencia que tengo de ella es que es india, pero si la busco en la red me sale mi propio blog como primera fuente. A ese punto hemos llegado. En cualquier caso, me parece útil y profunda, mucho más de lo que su tono Mr. Wonderful puede hacer pensar a primera vista.

Ser feliz como un modo de hacer el bien. Una idea casi totalmente opuesta a una parte fundamental del mensaje tradicional cristiano -católico y no católico-, dominado durante siglos por el elogio del sufrimiento como consecuencia merecida del pecado, y la consiguiente condena del placer y la alegría, sospechosos y lastrados por la culpa. Un mensaje que preconizaba ese sufrimiento como único camino de virtud, única actitud conducente a la recompensa eterna; y que le quitó al sacrificio su condición de precio que en ocasiones hemos de pagar, para convertirlo en un fin en sí mismo. Había algo malo en el hecho de estar bien, algo que temer de la fortuna. De ahí que lo que debíamos hacer fuese sacrificarnos y renunciar. Pues tanto nuestra propia salvación como el bienestar del prójimo venían de la mano de las penas y las privaciones.

Y no sonrían con altanería intelectual, porque esto les incumbe también a ustedes. Si no por sus convicciones personales, por las de sus familias; y si no por lo que se creía en sus casas, sí por la sociedad y la cultura en que les ha tocado vivir, que por mucho que hayan cambiado tienen profundas raíces. ¿O me van a decir que no relacionan de ningún modo, en el fondo de su subconsciente, la búsqueda de la satisfacción con el egoísmo?

Pero resulta que no sé si un hindú o un poeta persa –me sonaba Omar Jayam- dijo que no. Que estar bien era bueno. Que ser feliz es estupendo. Y que además lo es también para los otros, para todos. Que es fantástico para quienes nos quieren; más, cuanto más cerca están.

Es verdad que luego queda aclarar qué es estar bien, qué es la felicidad. Tras la simplicidad caben mil interpretaciones complicadas -el terreno de la paternidad es especialmente fecundo en ellas-. Pero, aun así, brilla en la frase una idea positiva de búsqueda y aceptación de lo bueno; una idea de que quien nos quiere desea nuestro bien; la idea rompedora de que contentos somos mejores personas. Y me parece un soplo de aire fresco. Y un alivio.

Así que ya saben: feliz año nuevo a todos."

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24.12.17

Táboa Redonda: Nochebuena

La de hoy es, para mí, la noche más entrañable del año.
Que la disfrutemos como nos merecemos.
¡Felices fiestas!


Publicado en el suplemento Táboa Redonda el día de Nochebuena del año 2017



Nochebuena


"Me gusta la Navidad. Lo siento por ustedes si no es su caso, pero a mí me gusta. Y me parece estupendo, la verdad; por dos razones: porque la Navidad existe y la tengo que pasar, y por tanto es una ventaja disfrutarla; y porque además creo que es un buen síntoma. Me parece que el gusto por estas fiestas suele dar una medida bastante fiable de la salud sentimental de cada uno, de cómo está de afectos, de tristezas, de nostalgias, de dolor y de alegrías. Y yo, por ahora y a pesar de las penas, tengo sin duda más que celebrar que añorar.
Y, dentro de las Navidades, el gran día es la Nochebuena. Es el primero (bueno, no, el primero es la Lotería) pero el más importante, el más entrañable, para mí, del año, el más familiar, el que mejores recuerdos me trae y en el que más importante me parece estar bien acompañado. Y siempre ha sido así, hasta donde alcanza mi memoria.
Pienso en Nochebuena y veo el comedor de mi abuela, con dos mesas pegadas y yo en la de los pequeños. Veo a mis primos, a los mayores y a los de mi edad, y a todos mis tíos y tías, y a mis cuatro abuelos juntos, después de que los paternos llegasen abrigados, fríos y sonrientes, buscándonos con la mirada. Y a mis padres y a mi hermano, claro. Al pequeño no, el pobre: me temo que llegó a la familia cuando el recuerdo de la infancia ya estaba configurado, y no aparece hasta otras épocas. Veo la cocina llena de potas, de fuentes, de platos, de pan cortado. Veo las copas y la vajilla buena. Y me llegan olores. Y todos sonríen. Y nos recuerdo a los pequeños esperando en la sala (yo sentado en el brazo de un sillón de escay verde) a que nos llamasen para cenar, viendo una película en blanco y negro en la que salían un muñeco de nieve y Papá Noel, y que quedó para siempre como la película navideña por antonomasia aunque no sé cuál era. Y a mi prima Isa adornando la mesa. Y comer langostinos con mayonesa, y bacalao y supongo que carne. Y a mi abuelo interrumpiendo a todo el mundo para brindar. Y a mi abuela concentrando el amor de todos. Y siempre, siempre, con los postres navideños (éramos de pocos postres), acabar con mandarinas y nueces, sabe Dios por qué: acabábamos jugando al bingo comiendo mandarinas y nueces sin parar, como si aquello tuviese algún sentido. Que lo tendría. Y luego cantar, siempre gallegadas, nunca villancicos, hasta las tantas.
Éramos felices. Yo lo era. Esperaba esa noche con ansia y nunca me defraudaba.
Las cosas han cambiado, qué duda cabe. Unos no están y todos nos hemos transformado. Pero por suerte tengo motivos para seguir viviendo esta noche con ilusión. Será que todavía soy feliz.
Que lo sean ustedes también hoy."

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17.12.17

Táboa Redonda: Meyerowitz


Publicado en el suplemento Táboa Redonda del domingo 17.12.17


Meyerowitz




"Hemos visto “The Meyerowitz Stories”, una película de Netflix (qué cosas, cómo cambia todo)  dirigida por Noah Baumbach y que reúne a un plantel que barato no debió de ser: Dustin Hoffman, Ben Stiller, Adam Sandler y Emma Thompson a la cabeza, acompañados por varios conocidos más, incluida Sigourney Weaver haciendo de ella misma. Por cierto, parece que no solo el cine español ha condenado a Landa y a otros buenos actores a papeles menores o directamente tontos: tanto Stiller como sobre todo Sandler hacen en esta película un trabajo magnífico, dándole la réplica sin ningún problema a un actor tan extraordinario como Hoffman.

La película trata del encuentro de un escultor mayor e insoportable con sus tres hijos adultos, con motivo de una posible retrospectiva de su obra. Y muestra la relación entre ellos, cuenta las circunstancias de cada uno (uno recién divorciado y sin trabajo, una hermana mayor insignificante para todos y un hermanastro con éxito profesional) y permite que nos hagamos una idea de sus vidas hasta ese momento. Y es triste.

Asistimos básicamente a una sucesión de diálogos entre los hermanos, el padre, la mujer del padre y algunos de sus hijos. En fin, sus conversaciones de unos días. Pero de ese tipo, habitual en cierto cine americano y buena parte de su literatura, consistente en una charla directa y llana que, sin embargo, apunta a lo esencial y desvela casi todo de quienes hablan. Unos diálogos que Woody Allen ha dejado para la historia del cine, pero en este caso sin el humor que siempre suaviza los suyos ni su tono intelectual. Estos son crudos y tienen la falta de ingenio propia de la realidad.

Uno de los hermanos, Adam Sandler, se lleva francamente bien con su hija, ya universitaria. Se quieren y su relación es envidiable. Y sin embargo no es suficiente para él. Incluso le da un toque añadido de angustia, porque se ve que ese amor se va; que es un amor, el de los hijos, que nunca puede nivelar el nuestro por ellos, que jamás puede llenar el hueco que dejan, porque mira hacia otro lado.

La tristeza proviene de su soledad. Evidente en unos, ocultada por otros y tan profunda en el padre que ni siquiera la ve. Y relacionada en todos los casos con el amor, por supuesto. O, mejor dicho, con su falta. Pero no porque no tengan quien los quiera, sino porque ese amor no es suficiente, no es tan profundo, ni tan extenso ni tan cierto como para compensar todas las demás carencias, empezando por lo poco que se quieren a sí mismos. Porque, ¿no le pedimos eso, acaso?"

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10.12.17

Táboa Redonda: En blanco y negro

Publicado en el suplemento Táboa Redonda del domingo 10.DIC.2017


En blanco y negro


"Esta mañana, cuando iba a trabajar, el mar estaba como un plato. Como un plato de mercurio, denso y gris. Tener ciertas cosas al alcance cada día cambia la vida. Cuando era pequeño, algún verano que pasé en Vicedo en casa de mi tío, mi prima mayor me iba a buscar a la cama antes de acostarse y me sacaba al balcón para que viese la ría a la luz de la luna. El agua parecía un espejo y los botes fondeados, de porcelana, y yo me quedaba maravillado.

Por “Ciudad abierta” (Acantilado), de Teju Cole, he descubierto a Martin Munkácsi, un fotógrafo húngaro, judío, que antes de retratar artistas de Hollywood y chicas elegantes saltando charcos pudo dejar testimonio del principio del horror en la Alemania de los años treinta. Lo he descubierto, aunque he comprobado que ya conocía algunas de sus fotos. Hoy sabemos todo: sabemos de más. Todas las hizo en blanco y negro, me digo, hasta que caigo en la cuenta de la tontería.

La normalidad era blanca y negra. La que reclamaba mi abuelo cuando prefería seguir viendo el fútbol en la tele como siempre, como era de verdad. Y sin embargo, incluso para mí, que aún recuerdo aquel sábado por la mañana en que estábamos viendo La Guagua, trajeron una televisión Philiphs en color y cuando se fueron daban un documental, y que de bebé solo me conozco en tonos grises, que recuerdo por tanto aquella normalidad, resulta evidente que una buena fotografía en color no tiene por qué serlo en monocromo, y viceversa, y que las fotos de Munkácsi, como las de tantos otros, necesariamente fueron sacadas teniendo en cuenta esa limitación. Y me pregunto si la teníamos en cuenta todos. ¿Sabíamos qué funcionaba y qué no, o daba igual? ¿Se fotografiaban paisajes y puestas de sol? ¿Flores? ¿Nos habrá cambiado, con el color, el criterio de manera inconsciente, la intuición estética, la mirada? ¿Cómo sería ahora la obra de los grandes fotógrafos de entonces?

Lo que veía de niño desde el balcón, de noche, también era en blanco y negro. A veces, la huella que alguien –incluso alguien cercano- deja en nuestra vida depende de momentos insospechados que no parecían importantes, de momentos que ellos hasta pueden haber olvidado. Yo, por ejemplo, a mi prima tendré que quererla siempre, nos lleven por donde nos lleven las circunstancias, por haberme enseñado la ría como un espejo, con los botes quietos."

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3.12.17

Táboa Redonda: El tomate hacendoso


Publicado en el suplemento Táboa Redonda del domingo 03.12.17


El tomate hacendoso

 

"Mientras espero a mi hijo en el conservatorio leo números atrasados de un suplemento cultural. Porque es francamente bueno y para ver si, de paso, me inspiro. Leo sobre Rilke, sobre Lutero, Nothomb, Radiohead, Chimananda Ngozi Adichie, Van Morrison, Alfred Jarry, la novela rusa, Karen Blixen, Cheever o Marx. Hasta aquí, todo normal. Lo que no lo es tanto, y a ustedes les parecerá baladí pero a mí me flipa, es que en ese suplemento escribo yo.

Y esto lo considero algo carente de toda importancia y, al mismo tiempo, ilusionante hasta parecerme increíble.

La semana pasada aprendí lo que es un MOOC: curso gratuito masivo (sic) online. Y estoy haciendo uno de la Universidad de California en San Diego sobre el proceso de aprendizaje. Llevo más de la mitad y todo está siendo bastante interesante. Todo, hasta que he llegado al tema de la procrastinación (o sea, la tendencia a ir postergando, casi indefinidamente, las tareas que no gustan) y la herramienta básica para combatirla: la técnica del pomodoro. O tomate. Que me pareció una chorrada.

No sé ustedes, pero yo procrastino bastante. De siempre. El proceso es muy simple, y lo explico mucho más sencillamente que la UCSD: no me apetece algo y lo retraso hasta que ya no tengo más remedio que hacerlo porque, si no, no me da tiempo. Llevo toda la vida así y sobre esa práctica he asentado mis trayectorias académica y profesional con relativo éxito. Y de hecho, hace poco lo asumí al fin, en un acto de madurez: deja ya de luchar y engañarte –me dije-, y espera hasta que el agobio de la urgencia consiga lo que tu voluntad no puede; si, total, es lo que va a pasar…

Pero llega el pomodoro y me propone un remedio. Consiste en ponerse un reloj de cocina en forma de tomate, para que suene a los veinticinco minutos, y trabajar ese rato. La explicación tiene que ver con que uno ha de centrarse en el proceso y no en el producto, para hacerlo más llevadero.

¿Es o no una chorrada? Pues resulta que esta mañana lo he probado tres veces, ¡y ha funcionado! He adelantado un trabajo absolutamente anodino y pesado. Y eso que mi móvil no tiene forma de tomate.

Lo curioso de mi procrastinación, en cualquier caso, es que también puede afectar a cosas placenteras. Como por ejemplo a estos artículos. Yo lo llamo ser vago. Por eso estoy aquí, en este vestíbulo, rodeado de madres e instrumentos, ya de noche, escribiendo."
 
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