29.8.06

Camilo.

Hace dos semanas se murió mi tío Camilo. Murió de cáncer de hígado, con casi 80 años. No lo sabéis, claro, pero algunos de vosotros ya lo conocíais (quién iba a pensar que Carmen iba a sobrevivir a su cuidador de tantos años).

Camilo era de Vicedo, en Lugo. Vicedo fue en su momento una aldea de marineros y agricultores, y aunque sigue siendo un pueblo pequeño, lo es cada vez menos, víctima del monstruo que todo lo bello devora. No obstante, todavía está en el sitio más maravilloso (me lo vais a permitir) de la costa gallega: la ría del Barquero.
Si alguna vez venís por el norte de Galicia tomaos la molestia de acercaros a donde se juntan Coruña y Lugo, Atlántico y Cantábrico, y veréis esta ría pequeña, redonda, que se abarca con una sola mirada, de aguas a veces turquesas y a veces negras, rodeada de verde, que nace del solitario valle del Sor y acoge al Barquero, al Puerto de Bares y al mismo Vicedo y se abre al mar con el permiso de la isla Coelleira. No hay vista en el mundo que me guste tanto como la de cuando uno llega por carretera al Barquero desde el oeste y, al culminar la suave subida, se asoma de repente a la ría, con Vicedo enfrente y el Cantábrico al fondo.

Todos tenemos nuestras muertes, las que no hemos asumido y las que esperamos con más temor que a la propia. Camilo no ha sido para mí un pariente de trato frecuente y sé que su falta no va a cambiar mi vida, y sin embargo, gracias a Vicedo forma parte de mi infancia y mi juventud más queridas. Recuerdo salir a pescar con él hasta hace bien poco, los dos solos. Pasábamos horas dando vueltas por la ría, a la cacea, hablando poco; y yo a punto de estallar de gozo con el ruido de la lancha, con la madera mojada, las olas, el color del mar y los montes llenos de árboles a nuestro alrededor.

Para mí siempre fue la personificación de la fuerza: de la fuerza del hombre remando, amarrando un bote o agarrándonos cuando embarcábamos. De pequeños, nos cogía a cada uno en una mano, y nos abrazábamos a su brazo y pedaleábamos para cruzar la calle. Y cuando subía despacio las escaleras de su casa de Vicedo se oían sus pasos pesados, y llegaba al patio de atrás agarrando con su mano morena y grande el cesto con las líneas, los anzuelos, las poteras y la pesca. Manos de pescador: trabajo y mar. Las manos, las manos fue lo único que tuvo igual hasta el final. Cuando lo fui a visitar al hospital el día antes de morirse, se las vi apoyadas sobre la sábana, con los dedos anchos y cuadrados. Pero detrás ya no estaban sus brazos, ni su cuerpo, ni su cara.

¿Vamos a pescar?, me había dicho desde la cama un par de días antes.

Para ir con él tenía que madrugar, desayunar con él leche con pan y acompañarlo al muelle, debajo de casa. Meterse descalzo en el agua a esas horas costaba, aun en verano. El ruido de los remos al colocarlos en los toletes (para mí, remar fue siempre el mayor de los privilegios, la prueba de mi integración en todo aquello), el crujido de los estrobos secos, saltar a la lancha, y después el motor de gasoil, lento, que parecía tan natural como los gritos de las gaviotas: eso era estar en Vicedo. Y salir y notar el aire en la cara y el agua salpicando, y que me dejase gobernar, e ir viendo la costa alejarse, y acercarnos a los faros o a la boca de la ría, y pensar qué pequeños éramos. Y él siempre con bromas, conmigo o con quienes nos cruzábamos en la mar, hablando a gritos para mí incomprensibles que ellos entendían desde lejísimos.

Ir en la lancha era vivir otra vida, era ser otro niño. Como llegar a una playa por mar, con la gente mirándote, y comportarte como si fueras de allí, como si aquello fuera normal para ti.
El sol, las gaviotas, la lluvia, los jerséis viejos para el frío del mar, el bocadillo devorado, mear de pie en la popa…

Los hijos querían llevarlo por última vez a Vicedo. Y sacarlo a sentarse al balcón de casa, a ver su ría, y su lancha, fondeada en medio de las demás. Pero no dio tiempo.
¿Vas a ir a Vicedo?, le dije.
Qué más quisiera yo...

Para los que tendemos a mirar atrás con nostalgia, soportar estos momentos de consciente despedida es inconcebible en cualquier caso. Pero yo me pregunto si no será todavía más duro cuando se ha conocido el paraíso.

A todos nos espera la muerte propia y la de los que queremos. Ante eso, nada me consuela ni me ayuda a resignarme. Y todos tenemos nuestros muertos que llorar. Camilo me dio muchos momentos de felicidad. En su entierro lloré por esos momentos y por él, por su niñez en Vicedo, por la mía, por su fuerza perdida, por la lancha, por verlo remar.

24 comentarios:

  1. No sé que decirte Portorosa cuando los momentos recordados han sido muy hermosos te queda la nostalgia y la memoria de algo importante vivido que lo llevas dentro de ti, pero imagina que ese dolor que a veces da la memoria, encima fuera triste, vacío o terrible.
    La zona de la que hablas es salvajemente maravillosa. Estuve un tiempo en una casa cerca de Loiba, prácticamente en el acantilado. Efectivamente allí los recuerdos se hacen hondos.
    Recuerda el ruido de los remos…y rema, rema
    Un abrazo

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  2. La muerte me inquieta, pero me produce gran serenidad que sea la única experiencia vital que compartiremos todos, y que nos hará iguales a todos, para siempre.

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  3. Sé de lo que hablas. Del dolor de una pérdida. Y de Vicedo.

    La muerte de mis queridos me deja profundas huellas. Soy mala haciendo duelos y peor aún para las despedidas. Nunca me repongo, aunque parezca que soy la de siempre.

    A veces pienso en mi propia muerte y, debo confesarlo, me aterra aquello de desaparecer, de no existir, de ser nada.

    Ahora bien, si el día que no viva más, dejo en este mundo alguien que me recuerde como tú a tu tío...vaya! no me asustaría tanto morir, porque si vivo en otro, la muerte habrá perdido la jugada.

    Saludos!

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  4. Lo siento, Portorosa, lo siento mucho. Pero es cierto, tu tío siempre estará en tus recuerdos, la muerte no puedrá llevarse eso.
    Un abrazo

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  5. Yo le tengo muchísimo miedo a la muerte. También a la mía, desde luego. Temo sobre todo verla venir y ser consciente de que no voy a estar nunca más con los que quiero. Sólo pensarlo me resulta insoportable.

    Sí, Olvido, es maravillosa. En Loiba pasé un fin de año, hace más o menos un lustro.

    En general, he de confesaros que la memoria me parece un flaco consuelo; sobre todo para el que ya no está. Incluso sin fe nos llegamos a creer que a ellos les vale de algo, pero no es así, me temo que no es así (en un plano menos personal, ¿de qué le vale ahora a Van Gogh su gloria?).

    Pero muchas gracias a todos. Besos y abrazos.

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  6. La muerte nos recuerda lo que significa estar vivo, nos recuerda lo que significa vivir. Los recuerdos nos hacen conscientes de que es lo verdaderamente importante en nuestras vidas. Pone a las cosas en su lugar. Nada se puede hacer ante la muerte salvo intentar VIVIR.

    Quizás estoy demasiado introspectiva esta temporada (lo estoy sin duda), usted me lo perdone.

    Besos.

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  7. Ay qué bonito madremía.
    Qué bonito todo y que pena más grande.

    Qué bello, Porti, qué bello.

    Beso.

    M.

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  8. Un hermoso recuerdo, Porto.
    Y creo que la memoria no es un flaco consuelo; porque es un consuelo para los que nos quedamos; no para los que se van, que ya no lo necesitan (ni consuelo, ni nada).
    Lo que me apena terriblemente es el deterioro que le precede: unas manos que han sido fuertes y poderosas y que descansan sin fuerzas encima de las sábanas (por ejemplo).

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  9. Buenos días.

    Los recuerdos nos hacen conscientes de qué es lo verdaderamente importante en nuestras vidas.

    Esa frase, introspectiva María, me parece brillante; y completamente cierta, claro. Un beso.

    Gracias, Miranda, muchas gracias.

    Pero fíjate, Malambruno, que no sé si la religión (para el no creyente, quiero decir; para el creyente todo es distinto), la literatura, el cine, o todo un poco, en un desesperado intento de buscar lo que no hay, han afianzado entre nosotros la idea, a menudo inconsciente, de que la gloria futura, el éxito póstumo, lo que nos recuerden o lo que nos lleguen a querer cuando hayamos muerto, nos consolarán, nos compensarán por lo que no hayamos tenido; como si fuésemos a saberlo, como si fuésemos a enterarnos, a seguir viendo lo que dejamos aquí...

    No son buenas horas para ponerse a pensar en esto, tan temprano. Un abrazo.

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  10. Tienes mi silencio, espero que un pelín complice.

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  11. Hay una belleza tan intensa en lo escrito, tan melancólica y tan intensa, que duele. Con un nudo aquí te lo digo. Y ahora creerás que exagero, que es puro sacrilegio, pero lo digo muy en serio: ya quisiera nuestro amado Cunqueiro haber escrito un trozo de alma así, del tirón, como el aria triste que has bordado. Ni se te ocurra rebatirme.

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  12. Muy tierno tu texto sobre tu tio Camilo. Los mejores recuerdos los llevamos en nuestra memoria. ¡Y lo a gusto que se mete uno en la cama, abre la puerta de los recuerdos, tiene un sueño premeditado y vuelve a sentir la realidad!!

    Saludos

    La flaca

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  13. Precioso texto... seguro que tu tío, esté donde esté, se sentirá orgulloso y feliz de tenerte como sobrino!

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  14. Buenos días.

    Gracias, Gregorio, y sé muy bienvenido.

    Gracias, Flaca, y gracias, Pies diminutos.

    Pies, ojalá -para este caso y cualquier otro, como decía- pudiera creer eso que dices; pero desgraciadamente no es así.

    ¡Ernesto! ¡Ernesto...!

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  15. Por cierto, acabo de darme cuenta de que el enlace del principio del texto estaba mal hecho y no funcionaba.
    No es que os perdieseis mucho, pero ya lo he arreglado. As�, el que tenga curiosidad podr� ver qu� otras cosas le pasaron a Camilo en �pocas menos felices.

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  16. Porto, supongo que imaginarás que conozco bien Vicedo. Comparto tus apreciaciones sobre la belleza del lugar (¡Qué no le toquen!), pero ahora, después de leer tu relato sobre Camilo, la belleza de Vicedo brilla con un nuevo fulgor: más tierno y hermoso.
    Un abrazo

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  17. Tienes razón, Porto, en lo de que está afianzada en nosotros la idea de que la gloria póstuma nos consolará. Casos como el de Van Gogh, que citas, me causan una profunda desazón. A este respecto te recomiendo vivísimamente un cuento que leí en la Antología de la Literatura Fatástica de Borges: "Enoch Soames" de Max Beerbohm.

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  18. Bonito, Porto, bonito.

    Todo un homenaje.

    Un saludo salado desde un mar diferente.

    Xavie

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  19. Forma parte de nosotros la muerte , asi de simple,bonito relato

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  20. Buenos días.

    Me alegro mucho, Alexandrós. ¿Sabes?, creo que la costa que va desde la ría anterior (yendo de oeste a este) a la tuya hasta pasar la de la ciudad de San Roque, es la más bonita que tenemos.

    Muy bien, Malambruno, haré por leerlo. Sí que es desazonador, porque se desmonta un mecanismo de consuelo más o menos aceptado, ¿no crees?

    Muchas gracias, Xavie.

    Así de simple, y así de terrible. Gracias, Peggy.

    Un abrazo a todos.

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  21. Anónimo2/9/06 22:25

    Después de lo leido, prometo que iré a Vicedo.

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  22. ¡Hombre, Pau, qué alegría!
    Pues no te arrepentirás de ir allí, y de ver toda aquella zona, de verdad.

    Un abrazo.

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  23. Bueno, supongo que eres M. (si no, desde luego alguien muy cercano); y me alegro muchísimo de que hayas entrado a comentar.

    No, ya no será lo mismo.

    Muchas gracias, y un beso muy grande.

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  24. ¡Ah, E.! Me alegro mucho de que hayas entrado aquí. Y gracias por lo que me dices (¿has leído todos?, ¡mira que son casi ciento cincuenta!; en el margen izquierdo tienes enlaces por fechas hasta el principio de todo, en febrero del año pasado, para cuando te aburras).
    Claro, es que tú aún no habías visto al niño...

    Un beso.

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