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5.5.20

Lábil y etérea

Lábil y etérea







He terminado Viajes con Heródoto, de Kapuscinki. Justo cuando no puedo salir de casa. Qué gran invento, leer.



Dice Kapuscinski que la idea de ese libro, como la idea de cualquier otro, del concepto mismo de libro, surge de "la sempiterna lucha del hombre con el tiempo, de la lucha contra la fragilidad de la memoria, contra su volátil naturaleza, contra su obstinada tendencia a borrarse y a desvanecerse".
De ese forcejeo con el olvido.

El final de Viajes con Heródoto es lo que más me ha gustado. El polaco, ebrio de Mediterráneo, de África, de sol, de mar y de pescado, reflexiona sobre el talante del griego, sobre cómo sería, qué querría, cuánto aguantaría en casa —si es que tenía una casa— antes de que el cuerpo ya no pudiera más y los pies comenzaran a moverse solos para llevarlo lejos. Lejos, a ver.

Emilio Lledó, el filósofo, explicaba hace unos años que la etimología de la palabra idea tiene que ver con imagen, con mirar, porque así empezó y así empieza el pensamiento: mirando afuera. Heródoto se va, viaja para ver y pensar. Y después, porque sabe que, si no anota lo que conoce y lo que ha experimentado, si no anota su vida, todo desaparecerá sin dejar rastro, decide escribirlo. Como sabe —y, cuanto mayor se hace, más dolorosamente consciente de ello es— que la memoria es lábil y etérea, lo escribe.

Y ahora nosotros, gracias a eso, podemos espantar los mosquitos en una terraza de Dar Es-Salam, o contemplar el Atlántico desde la isla de Gorée, rodeados del ominoso recuerdo de los millones de almas que salieron de allí encadenadas. Y lo hacemos desde nuestra cama, aunque a Akira Kurosawa no le parezca buen sitio para leer. Y apagamos la luz y durante unos minutos seguimos bajando por las luminosas calles de Argel hasta el puerto, o temblamos viendo a los ejércitos griego y persa enfrentados en Platea, tanteándose durante dos días, aguardando a que los vaticinios de sus adivinos les fueran favorables; libres, indisciplinados y desconfiados unos, esclavos los otros.

Y todo eso para qué, dirán algunos. Con tantas preocupaciones. Ante lo cual cabe recomendar una vez más la lectura de Nuccio Ordine, para recordar que hay cosas cuya importancia viene dada por su capacidad para hacer que la vida valga la pena. Ni más ni menos. O hacer caso de nuevo a Lledó, cuando alerta sobre los peligros de esa obsesión por la utilidad que él llama practiconería, y nos advierte, también, de que no tiene ningún sentido preocuparse por cómo seguir avanzando, si no nos paramos a pensar a dónde queremos ir. El problema no es la falta de respeto; el problema es olvidar, es no aprender.

Las lecturas se van hilando, unas van llevando a otras y volvemos a constatar que todo se ha dicho ya. También hacia el final del libro nos los hace ver Kapuscinski, al hablarnos de lo que T. S. Eliot llamó provincianismo del tiempo: aquel que, desde ese mismo pragmatismo utilitarista, desde una torpe inconsciencia, ve la historia, simplemente, como lo que nos ha traído hasta aquí; como algo de lo que debemos aprovechar unas cuantas invenciones y adelantos exitosos y podemos desechar el resto. Un provincianismo, dice el poeta, para el que «el mundo es propiedad exclusiva de los vivos». Lo cual no se critica desde el misticismo: el problema no es la falta de respeto; el problema es olvidar, es no aprender.

Estos días, tras la avalancha inicial de columnas y artículos en los que, ilusos, nos preguntábamos si la crisis no nos cambiaría, si no nos haría mejores, casi todos hemos vuelto a poner, con tristeza, los pies en la tierra. Las noticias nos obligan: esto aún está sucediendo y ya nos lo estamos tirando a la cara. Y, resignados, nos conformamos con agradecer que, pese a todo, haya una mayoría silenciosa que cumple. Que siempre cumple y nos salva. También ahora de esto. Una mayoría que tal vez mira demasiado para otro lado, que tal vez tendría que hablar más alto, y exigir más y votar mejor, pero que, de puertas adentro, en sus casas y en sus trabajos, allí donde el resultado solo depende de ellos, cumple. Y que al hacerlo mantiene a flote el mundo. Este barco a la deriva.

Además de intentar no hundir el barco, y en lugar de obsesionarnos por ganar velocidad, estaría bien saber qué rumbo poner. Para llegar a buen puerto, o para que al menos la navegación valga la pena.
Caminando. Leyendo. Escuchando y mirando con curiosidad. Comiendo pescado con nuestros antepasados.




Enlace al artículo, en Táboa Redonda:  /gl/opinion/portorosa/labil-y-eterea/20200427234146077180.html 


Quesos y aceitunas

Quesos y aceitunas


HOY LE COMENTABA a Marta que me da la sensación de que pasan los días y no hago nada. Que me gustaría sacar algo en limpio de tanto tiempo en casa, aprovecharlo de un modo más claro.



Y me decía ella que en realidad tampoco tenemos tanto tiempo. Es verdad: yo me paso la mañana y más o menos media tarde trabajando, y a veces se prolonga hasta la noche, porque todo lo hago con ese ritmo poco eficiente, propio de quien no está acostumbrado a que su hogar sea también su oficina, y su tiempo de trabajo doméstico, atención a los niños y ocio se entremezcle con su jornada laboral. Y al final acaba el día y, sí, he visto una película, he escuchado algo de música mientras escribía y he leído algo, pero poco y no muy bien.

No me quejo de los artículos que me llegan, en general. También es verdad que cada vez selecciono mejor las fuentes y acierto más. Pero, aun así, aunque el porcentaje de basura virtual que me trago va bajando, todavía me sobra mucho. Y, claro, ya no es tanto lo que te sobra, lo que te molesta, sino lo que eso te quita, el tiempo que te hace malgastar, que te roba. En fin, lo de siempre, el ruido; pero estos días lo noto más, porque, tal vez tontamente, me creo que este confinamiento debería permitirme rescatar deseos que, en la vida normal, sucumben al ritmo diario.

Por ejemplo, ahora estoy leyendo Viajes con Heródoto, del polaco Kapuscinski, pero en cuanto lo acabe quiero empezar El Quijote; que no, no he leído.

Y dice Kapuscinski que en sus viajes con frecuencia se entendió con muy pocas palabras y muchos gestos, y que la tecnificación de nuestras sociedad va alejándonos poco a poco del lenguaje corporal, del tono, del movimiento de las manos y de las expresiones del rostro, y dejándonos solo con la palabra. Que es insuficiente y -dice él- menos sincera. Y lo dice habiendo conocido internet, pero no las redes sociales en su actual esplendor. Ni, por supuesto, imaginándose una situación como esta, en la que la comunicación por escrito está desbancando a la oral también en el plano personal, lo cual representa, parece, un nuevo paso atrás. Y no solo porque el lenguaje escrito sea más descarnado y nos falte todo el envoltorio, sino porque tenemos un problema serio para expresarnos con él. Y si el teletrabajo va a más, y con él los mensajes de texto, y las reuniones se sustituyen por cada vez más correos, etc., comprobaremos hasta qué punto nos cuesta entendernos. No sabemos escribir, y leemos regular.

También habla de la cultura griega, mediterránea, de la que fue hijo Heródoto hace dos mil quinientos años. De un sol, de un mar y de un talante, y de cenas al aire libre en noches cálidas. De personas charlando bajo una parra en la falda de un monte mientras comen queso y aceitunas y beben vino fresco, dice. Lo del queso y las aceitunas me parece el sumun del buen vivir. Y puede que exagere, y sin duda lo idealizo, pero a mí, desde hace tiempo, y más estas semanas de noticias frías provenientes de la Europa septentrional y de otras latitudes, cada vez me resulta más atractivo ese Mediterráneo, que no solo es cuna de nuestra civilización sino que la forjó a base de lucha y guerras, por supuesto, pero también de intercambio, de acercamiento, de mezcla. Y de hablar gesticulando.

Así que leo en la cama, que es de las cosas que más me gustan en el mundo, y al apagar la luz, después de que el libro se me haya caído en la cara tres o cuatro veces, una voz, creo que interior, me inquiere si no soy consciente de mi suerte, de que soy un privilegiado, preocupado nada más por si me cultivo mejor o peor. Y le digo que sí, y que ya lo sabía, que no me hacía falta vivir una cuarentena, ni ver la enfermedad y los ertes rondando para darme cuenta. Soy consciente de que no tener dificultades materiales sigue siendo un privilegio.

También sé que, para que nos salga una sociedad decente, la receta es fundamental. Y de hecho nos pasamos la vida discutiendo sobre ella, sobre la mejor forma de organizarlo todo. Pero creo que tendemos a olvidarnos de la materia prima, que descuidamos los ingredientes: nosotros, los ciudadanos, las personas. Porque los buenos ingredientes casi se cocinan solos, y casi seguro que sale algo rico. En cambio, si son malos, poco hay que hacer, es difícil salvar el plato.

Y estoy convencido de que estudiando con mis hijos, pensando en nosotros y escogiendo mis lecturas me hago un poco mejor. Por ejemplo, siguiendo los viajes por Asia Menor, Persia y Egipto del primer historiador conocido. Mejor para mí y para los demás.






¿Aprenderemos algo?

¿Aprenderemos algo?


¿Cuando esto pase, seguiremos siendo los mismos? ¿Va a ser esta crisis un punto de inflexión en nuestras vidas, para nuestra sociedad, o todo continuará igual? 



TODAVÍA NO sabemos si la epidemia va a desembocar en una verdadera tragedia, que nos haga ir perdiendo las ganas de bromear sobre el papel higiénico, que nos haga ver que, efectivamente, aguantar unos días sin salir de casa era la parte fácil. Puede que no, que la evolución sea asumible, que las cifras se mantengan en unos límites que eviten lo peor y poco a poco vayamos remontando; o puede que no seamos capaces de achicar todo el agua que va entrando en la barca y el colapso sanitario sea tan extremo como algunos temen, y el drama nos acabe tocando a todos de cerca.

Yo di positivo hace unos días. Tuve la suerte de notarlo pronto y todavía me hicieron la prueba; la prueba que ahora ya va quedando reservada para los casos más preocupantes. Así que, como casi todo el mundo, estamos en casa, pero nosotros no tenemos excusas para salir. Ni falta que hace; sería el colmo, quejarnos de estar aquí, tan a gusto y con amigos que nos van a por naranjas, pan y paracetamol. Decía Pascal que todas las desgracias del ser humano se derivan de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en un habitación. Desde luego, no lo diría por mí. Es más, yo estoy deseando aburrirme, porque por ahora, entre el teletrabajo improvisado, los cientos de mensajes diarios y toda la vida concentrándose en las redes sociales, estoy bastante estresado. Cualquier fin de semana tengo más tiempo libre.

Nos vamos a echar de menos. Algunos, también de más, es cierto, pero sobre todo nos vamos a echar de menos. El reencuentro, si esto no acaba demasiado mal, va a ser muy bonito. Que se preparen los bares. Va a ser bonito verse, tocarse, abrazarse y besarse, aunque se nos va a hacer raro. Como se hará raro mover un vaso en una mesa o recoger una servilleta sin correr a lavarnos las manos. Como estar relajados otra vez, sabiendo que los microbios, en esta parte del mundo, vuelven a estar bajo control.
¿Pero aprenderemos algo? Eso es lo que, en mi ingenuidad, me pregunto varias veces al día.
Casi por primera vez, estamos sufriendo todos juntos. O al menos pasándolo mal. Por primera vez compartimos una misma preocupación, un mismo miedo. Debería notarse, después, ¿no? Es verdad que ni siquiera los millones de muertos de la Primera Guerra Mundial hicieron del mundo un lugar mejor, y que después de la Segunda ni se intentó; así que no parecen caber demasiadas esperanzas para que unas semanas de nervios y confinamiento vayan a conseguirlo. Y, sin embargo, sería lo lógico. Que recapacitásemos. Que entendiéramos algunas cosas.

Por ejemplo, que nos quedara claro qué profesionales son imprescindibles: los que nos curan, los que nos protegen, los que limpian, los que cultivan, crían, pescan, procesan, transportan y venden la comida, los que fabrican todo lo que parecía asegurado, o los que investigan. Que recordáramos qué gastos lo son también, porque sin ellos no hay civilización. Y que la sanidad pública es nuestro único escudo. Que es la ciencia, la verdadera ciencia, la que nos puede salvar la vida. A quién hay que escuchar y a quiénes tendríamos que expulsar de la escena pública, quién merece ser admirado y quiénes deberían irse a casa a estudiar: la importancia de estudiar. A qué asuntos deberíamos prestar atención y cuáles tendrían que desaparecer de los titulares de prensa. Le hemos visto las orejas al lobo: estas semanas deberíamos identificar lo importante e impedir que las ridiculeces vuelvan a marcar nuestra agenda, tanto la pública como la personal. Deberíamos dar las gracias a muchos y afear la conducta a los caraduras. Podríamos relevar a los jefes que no están a la altura. Podríamos apreciar y reconocer que, pese a que los malos momentos siempre dejan a alguien en evidencia, pese a que siempre hay miserables que continúan enturbiando el agua, esta crisis ha sacado a la luz a una gran mayoría responsable, solidaria y digna de confianza; una mayoría que se ayuda: sería bueno que no lo olvidáramos y asumiéramos que esa misma mayoría puede y debe aspirar a más. Podríamos, al fin, hartarnos de que los mediocres nos representen, no permitirlo más y buscar a los más dignos. Porque nos lo merecemos.

Podríamos hacer eso y mucho más. Como pensar que, si una tos seca y 38 de fiebre nos han asustado, si nos han puesto nerviosos y a veces hasta histéricos, qué haríamos si nos bombardeasen, si nos muriésemos de hambre, si nuestros hijos agonizasen en nuestros brazos. Cómo escaparíamos. Qué pocas cosas nos frenarían. Y qué no les perdonaríamos a los demás si nos cerrasen sus puertas.

¿Sucederá algo de eso? ¿Empezaremos de repente a buscar lo interesante, lo valioso? ¿Aprenderemos a distinguir lo fundamental de lo estúpido? ¿Cuidaremos más, en resumen, la vida que tenemos, después de comprobar su fragilidad? ¿O tampoco ahora?




Una muñeca elástica

Una muñeca elástica


Se queja, y me explica que se siente como una muñeca elástica de la que todo el mundo tira. Y comprendo muy bien lo que quiere decir, porque me siento exactamente igual.



LO CURIOSO es que, con frecuencia, descubro que quien tira de mí desde, por ejemplo, un brazo o un pie, soy también yo. A mi alrededor veo mi trabajo, veo a los niños dentro de casa, en la calle y en el instituto, la veo a ella, veo a mis padres, veo a otras personas, veo asuntos pendientes, pero me veo también a mí, enfrente, aferrado a mi muñeca y queriendo llevarme, reclamando mi atención. Y, claro, me miro y me digo: "¿Pero tú eres tonto? ¿También tú? ¿Pero no me puedes dejar en paz, hombre, que bastante tengo con los demás?". Y entonces yo, mi otro yo, a veces para, deja de hacer fuerza y me contesta que sí, que es verdad, que parece mentira, que qué pesado, y que siga, que siga sin él; pero otras, en cambio, continúa, le da igual, y me dice que no, se empeña en convencerme de que debo hacer esto y lo otro, y que, si no, qué mal, qué fracaso. Y es difícil sobrellevarlo, porque, además de ser muy insistente, nunca se va. O nunca me voy. Es imposible despegarse de uno mismo, no podemos descansar de nosotros.

Esta semana, al menos, he estado poco tiempo solo.

Asistí a una conferencia sobre economía, a cargo de un liberal, o un neoliberal. Que no creo que fuese un exponente típico de esa postura, o al menos eso es lo que deseo. Porque fue indignante. Indignante no a causa de sus recetas económicas —yo defiendo siempre que la mayoría de la gente trata de llegar a su verdad, a su explicación, como mejor sabe y con la mejor intención, y que todos tenemos más en común de lo que parece—, sino de su concepto de sociedad. Aquello no fue simplemente una visión diferente de la economía, sobre la que se pudiese discutir: era otra filosofía de vida, otra visión del mundo. Hay veces en que no es solo que escojamos diferentes caminos, sino que queremos llegar a sitios distintos. Y entonces no hay nada que hacer. Porque, cuando lo que nos separa es lo que deseamos, cuando no coincidimos en la definición de bueno, no hay nada que hacer. Nuestro marco de referencia ético, afectivo, ¡existencial! es otro, y entonces ya podemos encerrarnos durante días a discutir la curva de la oferta y la demanda, que no nos pondremos de acuerdo ni un poquito. Porque no lo estamos. Si alguien se queja de los intentos de regular el precio del alquiler de la vivienda porque es malo para el negocio, si considera que el principio de redistribución de la renta es el triunfo de los caraduras, o si se ríe de las cifras sobre exclusión social de Cáritas porque dice que él no ve tantos pobres, no hay nada que discutir. Porque, o es muy burro, o es un hijo de puta.
Por fortuna, para compensar, el día ocho por la mañana fui a la manifestación, y me gustó mucho. Porque, aunque no dejo de discutir con Marta sobre ciertos flecos del feminismo, aunque creo que se está equivocando bastante en la comunicación, y aunque, como cualquier causa, por loable que sea, no se libra de su cupo de gilipollas, yo, naturalmente, soy feminista. Igual que soy demócrata, que me preocupa el medio ambiente o estoy contra la esclavitud, los genocidios y los muebles de metacrilato. Como algo obvio. Creo que solo malinterpretar lo que significa —de lo cual, insisto, no siempre se puede culpar a la gente— puede hacer que una persona normal y corriente no lo sea. Y me encantó participar. En este caso, el objetivo sí está claro y hay un mismo concepto de lo correcto, y eso une más que unas cuantas desavenencias estéticas. Me encantó estar con ella, con mis amigas y con mi hija, que quiere cambiar la mentalidad de la sociedad, empezando por la de algunos niños de su clase. Como me encantó conocer a una mujer que me pareció admirable, con ese perfil —del que ya tenía más ejemplos cerca— tan interesante de persona religiosa, tolerante, comprometida, buena y fuerte. Yo, que solo a base de razonamientos consigo actuar como si fuera comprensivo, envidio a quienes lo son sin esfuerzo.

Hay temporadas en que nos sentimos muñecos de goma machacados. Y a veces reaccionamos corriendo a escondernos, en lugar de acercarnos a los demás y dejarnos ayudar. La vida es mejor cuando estás con quien te quiere. De hecho, solo vale la pena si estás con quien te quiere.




Tierra de nadie

Tierra de nadie


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Por un lado, leo Dog Soldiers de Robert Stone. Pero cuando llevo ciento cincuenta páginas me digo: demasiado sórdido, demasiado duro. Para qué. 



DEMASIADO alcohol —el alcohol como una presencia continua—, demasiado sexo nauseabundo, demasiada prostitución, demasiada droga —la droga como una salida imprescindible, como la única salida—, demasiada degeneración y ninguna esperanza. Ningún amor. Ninguna reserva de bondad o incluso de cordura.

Por otro, acudo a una visita organizada a un banco; a uno de los grandes. Toda una mañana de charlas. Si después de la primera me preguntasen a qué creo yo que se dedican allí, diría que son una ONG, o una agencia de ayuda humanitaria, o una fundación filantrópica o, no sé, directamente misioneros. Hablan de acompañar el cliente, de ayudarle, de darle un servicio como si fuera un favor, de llevarlo de la mano incluso. Hablan, en cualquier caso, de hacer las cosas bien, o más: de hacer un mundo mejor.

Me digo a mí mismo que solo leyendo algo así puedo saber de esas otras vidas, aunque sea desde el salón de mi casa. Que, bien mirado, debería aprovechar mi condición de espectador externo. Pero, al mismo tiempo, para qué, para qué algo tan desagradable. Así que, tras una escena de menores manoseadas vomitando sobre un colchón húmedo en el suelo, y de tíos dispuestos a aplastarse la cabeza por unas pastillas, decido que ya he tenido suficiente y lo cierro. Pero, al día siguiente, la opinión de mi amigo Javi y de Harold Bloom me convencen de seguir intentándolo, de darle una oportunidad. Y lo vuelvo a abrir.

Oigo explicaciones que hablan de ganar dinero como si no fuera el fin sino la herramienta, el instrumento para alcanzar un loable objetivo ulterior. E incluso a mí, que ni soy antisistema ni lo parezco, me rechina mucho todo. Lo interesante, pienso después, sería saber si realmente ellos se lo creen; si esa puesta en escena ya ha calado y convencido.
Eso me ha ocurrido más veces leyendo literatura norteamericana. En ocasiones, los libros hablan de ambientes marginales, sórdidos hasta el malestar, terribles por el nivel de degradación social, afectiva, familiar, intelectual y moral que muestran. Literatura que siempre me hace preguntarme si en España no se escribe nada así o es que simplemente yo no lo leo; y preguntarme también si esas novelas americanas son escritas desde dentro o por espectadores como yo. Sé que Bukowsky era un borracho de bares de mala muerte que fue de empleo en empleo, como los personajes que describía, pero esto es un escalón inferior. Leo sobre Stone y veo que a medias: descendió bastante, pero no tanto.

El lenguaje empresarial es afable y positivo: buen rollo, todo muy cool, muy sostenible y familiarmente conciliador. Talento, cultura, trabajo en equipo, colaboración, etc. Con sus arbolitos, su arquitectura premiada, sus cafeterías, gimnasios y guarderías, sus corners de tiendas: un entorno de película. Da un poco de grima. Enseguida me acuerdo de The Circle, de Enma Watson y Tom Hanks, en la que una gran empresa informática, la mejor cara de un futuro laboralmente amable, resulta ser una asfixiante máquina de manipulación; o de esa otra de Al Pacino y Keanu Reeves, El abogado del diablo, donde un bufete de abogados perfecto es, literalmente, obra de Lucifer.

Otras veces, las novelas o relatos USA reflejan un ambiente distinto, con hombres y mujeres más corrientes, de otro perfil socioeconómico, aparentemente más adaptados, pero con unas zonas oscuras, unas debilidades y una desesperación que, por imprevistas, por difíciles de justificar a primera vista, resultan tal vez todavía más desmoralizadoras. Tienen buenas casas, buenos sueldos, leen, escuchan buena música, van al cine, pasean por una playa de la costa Este y estudiaron, por ejemplo, Historia, pero da igual: nada de eso les vale de nada, nada los hace mejores, nada los salva.

Son dependientes y no creen en nada. Tampoco hay luz en sus vidas. Y trato de entender por qué, qué es lo que les falta y hace que todo se les desmorone. Y creo que siempre es un problema emocional: faltan las referencias sentimentales, no hay un nicho de cariño, de apoyo. No hay familia: ah, la familia. Están todos tocados porque no tienen ningún colchón de afecto, de seguridad, de respaldo. Están solos. Solos en un mundo sin compasión.

Por un lado, he acabado el libro y ahí se queda, cerrado. Por otro, al banco solo le debo dinero.



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2.9.19

Optimismo


Optimismo

 
"GRACIAS AL horario de verano, estos días puedo salir por la tarde por Madrid. Cojo el autobús y me voy al centro a pasear, a ver gente o a una de esas actividades de dudosa naturaleza que solemos etiquetar con el término de culturales. Esta semana he ido a la Casa Árabe, pegada al Retiro, a una conferencia del ex ministro Moratinos, que ocupa ahora el puesto de Alto Representante de Naciones Unidas para aquella Alianza de las Civilizaciones que, mal que bien, sobrevive.
Sin ser brillante, la charla estuvo bien. Explicó que, por primera vez, no somos una sola humanidad únicamente en teoría, sino también en la práctica: una sola humanidad formada por varias culturas que ya no tienen la posibilidad de no tocarse. Y trató de señalar el camino por el que afrontar los retos que eso plantea. Mencionó a su amigo Amin Maalouf, a André Malraux, a Steven Pinker para criticarlo, y a Camus –cuya familia materna resulta que era menorquina- para reivindicar el mestizaje mediterráneo; definió la realidad internacional como global, compleja e incierta, y citó al profesor Nuccio Ordine para referirse a la innegable utilidad que tendrán los saberes hoy relegados por el mercado –historia, arte, religión o filosofía- a la hora de posibilitar esa convivencia entre civilizaciones.
Después de ver la espectacular exposición de fotografía sobre los marroquíes, salí a dar una vuelta y a continuar mi estudio de campo sobre la relación entre nivel de renta y atractivo físico. Y recorrí varias calles de Chamberí donde los bares, los restaurantes, las clínicas de estética y los gimnasios son maravillosos y explican en gran parte mis conclusiones. También pasé por la terraza del Café Gijón y por varias de Serrano, donde había turistas con dinero y mesas donde se hablaba de trabajo. Algunos hacían networking y otros, más que de nodos de una red, tenían pinta de ser quienes de vez en cuando la sacuden y recogen el pescado.
Pero quién sabe. Ya insistió Moratinos en la absoluta necesidad de no simplificar: ni al explicar qué sucede en el mundo, ni al identificar a los principales actores, ni por supuesto al proponer soluciones. En fin, lo que ya se sabe pero no se hace, porque pedimos recetas sencillas y compiten para dárnoslas.
Me gustó una de sus frases finales: “El pesimismo es el esnobismo del siglo XXI”. Estoy de acuerdo: qué fácil es presumir de estar de vuelta de todo y tachar a los optimistas de ilusos, atribuir cualquier actitud constructiva a la ingenuidad, disfrazar nuestro egoísmo de realismo y creerse más listo que los que, pese a todo, deciden tratar de aportar algo."

* * *

8.7.19

Rosas y cucarachas


Rosas y cucarachas


 

"AYER POR LA MAÑANA olí una rosa roja en un patio, y me pareció una maravilla –un olor embriagador, diría si me atreviera-. Por la tarde, en los baños de una gasolinera vi una cucaracha andando por la rejilla verde de plástico de un urinario, entre pelos y gotas de pis.

Ya conté aquí una vez que la escritora nigeriana Chimamanda Adichie había dicho, para explicar la reacción de la gente más afín a ella tras unas declaraciones suyas un tanto controvertidas, que la izquierda mostraba cierta tendencia a simplificar la realidad, para así poder simplificar también su interpretación y, con ella, sus posturas. Y yo cada vez estoy más de acuerdo, aunque no creo que sea un rasgo exclusivo de la izquierda, ni mucho menos –los ejemplos de la otra banda son numerosos y muy obvios-, sino algo por desgracia general. A todos los niveles y en cualquier ambiente.

El entorno en el que parece más evidente y preocupante es el ideológico: las explicaciones se simplifican y los discursos se vuelven, sin excepción, reduccionistas. Se simplifica el mensaje. Se simplifica por tanto el problema –incluido el adversario, que, como decía Teodorov, queda así caricaturizado en función de uno solo de sus rasgos, el que nos conviene- y se infantiliza su análisis, para así poder ofrecer respuestas simples. Si se liman los salientes todo resulta más fácil de explicar; si se presionan los hechos y sus complejas causas concretas para que encajen en un molde regular, si se obvian las contradicciones, las excepciones y las dudas, que obligarían a matizar y a construir teorías más completas, todo es más fácil de entender. Falso, pero fácil de entender. Del libro al panfleto, del panfleto al lema y del lema a la bandera. O al pin.

Pero la cuestión no acaba ahí, en nuestra política, que no deja de ser nuestro reflejo, nuestro retrato de Dorian Grey. Porque esa simplificación es omnipresente en la esfera individual e íntima. Ya no se trata de construir, con unas ideas, una ideología, y a partir de una ideología extender unas recetas. Al fin y al cabo, la política está obligada a generalizar y esquematizar. El problema es que aceptamos ese esquema al pie de la letra y lo interiorizamos personalmente. Y pretendemos resumir la sociedad, sus problemas y conflictos, nuestras opiniones y nuestras querencias, y la vida, en un listado de afirmaciones y negaciones sencillas, rotundas y planas, fáciles de manejar. Fáciles de manejar y tontas.


Ayer al mediodía me sentí por unas horas solo y desdichado. A media tarde, querido y acompañado. Y ambos sentimientos eran parte de la misma vida compleja, confusa y difícil de comprender. Como las rosas y las cucarachas."

* * *
[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 2 de junio de 2019]


9.5.19

Me siento ofendido


[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 5 de mayo de 2019]


Me siento ofendido


 

ALGUNAS NOCHES, en la soledad de mi habitación, veo vídeos. Hay cosas peores. Y el otro día una cosa llevó a la otra y acabé escuchando a Stephen Fry –Los amigos de Peter, Wilde, Jeeves, Blackadder o El Hobbit- protestando contra la dictadura de lo políticamente correcto. O, mejor dicho, contra la corrección política llevada a la exageración demencial.

Cualquier sociedad, hasta la más homogénea, armoniosa y apacible, es el escenario de un juego de equilibrios entre las distintas opiniones y tendencias de quienes la forman. Es inevitable una tensión entre las diferentes visiones del mundo, entre lo que cada uno considera deseable e indeseable, correcto e incorrecto, e incluso entre nuestras distintas velocidades. Tensión que se traducirá en aproximaciones y alejamientos, tirones hacia un lado, tirones hacia otro y frenazos. Y que, dependiendo del grado de civilización –y esto tiene algo que ver con el progreso material, pero no mucho- de esa comunidad, y de si ésta cuenta o no con las herramientas adecuadas para manejar sus conflictos internos, se mantendrá dentro de unos límites aceptables o, por el contrario, provocará rupturas y choques excesivos que podrán llegar a poner en peligro la convivencia.

A veces esto se puede legislar, pero solo a veces. Y si se puede es porque, bien o mal, se ha llegado a una opinión mayoritariamente compartida. Por eso las leyes son, en condiciones normales, el reflejo aproximado de cómo piensa una sociedad.

Esta tensión, repito, se ha dado y se da siempre. Y obliga, entre otras cosas, a entenderse. Impide que unos corran solos, sin esperar por los demás, hacia donde ven claro que hay que ir, e impide también que otros se nieguen a moverse de donde se encuentran cómodos. Uno podría identificarla con el tira y afloja entre progresistas y conservadores, pero eso sería un poco simple. Abarca más, o lo abarca todo; y además no se limita a los asuntos considerados públicos, sino que influye, directa o indirectamente, consciente o inconscientemente, en cualquier tema. Vivimos en sociedad, incluso solos de noche en nuestra habitación, viendo vídeos.

Pero en los últimos tiempos estamos asistiendo a una curiosa modificación de ese juego, que en mi opinión no nos conduce hacia una mayor concordia, como sostienen sus apóstoles, sino todo lo contrario. Se pretende elevar el comprensible deseo de no sentirse ofendido a la categoría de derecho; o dicho de otro modo, se exige elevar a la categoría de deber, de obligación, la lógica recomendación de no ofender a los demás. Tengo derecho a que nadie me ofenda nunca y, además, naturalmente, en esa cuestión mi palabra es la ley: yo solito decido qué me ofende, y todos los demás deben aceptarlo. El hecho de sentirse ofendido se convierte así en un argumento no solo válido sino absoluto e indiscutible, que exige ser respetado sean cuales sean las circunstancias.

Stephen Fry, además de inglés, es judío y homosexual, y casi toda su vida ha estado gordito. Es decir, que no ocupa el escalón más alto en el pódium de los ofendibles pero poco le falta. Y aun así, al igual que el científico Richard Dawkins, el escritor Christopher Hitchens o el cómico y batería de rock Stephen Hughes, en numerosas ocasiones se ha manifestado públicamente contra el despropósito de tratar de hacer, de la susceptibilidad de cada uno, una ley. Por descontado, no defiende el insulto, pero sí ataca esa deriva intolerante, paradójicamente presentada como un triunfo del respeto, consistente en no aceptar ni consentir crítica alguna a las opiniones y elecciones propias.

Porque no se trata ya de aquella tensión entre tendencias o ideologías, entre concepciones más o menos compartidas de lo que está bien y lo que está mal, sino que ahora, cada vez más, las elecciones personales, por minoritarias o incluso estrafalarias que sean, se tienen por sagradas e inviolables. Y no solo en el terreno de la acción –respeta mi decisión de no vacunar a mis hijos, o mi negativa a aceptar transfusiones, o mi rechazo a un tipo de alimentación, etc.-, sino en el de la expresión –tampoco lo critiques-. De un modo ciertamente infantil, se reclama el derecho a no oír nada que no se quiera oír.

Poco se puede discutir con quien te suelta que se siente ofendido por lo que dices. Nunca ha habido una regla matemática para decidir quién tiene razón. Así que ese punto de equilibrio solo podía venir del consenso, unas veces más claro que otras. Porque así funciona la vida en común. Y cualquier adulto debería asumir el coste de alejarse de esa normalidad, las molestias que siempre ha acarreado ser un librepensador. Lo que no es ni ha sido nunca de recibo es que cada uno de nosotros decida dónde traza la línea de lo tolerable y luego pretenda que todos los demás la respeten. Eso sería tanto como permitir que nuestras reglas de convivencia vinieran impuestas por los más intransigentes, que el tono de nuestro diálogo y del discurso dominante estuviera marcado por los más rallantes. O los más chalados.

¿Se lo imaginan? Una verdadera pena.

* * *

Artículo íntegro en el Táboa Redonda del 05.05.19

 

10.3.19

¡A la hoguera!

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 10.02.2019]



¡A la hoguera!




"ESCRIBÍA MANUEL DE LORENZO hace unos días una columna en la que defendía por qué, en su opinión, la obra de un artista puede, y debe, ser valorada con independencia del juicio que la persona nos merezca. Y ponía numerosos ejemplos: Celine, Polanski, Lovecraft o Caravaggio. Y los que no sospecharemos, añado yo.

Y hacía un comentario sobre las últimas acusaciones, de nuevo, a Woody Allen. Acusaciones que le han valido la condena generalizada de, por así decirlo, Hollywood: actrices que repudian el haber trabajado con él, o que prometen donar sus ingresos por películas suyas a fundaciones que ayuden a víctimas de abusos, por ejemplo. A pesar de que esas acusaciones no hayan sido nunca probadas. Es más, a pesar de que ya lo hayan juzgado en dos ocasiones y nunca haya sido condenado, como explicaba muy bien Robert Weide hace hoy cinco años en “Diez cosas que no sabes sobre el caso Woody Allen”.

Yo no sé si mi director favorito es un pederasta. Y no me da igual; porque, aunque básicamente estoy de acuerdo con Manuel, me resultaría imposible obviar ese dato, si fuese cierto. Lo que sí sé es que, a pesar de las constantes acusaciones y de la fuerza de la parte contraria, W. A. no es, para la justicia, culpable de nada. Y también sé que eso parece no importar.

Las épocas en que acusar equivalía a condenar, en que llegaba con señalar y llegaba con creérselo, han sido numerosas: las brujas con la Inquisición, las otras brujas con McCarthy, los conversos españoles, los judíos ante los nazis, los antisoviéticos en la URSS de Stalin, etc. Y fueron siempre épocas terribles, dominadas por el miedo y la sinrazón. Aunque en todas y cada una de ellas quienes las provocaban no dudasen de que hacían el bien.

Me repito, pero ya lo describió perfectamente Philiph Roth en “La mancha humana”: una cita literaria de un profesor es interpretada como un comentario racista y la desgracia cae sobre él, que pierde su empleo y el respeto de la comunidad. Pero donde hace hincapié Roth no es en quienes actúan desde la maldad o la estupidez, sino en quienes (colegas, jefes, amigos), aun sabiendo que todo ha sido un error, se callan para no tener problemas, para no llamar la atención de los linchadores.

Porque de eso se trata, de linchamientos. En nombre de la justicia, como siempre. Linchamientos basados en la respuesta inmediata a informaciones sesgadas o falsas, y espoleados por las redes sociales. Linchamientos contra los que casi nadie se atreve a alzar la voz, por miedo a resultar sospechoso.

Afortunadamente, hoy en día ya no es tan fácil encontrar un árbol y una buena soga."








8.2.19

Que merezca la pena

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 27.01.19]



QUE MEREZCA LA PENA




"EN LA UTILIDAD de lo inútil —Acantilado, dónde si no—, el profesor italiano Nuccio Ordine trata de hacer ver lo discutible que es el criterio que actualmente se impone a la hora de clasificar los conocimientos en útiles e inútiles.
Explica hasta qué punto el enfoque pragmático actual, eminentemente económico, se equivoca al identificar qué es importante y qué no. Como profesor que es, centra parte de su crítica en la enseñanza, que no solo en su etapa universitaria sino ya en la secundaria presume de orientarse cada vez más hacia el mercado laboral; con lo que eso supone de menoscabo de la amplitud de la formación básica y lo que tiene de puntilla para la depauperada capacidad investigadora de nuestro mundo académico. Pero no se queda ahí Ordine y sigue insistiendo en que, en general, lo teóricamente superfluo puede acabar siendo lo que haga que nuestra vida valga la pena. Los ejemplos son tantos y tan variados que no tiene demasiado sentido enumerarlos, pero él, como cabía esperar tratándose de un filólogo y un amante de la literatura, piensa sobre todo en el arte, en el placer estético, el conocimiento por sí mismo y en la posibilidad de dotar a la vida, si no de un sentido, al menos de cierta consciencia.
Cuenta que, en plena Guerra Fría, una comisión del Senado estadounidense evaluaba la financiación de un proyecto científico y, en un momento de las conversaciones, un senador, harto ya, le preguntó al director cómo contribuiría aquello a mejorar la defensa nacional. La respuesta fue maravillosa: "Este proyecto no mejorará en nada la defensa de la nación, pero contribuirá a que la nación merezca ser defendida".


16.12.18

Polares

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 09.12.18]


Polares



"En todo conflicto -bélico, familiar o deportivo- se da siempre una polarización de posturas que, entre muchas otras cosas -ninguna buena-, dificulta la adopción de cualquier solución dialogada y aceptable. La irrupción de la visceralidad –surgida del dolor y el miedo y del odio que estos generan- expulsa progresivamente a la razón y veta cualquier actitud que no muestre adhesión total. Si tu ex es un indeseable, los tuyos cierran filas y es un indeseable para todos y en todo, y pobre del que diga que tampoco era para tanto. Cualquier intento de matizar un juicio es rechazado y además resulta sospechoso.


Esto, como es lógico, hace de la polarización un síntoma muy fiable de que hay un conflicto o se está gestando. La radicalización de posturas, la poca simpatía hacia las opiniones tibias, es una señal preocupante que presagia un problema mayor. Y no solo eso: hay algo peor. Porque, en un ejemplo de círculo vicioso, sucede también que la polarización, aun la provocada, contribuye por sí misma a generar conflicto. Se caldea el ambiente. Es la violencia cultural de Johan Galtung echando leña a la hoguera de la violencia a secas.


Nosotros vivimos en una democracia. Con sus carencias y su largo camino por recorrer, pero envidiable para el 90% de la población mundial. Y la democracia se fundamenta en la asunción tácita de que nadie está en posesión de la verdad; asunción sin la cual no tendría sentido, pues ¿por qué preguntar a los demás qué piensan si estoy seguro de tener razón? Como mucho, seguiré las normas hasta ganar, pero en cuanto el poder sea mío se acabó el juego, porque ¡es que tengo razón!


No sé si lo pillan: eso no puede ser. No puede ser ese final ni puede ser aquel principio. No puede hacerse democracia demonizando al otro. Oh, claro que hay ideas execrables y que tenemos líneas rojas que consideramos inamovibles; pero esas líneas no pueden coincidir con mi propia silueta. Debemos, siempre, dejar espacio: a la discrepancia, a otros puntos de vista y a otras conclusiones. Entre otras cosas, porque es en esa tierra de nadie donde nos vamos a tener que encontrar, y porque en realidad hijos de puta hay pocos. Lo que hay son personas que han llegado a donde han podido, con la mejor intención y los pocos medios que tenían; y ni siquiera le llaman, a ese lugar, ideología.


Y cada vez que exhortamos a no transigir en nada, cada vez que descartamos por completo a quien discrepa, cada vez que descalificamos al que no aplaude nuestro discurso entero, estamos cambiando democracia por demagogia, diálogo por bronca. Estamos buscando pelea. Y adivinen quiénes ganan las peleas, los buenos o los matones."

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Gente

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 02.12.18]

GENTE



"Linus van Pelt, el amigo de Carlitos el de Snoopy, afirmaba que amaba a la humanidad pero que a la gente no la soportaba.

Una psicóloga (otra más) me explicaba un día que todo en la vida son las relaciones personales, que nada nos influye más ni tiene más peso en nuestro bienestar que la calidad de las que vamos estableciendo, todo el tiempo y sin parar. Y que nada era tan difícil. Salta a la vista: cómo no va a serlo si somos tan distintos que a veces cuesta creer que seamos una sola especie y no varias compartiendo, por azar genético, unos cuantos rasgos físicos.

Están mis compañeros de desayuno, que hablan de fútbol con preocupación sincera y se refieren a su equipo siempre en primera persona del plural; están los chavales que se dejan la capucha puesta en el bus; está Trump, que no se cree el informe sobre el cambio climático y se enrabieta, y está Richard Ford, que le llama malhechor pero nos dice que ni loco se queda con Europa; está Xi Jinping, que escribe en ABC un mensaje de fraternidad hispano-china y promete intensificar la cooperación sobre los osos panda, y está la serpiente Kaa hablándole a Mowgli mientras lo va abrazando; está un pastor de camellos en Mongolia y está un yihadista esperando a inmolarse en Pakistán; está la chica mexicana de la cafetería del tren que después de la cena tomó crema de orujo con patatas fritas; está la señora que en su vida ha hecho otra cosa que llevar las vacas a pacer y está la chavala que va al lado de su madre en el coche por la mañana con los cascos puestos; están los que solo comen carne de animales felices y los que consideran que hacer eso es tener muy mala leche, y que lo caritativo es acabar con los que sufren; están los que escuchan trap con las ventanillas del coche abiertas y sienten que están viviendo la vida, y el señor que escucha a Bach en el sofá de su casa y siente que está viviendo la vida; están los que se creen mejores personas y los que se creen mejores personas porque no se las dan de buenas personas; están los que viven para el dinero y los que no; están los que confían y los que desconfían; están los que saben estar solos y los que no saben; están los que quieren que los quieran y los que quieren querer; está mi novia, que se ilusiona por todo en dos segundos y se le pasa en otros dos, y es bastante feliz, y estoy yo, que no me ilusiono por nada y me cuesta.

Partimos de unos datos completamente dispares, razonamos cada uno a nuestra manera y además buscamos futuros distintos. Habitamos realidades tan diferentes, aun compartiendo asiento de metro, mesa de trabajo o cama, que lo raro sería entendernos."

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1.7.18

Un zapato

Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 01.06.18


Un zapato




"Es difícil decir algo sobre Auschwitz. Sobre el Holocausto, sobre aquello. Porque ya hay quien lo ha hecho, y bien, con la profundidad que requiere e incluso, a veces, desde la experiencia propia; porque ya conocemos todos los datos; y porque tal vez -hay quien sostiene- no debamos pararnos más allí, pues corremos el riesgo de agotar todo nuestro interés y pasar por alto tragedias más recientes e incómodas.

Yo, sin embargo, cuando el viernes pasado salí del Salón del Canal Isabel II, en Madrid, de la exposición sobre el campo de concentración, estaba hundido. Antes, a lo largo de tres horas de recorrido viendo documentos, objetos personales de los prisioneros y fotografías, varias veces tuve que contenerme para no llorar.

Casi todo es susceptible de ser bien o mal utilizado, pero creo que acercarnos a cualquier ejemplo de sufrimiento nos hace más sensibles a todo el dolor. Aquí, podemos culpar a Hitler, a los nazis y hasta a los alemanes, o sacar conclusiones sobre nosotros mismos. Y podemos lamentarnos solo por los judíos o ver en ellos el paradigma de las víctimas de la injusticia y la crueldad. La crueldad normal.

Porque seguramente sea eso, la normalidad -incluso por delante de la frialdad del procedimiento burocráticamente perfeccionado-, lo más aterrador y desconcertante del caso. La normalidad de seleccionar, no entre las filas enemigas, sino en la propia sociedad, entre los vecinos de la misma calle, a los que a partir de aquel momento debían morir.

Las vías de tren entrando bajo el famoso arco son escalofriantes. El vagón de carga, cerrado, es escalofriante. Las columnas de hormigón con el alambre de espino lo son. Las fotos de niños de la mano, a veces todavía sonriendo a la cámara, lo son hasta lo insoportable. Como lo son los testimonios de supervivientes capaces de hablar del momento en que vieron a su familia, a su mujer, su padre, sus hijos, quedarse en la otra fila, en la fila mala –el ochenta por ciento de los deportados allí moría el primer día, tras la criba que se hacía nada más llegar: en cuatro años pasaron de un millón-. Un hombre encargado de seleccionar la ropa de los muertos contaba que cuando abrió el primer saco se encontró el jersey de su hija.

Y todo ese horror se concentró para mí en dos zapatos. Uno de mujer, de tacón, de fiesta, que seguramente habría usado en momentos alegres en los que aquella locura era inconcebible. Y otro pequeño, de niño, que todavía tenía metido, sobresaliendo un poco, porque a lo mejor así le habían enseñado en casa a dejarlos de noche, un calcetín bordado."

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6.5.18

Bajo un ardiente sol


Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 06.05.18


Bajo un ardiente sol




"La canción más graciosa del mundo se compuso para mi ciudad: “Ferrol, Ferrol, Ferrol, donde yo nací bajo un ardiente sol”. El anónimo autor al que en 1910 se le ocurrió tenía que ser un coñero. Hubo unos años en que a última hora del día la ponían con las campanadas del ayuntamiento, y era fascinante oírla sonar sobre los paraguas que cruzaban la plaza de Armas.

Ustedes son de Lugo o Pontevedra, o de más lejos si cabe, así que nunca han venido a Ferrol. Ni falta que hace, pensarán. Es tan feo, tan aburrido y cerrado, y está tan deprimido económicamente que nos han comparado con Mordor, Corea del Norte y Detroit. Y aun encima está en la esquina: no vale la pena.

Eso sí, seguirán sin conocer su conjunto patrimonial, el segundo más importante de Galicia. Y no pasearán por el centro ni se enterarán de que las galerías de nuestras rectilíneas calles no solo fueron las pioneras, allá en el XVIII, sino que siguen siendo preciosas. Ni sabrán que ir de vinos es cada vez más diferente, y que también aquí se come muy bien. Ni les llevarán a los dos castillos que llevan tres siglos guardando la ría, ni a las playas casi vírgenes que hay a diez minutos. Nadie les contará que desde 1983 mantenemos una perfecta y neurótica alternancia izquierda-derecha en el gobierno municipal, ni que, a pesar de que la economía es la que es y, efectivamente, tiene las flaquezas de todos los monocultivos, ni nos hemos muerto ni estamos moribundos, y hay vida. Y cultura. E iniciativas. No vengan y no conocerán una ciudad segura, abarcable y acogedora donde es un lujo poder criar a los hijos, y que no se merece casi ninguno de los tópicos que pesan sobre ella.

Excepto uno, que es cierto: no nos valoramos. Es verdad. Nos quejamos, protestamos para que alguien venga a resolvernos los problemas y hablamos mal de lo que tenemos, que siempre es peor que lo de fuera: las casas se caen, aunque seamos la ciudad gallega donde más se rehabilita; no salimos porque no hay nadie, y no hay nadie porque vamos a salir a otros sitios; y no abren las tiendas porque no hay gente por la calle, y no hay gente porque, total, está todo cerrado. Tenemos la autoestima por los suelos. No nos queremos.

Y eso hace mucho daño. Porque el derrotismo siempre acierta: si dices que no, va a ser no.

Por eso –y sin querer caer en un positivismo estúpido ni obviar nuestros problemas- estaría bien, sería fantástico, revulsivo y revolucionario, que en Ferrol dijéramos que sí. Que pusiéramos buena cara. Que nos quisiéramos un poquito. Porque, a veces, quererse lo cambia todo."

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18.2.18

La farragosa verdad

[Publicado en el suplemento Táboa Redonda del domingo 18.02.18]






 

La farragosa verdad


"Escucho una entrevista a Chimamanda Ngozi Adichie, la escritora nigeriana autora, entre otras, de la novela “Americanah”. Le describe con mucha gracia al periodista el ambiente que la acogió a su llegada a Estados Unidos, de gente ideológicamente significada, políticamente activa, ecologista, pacifista y recicladora. Chimamanda tiene una postura comprometida y combativa en cuestiones políticas y sociales como el racismo y el feminismo, pero aun así la dejaba perpleja aquella impecable coherencia, como de diseño. Cuenta también que su propio prestigio le valió de poco cuando en una entrevista afirmó que una mujer transgénero formaba parte del movimiento femenino, tenía unos derechos que reivindicar, etc., pero que, por varias razones, no era exactamente lo mismo que una mujer. Se le echaron encima y no lo entendía. Y saca en conclusión que en este y en otros temas, y con el fin de facilitar su discurso, “cierta izquierda evitaba cualquier verdad demasiado compleja”. Donald no está solo.
He empezado a ver con mi hijo la serie “Cosmos”. La nueva, en la que el astrofísico Neil deGrasse Tyson sustituye a Carl Sagan. De la primera tengo recuerdos que van del interés al aburrimiento, dependiendo de cómo tuviese yo la tarde en aquellos domingos con doce años. Sin embargo, acabada la adolescencia leí el libro que la resumía y puedo decir, sin exagerar, que cambió mi vida. Era sobre todo una fascinante y convincente defensa del saber, la ciencia y el amor al conocimiento. Ahora, de esta, llevamos cuatro capítulos y me está volviendo a deslumbrar. Y aun encima le sumo el placer de ver cuánto le gusta a Carlos, que con once años me insiste para que la pongamos y se vuelve loco con los datos astronómicos.
Y no, no he cambiado de tema. Creo que Chimamanda y Neil, a pesar de sus aparentes diferencias, comparten algo importante: ninguno de los dos se permite el lujo de la indiferencia frente a problemas que consideran de todos, y a ninguno de los dos le vale cualquier método a la hora de afrontarlos. Ambos defienden un modo de actuar que, se llame política o ciencia, y persiga arreglar el mundo o explicarlo, debe basarse en la inteligencia y la razón, y en una apertura de miras que rechace las consignas a priori. Un modo que no desprecia los sentimientos ni la imaginación que lo inspiran y le sirven de guía, pero que sabe hasta dónde pueden llegar y de dónde no deben pasar en la búsqueda de la mejor respuesta. Sea cual sea. Aunque, como suele ocurrir, sea compleja."

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