29.11.12

The call of the wild

Mear en el campo, al aire libre, me encanta.

Para mí es una experiencia sugerente y evocadora, y desde luego especial; un paréntesis en el que me siento otro, con otra vida, transportado a otra época remota y desconocida.

Sobre todo si en lugar de hacerlo contra un árbol o cualquier arbusto lo hago sin nada delante, mirando al mar o en medio de un campo, por ejemplo. Es una vuelta a la Naturaleza (donde por otra parte nunca he estado). Como un atavismo que despertara en mí instintos latentes.

Es de lo poco que nos queda por hacer, lo que aún podemos contestar cuando nos llama la selva.

25.11.12

El sueño más triste

El domingo por la mañana, en la cama de M, en uno de esos ratos en que uno vuelve a quedarse dormido los días sin prisa, tuve un sueño. Un sueño tan triste que me desperté angustiado, tuve que levantarme inmediatamente, me fui a sentar a la sala y me eché a llorar.

En él, yo vivía solo en el piso de mis abuelos paternos, como los dos últimos años antes de casarme; pero ahora el piso estaba casi vacío, muy dejado, con habitaciones cerradas y hasta algunos tableros tapando varias paredes con humedad. Colgada de las puertas había ropa en perchas. Yo lo recorría pensando si alguna vez podría volver a salir a tomar un café o a ver gente, como antes.

Porque en el sueño mi hijo Carlos estaba muerto. No sé si yo era consciente desde el principio, pero sí resultaba evidente que la mía era una vida absolutamente falta de sentido o de esperanza.

Al entrar en una de las habitaciones abrí un armario y vi dentro una gabardina pequeña, de niño. Y recordé que Carlos me había pedido probarla, y yo, algunos días después, se lo había recordado y se la había puesto. Y que él, como a menudo hace en realidad, me había dicho "Gracias por acordarte, papi". Entonces yo le había contestado "De nada, Carlos"; pero en el sueño, al recordarlo, en lugar de su nombre me había salido el de C, el hijo de M. Solo la primera sílaba; al recordarlo yo, había pronunciado la primera sílaba, y enseguida había rectificado. Pero fue esa confusión, ese lapsus con el nombre de Carlos, lo que me despertó e hizo salir de golpe toda la pena.

No por haberlo suplantado; el sueño no me produjo ningún rechazo hacia C, ni mientras soñaba ni después. No me pareció ese el problema.

Lo que me derrumbó, lo que me hizo asomarme al abismo y me vuelve a hacer llorar ahora, fue concebir una situación en la que el recuerdo de Carlos pudiera haberse difuminado; pensar que pudiese llegar a haber una realidad en la que poco a poco ese recuerdo fuese perdiendo peso. Fue como mirar más allá del terror ya inimaginable de su muerte y ver el estado siguiente: que él, que para mí es la cara de la alegría, la personificación de la vida, hubiese dejado de existir. Y que el mundo pudiese seguir siendo el mundo. Que no solo su muerte pudiese ser verdad, sino que el tiempo sin él (un tiempo que incluso llegó a hacerme confundir, por un segundo, su nombre) pudiese seguir pasando.



21.11.12

Transformación

Aquella mañana Nicolás decidió que, en lugar de cruzar la calle por el paso de cebra de todos los días, a partir de entonces lo haría por el siguiente, una manzana más abajo. Y su vida cambió para siempre.


13.11.12

Cómo ser una mamá (o un papá) cruasán



Hace un par de semanas me compré Cómo ser una mamá crusán, algo así como un best seller (mundial, dice la editorial) de autoayuda, de Pamela Druckerman. Lo empecé a ojear en la librería y, aunque me pareció que se refería a una etapa que yo ya he pasado, me apeteció leerlo.

Lo he terminado hace unos minutos. Me ha gustado mucho. Y no se refiere (solo) a una etapa que yo ya haya pasado.

Se trata, en resumen, de una comparación que hace la autora, una periodista estadounidense afincada en París, donde tiene a sus hijos, entre el modelo de paternidad de sus compatriotas y el que ve a su alrededor, entre los franceses. Comparación que surge cuando se da cuenta (o eso dice) de que los niños franceses van a los restaurantes de mayores, comen de todo, no se enrabientan, son capaces de jugar solos, hablan y escuchan a los adultos, etc.; y que las madres galas no irradian esa célebre combinación de fatiga, preocupación y nervios a flor de piel de sus homólogas norteamericanas. Y de ahí en adelante.

Es, por supuesto, una generalización, y además una generalización referida a un perfil bastante concreto de familia (clase media alta, con ambos padres con estudios y buenos trabajos). Pero, con independencia de que refleje bien la realidad que pretende describir o por el contrario sea una invención a su medida, el contenido, los consejos que da, me han parecido muy aprovechables.

Casi iba a escribir que es una defensa de la sensatez. Pero como sensatez cada uno tiene una, mejor les cuento lo que más me ha llamado la atención.

En general, el libro es una crítica al overparenting: el exceso de celo en la crianza de los hijos. ¿Qué significa eso? Como lo del exceso es bastante subjetivo, yo diría (y no sé si aclaro gran cosa) que lo que critica es la obsesión, el convertir la ocupación en constante preocupación.

El niño debe entender desde su más tierna infancia que no está solo en el mundo, ni es su amo: el niño tiene su propio ritmo, pero los padres y el resto de la familia también; el niño (incluso el bebé, dentro de un orden (todo esto es dentro de un orden)) debe saber esperar.

No admite la renuncia a la vida marital y al atractivo físico que a menudo conlleva la paternidad; y mucho menos el verlo casi como una prueba de rectitud moral.

Critica la visión competitiva de la función parental y las prisas por que el niño se desarrolle que conlleva (habla de la Pregunta Americana: ¿cómo acelerar las etapas del desarrollo infantil?). Alerta sobre la tendencia a ver a los hijos como un proyecto propio, en el que [los padres] se proponen promover sus talentos y habilidades mediante actividades organizadas, un proceso intensivo de desarrollo y una estrecha supervisión.

Defiende el papel del placer como motivo para que los niños hagan cosas, por oposición a nuestra búsqueda constante de supuestos beneficios psicomotrices, intelectuales, madurativos, etc., etc.

Defiende la necesidad (esto me encanta) de que el niño se aburra, con todo lo que eso implica. En consecuencia, critica la saturación de actividades programadas, el ocio dirigido y la tendencia a convertir la tarea de fomentar su desarrollo en la prioridad absoluta de la familia y a anteponer siempre las supuestas necesidades (no hablamos de eso, claro, sino de deseos, preferencias o gustos) de los hijos a las de los adultos.

Califica de poco saludable el que padres e hijos pasen todo el tiempo juntos. Ni para ellos ni para nosotros, que necesitamos tiempo y energía para atender a otras facetas. Supongo que esto es bastante discutible y que habrá opiniones para todos los gustos. Yo creo que depende del cómo. Lo que según la autora no puede ser bueno es que nuestros hijos sean nuestro único objetivo en la vida; porque, ¿qué será de ese niño si se convierte en la tabla de salvación de su padre/madre?

Defiende la autonomía física y emocional del niño: ni sobreproteger, ni hacer que su autoestima dependa exclusivamente de las alabanzas ajenas (por lo que estas deberán dejar de ser generalizadas y sin criterio...). Y la obligación de no confundir su dependencia de nosotros... con la nuestra de ellos.

Defiende una y otra vez a lo largo de todo el libro la necesidad de poner unos límites mínimos claros y racionales a los niños, que conformarían lo que en Francia se llama el cadre. Dichos límites se exigen estrictamente, pero dentro del marco que conforman se da al niño las máximas libertad y autonomía posibles.

Esa exigencia precisa de autoridad, que es siempre de los padres. Y a veces la autoridad significa obligar a hacer cosas que no gustan, bien sûr.

El ejercicio (esto me parece perfecto) de la autoridad exige decir sí siempre que se pueda (que es casi siempre).

Defiende la necesidad de escuchar a los niños y tratar de entenderlos; pero sin confundir eso con darles siempre la razón o no llevarles la contraria ni poder dar una negativa por respuesta. Explica que se debería conseguir un equilibrio entre ser la persona que manda y al mismo tiempo escuchar al niño y respetarlo: escuchar genuinamente a mis hijos sin por ello pensar que debo plegarme a su voluntad (yo, personalmente, veo que se dan esas dos tendencias: o no se les escucha, o no se les niega nada).

Se detiene mucho tiempo en dos cuestiones muy concretas, aparentemente secundarias: por un lado, en las bondades de saludar a los niños y hacer que estos saluden, para que a base de ser aceptados en el mismo plano de conversación que los adultos se sientan en su mismo plano de realidad, con lo que eso supone en cuanto a respetar derechos, sentirse respetado, etc. (esto ha sido sorprendente para mí, aunque en cierto modo me he dado cuenta de que yo lo practicaba). Por otro, cuenta lo que son capaces de comer los niños franceses, tal y como demuestran los menús de las guarderías públicas (describe una reunión del comité municipal que los decide, y parece ciencia ficción); y, por ende, lo que son capaces de comer todos los niños si se les educa. En este tema, no defiende en absoluto que se les obligue, sino que se les eduque poco a poco.

Porque lo cierto es que todo el libro es una defensa y una constante definición del concepto de educación. Al niño se le vigila, se le protege, se le exige, se le manda, etc.; es cierto. Pero sobre todo se le educa: se habla con él, se le explican las cosas y se le enseña. Siempre desde una relación, no de igualdad, pero sí de complicidad, cariño y respeto mutuo.


Pensando en nuestra situación en España, o al menos en lo que yo puedo ver (que creo que es un arco algo más amplio que el que describe el libro), a mí me parece que en un par de décadas hemos pasado, de darle poca o ninguna importancia a ciertos aspectos fundamentales de la paternidad, a caer en un exceso de celo generalizado, falto además de criterios claros.

Y yo ahora estoy contentísimo porque he convencido a mi hijo Carlos de que dejase una de sus actividades extras, con lo que han/hemos pasado los tres a tener dos tardes completamente libres a la semana, para hacer lo que nos dé la gana, o para no hacer nada.