8.7.19

¡Calor!




¡Calor!

"CUANDO LLEGO por las mañanas al trabajo, a pesar de que no he caminado ni quince minutos ya estoy sudando. Y eso que cuando escribo esto aún no ha estallado la bomba de calor que se espera para estos días. Cuando salgo, ya tarde, es peor, y noto las gotas caer por mis sienes y bajar por el cuello, hacia el pecho, y cómo la cinta de la mochila en el hombro va haciendo que la camisa se empape.

Mi novia y yo tenemos discusiones frecuentes sobre el tema calor vs frío: ella desea el primero y yo, salvo en circunstancias muy concretas y poco habituales, lo detesto. Esta semana me envidia los cuarenta y pico grados de Madrid, y yo no me envidio en absoluto. No suelo ver ninguna ventaja en pasar de los veinticinco. Recuerdo la única vez que estuve en la playa en Alicante: quedarse tumbado en la arena era sencillamente inviable, parecía que un gigante con un pie al rojo te estaba pisando la espalda, y solo cabía bañarse, pero el mar estaba tan caliente que yo me alejé nadando buscando agua más fresca, como les expliqué a los de la zódiac de la Cruz Roja que vinieron a por mí pensando que me estaba ahogando. Estuve a punto de hablarles de Doniños, en Ferrol, pero me contuve y volví a la orilla, al desierto, y me marché de allí saltando cuerpos incandescentes.

Siempre me he sentido más identificado con el frío y, por ejemplo, en ninguna fantasía me veo viviendo en un país cálido, sino siempre en latitudes bien alejadas de los Trópicos, en sitios nevados con coníferas, ciervos –o alces, si hace falta-, lagos helados y cabañas de madera con chimenea. A pesar de que poco a poco las series policíacas escandinavas me van quitando las ganas, la verdad; qué manera de desmitificarlo todo: su civismo, su estética, su nivel cultural y hasta su calidad de vida, que de cerca parece cualquier cosa menos encantadora y rebosante de hygge, esa explicitación normalizada de lo acogedor.

Una vez crucé el Ecuador navegando, y durante una semana no fui capaz de hacer nada que no fuese estar tirado en un sofá, viendo cómo la piel desnuda dejaba charcos en el escay. Tenía la tensión por los suelos y el convencimiento absoluto de que la reacción de mi cuerpo y mi mente, que se negaban a toda actividad que supusiese el más mínimo esfuerzo, era totalmente incompatible con el crecimiento económico. Lo que puede ser valorado de muy diversas maneras, por supuesto.

Ahora sudo. Delante del ordenador, sudo. Los antebrazos se me pegan a la mesa. En la habitación hace calor y, si abro la ventana, hace más. Y pienso en casa y en que al salir a dar un paseo por la noche se agradezca una rebequita."

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[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 30 de junio de 2019]

En la carretera


En la carretera


 

"HACÍA MUCHOS meses que no iba yo solo en coche a Madrid. Y me apetecía, a pesar del miedo que me da quedarme dormido. Conducir sin compañía y sin prisa es una situación ideal para divagar.

Últimamente he sufrido varios viajes completos escuchando, bien el resumen de la jornada de liga, bien programas de presuntos debates y noticias, y con ambas cosas me daban ganas de saltar del coche en marcha. El análisis metafutbolístico me parece ridículo por definición, y los contenidos supuestamente serios eran muy malos, parecían la tele. Pero, al no ir con nadie, la radio pasa de tortura a aliada.

Crucé casi todo Lugo escuchando Matías el pintor, de Paul Hindemith. Cuando ya acababa pasé bajo la iglesia de Noceda, en As Nogáis, una mole de piedra que siempre me imagino nevada, resistiendo. Si la provincia entera es preciosa, al llegar a su límite oriental Lugo se va haciendo aún más espectacular. Las sucesivas líneas de montes, completamente verdes, con prados en pendiente con vacas paciendo, son preciosas. Aunque supongo que los ingenieros de la A-6 o del AVE discreparán. Desde el viaducto de Ruitelán, por ejemplo, ya en León, se ve un valle pequeño y profundo, frondoso, que durante esos diez segundos parece un lugar idílico para vivir.

Al entrar en el Bierzo el paisaje poco a poco empieza a secarse y la tierra de los cortes de la autopista comienza a enrojecer. Al rato, ya estamos en Castilla y todo alrededor es llano. Voy buscando un sitio donde parar a cenar lo que llevo de casa y, después de pensármelo mucho, me desvío mirando a mi derecha, a una puesta de sol, y aparco en un sitio perfecto. Entonces miro a la izquierda y descubro, justo delante, el pub, digamos, “Sumatra”, cuyas luces y ubicación resultan, cuando menos, sospechosas. Pero me quedo y tengo una cena de apenas quince minutos bonita y apacible. Apoyo la botella en el capó del coche y como mi bocadillo frente a un cielo lleno de inmensas nubes malvas y naranjas. Me siento como Jack Kerouac en On the road, en La Bañeza.

Cuando anochece cambio la música. Entro en Madrid cantando Eleanor Rigby. Hindemith escogió la figura del pintor Matthias Grünewald para expresar el conflicto que experimenta el artista entre vida y arte, las dudas sobre la utilidad y el sentido de su obra en medio del mundo. En solo cuatro estrofas, Paul McCartney describió las vidas de absoluta soledad de dos personas. Y me hace recordar, con más extrañeza que dramatismo, que hubo una época en que yo también llevé puesta la cara que guardaba en un tarro junto a la puerta, y también me preguntaba para quién sería."

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[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 23 de junio de 2019]

Al sur


Al sur


 

"ESTA VEZ, EL tren que cogí en Madrid me llevó al sur. A través de campos infinitos de olivos.

Resulta que el AVE es más incómodo que el que va a Ferrol. Aunque sin duda más rápido. Y cuando ya llegábamos le pregunté a la chica de al lado qué estudiaba: qué envidia, la gente que se dedica a algo que le apasiona, como Guiomar. Así se llamaba, igual que la estación de Segovia. Había estudiado Biomedicina y ahora acababa un máster en Neurociencia. Y le interesaba la concreción física, química, material, de nuestras emociones; qué moléculas se mueven, y cuánto, y de dónde a dónde, para que nosotros estemos abatidos o sonriamos. Maravilloso. Y mientras, por si no le llegaba, había acabado oboe en el conservatorio, y lo llevaba a su lado. Le hablé de El contrabajo, de Suskind, y le hice ver las ventajas de su elección. Guiomar es un ejemplo válido de nuestro asombroso capital humano y de lo que estamos haciendo con él: si no se va al extranjero cuando termine será solo porque tiene a su novio, militar, en Madrid, y no se quieren separar; porque, aquí, sitio no tiene.

Hacía mucho que no iba a Sevilla. Y no me acordaba de hasta qué punto es bonita. Es una ciudad –el centro; siempre es el centro- tan increíble que parece inventada para gustar: cualquier edificio, el rojo, el albero, los cantos rodados, las callejuelas de la judería y el jazmín por las noches. Recuerdo que el primer fin de semana que recorrí el barrio de Santa Cruz, hace más de veinte años, no me cabía en la cabeza que alguien pudiera vivir, por ejemplo, en la plaza de los Venerables. Veo patios y jardines en los que me parece que la gente tiene que ser como mínimo un poco más feliz.

La cena es de compromiso y solo me sirve para constatar una vez más cuántas naturalezas diferentes caben en una misma especie. Por un lado, Guiomares; por otro, algo así como una definición incomprensible de éxito vital. Y dada mi absoluta falta de interés en la conversación me paso la noche tratando de entender qué hay detrás. De vez en cuando, algún comentario –un hijo pequeño nombrado, o algo que pasó hace mucho tiempo, en otra vida- hace surgir un destello de luz, pero enseguida se apaga en las tinieblas del mainstream y me deja sumido en el abatimiento –malditas moléculas- de perder una noche así. Menos mal que por la ventana se ve un patio de Sevilla.

Hoy he estado paseando por el pueblo donde viví a finales de los noventa. Es curioso volver a un sitio con el doble de edad. He llegado, en un día, a plazas que no había conocido en dos años, y he visto edificios del siglo XVIII que juro que antes no estaban.

Qué extraño lugar es el mundo."

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[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 16 de junio de 2019]

 

Él la besó apasionadamente



Él la besó apasionadamente


 

"EN TORMENTA DE VERANO, la gran novela de García Hortelano, el protagonista sale a dar un paseo por el campo y dice que solo es capaz de distinguir entre árboles, matorrales, hierbajos y flores. A mí hoy me ha pasado lo mismo, pero paseando por una calle de Madrid: solo sé que eran árboles.

Yo creo que poca gente lee a Hortelano. Y es extraordinario, un escritor extraordinario. Tan bueno como el noventa por ciento de Marsé -todo el mundo patina alguna vez, sobre todo cuando ya es famoso, y yo tuve que dejar Caligrafía de los sueños, a pesar, o a causa, de que llegué a ella recién conmocionado por sus obras maestras-. Y esa novela en concreto, junto con El gran momento de Mary Tribune, me deslumbró. De hecho, me influyó tanto que cuando la estaba leyendo salí, un sábado, y decidí beber lo que aquel protagonista: ginebra sola con hielo y unas gotas de zumo de limón. Ya que no podía escribirlo, me dediqué a imitarlo. Pero me dediqué poco tiempo, porque al cabo de una hora y pico, cuando pasé de la quinta a la sexta copa, de repente todo me cayó encima y quedé fuera de combate. Mi novia tuvo que llevarme a casa, y no recuerdo subir los cinco pisos de escaleras. Ella estrenaba coche y yo cazadora, y vomité sobre ambos. Las costuras de la cazadora nunca quedaron bien del todo, y el asiento del acompañante del Arosa, tampoco.

Es muy difícil escribir bien. Y escribir ficción lo es infinitamente más. Por una parte, si uno escribe una tesis, una crónica o incluso una columna como esta, en realidad no inventa demasiado, se limita a dar forma a algo que ya estaba ahí. En cambio, en la ficción hay que crearlo todo. Aunque se hable de algo real que existiese antes, desde que el autor se mete en ese terreno tiene tanta libertad y tanto margen de decisión que todo cambia. Crea. De cero. Y las posibilidades nos desbordan, nos enloquecen las alternativas infinitas de fondo y forma. Pero es que, además, al sentarnos a escribir ficción, al sentarnos a "crear", nuestra cabeza se llena de ideas terribles, tales como literatura, artista o escritor; y entonces sobreviene la catástrofe.

García Hortelano, como Marsé, escribe sin que se le vean los andamios. Escribe tan bien que parece natural. Sin intentar demostrarnos en cada párrafo lo buen escritor que es y la gran literatura que hace. Y la hace. No hay tópicos, no hay expresiones forzadas, no hay frases levantadas en honor al autor, no hay voz engolada, no hay ojos entrecerrados que callan secretos mientras contemplan la puesta de sol, no hay baratijas ni basura. Lo único que hay es talento. Que es lo único que no se puede aprender."

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[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 9 de junio de 2019]

Rosas y cucarachas


Rosas y cucarachas


 

"AYER POR LA MAÑANA olí una rosa roja en un patio, y me pareció una maravilla –un olor embriagador, diría si me atreviera-. Por la tarde, en los baños de una gasolinera vi una cucaracha andando por la rejilla verde de plástico de un urinario, entre pelos y gotas de pis.

Ya conté aquí una vez que la escritora nigeriana Chimamanda Adichie había dicho, para explicar la reacción de la gente más afín a ella tras unas declaraciones suyas un tanto controvertidas, que la izquierda mostraba cierta tendencia a simplificar la realidad, para así poder simplificar también su interpretación y, con ella, sus posturas. Y yo cada vez estoy más de acuerdo, aunque no creo que sea un rasgo exclusivo de la izquierda, ni mucho menos –los ejemplos de la otra banda son numerosos y muy obvios-, sino algo por desgracia general. A todos los niveles y en cualquier ambiente.

El entorno en el que parece más evidente y preocupante es el ideológico: las explicaciones se simplifican y los discursos se vuelven, sin excepción, reduccionistas. Se simplifica el mensaje. Se simplifica por tanto el problema –incluido el adversario, que, como decía Teodorov, queda así caricaturizado en función de uno solo de sus rasgos, el que nos conviene- y se infantiliza su análisis, para así poder ofrecer respuestas simples. Si se liman los salientes todo resulta más fácil de explicar; si se presionan los hechos y sus complejas causas concretas para que encajen en un molde regular, si se obvian las contradicciones, las excepciones y las dudas, que obligarían a matizar y a construir teorías más completas, todo es más fácil de entender. Falso, pero fácil de entender. Del libro al panfleto, del panfleto al lema y del lema a la bandera. O al pin.

Pero la cuestión no acaba ahí, en nuestra política, que no deja de ser nuestro reflejo, nuestro retrato de Dorian Grey. Porque esa simplificación es omnipresente en la esfera individual e íntima. Ya no se trata de construir, con unas ideas, una ideología, y a partir de una ideología extender unas recetas. Al fin y al cabo, la política está obligada a generalizar y esquematizar. El problema es que aceptamos ese esquema al pie de la letra y lo interiorizamos personalmente. Y pretendemos resumir la sociedad, sus problemas y conflictos, nuestras opiniones y nuestras querencias, y la vida, en un listado de afirmaciones y negaciones sencillas, rotundas y planas, fáciles de manejar. Fáciles de manejar y tontas.


Ayer al mediodía me sentí por unas horas solo y desdichado. A media tarde, querido y acompañado. Y ambos sentimientos eran parte de la misma vida compleja, confusa y difícil de comprender. Como las rosas y las cucarachas."

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[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 2 de junio de 2019]