5.5.20

Lábil y etérea

Lábil y etérea







He terminado Viajes con Heródoto, de Kapuscinki. Justo cuando no puedo salir de casa. Qué gran invento, leer.



Dice Kapuscinski que la idea de ese libro, como la idea de cualquier otro, del concepto mismo de libro, surge de "la sempiterna lucha del hombre con el tiempo, de la lucha contra la fragilidad de la memoria, contra su volátil naturaleza, contra su obstinada tendencia a borrarse y a desvanecerse".
De ese forcejeo con el olvido.

El final de Viajes con Heródoto es lo que más me ha gustado. El polaco, ebrio de Mediterráneo, de África, de sol, de mar y de pescado, reflexiona sobre el talante del griego, sobre cómo sería, qué querría, cuánto aguantaría en casa —si es que tenía una casa— antes de que el cuerpo ya no pudiera más y los pies comenzaran a moverse solos para llevarlo lejos. Lejos, a ver.

Emilio Lledó, el filósofo, explicaba hace unos años que la etimología de la palabra idea tiene que ver con imagen, con mirar, porque así empezó y así empieza el pensamiento: mirando afuera. Heródoto se va, viaja para ver y pensar. Y después, porque sabe que, si no anota lo que conoce y lo que ha experimentado, si no anota su vida, todo desaparecerá sin dejar rastro, decide escribirlo. Como sabe —y, cuanto mayor se hace, más dolorosamente consciente de ello es— que la memoria es lábil y etérea, lo escribe.

Y ahora nosotros, gracias a eso, podemos espantar los mosquitos en una terraza de Dar Es-Salam, o contemplar el Atlántico desde la isla de Gorée, rodeados del ominoso recuerdo de los millones de almas que salieron de allí encadenadas. Y lo hacemos desde nuestra cama, aunque a Akira Kurosawa no le parezca buen sitio para leer. Y apagamos la luz y durante unos minutos seguimos bajando por las luminosas calles de Argel hasta el puerto, o temblamos viendo a los ejércitos griego y persa enfrentados en Platea, tanteándose durante dos días, aguardando a que los vaticinios de sus adivinos les fueran favorables; libres, indisciplinados y desconfiados unos, esclavos los otros.

Y todo eso para qué, dirán algunos. Con tantas preocupaciones. Ante lo cual cabe recomendar una vez más la lectura de Nuccio Ordine, para recordar que hay cosas cuya importancia viene dada por su capacidad para hacer que la vida valga la pena. Ni más ni menos. O hacer caso de nuevo a Lledó, cuando alerta sobre los peligros de esa obsesión por la utilidad que él llama practiconería, y nos advierte, también, de que no tiene ningún sentido preocuparse por cómo seguir avanzando, si no nos paramos a pensar a dónde queremos ir. El problema no es la falta de respeto; el problema es olvidar, es no aprender.

Las lecturas se van hilando, unas van llevando a otras y volvemos a constatar que todo se ha dicho ya. También hacia el final del libro nos los hace ver Kapuscinski, al hablarnos de lo que T. S. Eliot llamó provincianismo del tiempo: aquel que, desde ese mismo pragmatismo utilitarista, desde una torpe inconsciencia, ve la historia, simplemente, como lo que nos ha traído hasta aquí; como algo de lo que debemos aprovechar unas cuantas invenciones y adelantos exitosos y podemos desechar el resto. Un provincianismo, dice el poeta, para el que «el mundo es propiedad exclusiva de los vivos». Lo cual no se critica desde el misticismo: el problema no es la falta de respeto; el problema es olvidar, es no aprender.

Estos días, tras la avalancha inicial de columnas y artículos en los que, ilusos, nos preguntábamos si la crisis no nos cambiaría, si no nos haría mejores, casi todos hemos vuelto a poner, con tristeza, los pies en la tierra. Las noticias nos obligan: esto aún está sucediendo y ya nos lo estamos tirando a la cara. Y, resignados, nos conformamos con agradecer que, pese a todo, haya una mayoría silenciosa que cumple. Que siempre cumple y nos salva. También ahora de esto. Una mayoría que tal vez mira demasiado para otro lado, que tal vez tendría que hablar más alto, y exigir más y votar mejor, pero que, de puertas adentro, en sus casas y en sus trabajos, allí donde el resultado solo depende de ellos, cumple. Y que al hacerlo mantiene a flote el mundo. Este barco a la deriva.

Además de intentar no hundir el barco, y en lugar de obsesionarnos por ganar velocidad, estaría bien saber qué rumbo poner. Para llegar a buen puerto, o para que al menos la navegación valga la pena.
Caminando. Leyendo. Escuchando y mirando con curiosidad. Comiendo pescado con nuestros antepasados.




Enlace al artículo, en Táboa Redonda:  /gl/opinion/portorosa/labil-y-eterea/20200427234146077180.html 


Quesos y aceitunas

Quesos y aceitunas


HOY LE COMENTABA a Marta que me da la sensación de que pasan los días y no hago nada. Que me gustaría sacar algo en limpio de tanto tiempo en casa, aprovecharlo de un modo más claro.



Y me decía ella que en realidad tampoco tenemos tanto tiempo. Es verdad: yo me paso la mañana y más o menos media tarde trabajando, y a veces se prolonga hasta la noche, porque todo lo hago con ese ritmo poco eficiente, propio de quien no está acostumbrado a que su hogar sea también su oficina, y su tiempo de trabajo doméstico, atención a los niños y ocio se entremezcle con su jornada laboral. Y al final acaba el día y, sí, he visto una película, he escuchado algo de música mientras escribía y he leído algo, pero poco y no muy bien.

No me quejo de los artículos que me llegan, en general. También es verdad que cada vez selecciono mejor las fuentes y acierto más. Pero, aun así, aunque el porcentaje de basura virtual que me trago va bajando, todavía me sobra mucho. Y, claro, ya no es tanto lo que te sobra, lo que te molesta, sino lo que eso te quita, el tiempo que te hace malgastar, que te roba. En fin, lo de siempre, el ruido; pero estos días lo noto más, porque, tal vez tontamente, me creo que este confinamiento debería permitirme rescatar deseos que, en la vida normal, sucumben al ritmo diario.

Por ejemplo, ahora estoy leyendo Viajes con Heródoto, del polaco Kapuscinski, pero en cuanto lo acabe quiero empezar El Quijote; que no, no he leído.

Y dice Kapuscinski que en sus viajes con frecuencia se entendió con muy pocas palabras y muchos gestos, y que la tecnificación de nuestras sociedad va alejándonos poco a poco del lenguaje corporal, del tono, del movimiento de las manos y de las expresiones del rostro, y dejándonos solo con la palabra. Que es insuficiente y -dice él- menos sincera. Y lo dice habiendo conocido internet, pero no las redes sociales en su actual esplendor. Ni, por supuesto, imaginándose una situación como esta, en la que la comunicación por escrito está desbancando a la oral también en el plano personal, lo cual representa, parece, un nuevo paso atrás. Y no solo porque el lenguaje escrito sea más descarnado y nos falte todo el envoltorio, sino porque tenemos un problema serio para expresarnos con él. Y si el teletrabajo va a más, y con él los mensajes de texto, y las reuniones se sustituyen por cada vez más correos, etc., comprobaremos hasta qué punto nos cuesta entendernos. No sabemos escribir, y leemos regular.

También habla de la cultura griega, mediterránea, de la que fue hijo Heródoto hace dos mil quinientos años. De un sol, de un mar y de un talante, y de cenas al aire libre en noches cálidas. De personas charlando bajo una parra en la falda de un monte mientras comen queso y aceitunas y beben vino fresco, dice. Lo del queso y las aceitunas me parece el sumun del buen vivir. Y puede que exagere, y sin duda lo idealizo, pero a mí, desde hace tiempo, y más estas semanas de noticias frías provenientes de la Europa septentrional y de otras latitudes, cada vez me resulta más atractivo ese Mediterráneo, que no solo es cuna de nuestra civilización sino que la forjó a base de lucha y guerras, por supuesto, pero también de intercambio, de acercamiento, de mezcla. Y de hablar gesticulando.

Así que leo en la cama, que es de las cosas que más me gustan en el mundo, y al apagar la luz, después de que el libro se me haya caído en la cara tres o cuatro veces, una voz, creo que interior, me inquiere si no soy consciente de mi suerte, de que soy un privilegiado, preocupado nada más por si me cultivo mejor o peor. Y le digo que sí, y que ya lo sabía, que no me hacía falta vivir una cuarentena, ni ver la enfermedad y los ertes rondando para darme cuenta. Soy consciente de que no tener dificultades materiales sigue siendo un privilegio.

También sé que, para que nos salga una sociedad decente, la receta es fundamental. Y de hecho nos pasamos la vida discutiendo sobre ella, sobre la mejor forma de organizarlo todo. Pero creo que tendemos a olvidarnos de la materia prima, que descuidamos los ingredientes: nosotros, los ciudadanos, las personas. Porque los buenos ingredientes casi se cocinan solos, y casi seguro que sale algo rico. En cambio, si son malos, poco hay que hacer, es difícil salvar el plato.

Y estoy convencido de que estudiando con mis hijos, pensando en nosotros y escogiendo mis lecturas me hago un poco mejor. Por ejemplo, siguiendo los viajes por Asia Menor, Persia y Egipto del primer historiador conocido. Mejor para mí y para los demás.






Las naranjas, ahora

Las naranjas, ahora


Yo estaba muy contento con mis naranjas, con mis dos naranjas al día. Una al desayuno y otra a media tarde. La naranja, cuando está rica, me encanta, es de mis frutas favoritas.

OPINAR también me gusta. Y que se opine. Y la crítica, cuando tiene trabajo detrás y busca la verdad y no el éxito. Incluso a mí, que siempre repito que de revolucionario no tengo nada, el de librepensador me parece un piropo muy bonito. Y no me cabe duda, además, de que, si en una sociedad no hay una masa crítica capaz de generar un estado de opinión alerta, es que no hay ciudadanos que asuman sus responsabilidades. Por eso la libertad de expresión es más que importante para la democracia: es imprescindible.

Pues resulta que anteayer, al comer la naranja de por la tarde, noté un sabor raro. Como a pescado, o a grasa. Y al día siguiente me pasó lo mismo, el mismo gusto raro, no muy fuerte, pero evidente. Pensé si serían unas cuantas que vendrían mal por algo, aunque me extrañaba, porque tenían una pinta genial.

Pero la libertad de expresión, como todas las libertades, no es únicamente la expresión de un derecho, sino también la de un deber. Esa es una de las características de las libertades, que las hace muy diferentes de los permisos graciosamente concedidos: que conllevan una responsabilidad. No te las dan como un regalo, para un capricho, sino que te dicen: «Ahí tienes: a ver qué haces con ella».
Y esa responsabilidad, en condiciones normales, creo que sobre todo tiene que ver con no desperdiciarla, con tratar con el respeto que se merece algo que ha costado tanto —vidas incluidas— conseguir. Por eso, lo mínimo que deberíamos hacer sería esforzarnos por darle un buen uso: tratar de no hablar sin saber, tratar de tener algo que decir. Preocuparnos, formarnos, interesarnos, aprender, atender, escuchar, pensar, etc.: intentar que lo que digamos valga la pena.
Hoy es sábado, pero me he despertado a las siete y pico. Desde hace una semana duermo solo. Me pongo a leer. Ayer por la noche acabé El amor te hará inmortal, de Ramón Gener, el presentador de This is opera, y me encantó. Hoy empiezo Masa y poder, de Elías Canetti, y me derrota en el primer asalto: no me interesa lo suficiente para hacer ese esfuerzo. Y me duermo otra vez. Cuando me levanto, un par de horas más tarde, voy a desayunar. Estos días apenas tengo hambre, pero empiezo con una naranja. La pelo del todo, la abro sin cortarla y me meto el primer gajo en la boca. Me sabe fatal. El segundo, igual. Huelo los demás y me huelen a lo de ayer, a algo grasiento, animal, y la tengo que dejar. Marta me dice que huele normal. Se la come y dice que no le pasa nada en absoluto. Soy yo.

Pero, además, hay situaciones extraordinarias en las que esa responsabilidad que nos exigen nuestras libertades se demuestra de otra forma. Hay situaciones extraordinarias en las que ser buen ciudadano consiste en otra cosa ligeramente distinta. Sobre todo, consiste en no molestar. En ser más prudente, en medirse más. Y en no hacer ruido, para que se pueda oír lo importante. Y no aprovechar la tensión para colar nuestro mensaje interesado y apuntarnos pequeñas y mezquinas victorias. Ni para impresionar con nuestra capacidad para analizar al margen del mainstream. Hay situaciones en las que nuestra sagacidad para diseccionar el discurso dominante y nuestra vista de lince para detectar en él incoherencias y debilidades tal vez no hagan tanta falta y puedan esperar, aunque por una vez no nos luzcamos. En las que quizá, en lugar de señalar los fallos que seguro vamos a ver, haríamos mejor en subrayar los aciertos. En las que, por un tiempo, nuestro deber sea callarnos un poco y hacer lo que nos dicen.
Resulta que esta alteración del gusto, o disgeusia, puede ser un síntoma que aparece al final de la infección por coronavirus. Así que por ahora voy a tener que pasar sin mis naranjas. Con lo que me consolaban estos días. Me asomo a la ventana: es la chica de ayer. La que saca el perro y lleva mascarilla. Y una vecina que vuelve de la compra. Poco más. Dos chicos se acercan por la calle y uno de ellos baja de la acera para no acercarse. A las ocho salimos media docena de familias a las ventanas a aplaudir. Al principio éramos solo dos. Alguien toca un silbato y Marta, la pandereta. Está claro que sobre todo nos estamos aplaudiendo a nosotros mismos, nos estamos diciendo que estamos aquí, nos estamos acompañando. Y aunque nos parezca un poquito infantil, aunque el intelectual que llevamos dentro sonría de medio lado, le decimos que cierre la boca. Y decidimos no dejarnos llevar por el cinismo, por ese cinismo tan cool de los que siempre están de vuelta de todo. Porque no es el momento.

No me gustaría renunciar para siempre a las naranjas, y espero no tener que hacerlo. Espero que, cuando todo esto pase, me vuelvan a saber bien y pueda comerlas. Pero ahora mismo no es el momento.



¿Aprenderemos algo?

¿Aprenderemos algo?


¿Cuando esto pase, seguiremos siendo los mismos? ¿Va a ser esta crisis un punto de inflexión en nuestras vidas, para nuestra sociedad, o todo continuará igual? 



TODAVÍA NO sabemos si la epidemia va a desembocar en una verdadera tragedia, que nos haga ir perdiendo las ganas de bromear sobre el papel higiénico, que nos haga ver que, efectivamente, aguantar unos días sin salir de casa era la parte fácil. Puede que no, que la evolución sea asumible, que las cifras se mantengan en unos límites que eviten lo peor y poco a poco vayamos remontando; o puede que no seamos capaces de achicar todo el agua que va entrando en la barca y el colapso sanitario sea tan extremo como algunos temen, y el drama nos acabe tocando a todos de cerca.

Yo di positivo hace unos días. Tuve la suerte de notarlo pronto y todavía me hicieron la prueba; la prueba que ahora ya va quedando reservada para los casos más preocupantes. Así que, como casi todo el mundo, estamos en casa, pero nosotros no tenemos excusas para salir. Ni falta que hace; sería el colmo, quejarnos de estar aquí, tan a gusto y con amigos que nos van a por naranjas, pan y paracetamol. Decía Pascal que todas las desgracias del ser humano se derivan de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en un habitación. Desde luego, no lo diría por mí. Es más, yo estoy deseando aburrirme, porque por ahora, entre el teletrabajo improvisado, los cientos de mensajes diarios y toda la vida concentrándose en las redes sociales, estoy bastante estresado. Cualquier fin de semana tengo más tiempo libre.

Nos vamos a echar de menos. Algunos, también de más, es cierto, pero sobre todo nos vamos a echar de menos. El reencuentro, si esto no acaba demasiado mal, va a ser muy bonito. Que se preparen los bares. Va a ser bonito verse, tocarse, abrazarse y besarse, aunque se nos va a hacer raro. Como se hará raro mover un vaso en una mesa o recoger una servilleta sin correr a lavarnos las manos. Como estar relajados otra vez, sabiendo que los microbios, en esta parte del mundo, vuelven a estar bajo control.
¿Pero aprenderemos algo? Eso es lo que, en mi ingenuidad, me pregunto varias veces al día.
Casi por primera vez, estamos sufriendo todos juntos. O al menos pasándolo mal. Por primera vez compartimos una misma preocupación, un mismo miedo. Debería notarse, después, ¿no? Es verdad que ni siquiera los millones de muertos de la Primera Guerra Mundial hicieron del mundo un lugar mejor, y que después de la Segunda ni se intentó; así que no parecen caber demasiadas esperanzas para que unas semanas de nervios y confinamiento vayan a conseguirlo. Y, sin embargo, sería lo lógico. Que recapacitásemos. Que entendiéramos algunas cosas.

Por ejemplo, que nos quedara claro qué profesionales son imprescindibles: los que nos curan, los que nos protegen, los que limpian, los que cultivan, crían, pescan, procesan, transportan y venden la comida, los que fabrican todo lo que parecía asegurado, o los que investigan. Que recordáramos qué gastos lo son también, porque sin ellos no hay civilización. Y que la sanidad pública es nuestro único escudo. Que es la ciencia, la verdadera ciencia, la que nos puede salvar la vida. A quién hay que escuchar y a quiénes tendríamos que expulsar de la escena pública, quién merece ser admirado y quiénes deberían irse a casa a estudiar: la importancia de estudiar. A qué asuntos deberíamos prestar atención y cuáles tendrían que desaparecer de los titulares de prensa. Le hemos visto las orejas al lobo: estas semanas deberíamos identificar lo importante e impedir que las ridiculeces vuelvan a marcar nuestra agenda, tanto la pública como la personal. Deberíamos dar las gracias a muchos y afear la conducta a los caraduras. Podríamos relevar a los jefes que no están a la altura. Podríamos apreciar y reconocer que, pese a que los malos momentos siempre dejan a alguien en evidencia, pese a que siempre hay miserables que continúan enturbiando el agua, esta crisis ha sacado a la luz a una gran mayoría responsable, solidaria y digna de confianza; una mayoría que se ayuda: sería bueno que no lo olvidáramos y asumiéramos que esa misma mayoría puede y debe aspirar a más. Podríamos, al fin, hartarnos de que los mediocres nos representen, no permitirlo más y buscar a los más dignos. Porque nos lo merecemos.

Podríamos hacer eso y mucho más. Como pensar que, si una tos seca y 38 de fiebre nos han asustado, si nos han puesto nerviosos y a veces hasta histéricos, qué haríamos si nos bombardeasen, si nos muriésemos de hambre, si nuestros hijos agonizasen en nuestros brazos. Cómo escaparíamos. Qué pocas cosas nos frenarían. Y qué no les perdonaríamos a los demás si nos cerrasen sus puertas.

¿Sucederá algo de eso? ¿Empezaremos de repente a buscar lo interesante, lo valioso? ¿Aprenderemos a distinguir lo fundamental de lo estúpido? ¿Cuidaremos más, en resumen, la vida que tenemos, después de comprobar su fragilidad? ¿O tampoco ahora?




Una muñeca elástica

Una muñeca elástica


Se queja, y me explica que se siente como una muñeca elástica de la que todo el mundo tira. Y comprendo muy bien lo que quiere decir, porque me siento exactamente igual.



LO CURIOSO es que, con frecuencia, descubro que quien tira de mí desde, por ejemplo, un brazo o un pie, soy también yo. A mi alrededor veo mi trabajo, veo a los niños dentro de casa, en la calle y en el instituto, la veo a ella, veo a mis padres, veo a otras personas, veo asuntos pendientes, pero me veo también a mí, enfrente, aferrado a mi muñeca y queriendo llevarme, reclamando mi atención. Y, claro, me miro y me digo: "¿Pero tú eres tonto? ¿También tú? ¿Pero no me puedes dejar en paz, hombre, que bastante tengo con los demás?". Y entonces yo, mi otro yo, a veces para, deja de hacer fuerza y me contesta que sí, que es verdad, que parece mentira, que qué pesado, y que siga, que siga sin él; pero otras, en cambio, continúa, le da igual, y me dice que no, se empeña en convencerme de que debo hacer esto y lo otro, y que, si no, qué mal, qué fracaso. Y es difícil sobrellevarlo, porque, además de ser muy insistente, nunca se va. O nunca me voy. Es imposible despegarse de uno mismo, no podemos descansar de nosotros.

Esta semana, al menos, he estado poco tiempo solo.

Asistí a una conferencia sobre economía, a cargo de un liberal, o un neoliberal. Que no creo que fuese un exponente típico de esa postura, o al menos eso es lo que deseo. Porque fue indignante. Indignante no a causa de sus recetas económicas —yo defiendo siempre que la mayoría de la gente trata de llegar a su verdad, a su explicación, como mejor sabe y con la mejor intención, y que todos tenemos más en común de lo que parece—, sino de su concepto de sociedad. Aquello no fue simplemente una visión diferente de la economía, sobre la que se pudiese discutir: era otra filosofía de vida, otra visión del mundo. Hay veces en que no es solo que escojamos diferentes caminos, sino que queremos llegar a sitios distintos. Y entonces no hay nada que hacer. Porque, cuando lo que nos separa es lo que deseamos, cuando no coincidimos en la definición de bueno, no hay nada que hacer. Nuestro marco de referencia ético, afectivo, ¡existencial! es otro, y entonces ya podemos encerrarnos durante días a discutir la curva de la oferta y la demanda, que no nos pondremos de acuerdo ni un poquito. Porque no lo estamos. Si alguien se queja de los intentos de regular el precio del alquiler de la vivienda porque es malo para el negocio, si considera que el principio de redistribución de la renta es el triunfo de los caraduras, o si se ríe de las cifras sobre exclusión social de Cáritas porque dice que él no ve tantos pobres, no hay nada que discutir. Porque, o es muy burro, o es un hijo de puta.
Por fortuna, para compensar, el día ocho por la mañana fui a la manifestación, y me gustó mucho. Porque, aunque no dejo de discutir con Marta sobre ciertos flecos del feminismo, aunque creo que se está equivocando bastante en la comunicación, y aunque, como cualquier causa, por loable que sea, no se libra de su cupo de gilipollas, yo, naturalmente, soy feminista. Igual que soy demócrata, que me preocupa el medio ambiente o estoy contra la esclavitud, los genocidios y los muebles de metacrilato. Como algo obvio. Creo que solo malinterpretar lo que significa —de lo cual, insisto, no siempre se puede culpar a la gente— puede hacer que una persona normal y corriente no lo sea. Y me encantó participar. En este caso, el objetivo sí está claro y hay un mismo concepto de lo correcto, y eso une más que unas cuantas desavenencias estéticas. Me encantó estar con ella, con mis amigas y con mi hija, que quiere cambiar la mentalidad de la sociedad, empezando por la de algunos niños de su clase. Como me encantó conocer a una mujer que me pareció admirable, con ese perfil —del que ya tenía más ejemplos cerca— tan interesante de persona religiosa, tolerante, comprometida, buena y fuerte. Yo, que solo a base de razonamientos consigo actuar como si fuera comprensivo, envidio a quienes lo son sin esfuerzo.

Hay temporadas en que nos sentimos muñecos de goma machacados. Y a veces reaccionamos corriendo a escondernos, en lugar de acercarnos a los demás y dejarnos ayudar. La vida es mejor cuando estás con quien te quiere. De hecho, solo vale la pena si estás con quien te quiere.




Tierra de nadie

Tierra de nadie


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Por un lado, leo Dog Soldiers de Robert Stone. Pero cuando llevo ciento cincuenta páginas me digo: demasiado sórdido, demasiado duro. Para qué. 



DEMASIADO alcohol —el alcohol como una presencia continua—, demasiado sexo nauseabundo, demasiada prostitución, demasiada droga —la droga como una salida imprescindible, como la única salida—, demasiada degeneración y ninguna esperanza. Ningún amor. Ninguna reserva de bondad o incluso de cordura.

Por otro, acudo a una visita organizada a un banco; a uno de los grandes. Toda una mañana de charlas. Si después de la primera me preguntasen a qué creo yo que se dedican allí, diría que son una ONG, o una agencia de ayuda humanitaria, o una fundación filantrópica o, no sé, directamente misioneros. Hablan de acompañar el cliente, de ayudarle, de darle un servicio como si fuera un favor, de llevarlo de la mano incluso. Hablan, en cualquier caso, de hacer las cosas bien, o más: de hacer un mundo mejor.

Me digo a mí mismo que solo leyendo algo así puedo saber de esas otras vidas, aunque sea desde el salón de mi casa. Que, bien mirado, debería aprovechar mi condición de espectador externo. Pero, al mismo tiempo, para qué, para qué algo tan desagradable. Así que, tras una escena de menores manoseadas vomitando sobre un colchón húmedo en el suelo, y de tíos dispuestos a aplastarse la cabeza por unas pastillas, decido que ya he tenido suficiente y lo cierro. Pero, al día siguiente, la opinión de mi amigo Javi y de Harold Bloom me convencen de seguir intentándolo, de darle una oportunidad. Y lo vuelvo a abrir.

Oigo explicaciones que hablan de ganar dinero como si no fuera el fin sino la herramienta, el instrumento para alcanzar un loable objetivo ulterior. E incluso a mí, que ni soy antisistema ni lo parezco, me rechina mucho todo. Lo interesante, pienso después, sería saber si realmente ellos se lo creen; si esa puesta en escena ya ha calado y convencido.
Eso me ha ocurrido más veces leyendo literatura norteamericana. En ocasiones, los libros hablan de ambientes marginales, sórdidos hasta el malestar, terribles por el nivel de degradación social, afectiva, familiar, intelectual y moral que muestran. Literatura que siempre me hace preguntarme si en España no se escribe nada así o es que simplemente yo no lo leo; y preguntarme también si esas novelas americanas son escritas desde dentro o por espectadores como yo. Sé que Bukowsky era un borracho de bares de mala muerte que fue de empleo en empleo, como los personajes que describía, pero esto es un escalón inferior. Leo sobre Stone y veo que a medias: descendió bastante, pero no tanto.

El lenguaje empresarial es afable y positivo: buen rollo, todo muy cool, muy sostenible y familiarmente conciliador. Talento, cultura, trabajo en equipo, colaboración, etc. Con sus arbolitos, su arquitectura premiada, sus cafeterías, gimnasios y guarderías, sus corners de tiendas: un entorno de película. Da un poco de grima. Enseguida me acuerdo de The Circle, de Enma Watson y Tom Hanks, en la que una gran empresa informática, la mejor cara de un futuro laboralmente amable, resulta ser una asfixiante máquina de manipulación; o de esa otra de Al Pacino y Keanu Reeves, El abogado del diablo, donde un bufete de abogados perfecto es, literalmente, obra de Lucifer.

Otras veces, las novelas o relatos USA reflejan un ambiente distinto, con hombres y mujeres más corrientes, de otro perfil socioeconómico, aparentemente más adaptados, pero con unas zonas oscuras, unas debilidades y una desesperación que, por imprevistas, por difíciles de justificar a primera vista, resultan tal vez todavía más desmoralizadoras. Tienen buenas casas, buenos sueldos, leen, escuchan buena música, van al cine, pasean por una playa de la costa Este y estudiaron, por ejemplo, Historia, pero da igual: nada de eso les vale de nada, nada los hace mejores, nada los salva.

Son dependientes y no creen en nada. Tampoco hay luz en sus vidas. Y trato de entender por qué, qué es lo que les falta y hace que todo se les desmorone. Y creo que siempre es un problema emocional: faltan las referencias sentimentales, no hay un nicho de cariño, de apoyo. No hay familia: ah, la familia. Están todos tocados porque no tienen ningún colchón de afecto, de seguridad, de respaldo. Están solos. Solos en un mundo sin compasión.

Por un lado, he acabado el libro y ahí se queda, cerrado. Por otro, al banco solo le debo dinero.



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Los árboles tienen todos su sombra

Los árboles tienen todos su sombra


Todos los árboles tienen su sombra, en estos campos de Castilla. Todos, no falla ni uno. No hay árboles Peter Pan a la vista.



ESTA TARDE, en el tren, veo Heart Beats Loud, o Ritmos del corazón. Trata de un hombre viudo y su hija a punto de marcharse a la universidad. A ambos les gusta la música —él tiene una tienda de discos que recuerda a la de John Cusack en Alta fidelidad—, y ambos tocan, y alrededor de todo eso —padre, hija, falta de la madre, universidad, música, estudios— surgen las dudas al decidir.
"Cuando la vida te plantea dilemas, los conviertes en arte", dice él. Hoy en día se abusa bastante del término inspirador, me parece a mí, pero la verdad es que esta es de esas películas que resultan inspiradoras, con las que te entran ganas de vivir, o que te hacen querer vivir con ganas, que es parecido pero no lo mismo.

Cuando se pone emocionante y tengo que contenerme para no llorar, disimulo mirando a la fila de asientos de enfrente y veo a otro chico, también con barba —hace un mes que yo la tengo—, también rondando los noventa kilos, con los ojos llenos de lágrimas. Ya no somos lo que éramos.

"Tienes que ser valiente antes de ser buena" es otra frase de la peli. Una buena frase. La bondad tiene consecuencias que debemos ser capaces de asumir. Se lo dice, a la protagonista, su reciente novia. Porque la protagonista es -no queda claro si lo descubre en ese momento o no- lesbiana. Y, viéndola, viéndolas, no es solo que yo me pregunte cómo alguien puede todavía ver algo malo o reprobable en algo así -eso me lo pregunto siempre, sin necesidad de películas-, sino que, una vez más, me convenzo de que cualquiera, por muy recalcitrante que sea, cualquiera que se aproxime a la homosexualidad con nombre y apellidos, desde cerca, caso por caso, poniéndole cara, lejos de las reglas abstractas, se verá, de repente, sin argumentos a los que asirse, en un plano de la realidad distinto al de sus teorías condenatorias. Y no sabrá por dónde empezar. Como con tantas otras cosas, como en tantos otros temas eternos o mundanos, esa condena surge del miedo; el miedo, de la ignorancia, y la ignorancia, del desconocimiento, de la extrañeza. Nada nos asusta más que lo que sabemos que está al otro lado de la puerta pero no podemos ver. Casi nada asusta tanto como lo imaginado. Todo lo cual debería indicarnos el camino a seguir, pero no.
Quedan muy bien, esas sombras en los árboles, todas redondeadas a esta hora, todas apuntando en la misma dirección, unidas al tronco por su base. Es como si cada árbol arrastrase la suya, tirase de ella.

Sea como sea, es asombroso lo que hemos desarrollado el concepto del mal y de lo incorrecto. Por desgracia. Hasta conseguir que poco tenga que ver, a veces, con una reacción mínimamente natural. La sociedad ha elaborado la noción de lo malo, de lo reprochable, hasta hacerlo, en algunos casos, irreconocible, incompresible para cualquier niño al que le preguntásemos. Y seguimos haciéndolo: rizamos el rizo y buscamos nuevos flecos a lo condenable. Estamos locos. En una evolución demencial, en lugar de haber cada vez más espacio libre, quedan menos huecos donde pisar. A veces, da la sensación de que consideramos que ganar en libertad no es suprimir vetos, sino tener el derecho a poner nuestro propio cupo de prohibiciones.

Pero no sé qué árboles son. Llevo un año y medio viéndolos, salpicados por campos enteros, y ni idea. He preguntado alguna vez, pero todos los viajeros son urbanitas como yo. Me parecen olivos, aunque los veo muy grandes.

Resulta un poco pretencioso relacionar así, en un momentito, la cantidad de faltas que establece una sociedad y su sabiduría -otra palabra sobreutilizada, sin duda-, pero yo intuyo que hay una relación inversamente proporcional entre ambas. La sociedad que da vueltas y rasca hasta definir otro pecado más, la que necesita controlarlo y regularlo todo, es la que menos segura está de sí misma, la menos fuerte.

Si pudiese bajarme y mirarles las hojas puede que los reconociese: una vez viví donde había olivos. Hasta tuve uno en mi jardín. Me hacía mucha ilusión. Me parecía exótico y una suerte enorme verlo cada mañana desde mi ventana. Yo tenía doce años, y con él descubrí que las aceitunas, antes de comerlas, se aliñan.También tenía su propia sombra. Como todos. Las sombras solo desparecen cuando tampoco hay luz.




Monstruos del primer mundo

Monstruos del primer mundo


Salgo de mi habitación al pasillo a oscuras y veo, enfrente, dos puntos rojos. Sé que son los interruptores de la luz, pero podrían ser los ojos de un monstruo. Y alguna vez se me pasa por la cabeza que estaría bien que lo fuesen. Así, por lo menos pasaría algo. 



VOY AL SÚPER. Por teléfono le cuento a mi hijo que hoy en el gimnasio no hice nada que forzase la espalda, porque durante el fin de semana estuve mal, y me responde “Problemas del primer mundo”. Dice que lo oyó en algún anuncio o lo vio en algún vídeo, no sabe, pero yo me quedo impresionado y con la sensación de que hay luz en medio de las tinieblas.

Son ya las nueve de la noche. Veo a ex guapos ojerosos en sus todoterrenos BMW, parados en los semáforos de camino a casa. Que cada uno defina lo que es triunfar, y luego haga lo que pueda; pero al menos deberíamos asegurarnos de que, lleguemos o no a la meta, nos dirigimos a donde queremos. Matthew McConaughey dice que a veces es más fácil comenzar por identificar qué es lo que no queremos, ir apartando estorbos. A él parece funcionarle.

Un chico y una chica toman dos cañas a mi lado. Doy por sentado, por lo que me llega de la conversación, que están ligando en versión charla profunda y sincera, pero al cabo de un rato ya no sé qué pensar. Están hablando de religión. Él va a convivencias. Cuenta que volvió a donde solían tenerlas hace mucho tiempo, y que fue como volver a una casa de veraneo de la infancia, por el olor. Que el olor le pegó una hostia. Lo dice así, para mi desconcierto. Y que se levantó al amanecer, antes que los demás, e hizo una oración solo. Tiene un vídeo de Youtube de nubes, para meditar, y se lo puso ayer para dormir, y la anima a ella a hacerlo. Mi hipótesis se tambalea. Habla de sexo, amor y respeto, y hasta de tetas, de un modo tan maduro que, o es un don juan con una táctica depuradísima, o realmente está por encima de la carne. Ahora ella confiesa que el tema de la fe lo tiene que trabajar mucho más, que a veces piensa en eso pero, nada, todo muy superficial. Y ya no sé si lo que acabo de presenciar es cómo cae en sus redes o una conversión en pleno primer mundo.

Muchas veces me parece que algunas personas cuentan sus desgracias con un pelín de satisfacción. Una enfermedad, un accidente o alguien hospitalizado por lo menos suponen una novedad. Se diría que disfrutan de su momento de gloria. Al fin un poco de protagonismo, al fin un aliciente, un poco de interés, aunque sea malo. Por lo menos les pasa algo, a ellos también.
Y, hablando de amaneceres, por fin he visto Amanece que no es poco. Marta no dejaba de recomendármela, pero yo me resistía, porque estaba seguro de que me iba a decepcionar. Y no, me ha gustado mucho. Y a mi hijo, que pilla y disfruta del humor absurdo. Creo que, de toda la pléyade de personajes memorables, me quedo con el cabo de la Guardia Civil. Además, hace muchos años vi a José Sazatornil Saza en misa en San Julián, igual de repeinado pero con gafas. Lo de Faulkner, y que al escritor luego le salga Chejov sin querer, es genial.

Desde la carretera, entre Zamora y León, se ven pueblos como el de la película y pequeños cerros a los que les han limado la punta, pequeñas mesetas desiertas, sin nada encima. Me gustaría subir a una y quedarme de pie en medio, mirando alrededor. Voy superando nuestra fijación con el verde y cada vez me parece más bonito el paisaje de esta parte de Castilla; y pienso cómo sería vivir unas semanas en uno de esos pueblos. Yo creo que el resultado no admite término medio: o te embelesa o te suicidas.

Acabo de empezar a leer Dog soldiers, de Robert Stone. Se supone que una obra maestra; lo dijo hasta Harold Bloom. Y esta mañana, entrando en Madrid, cuando lo cerré y me fijé en la contraportada, descubrí asombrado que una de las traductoras es una chica a la que hace más de diez años conocí en la blogosfera: Inga Pellisa. Nos leíamos, cuando la lectura en internet incluso admitía cierta calma. Dejó la carrera de Químicas y se pasó a las Humanidades, y ahora traduce literatura de altura. A lo mejor ella sí definió bien, y a tiempo, su éxito.

Sí, problemas del primer mundo. Pero reales. Como la frustración, como los deseos sepultados y olvidados o la desilusión, por ejemplo. O como el aburrimiento, que a veces me hace darle al interruptor del pasillo esperando que unas fauces se cierren sobre mi mano y me obliguen a pelear.




Pararse a vivir

Pararse a vivir


Una tarde de hace treinta años, en una cafetería de Pontevedra le estuve explicando a un compañero de carrera, durante más de una hora, que yo no entendía otra forma de vivir la vida que pensándola.



SE LO EXPLICABA a él y seguramente me lo explicaba también a mí mismo por primera vez. Que el pensamiento estaba antes, durante y después de la acción, de cualquier vivencia. Sigo creyéndolo, aunque probablemente entonces lo expresase mal. Pensar, dicho así sin más, parece una habitación muy fría para meter en ella la vida entera.

En dos viajes seguidos del tren me ha tocado la misma película, Este niño necesita aire fresco, que cuenta la infancia de un famoso (allí) cómico alemán, Hape Kerkeling. La película no está mal, y al final, el protagonista, que ha sufrido la muerte de su madre, a la que estaba muy unido, hace una última reflexión que puede parecer un poco mística, pero no lo es: dice que él es su madre, y su abuela y su abuelo, y sus tías y los niños, y su caballo, y las amapolas del borde del camino, y el cielo y —y esto es precioso— la dirección en que de pequeño empujaba su madre su cochecito; y aclara que eso es así porque está despierto, porque vive despierto.

También mi amigo Jesús Miramón suele dar vueltas, en su delicioso blog Las Cinco Estaciones, al hecho de vivir dándose cuenta. Dándose cuenta de todo, o de todo lo que somos capaces de abarcar: lo que somos, lo que hacemos, dónde estamos y hacia dónde parecemos ir, lo que podemos y lo que nos puede, qué y quién nos importa, y por qué, y si ese porqué tiene tanto sentido como creemos.
Hace un par de semanas decidí no leer ficción hasta que hubiese terminado con varios libros de texto y ensayos que quiero casi estudiar. Para darles un empujón, porque, si no, siempre encuentro una lectura mejor. Y he estado así diez días. Ha sido horrible. La sensación era de no tener refugio: mirase a donde mirase, solo veía esfuerzo.
Así que este viernes cogí por fin un libro que me apetecía, y lo acabé en un par de tardes. ¡Qué placer, leer por placer! Se trataba de La mujer singular y la ciudad, la continuación de Apegos feroces, de la escritora estadounidense y neoyorkina Vivian Gornick. Se lo compré a Marta en la madrileña librería Méndez porque la primera parte nos había gustado mucho y el librero, Alberto, me comentó que esta era igual o mejor. Y estoy de acuerdo. Me ha encantado. Es un librito corto, reflexivo, introspectivo, que habla de crisis, e incluso de crisis crónicas, y de conflictos vitales —vitales tanto por su importancia como por su duración—; pero lo hace sin demasiada angustia, con una actitud lo suficientemente lúcida, inteligente, curiosa y —dentro de su rebeldía— conformista, como para hallar casi siempre, en medio de la incertidumbre, de la culpa, la rabia y el dolor, algo de consuelo. Consuelo que en su caso procede de la personalidad y el ambiente de su amada ciudad, de la cultura sinceramente apreciada y disfrutada y, sobre todo, de la amistad.

Y es en los breves y agudos retratos de esas amistades y relaciones amorosas, en el recuerdo de algunas conversaciones escogidas que para ella hacen de faros, de hitos en el continuo de la vida, y en las descripciones de sus paseos urbanos, de sus encuentros casuales y de los diálogos entre desconocidos que oye al pasar, donde la autora habla una y otra vez, ella también, de vivir conscientemente. No sé si utiliza explícitamente esa expresión, pero es eso lo que quiere decir. Mira y escucha alrededor con atención, y lo piensa, y lo siente y lo relaciona con ella misma y con todo lo que sabe. Descubre y ordena su escenario, y busca acomodo en él. Trata de vivir lo que tiene y lo que es.

Pensar la vida, vivir despierto, darse cuenta, ser consciente. A veces supone pagar un precio: preocupación, una sensación mayor de responsabilidad, puede que cierto desánimo, más dudas. Otras, nos salva de algunos miedos y de la confusión que nos va quedando si nos dejamos arrastrar por la corriente. Y, siempre, alarga nuestro tiempo y ensancha nuestro horizonte, y hace que más momentos del día sean más interesantes.

La vida, no sé si la hace más real. Ni más feliz: la felicidad es incontrolable y  poco atiende a razones. El caso es que llega un momento en que vivir de otra manera  no tiene sentido, ya. Que es lo que yo pretendía explicarle a mi amigo aquella tarde en la plaza de la Herrería, cuando éramos jóvenes y estábamos decidiendo cómo queríamos ser.


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Geometría

Geometría


Yo no sé qué ocurre a veces, que no tienes ninguna preocupación clara pero sientes una intranquilidad de fondo que te desasosiega. Como si fuera a pasar algo. Así estoy yo estos días.



A LAS NUEVE del viernes, cuando vuelvo de dejar a los niños en el instituto, paso en coche por delante de la zapatería de mi amigo Fran, que en ese momento está abriendo. Le pito, se gira, se sorprende al verme y me saluda con una sonrisa inmediata y sincera, generosa y alegre —no todas lo son—, una sonrisa de las que no llevan cuentas, que no esconde nada: una sonrisa de buena persona.

En Radio Clásica están entrevistando a los guionistas de la película Loreak y, por el argumento, sale a colación Cecilia y su Ramito de violetas. Resulta que a ella no le gustaba demasiado, que prefería otras canciones suyas más comprometidas, como Un millón de sueños o Mi querida España; pero ninguna sigue escuchándose como esa. Lo que me hace pensar lo mismo de siempre: con la historia conmovedora de un matrimonio, con aquella triste historia de amor, Cecilia llegó a cualquiera, y sigue llegando todavía, porque habla de cualquiera, porque cuenta algo que sigue importando. En cambio, lo grave resultó ser circunstancial. Lo trascendente de esta mañana es esa sonrisa.

El sábado al mediodía estamos tomando una cerveza y entran los tres Rafas, tres generaciones, abuelo, padre e hijo, que salen juntos los fines de semana a tomar el aperitivo. Aunque hoy el hijo, que está en segundo de Bachillerato, lee a marchas forzadas la novela de Almudena Grandes que le han mandado en clase, El lector de Julio Verne, y solo levanta la cabeza de vez en cuando para reírse de algún comentario. El padre lleva debajo del brazo, precisamente, El hombre que ríe, de Victor Hugo, que a mí ni me sonaba y tiene entre sus personajes al que podría considerarse un precursor del Joker. Estamos en la cafetería Bonilla —la mejor caña de Ferrol—, y comentamos la locura coreana con las patatas fritas de la marca coruñesa a raíz de su aparición en la nominada Parásitos. Locura de una semana, como todas; compulsión fugaz, como todo. Pero, en cualquier caso, tiene su aquel oír al dueño, al fundador, recordar cómo empezó, friendo patatas toda la noche, hasta que por la mañana bajaban su mujer y su madre a envasar. Y míralos tú, ahora.
Muy despacio, porque requiere concentración y mente despejada, sigo leyendo La paradoja de la historia, de Nicola Chiaramonte, en la que habla de algo así como Filosofía de la Historia, basándose en cinco obras de ficción: La cartuja de Parma, de Stendhal, Guerra y paz, de Tolstoi,  Los Thibault, de Martin du Gard, varias de Malraux y, por último, Doctor Zhivago, de Pasternak. Es denso y muy interesante. Y en uno de los capítulos comenta el artículo de Simone Weil La Ilíada o el poema de la fuerza, en el que la pensadora francesa, el "único gran espíritu de nuestro tiempo", según Camus, habla, entre otras cosas, de la noción griega de geometría referida a la actitud, del rigor geométrico entendido como límite, como mesura o equilibrio, pero del comportamiento. Un concepto que se extendió por todo el mundo helénico pero que hemos perdido; que no sabemos ni llamar. Y ahora, dice Weil, "No somos geómetras más que ante la materia; los griegos lo fueron primero en el aprendizaje de la virtud". De nuevo, la condena de la hybris. A ella, que participó en la Guerra Civil y fue miembro de la Resistencia, a la que le tocó presenciar y vivir atrocidades en una época en la que no faltaron, me pregunto qué le parecería, aun así, nuestra desmesura crónica, lo de las patatas fritas, el histrionismo permanente de estos momentos, donde la diferencia en estupidez histérica entre los buenos y los malos a veces se pierde, de fina.

El domingo, a pesar de la mañana agradable y del mediodía con amigos, me resulta duro. Algo no está bien. A lo mejor soy yo. Hacía tiempo que no me entristecía así tener que irme. Por la tarde, cuando me despido de los niños, me cuesta aguantar la cara alegre mientras cierran la puerta, y las escaleras las bajo con un nudo en la garganta. Hacía tiempo. A lo mejor es enero. O a lo mejor es que ya me estoy cansando.

Vamos hacia la estación y anticipo el taburete de la barra, el suelo encharcado del baño, el trasbordo aún de noche y la gente durmiendo esa hora que les queda y luego corriendo por Chamartín para coger un cercanías o el metro. Llego al tren y esperamos hasta el último minuto, con esa sensación que no sé si es inquietud o pena. Y cuando se cierra la puerta, como cada final de semana, por la ventanilla veo a Marta de pie en el andén, sola, diciéndome adiós con la mano, siempre sonriéndome. Cada final de semana, haya pasado lo que haya pasado, mientras me voy, me sonríe. A veces, la geometría te la da otra persona.



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Joel

Joel


Galicia es, antes que cualquier otra cosa, agua. Hasta en un municipio del interior, lejos del mar, lo que te rodea es el agua. 



MURIÓ JOEL. Ayer fuimos al entierro.

Era el pequeño de los tíos de mi padre, el más joven de ocho hermanos, y fue el último. Cuatro años casi exactos después de Carmen. Ahora, es de suponer que tardaremos en ir a aquella ermita y a aquel cementerio. Lo malo es que también tardaremos en volver a la aldea, me temo. Porque, quién va a la aldea. Hasta las visitas de fin de semana son ya cosa de la generación pasada, de la primera que vivió en la ciudad. Como mis padres. Nosotros ya no vamos. Ni nos queda casi a quién ir a ver.

Como hace cuatro años, llovía. El Mandeo bajaba rápido, llenísimo. Y el bar-peluquería sigue sin recuperar aquel nombre que en su momento me dejó perplejo: Chopenhauer. Fuimos andando desde el coche como hay que ir a los entierros, con paraguas, que se chocaban y no nos dejaban acercarnos bien a saludar. Cómo estás, te preguntan, y se alegran por ti y te agradecen que te vaya bien. Tíos, primos, caras familiares pero vidas distantes, que sin embargo llevan nuestros apellidos, que nos son algo. Algo que, no se sabe bien por qué, tira. Las raíces, que están allí en el subconsciente, y que en cuanto se ven se reconocen y se agarran por debajo de nuestros pies, por debajo de la tierra.

En la iglesia, la familia tiene asientos reservados. Por grados de consanguinidad. Yo me quedo de pie, pero me cuesta, porque una señora del banco de atrás pretende dejarme su sitio: que yo soy familia y ella no. No baja de noventa años, pero tardo varios minutos en convencerla de que se deje estar. Me mira fijamente hasta que cede y se vuelve a sentar. Y yo me quedo a un lado, con el cuello del abrigo subido y las manos en los bolsillos, sintiendo cómo la humedad helada de las losas comienza a subirme desde los pies, piernas arriba. Mientras, atiendo a la misa, del mismo cura que la anterior, de unos setenta y pico años, y por lo tanto bastante más joven que el monaguillo y las señoras del coro. Que mientras están calladas ya parecen mayores, pero en cuanto empiezan a cantar queda claro que es más que eso, que están agonizando y lo que oímos son sus lamentos desgarrados durante los últimos estertores. El monaguillo, que es más viejo que el sacerdote pero un chaval al lado de la que me quería dejar sentar, se agarra al altar, al atril y al cirio cada vez que sube o baja las escaleras, y yo sigo en tensión sus evoluciones. Lo que se agradece, como se agradece cualquier distracción, porque el sacerdote, en la homilía, aunque no diserta sobre teología y gramática como la última vez, decide adoptar un tono perfectamente monótono y no dejar de hablar hasta estar seguro de que absolutamente nadie le está atendiendo. Entonces, para.

Al salir, ya es noche cerrada.

A Joel lo llevamos entre varios, a pasos cortos por miedo a resbalar. Noche cerrada, como cuando mi padre volvía con él desde la carretera y se agarraba al faldón de su chaqueta para cruzar por el medio del monte hasta casa. Aupamos la caja hasta un andamio inestable con dos tablones, bajo un chaparrón, empapados, levantando los brazos, con el agua que goteaba de la madera bajándonos por dentro de las mangas del chaquetón. Luego quedamos de pie con el pelo mojado, mirando, recordándonos qué es lo que estamos metiendo allí. Al dueño del Ney y del Sil. Grande, fuerte, rubio, colorado, cazador, mandón, gritón y cariñoso.

Llueve sin parar, y solo se oyen el responso y el río. Allí está también Carmen, su hermana. Que era tan bajita que de pequeños nos asustaba cuando salía a saludarnos y se colocaba al lado del coche. Hacía freixós con un cubo y un palo, y una tortilla con tanto sabor que no parecía tortilla, y cogía brasas de la lareira con la mano y nos decía que sopláramos para verlas ponerse incandescentes sobre su palma. Qué importantes éramos para ellos. Qué injusto. Y ahora, cuarenta, treinta, veinte años después, estoy quieto junto a su tumba, incapaz de asimilar, como la humanidad desde que es humanidad, que ella pueda estar ahí dentro. O que todo lo que fue Joel pueda caber en ese nicho.

Más besos, apretones de manos, abrazos y propósito de vernos que no sea en algo así, de hacer por quedar. A lo mejor una comida... Y nos metemos en el coche. Y salimos de aquel valle y de aquella época. Como dice mi madre, todo eso pasó, ya: las vueltas de las fiestas por los caminos, la merienda alindando las vacas, jugar a las cartas detrás de la cocina, quedarse dormida en un banco de la lareira oyendo contar cuentos, el tío Enrique, el tío Pedro, Maruja.  O esperar por que llegase Carmen de la feria de Betanzos con el periódico, que apareciese andando al final del camino, pequeña y cargada
.
Todo eso pasó ya, pero algo nuestro queda allí. Algo que todavía nos ata. Una forma de hablar, un gesto con las manos. Paquita. Y una casa, una capilla y una chousa que da al Portorosa, sobre las que sigue cayendo la lluvia cuando no estamos.



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Un poco menos de drama

Un poco menos de drama


LA IMAGEN de una hilera doble de árboles flanqueando un río, siguiendo su curso por el medio de un campo, describiendo suaves eses como en un dibujo, no solo me parece bella, sino serena, llena de equilibrio y de calma. Está muy bien pensada. Me encantaría que desde la ventana de mi habitación se viese algo así.



A mí la naturaleza me gusta mucho. De lo que en ningún caso debe deducirse que sea aficionado al trekking, el rafting o el descenso de barrancos. En absoluto. De hecho, ni siquiera me gusta andar. Como mucho, paseo. A mí, cuando voy al monte o a la orilla del mar, lo que me apetece es llegar a un sitio bonito y sentarme a mirar. Me parece, además, una de las mejores maneras de pensar. Por eso, supongo, en las ocasiones en que he estado preocupado, cuando he tenido problemas de verdad, he caminado mucho, siempre por la ciudad y mirando al suelo más de lo normal. Tal vez lo hago precisamente para contener el pensamiento, para no dejar que se desboque.
Conozco a un hombre que pasea mucho así, siempre solo. Es inteligente y culto, y sé que buena persona, pero ha tenido mala suerte. Como tantos otros, pero en su caso de un modo muy chocante, porque todos sus obstáculos estaban dentro de él. Y ahora vive y pasea solo, y se le nota, porque está deseando hablar. Tiene opiniones sobre casi todo; y magníficas opiniones, además. Es sin duda alguien que merece la pena. Pero hay algo que le sobra, o que le falta.

La gente más interesante suele ser poco corriente, hasta el punto de resultar, a veces, rara. Al menos en aquello que los hace dignos de interés. No son como los demás, porque si lo fuesen lo serían en todo. Así que hay que aceptarles alguna otra rareza como parte del pack, como un precio a pagar. Compensa. Pero esa cara atípica, excepcional, original, sensible, consciente, lúcida, a menudo crítica y radical debe contar con otra complementaria, más convencional, más transigente o tolerante o conformista, que la normalice, que le permita convivir. Es necesario tener una parte más presentable, que nos valga para nuestras relaciones habituales, fácilmente integrable en la vida ordinaria, en la cotidianeidad de la comunidad: una cara social. Una faceta más relajada y, si es posible, capaz de reírse de aquella otra extraordinaria. Dejar, a ratos, la épica por la picaresca. Para así hacernos tratables y darnos esa dosis de frivolidad, de humor y supongo que de humildad que nos permite abandonar la tragedia y el drama vital.

Conviene no tomarnos a nosotros mismos demasiado en serio, para mantener la cordura. Y para mantener una cantidad aceptable de amigos también cuerdos, imagino.

Cuando eso no ocurre, cuando nos falta esa versión más sencilla y amoldable, menos extrema y exigente, capaz de adaptarse el mínimo que los demás necesitan, la sociedad nos lo pone difícil. Y la sociedad no es un ente abstracto, sino un conocido que acelera el paso por la calle y hace que mira el móvil, los compañeros de oficina que nunca llaman o una novia que se cansó de serlo. Y entonces paseamos siempre solos. Porque ese modo ‘dilema existencial’ continuo, esa trascendencia sin pausa, cansan. Es lo que ahora se llama ser un intenso.

Cuando veo una hilera doble de árboles siguiendo el trazado de un río me dan ganas de ir a sentarme apoyado en el tronco de, por ejemplo, un abedul, a ver el agua pasar. Y de vez en cuando mirar para atrás y sorprenderme del contraste entre el frescor de la orilla y la llanura abierta.

Por cierto, el otro día mi hija me dijo que en estos artículos a veces me pongo un poquito intenso. Cría cuervos…



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