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5.5.20

Quesos y aceitunas

Quesos y aceitunas


HOY LE COMENTABA a Marta que me da la sensación de que pasan los días y no hago nada. Que me gustaría sacar algo en limpio de tanto tiempo en casa, aprovecharlo de un modo más claro.



Y me decía ella que en realidad tampoco tenemos tanto tiempo. Es verdad: yo me paso la mañana y más o menos media tarde trabajando, y a veces se prolonga hasta la noche, porque todo lo hago con ese ritmo poco eficiente, propio de quien no está acostumbrado a que su hogar sea también su oficina, y su tiempo de trabajo doméstico, atención a los niños y ocio se entremezcle con su jornada laboral. Y al final acaba el día y, sí, he visto una película, he escuchado algo de música mientras escribía y he leído algo, pero poco y no muy bien.

No me quejo de los artículos que me llegan, en general. También es verdad que cada vez selecciono mejor las fuentes y acierto más. Pero, aun así, aunque el porcentaje de basura virtual que me trago va bajando, todavía me sobra mucho. Y, claro, ya no es tanto lo que te sobra, lo que te molesta, sino lo que eso te quita, el tiempo que te hace malgastar, que te roba. En fin, lo de siempre, el ruido; pero estos días lo noto más, porque, tal vez tontamente, me creo que este confinamiento debería permitirme rescatar deseos que, en la vida normal, sucumben al ritmo diario.

Por ejemplo, ahora estoy leyendo Viajes con Heródoto, del polaco Kapuscinski, pero en cuanto lo acabe quiero empezar El Quijote; que no, no he leído.

Y dice Kapuscinski que en sus viajes con frecuencia se entendió con muy pocas palabras y muchos gestos, y que la tecnificación de nuestras sociedad va alejándonos poco a poco del lenguaje corporal, del tono, del movimiento de las manos y de las expresiones del rostro, y dejándonos solo con la palabra. Que es insuficiente y -dice él- menos sincera. Y lo dice habiendo conocido internet, pero no las redes sociales en su actual esplendor. Ni, por supuesto, imaginándose una situación como esta, en la que la comunicación por escrito está desbancando a la oral también en el plano personal, lo cual representa, parece, un nuevo paso atrás. Y no solo porque el lenguaje escrito sea más descarnado y nos falte todo el envoltorio, sino porque tenemos un problema serio para expresarnos con él. Y si el teletrabajo va a más, y con él los mensajes de texto, y las reuniones se sustituyen por cada vez más correos, etc., comprobaremos hasta qué punto nos cuesta entendernos. No sabemos escribir, y leemos regular.

También habla de la cultura griega, mediterránea, de la que fue hijo Heródoto hace dos mil quinientos años. De un sol, de un mar y de un talante, y de cenas al aire libre en noches cálidas. De personas charlando bajo una parra en la falda de un monte mientras comen queso y aceitunas y beben vino fresco, dice. Lo del queso y las aceitunas me parece el sumun del buen vivir. Y puede que exagere, y sin duda lo idealizo, pero a mí, desde hace tiempo, y más estas semanas de noticias frías provenientes de la Europa septentrional y de otras latitudes, cada vez me resulta más atractivo ese Mediterráneo, que no solo es cuna de nuestra civilización sino que la forjó a base de lucha y guerras, por supuesto, pero también de intercambio, de acercamiento, de mezcla. Y de hablar gesticulando.

Así que leo en la cama, que es de las cosas que más me gustan en el mundo, y al apagar la luz, después de que el libro se me haya caído en la cara tres o cuatro veces, una voz, creo que interior, me inquiere si no soy consciente de mi suerte, de que soy un privilegiado, preocupado nada más por si me cultivo mejor o peor. Y le digo que sí, y que ya lo sabía, que no me hacía falta vivir una cuarentena, ni ver la enfermedad y los ertes rondando para darme cuenta. Soy consciente de que no tener dificultades materiales sigue siendo un privilegio.

También sé que, para que nos salga una sociedad decente, la receta es fundamental. Y de hecho nos pasamos la vida discutiendo sobre ella, sobre la mejor forma de organizarlo todo. Pero creo que tendemos a olvidarnos de la materia prima, que descuidamos los ingredientes: nosotros, los ciudadanos, las personas. Porque los buenos ingredientes casi se cocinan solos, y casi seguro que sale algo rico. En cambio, si son malos, poco hay que hacer, es difícil salvar el plato.

Y estoy convencido de que estudiando con mis hijos, pensando en nosotros y escogiendo mis lecturas me hago un poco mejor. Por ejemplo, siguiendo los viajes por Asia Menor, Persia y Egipto del primer historiador conocido. Mejor para mí y para los demás.






Los árboles tienen todos su sombra

Los árboles tienen todos su sombra


Todos los árboles tienen su sombra, en estos campos de Castilla. Todos, no falla ni uno. No hay árboles Peter Pan a la vista.



ESTA TARDE, en el tren, veo Heart Beats Loud, o Ritmos del corazón. Trata de un hombre viudo y su hija a punto de marcharse a la universidad. A ambos les gusta la música —él tiene una tienda de discos que recuerda a la de John Cusack en Alta fidelidad—, y ambos tocan, y alrededor de todo eso —padre, hija, falta de la madre, universidad, música, estudios— surgen las dudas al decidir.
"Cuando la vida te plantea dilemas, los conviertes en arte", dice él. Hoy en día se abusa bastante del término inspirador, me parece a mí, pero la verdad es que esta es de esas películas que resultan inspiradoras, con las que te entran ganas de vivir, o que te hacen querer vivir con ganas, que es parecido pero no lo mismo.

Cuando se pone emocionante y tengo que contenerme para no llorar, disimulo mirando a la fila de asientos de enfrente y veo a otro chico, también con barba —hace un mes que yo la tengo—, también rondando los noventa kilos, con los ojos llenos de lágrimas. Ya no somos lo que éramos.

"Tienes que ser valiente antes de ser buena" es otra frase de la peli. Una buena frase. La bondad tiene consecuencias que debemos ser capaces de asumir. Se lo dice, a la protagonista, su reciente novia. Porque la protagonista es -no queda claro si lo descubre en ese momento o no- lesbiana. Y, viéndola, viéndolas, no es solo que yo me pregunte cómo alguien puede todavía ver algo malo o reprobable en algo así -eso me lo pregunto siempre, sin necesidad de películas-, sino que, una vez más, me convenzo de que cualquiera, por muy recalcitrante que sea, cualquiera que se aproxime a la homosexualidad con nombre y apellidos, desde cerca, caso por caso, poniéndole cara, lejos de las reglas abstractas, se verá, de repente, sin argumentos a los que asirse, en un plano de la realidad distinto al de sus teorías condenatorias. Y no sabrá por dónde empezar. Como con tantas otras cosas, como en tantos otros temas eternos o mundanos, esa condena surge del miedo; el miedo, de la ignorancia, y la ignorancia, del desconocimiento, de la extrañeza. Nada nos asusta más que lo que sabemos que está al otro lado de la puerta pero no podemos ver. Casi nada asusta tanto como lo imaginado. Todo lo cual debería indicarnos el camino a seguir, pero no.
Quedan muy bien, esas sombras en los árboles, todas redondeadas a esta hora, todas apuntando en la misma dirección, unidas al tronco por su base. Es como si cada árbol arrastrase la suya, tirase de ella.

Sea como sea, es asombroso lo que hemos desarrollado el concepto del mal y de lo incorrecto. Por desgracia. Hasta conseguir que poco tenga que ver, a veces, con una reacción mínimamente natural. La sociedad ha elaborado la noción de lo malo, de lo reprochable, hasta hacerlo, en algunos casos, irreconocible, incompresible para cualquier niño al que le preguntásemos. Y seguimos haciéndolo: rizamos el rizo y buscamos nuevos flecos a lo condenable. Estamos locos. En una evolución demencial, en lugar de haber cada vez más espacio libre, quedan menos huecos donde pisar. A veces, da la sensación de que consideramos que ganar en libertad no es suprimir vetos, sino tener el derecho a poner nuestro propio cupo de prohibiciones.

Pero no sé qué árboles son. Llevo un año y medio viéndolos, salpicados por campos enteros, y ni idea. He preguntado alguna vez, pero todos los viajeros son urbanitas como yo. Me parecen olivos, aunque los veo muy grandes.

Resulta un poco pretencioso relacionar así, en un momentito, la cantidad de faltas que establece una sociedad y su sabiduría -otra palabra sobreutilizada, sin duda-, pero yo intuyo que hay una relación inversamente proporcional entre ambas. La sociedad que da vueltas y rasca hasta definir otro pecado más, la que necesita controlarlo y regularlo todo, es la que menos segura está de sí misma, la menos fuerte.

Si pudiese bajarme y mirarles las hojas puede que los reconociese: una vez viví donde había olivos. Hasta tuve uno en mi jardín. Me hacía mucha ilusión. Me parecía exótico y una suerte enorme verlo cada mañana desde mi ventana. Yo tenía doce años, y con él descubrí que las aceitunas, antes de comerlas, se aliñan.También tenía su propia sombra. Como todos. Las sombras solo desparecen cuando tampoco hay luz.




Joel

Joel


Galicia es, antes que cualquier otra cosa, agua. Hasta en un municipio del interior, lejos del mar, lo que te rodea es el agua. 



MURIÓ JOEL. Ayer fuimos al entierro.

Era el pequeño de los tíos de mi padre, el más joven de ocho hermanos, y fue el último. Cuatro años casi exactos después de Carmen. Ahora, es de suponer que tardaremos en ir a aquella ermita y a aquel cementerio. Lo malo es que también tardaremos en volver a la aldea, me temo. Porque, quién va a la aldea. Hasta las visitas de fin de semana son ya cosa de la generación pasada, de la primera que vivió en la ciudad. Como mis padres. Nosotros ya no vamos. Ni nos queda casi a quién ir a ver.

Como hace cuatro años, llovía. El Mandeo bajaba rápido, llenísimo. Y el bar-peluquería sigue sin recuperar aquel nombre que en su momento me dejó perplejo: Chopenhauer. Fuimos andando desde el coche como hay que ir a los entierros, con paraguas, que se chocaban y no nos dejaban acercarnos bien a saludar. Cómo estás, te preguntan, y se alegran por ti y te agradecen que te vaya bien. Tíos, primos, caras familiares pero vidas distantes, que sin embargo llevan nuestros apellidos, que nos son algo. Algo que, no se sabe bien por qué, tira. Las raíces, que están allí en el subconsciente, y que en cuanto se ven se reconocen y se agarran por debajo de nuestros pies, por debajo de la tierra.

En la iglesia, la familia tiene asientos reservados. Por grados de consanguinidad. Yo me quedo de pie, pero me cuesta, porque una señora del banco de atrás pretende dejarme su sitio: que yo soy familia y ella no. No baja de noventa años, pero tardo varios minutos en convencerla de que se deje estar. Me mira fijamente hasta que cede y se vuelve a sentar. Y yo me quedo a un lado, con el cuello del abrigo subido y las manos en los bolsillos, sintiendo cómo la humedad helada de las losas comienza a subirme desde los pies, piernas arriba. Mientras, atiendo a la misa, del mismo cura que la anterior, de unos setenta y pico años, y por lo tanto bastante más joven que el monaguillo y las señoras del coro. Que mientras están calladas ya parecen mayores, pero en cuanto empiezan a cantar queda claro que es más que eso, que están agonizando y lo que oímos son sus lamentos desgarrados durante los últimos estertores. El monaguillo, que es más viejo que el sacerdote pero un chaval al lado de la que me quería dejar sentar, se agarra al altar, al atril y al cirio cada vez que sube o baja las escaleras, y yo sigo en tensión sus evoluciones. Lo que se agradece, como se agradece cualquier distracción, porque el sacerdote, en la homilía, aunque no diserta sobre teología y gramática como la última vez, decide adoptar un tono perfectamente monótono y no dejar de hablar hasta estar seguro de que absolutamente nadie le está atendiendo. Entonces, para.

Al salir, ya es noche cerrada.

A Joel lo llevamos entre varios, a pasos cortos por miedo a resbalar. Noche cerrada, como cuando mi padre volvía con él desde la carretera y se agarraba al faldón de su chaqueta para cruzar por el medio del monte hasta casa. Aupamos la caja hasta un andamio inestable con dos tablones, bajo un chaparrón, empapados, levantando los brazos, con el agua que goteaba de la madera bajándonos por dentro de las mangas del chaquetón. Luego quedamos de pie con el pelo mojado, mirando, recordándonos qué es lo que estamos metiendo allí. Al dueño del Ney y del Sil. Grande, fuerte, rubio, colorado, cazador, mandón, gritón y cariñoso.

Llueve sin parar, y solo se oyen el responso y el río. Allí está también Carmen, su hermana. Que era tan bajita que de pequeños nos asustaba cuando salía a saludarnos y se colocaba al lado del coche. Hacía freixós con un cubo y un palo, y una tortilla con tanto sabor que no parecía tortilla, y cogía brasas de la lareira con la mano y nos decía que sopláramos para verlas ponerse incandescentes sobre su palma. Qué importantes éramos para ellos. Qué injusto. Y ahora, cuarenta, treinta, veinte años después, estoy quieto junto a su tumba, incapaz de asimilar, como la humanidad desde que es humanidad, que ella pueda estar ahí dentro. O que todo lo que fue Joel pueda caber en ese nicho.

Más besos, apretones de manos, abrazos y propósito de vernos que no sea en algo así, de hacer por quedar. A lo mejor una comida... Y nos metemos en el coche. Y salimos de aquel valle y de aquella época. Como dice mi madre, todo eso pasó, ya: las vueltas de las fiestas por los caminos, la merienda alindando las vacas, jugar a las cartas detrás de la cocina, quedarse dormida en un banco de la lareira oyendo contar cuentos, el tío Enrique, el tío Pedro, Maruja.  O esperar por que llegase Carmen de la feria de Betanzos con el periódico, que apareciese andando al final del camino, pequeña y cargada
.
Todo eso pasó ya, pero algo nuestro queda allí. Algo que todavía nos ata. Una forma de hablar, un gesto con las manos. Paquita. Y una casa, una capilla y una chousa que da al Portorosa, sobre las que sigue cayendo la lluvia cuando no estamos.



Enlace al artículo, en Táboa Redonda:            /gl/opinion/portorosa/joel/20200127131858072570.html

Un poco menos de drama

Un poco menos de drama


LA IMAGEN de una hilera doble de árboles flanqueando un río, siguiendo su curso por el medio de un campo, describiendo suaves eses como en un dibujo, no solo me parece bella, sino serena, llena de equilibrio y de calma. Está muy bien pensada. Me encantaría que desde la ventana de mi habitación se viese algo así.



A mí la naturaleza me gusta mucho. De lo que en ningún caso debe deducirse que sea aficionado al trekking, el rafting o el descenso de barrancos. En absoluto. De hecho, ni siquiera me gusta andar. Como mucho, paseo. A mí, cuando voy al monte o a la orilla del mar, lo que me apetece es llegar a un sitio bonito y sentarme a mirar. Me parece, además, una de las mejores maneras de pensar. Por eso, supongo, en las ocasiones en que he estado preocupado, cuando he tenido problemas de verdad, he caminado mucho, siempre por la ciudad y mirando al suelo más de lo normal. Tal vez lo hago precisamente para contener el pensamiento, para no dejar que se desboque.
Conozco a un hombre que pasea mucho así, siempre solo. Es inteligente y culto, y sé que buena persona, pero ha tenido mala suerte. Como tantos otros, pero en su caso de un modo muy chocante, porque todos sus obstáculos estaban dentro de él. Y ahora vive y pasea solo, y se le nota, porque está deseando hablar. Tiene opiniones sobre casi todo; y magníficas opiniones, además. Es sin duda alguien que merece la pena. Pero hay algo que le sobra, o que le falta.

La gente más interesante suele ser poco corriente, hasta el punto de resultar, a veces, rara. Al menos en aquello que los hace dignos de interés. No son como los demás, porque si lo fuesen lo serían en todo. Así que hay que aceptarles alguna otra rareza como parte del pack, como un precio a pagar. Compensa. Pero esa cara atípica, excepcional, original, sensible, consciente, lúcida, a menudo crítica y radical debe contar con otra complementaria, más convencional, más transigente o tolerante o conformista, que la normalice, que le permita convivir. Es necesario tener una parte más presentable, que nos valga para nuestras relaciones habituales, fácilmente integrable en la vida ordinaria, en la cotidianeidad de la comunidad: una cara social. Una faceta más relajada y, si es posible, capaz de reírse de aquella otra extraordinaria. Dejar, a ratos, la épica por la picaresca. Para así hacernos tratables y darnos esa dosis de frivolidad, de humor y supongo que de humildad que nos permite abandonar la tragedia y el drama vital.

Conviene no tomarnos a nosotros mismos demasiado en serio, para mantener la cordura. Y para mantener una cantidad aceptable de amigos también cuerdos, imagino.

Cuando eso no ocurre, cuando nos falta esa versión más sencilla y amoldable, menos extrema y exigente, capaz de adaptarse el mínimo que los demás necesitan, la sociedad nos lo pone difícil. Y la sociedad no es un ente abstracto, sino un conocido que acelera el paso por la calle y hace que mira el móvil, los compañeros de oficina que nunca llaman o una novia que se cansó de serlo. Y entonces paseamos siempre solos. Porque ese modo ‘dilema existencial’ continuo, esa trascendencia sin pausa, cansan. Es lo que ahora se llama ser un intenso.

Cuando veo una hilera doble de árboles siguiendo el trazado de un río me dan ganas de ir a sentarme apoyado en el tronco de, por ejemplo, un abedul, a ver el agua pasar. Y de vez en cuando mirar para atrás y sorprenderme del contraste entre el frescor de la orilla y la llanura abierta.

Por cierto, el otro día mi hija me dijo que en estos artículos a veces me pongo un poquito intenso. Cría cuervos…



Enlace al artículo, en Táboa Redonda: /opinion/portorosa/un-poco-menos-de-drama/20200120111901072145.html

8.7.19

En la carretera


En la carretera


 

"HACÍA MUCHOS meses que no iba yo solo en coche a Madrid. Y me apetecía, a pesar del miedo que me da quedarme dormido. Conducir sin compañía y sin prisa es una situación ideal para divagar.

Últimamente he sufrido varios viajes completos escuchando, bien el resumen de la jornada de liga, bien programas de presuntos debates y noticias, y con ambas cosas me daban ganas de saltar del coche en marcha. El análisis metafutbolístico me parece ridículo por definición, y los contenidos supuestamente serios eran muy malos, parecían la tele. Pero, al no ir con nadie, la radio pasa de tortura a aliada.

Crucé casi todo Lugo escuchando Matías el pintor, de Paul Hindemith. Cuando ya acababa pasé bajo la iglesia de Noceda, en As Nogáis, una mole de piedra que siempre me imagino nevada, resistiendo. Si la provincia entera es preciosa, al llegar a su límite oriental Lugo se va haciendo aún más espectacular. Las sucesivas líneas de montes, completamente verdes, con prados en pendiente con vacas paciendo, son preciosas. Aunque supongo que los ingenieros de la A-6 o del AVE discreparán. Desde el viaducto de Ruitelán, por ejemplo, ya en León, se ve un valle pequeño y profundo, frondoso, que durante esos diez segundos parece un lugar idílico para vivir.

Al entrar en el Bierzo el paisaje poco a poco empieza a secarse y la tierra de los cortes de la autopista comienza a enrojecer. Al rato, ya estamos en Castilla y todo alrededor es llano. Voy buscando un sitio donde parar a cenar lo que llevo de casa y, después de pensármelo mucho, me desvío mirando a mi derecha, a una puesta de sol, y aparco en un sitio perfecto. Entonces miro a la izquierda y descubro, justo delante, el pub, digamos, “Sumatra”, cuyas luces y ubicación resultan, cuando menos, sospechosas. Pero me quedo y tengo una cena de apenas quince minutos bonita y apacible. Apoyo la botella en el capó del coche y como mi bocadillo frente a un cielo lleno de inmensas nubes malvas y naranjas. Me siento como Jack Kerouac en On the road, en La Bañeza.

Cuando anochece cambio la música. Entro en Madrid cantando Eleanor Rigby. Hindemith escogió la figura del pintor Matthias Grünewald para expresar el conflicto que experimenta el artista entre vida y arte, las dudas sobre la utilidad y el sentido de su obra en medio del mundo. En solo cuatro estrofas, Paul McCartney describió las vidas de absoluta soledad de dos personas. Y me hace recordar, con más extrañeza que dramatismo, que hubo una época en que yo también llevé puesta la cara que guardaba en un tarro junto a la puerta, y también me preguntaba para quién sería."

* * *

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 23 de junio de 2019]

Al sur


Al sur


 

"ESTA VEZ, EL tren que cogí en Madrid me llevó al sur. A través de campos infinitos de olivos.

Resulta que el AVE es más incómodo que el que va a Ferrol. Aunque sin duda más rápido. Y cuando ya llegábamos le pregunté a la chica de al lado qué estudiaba: qué envidia, la gente que se dedica a algo que le apasiona, como Guiomar. Así se llamaba, igual que la estación de Segovia. Había estudiado Biomedicina y ahora acababa un máster en Neurociencia. Y le interesaba la concreción física, química, material, de nuestras emociones; qué moléculas se mueven, y cuánto, y de dónde a dónde, para que nosotros estemos abatidos o sonriamos. Maravilloso. Y mientras, por si no le llegaba, había acabado oboe en el conservatorio, y lo llevaba a su lado. Le hablé de El contrabajo, de Suskind, y le hice ver las ventajas de su elección. Guiomar es un ejemplo válido de nuestro asombroso capital humano y de lo que estamos haciendo con él: si no se va al extranjero cuando termine será solo porque tiene a su novio, militar, en Madrid, y no se quieren separar; porque, aquí, sitio no tiene.

Hacía mucho que no iba a Sevilla. Y no me acordaba de hasta qué punto es bonita. Es una ciudad –el centro; siempre es el centro- tan increíble que parece inventada para gustar: cualquier edificio, el rojo, el albero, los cantos rodados, las callejuelas de la judería y el jazmín por las noches. Recuerdo que el primer fin de semana que recorrí el barrio de Santa Cruz, hace más de veinte años, no me cabía en la cabeza que alguien pudiera vivir, por ejemplo, en la plaza de los Venerables. Veo patios y jardines en los que me parece que la gente tiene que ser como mínimo un poco más feliz.

La cena es de compromiso y solo me sirve para constatar una vez más cuántas naturalezas diferentes caben en una misma especie. Por un lado, Guiomares; por otro, algo así como una definición incomprensible de éxito vital. Y dada mi absoluta falta de interés en la conversación me paso la noche tratando de entender qué hay detrás. De vez en cuando, algún comentario –un hijo pequeño nombrado, o algo que pasó hace mucho tiempo, en otra vida- hace surgir un destello de luz, pero enseguida se apaga en las tinieblas del mainstream y me deja sumido en el abatimiento –malditas moléculas- de perder una noche así. Menos mal que por la ventana se ve un patio de Sevilla.

Hoy he estado paseando por el pueblo donde viví a finales de los noventa. Es curioso volver a un sitio con el doble de edad. He llegado, en un día, a plazas que no había conocido en dos años, y he visto edificios del siglo XVIII que juro que antes no estaban.

Qué extraño lugar es el mundo."

* * *

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 16 de junio de 2019]

 

8.2.19

En un café

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 20.01.19]

EN UN CAFÉ

"NO VOY A HABLAR del libro de relatos de Mary Lavin, editado por Errata Naturae y que les recomiendo, sino del domingo pasado por la mañana.
A nuestro lado hay una pareja de nuestra edad que tiene una conversación tan coñazo que no puedo evitar pensar que están juntos porque solo ellos se aguantan. Y me alegro, por ellos y por las dos personas que en algún lugar del mundo no saben de lo que se han librado. Sin embargo, en la mesa siguiente hay otra, algo mayor ya, extraordinaria. Porque los dos usan sombrero y porque parece que, a pesar de todo el tiempo que llevan juntos, se caen bien y se interesan. 
Otra pareja más joven acaba de encontrarse. Ella se ha retrasado un poco. Son solo amigos pero él es todo aspavientos, efusividad y gestos de autoafirmación, y con sus bromas y su lenguaje corporal podría parecer seguro si no supiésemos todos que no tiene nada que hacer, porque ella le saca una cabeza. Más allá, un matrimonio de ancianos lee a la vez el periódico, sentados hombro con hombro e inclinados sobre la mesa. Ella va siguiendo las líneas con el dedo, para los dos."

18.11.18

Las nubes de Castilla

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 11.11.18]


Las nubes de Castilla


"Las nubes de Castilla son preciosas. Están en una sola capa, todas a la misma altura, como alisadas por debajo. Se parecen a las que hay sobre el mar. Y, como ellas, llegan hasta la línea del horizonte y se pierden en él. No tengo ni idea de si hay alguna base física para ese parecido o es solo una cuestión, literalmente, de perspectiva. Para un gallego, excepto desde la costa, el horizonte siempre está cerca, siempre hay montes o árboles, o llueve, nunca se ve allá a lo lejos.

Cruzamos Castilla sin mirar (cruzamos todo sin mirar), leyendo, viendo tonterías en el móvil o echando la siesta, sin enterarnos de nada. Con lo que fue cruzar Castilla, lo que debió de ser caminar estas llanuras interminables que pasan tan rápido por la ventana, lo que sería pasar la vida en ellas, ahora reducidas a una línea borrosa amarillenta y algunas encinas fugaces. Padecemos de fugacidad. El paisaje es precioso. Parece mentira que hace años, leyendo a Delibes, me sorprendiera que le gustase tanto. Si es precioso.

A Delibes, como a otros, a lo mejor lo leí demasiado pronto. Sin el reposo que pide y que ahora me saldría solo. Se insiste poco en la importancia de la edad de las lecturas: leemos muchas cosas cuando todavía no las entendemos ni las sabemos disfrutar del todo y otras, en cambio, si no las lees en su momento ya pierden casi todo el sentido. Imagino que lo primero se corrige releyendo, pero yo aún no estoy ahí. Lo segundo se lo repito a mis hijos con poco o ningún éxito.

Un paisaje llano como el mar o como mucho suavemente ondulado, en el que en lugar de los palos de los barcos se ven las torres de los campanarios de las iglesias. Y que además ofrece algo excepcional: soledad. Una soledad sin duda seria y callada pero, desde el tren, atractiva, que consiste en andar por un camino, en mirar la tierra alrededor y luego levantar la cabeza y quedarse contemplando unos pájaros y las nubes. Una soledad meditabunda. Poco pensamiento y pocos sentimientos han salido nunca de la fugacidad. Una soledad de paseos al atardecer fuera del pueblo. Es otra cosa que no tenemos aquí: las aldeas no acaban. En Galicia no podría escribirse, como en las novelas del Oeste, que alguien vive en la última casa del pueblo. En Castilla sí. Uno anda, llega al final y de repente no hay nada más. Y sale y regresa y, mientras, está solo en medio de una verdad de otro tiempo. Parece difícil vivir aquí y no acabar siendo filósofo o poeta. Desde el tren, claro."
 
* * *
 

29.9.18

Pongamos que hablo


[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 09.09.18]

Pongamos que hablo




"Hace treinta y seis años, la noche que mi padre y yo llegamos a Madrid, mientras hacíamos nuestras camas en una habitación grande y vacía, oímos en la radio la canción “Words don’t come easy”, de F. R. David. Sonaba en la radio despertador, que era lo único que habíamos colocado, y mi padre comentó que le parecía una canción muy bonita. Yo acababa de cumplir doce y nunca había salido de Galicia, e íbamos a vivir a un remoto pueblo castellano –precisamente el de “Crónicas de un pueblo”, ni más ni menos-, donde pasaríamos los siguientes tres años. Mi madre y mi entonces único hermano llegaron unos meses más tarde. Y le contesté que, a mí, muy triste. Aunque no entendía ni siquiera el estribillo. Porque el triste era yo, aquel día en que –ahora me doy cuenta- por primera vez me sentía fuera de casa.

Hoy he llegado a Madrid, de nuevo a vivir, o al menos a vivir por semana. Parece que como mínimo un par de años. Todavía no me lo creo, y estoy muy lejos de asimilarlo. Escribo en mi habitación después de hablar con Marta y los niños, y también con mi padre, y me resulta imposible pensar que no he venido solo unos días, que no estoy de paso como siempre. Me parece inconcebible que esto, los edificios parduzcos que veo desde mi ventana, ese cielo, este barrio que no sale en ninguna postal, este clima que me seca la nariz, toda esta gente, los nombres de las calles, el súper abierto en domingo y esta soledad puedan convertirse en mi normalidad.

Pero he decidido que valga la pena. Sacarle provecho a este tiempo, no dejar que la inercia marque mi día a día e intentar que este sacrificio, ya inevitable, traiga algo bueno. Para mí y para ellos: llegar cada semana a casa contento y con algo interesante que contar de mi extraña nueva vida. Así que, como primer paso, también he decidido no estar triste. No me lo puedo permitir si quiero vivir. Por eso hoy de noche, ya en la cama, al apagar la luz me he negado a pensar en los días, uno tras otro, que no los voy a ver, que no les voy a dar un beso, que Paula no se me va a quedar mirando fijamente y me va a sonreír, que Carlos no va a ir de mi mano y me va a preguntar algo que se le pasa por la cabeza, que no voy a hablar con ellos en el coche, que no se van a sentar a mi lado en el sofá: que me los voy a perder. No me lo puedo permitir si quiero sobrevivir.

Hoy he venido conduciendo y, a mitad de camino, cuando ya estaba aburrido de mis discos, encendí la radio en una emisora al azar. Estaba sonando “Words don’t come easy”, treinta y seis años después de que se me quedara atragantada porque estaba lejos de casa."

* * *

Berlín en Lisboa


[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 02.09.18]

Berlín en Lisboa




"Mi amigo Javi divide a las personas en dos grupos: a las que les gusta Lisboa y las que dicen que jo, bien, pero está muy hecha polvo y sucia –y, como a él le encantan los paréntesis, uso este para aclarar que el grupo de los que no conocen la ciudad es, en este tema, irrelevante-. Y que a él le caen bien los primeros. Y yo soy de esos, por supuesto; razón por la cual este mes hemos ido allí una vez más. Para mí era aproximadamente la decimoquinta visita, así que más o menos la conozco; aunque, como nunca he contado con un guía local que me condujese fuera del camino trillado, me temo que mi punto de vista no es demasiado original.

Pues eso, que Lisboa me encanta. Pero hacía siete años de nuestro último viaje y dos cosas me han llamado la atención: el aumento evidente de turistas, que nos hemos convertido en una marea incontenible y así seguiremos hasta que el apocalipsis acabe con nosotros; y lo lentamente que la ciudad va ganándole terreno al deterioro. Y ya digo que yo soy del primer grupo hasta el fin, pero me sorprendió que en la Praza do Rossio siga habiendo tejados que se caen. Y sé que no es justo tomar esto como indicador, porque en esta cuestión entra a jugar la definición de prioridades -y no cabe duda de que las hay mayores-, pero es difícil no sacar conclusiones poco optimistas.

Mi hijo Carlos estuvo enfermo mientras estábamos allí, y me pasé casi dos tardes tumbado a su lado en la cama mientras él dormía con la fiebre, en nuestro apartamento en un semisótano. Y sin embargo fueron dos tardes muy agradables, también por dos cosas : por pasar tiempo lento a su lado atendiéndolo, sin estar preocupado de verdad, y por lo que leí mientras lo hacía.

Aroa Moreno es también amiga mía, y el año pasado publicó con Caballo de Troya, de la mano de otra amiga más, Lara Moreno, la novela “La hija del comunista”, que ha sido galardonada con el Premio El Ojo Crítico. Y es lo que leí, y me gustó mucho. La historia es la de una niña del Berlín Este, hija de comunistas españoles exiliados. La novela es corta pero abarca muchos años, y los cuenta muy bien. Porque Aroa escribe muy bien. Aunque de un modo poco convencional, porque es poeta. Y se nota. Se nota en las elipsis del discurso, que no es típicamente narrativo, tan visual, tan limpio de paja, tan eficiente y profundo como la poesía.

Aroa cuenta solo lo que importa. Lo ve, lo reconoce y lo cuenta. Y todo lo que valía la pena queda dicho. Y uno lo entiende. Por eso, porque mira así y porque sabe hacerlo ver, es escritora."

* * *


29.7.18

De cuyo nombre


Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda
del domingo 29.07.18


De cuyo nombre




"¿A ustedes nunca les sucede que creen ver a una persona que en realidad ya se ha muerto? A mí sí, bastante. Sobre todo, con un chico que trabajó conmigo hace años –a pesar de que no significó mucho para mí, la verdad, pero aun así me pasa-, con mi tío Camilo y con mi abuelo, mi abuelo paterno. Veo a alguien, normalmente por la calle, y durante una fracción de segundo pienso que son ellos, antes de que me dé tiempo a recordar que no es posible. No soy nada místico, y por desgracia no creo en mensajes del más allá, y por tanto tampoco creo que vengan a saludarme, pero eso, que naturalmente me hace recordarlos, siempre me deja, en lugar de triste, extrañamente calmado. Me gusta y agradezco que a veces el azar y mis sentidos me hagan pensar en ellos.

Hoy pensaba escribir sobre mis vacaciones, que empiezan ya. Tal vez les extrañe este principio, pero a mí no mucho. Y es que paso poco tiempo y vivo pocas cosas sin pensar de un modo u otro en la muerte. En las que ya viví, en la mía y en las que vendrán. Ojalá no fuera así, porque lo cierto es que casi siempre se traduce en más angustia de la deseable, pero lo es. Y ahora, por ejemplo, nos imagino de vacaciones y no puedo evitar situarlas dentro de toda nuestra vida entera; de lo que llevamos y del futuro. Como les digo, a menudo resulta angustioso, porque una perspectiva excesivamente amplia normalmente pone demasiada presión en cosas que deberían suceder sin más, que deberían fluir con facilidad, y porque es una tendencia bastante poco compatible con eso tan recomendable de vivir el momento.

Pero, sin embargo, no todo son desventajas. Es verdad que los buenos momentos se venden más caros, pero cuando llegan son la leche, tremendos, profundos y desbordantes.

El domingo pasado fuimos al Paraíso. A donde vamos siempre y volveremos dentro de unos días. Ese sitio que, por puro egoísmo, no pienso nombrar. Y fui a nadar nada más llegar. No sé cuántas veces he contado ya qué significa para mí ese baño. Lo bueno es que, al contrario que el relato, la experiencia nunca parece repetirse, ni desinflarse ni perder intensidad. El agua era azul cobalto en el medio de la ría, turquesa al ir acercándose y completamente transparente en la orilla. Y el monte seguía allí enfrente, y el faro y las nubes. Y me metí, y todo me acarició. Y veía mi sombra bracear en la arena del fondo. Y supe con toda seguridad que ese día, en ese instante, en el tanteador de la vida ese punto era mío.

Hasta septiembre. Felices vacaciones."

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6.5.18

Bajo un ardiente sol


Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 06.05.18


Bajo un ardiente sol




"La canción más graciosa del mundo se compuso para mi ciudad: “Ferrol, Ferrol, Ferrol, donde yo nací bajo un ardiente sol”. El anónimo autor al que en 1910 se le ocurrió tenía que ser un coñero. Hubo unos años en que a última hora del día la ponían con las campanadas del ayuntamiento, y era fascinante oírla sonar sobre los paraguas que cruzaban la plaza de Armas.

Ustedes son de Lugo o Pontevedra, o de más lejos si cabe, así que nunca han venido a Ferrol. Ni falta que hace, pensarán. Es tan feo, tan aburrido y cerrado, y está tan deprimido económicamente que nos han comparado con Mordor, Corea del Norte y Detroit. Y aun encima está en la esquina: no vale la pena.

Eso sí, seguirán sin conocer su conjunto patrimonial, el segundo más importante de Galicia. Y no pasearán por el centro ni se enterarán de que las galerías de nuestras rectilíneas calles no solo fueron las pioneras, allá en el XVIII, sino que siguen siendo preciosas. Ni sabrán que ir de vinos es cada vez más diferente, y que también aquí se come muy bien. Ni les llevarán a los dos castillos que llevan tres siglos guardando la ría, ni a las playas casi vírgenes que hay a diez minutos. Nadie les contará que desde 1983 mantenemos una perfecta y neurótica alternancia izquierda-derecha en el gobierno municipal, ni que, a pesar de que la economía es la que es y, efectivamente, tiene las flaquezas de todos los monocultivos, ni nos hemos muerto ni estamos moribundos, y hay vida. Y cultura. E iniciativas. No vengan y no conocerán una ciudad segura, abarcable y acogedora donde es un lujo poder criar a los hijos, y que no se merece casi ninguno de los tópicos que pesan sobre ella.

Excepto uno, que es cierto: no nos valoramos. Es verdad. Nos quejamos, protestamos para que alguien venga a resolvernos los problemas y hablamos mal de lo que tenemos, que siempre es peor que lo de fuera: las casas se caen, aunque seamos la ciudad gallega donde más se rehabilita; no salimos porque no hay nadie, y no hay nadie porque vamos a salir a otros sitios; y no abren las tiendas porque no hay gente por la calle, y no hay gente porque, total, está todo cerrado. Tenemos la autoestima por los suelos. No nos queremos.

Y eso hace mucho daño. Porque el derrotismo siempre acierta: si dices que no, va a ser no.

Por eso –y sin querer caer en un positivismo estúpido ni obviar nuestros problemas- estaría bien, sería fantástico, revulsivo y revolucionario, que en Ferrol dijéramos que sí. Que pusiéramos buena cara. Que nos quisiéramos un poquito. Porque, a veces, quererse lo cambia todo."

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22.4.18

Levita y chaleco blanco


Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 22.04.18



Levita y chaleco blanco




"Leo “Viajes de entreguerras”, de John Dos Passos. En el capítulo titulado “Orient Expres” cuenta sus viajes por el este entre los años 1921 y 1926. Describe lugares de la Turquía derrotada: las plazas de Estambul y sus mercados llenos de comerciantes persas, judíos y armenios de narices grandes, los reflejos del mar azul vistos entre los cipreses durante un paseo o, a lo largo de varios días, el Hotel Pera Palace, en cuyo salón rojo se concentraban diplomáticos, militares y periodistas británicos y franceses, damas aferrándose a sus últimos vestidos buenos para sobrevivir, algún alemán, algún griego, italianos y norteamericanos, bebiendo whisky y hablando de los avances y retrocesos de las tropas de Kemal mientras fuera, en las calles, mendigaban soldados rusos. Fue no muy lejos de allí, en Creta, en Heraclión, donde hace años entré en un pequeño quiosco en el que encontré varias estanterías enteras llenas de novelas de Dostoievski, Tolstoi, Turguénev. El dueño me explicó que los leían las prostitutas rusas de la ciudad. Tampoco habían tenido suerte, como aquellos soldados rubios de ojos azules. Siempre me pregunté si alguna de ellas habría hablado alguna vez de literatura con algún cliente. Creo que pensamientos así me salvarán algún día, si no me salvan ya.

El misterio del Mediterráneo, mayor cuanto más nos acercamos a Levante. Su historia, su geografía, su cultura y su mitología, exóticas y al mismo tiempo cercanas, no en vano somos hijos suyos. Hijos de legisladores que vistieron túnica y sandalias y mojaban pan en el garum, y de legionarios que se acabaron casando con mujeres vacceas y hoy viven en Villalpando; pero también hijos de filósofos del Ática, de sacerdotes de Delfos, de sabios de Asia Menor, de navegantes fenicios y de pastores beduinos que cambiaron los rebaños por el alfanje.

Describe ancianos turcos de fez rojo y barba blanca, discutiendo grave y lentamente a la sombra de un plátano, vestidos de levita oscura y chaleco blanco. Y pienso que hoy en día ya nadie vestirá así, ni siquiera en Anatolia, ni siquiera en Trebisonda, que no en balde ha pasado de capital de un imperio a puerto exportador de anchoas, avellanas y té. Todo pasa. Y es Dos Passos, ya en la primera página del libro, en el capítulo “El descubrimiento de Rocinante”, dedicado a España, quien cita a Jorge Manrique y su cualquier tiempo pasado fue mejor.

No todo lo anterior fue mejor, ni mucho menos. Lo que sí es cierto es que el pasado es en general algo que hemos perdido. Y eso deja, inevitablemente, cierto poso de tristeza."

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26.3.18

¿Madrid?


Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 25.03.18


¿Madrid?




"Las seis y media de la mañana. Se va el autobús y me quedo en la acera desierta. De nuevo en Madrid.

En Madrid hay muchísima gente. Parece que pasa algo. Pero el mayor cambio es el del tiempo, el de los tiempos. Decides salir con antelación para ir con calma y así poder dar una vuelta antes, y resulta que llegas por los pelos, que esa antelación nunca lo es.

Estoy comiendo cerca del Teatro Real, y un chico y una chica de veintipico años se sientan en la mesa de al lado. Son modernos y urbanitas, piden café con hielo con una rodaja de limón y un toque de canela, y todo les da asco: su pelo, que les crece así, mira, fatal, una compañera de piso que habla como si todo fuese superemocionante –“Háblame, normal, tía, solo te pido eso: normal”-, una pesada del trabajo, etc.: “¡Qué asco, tío, qué aaasco!”.

En la terraza del Círculo de Bellas Artes me acuerdo de Forges, ese genio, al ver a uno de sus personajes, engominado con ricillos en la nuca, dirigirse al camarero con prepotencia y, en realidad, en cuanto le contesta, volver a sentarse medio abochornado y balbuceando un poco hacia la chica que lo acompaña.

De noche, en el barrio de Salamanca, paso por delante de locales con portero donde la gente viste caro y en las puertas siempre hay chicas impresionantes riéndose. Me imagino el dinero dominándolo todo, cocaína y prostitución de lujo, y me siento a años luz, en inferioridad y a la vez a salvo. Yo qué sé. A lo mejor son como yo.

En el asiento de enfrente un chico habla con una amiga. Le dice que los mejores del mundo haciendo el corte del pescado son los japoneses. Que él ha ido a un montón de japoneses y está convencidísimo. Que no hay otros iguales. Que se fije si no en el sushi, mismamente, o en los pescados venenosos.

Voy al cine a los Ideal, a ver “Tres anuncios en las afueras”. Solo con la escena inicial, donde hay tres vallas publicitarias rotas en medio de la niebla y Renee Fleming canta ‘The Last Rose of Summer’, sé que va a ser una gran película. Y lo es, con Frances McDormand -la policía de “Fargo”- y uno de los actores de reparto, Sam Rockwell, haciendo dos papeles antológicos. Pido palomitas dulces y tengo que dejarlas a medias, porque creo que voy a estallar y llenar todo el cine de vísceras recubiertas de caramelo.

Esta vez venir ha sido distinto. Por primera vez, es probable que en no mucho tiempo viva aquí, tal vez un año o dos, tal vez más. Y, aunque son días de turismo que no hacen prueba, trato de imaginarme en estas calles sin estar de paso, pero no soy capaz.

Los atardeceres en el centro son preciosos. Dicen que es la contaminación. Pero son preciosos."

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26.11.17

Táboa Redonda: Madrid o Vigo


Publicado en el suplemento Táboa Redonda del domingo 26.11.17


Madrid o Vigo




"Ayer por la mañana estuve paseando por el centro de Vigo. Con Vigo a mí me pasa como con algunas personas, que sé quiénes son pero no las conozco. He ido poco y tarde, y ahora me asombro con sus edificios monumentales.

Llegué hasta los jardines que hay junto al Náutico y me senté en un banco. Se estaba genial. A unos metros, un hombre barría la terraza de su local. Era negro, tenía una panza tremenda y unas rastas que habrían sido la envidia de mi hermano pequeño. Y fue precisamente por ese hermano por lo que me quedé allí cerca a pesar de que tenía puesta música. Es algo que me suele molestar, al aire libre, porque es raro que me guste lo que eligen. Aquello, en cambio, era reggae y le iba de maravilla a mi ánimo y al sol del mediodía. Al irme crucé un par de frases con el hombre, todo sonrisa.

Y me vino a la cabeza mi hermano, otra vez, y cómo lo vi esta semana en Madrid, a donde he ido unos días para seguir luchando por jubilarme con un currículo tremendo.

Resulta que es adulto. Del todo. Y para mí, quiero decir, no solo por su edad. Por primera vez, creo, he estado con él como con alguien como yo; como con un amigo. Y me he encontrado con alguien joven pero bastante centrado en lo que ha elegido centrarse, con intereses e inquietudes cada vez menos volátiles, y que tiene cosas que contar y las sabe contar. Y sobre todo –y esto es sin duda extraordinario- alguien apreciado, querido, por su entorno. Lo cual no me extraña, viendo cómo se relaciona con los demás: por la calle saluda a gente de todo tipo, y lo hace con cariño, sonríe sinceramente y con seguridad, y es amable porque quiere serlo. Fluye. Fluye, esa es la palabra.

Como fluían el camarero y la mañana en Vigo. O como fluye la conversación, siempre, en la Librería “Méndez”, en la calle Mayor de Madrid. Ya escribí sobre ella una vez: es una librería de verdad, con libreros de verdad a los que uno puede y debe preguntarles. Salí con tres libros: “Babbitt” (Nórdica), el clásico de Sinclair Lewis; “Los inquilinos de Moonbloom” (Libros del Asteroide), de Edward Lewis Wallant -un libro que deja buen cuerpo, me dijo-, y “Ciudad abierta” (Acantilado), de un tal Teju Cole, que empecé ayer en aquel banco y con el que he tenido un flechazo desde el primer párrafo. Su protagonista camina por Manhattan, cada día, mirándolo todo y a todos, como mi hermano por Antón Martín y Lavapiés.

Mi hermano pequeño, que es tan mayor que ya me invitó a cenar."

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19.11.17

Táboa Redonda: ¿Al Infierno, por favor?

Publicado en el suplemento Táboa Redonda del domingo 19 de noviembre de 2017


¿Al Infierno, por favor?




"Un gran vacío acaba de ser llenado. Un vacío a la vez existencial y práctico de enorme trascendencia. Y lo ha hecho una amiga mía.

Pónganse en situación: se mueren ustedes y se enfrentan al juicio divino, que arroja un resultado, favorable o no. Y deben, a continuación, dirigirse al lugar que les corresponde: Cielo, Purgatorio o Infierno. Pero, claro, ¿saben llegar? ¿Han estado, acaso, antes? ¿Y si se pierden y acaban donde no es? Alguno se alegraría, pero otros… Es más, cuántas almas estarán penando o disfrutando por error, o tal vez vagan siglo tras siglo preguntando el camino a, por ejemplo, el Anteinfierno.

Pues no se preocupen, que esto ya no será un problema nunca más. Porque mi amiga Calamity acaba de crear la señalética para aclarar de una vez por todas el tema y facilitar las cosas, a partir de ahora, a los muchos visitantes, vivos (los menos) o muertos (los más), que no dejan de pasarse al otro lado. Su “Guía para no perderse en el Más allá” la define y recoge con pelos y señales. No sé cuántos estudiantes de diseño gráfico han necesitado leer a los clásicos, pero ella, para este trabajo, ha repasado a Santo Tomás, Milton, San Agustín de Hipona, Virgilio, Dante y, por supuesto, la Biblia; y revisado la obra de Durero, Botticelli, Ingres, Moebius o Barceló, entre otros. Y eso que al final se limitó al concepto cristiano medieval, ante la imposibilidad de abarcar las muchas y diversas concepciones que las distintas culturas, sin excepción, tienen.

El resultado es un trabajo no solo francamente útil para cualquiera sino delicioso, que nos permite pasear desde el sofá por los distintos niveles del moderno y discutido Purgatorio, bajar pisos del Infierno, conocer al Can Cerbero, acercarnos al embarcadero de Caronte (abierto 24/7, precio dos monedas, reservado el derecho de admisión), visitar el Valle de los Príncipes Remisos,  el Pantano de la Lluvia Eterna, la Puerta de las Furias, ascender a los siete Cielos, al Primer Móvil del Paraíso o incluso al Empíreo. Los lugares de interés, como los puntos de sellado de purificación o de pesado de almas, se señalan. Se advierte de si hay ascensor o solo escaleras, se indican los puntos de información e incluso se alerta de los peligros (castigos sí, pero no por accidente). No faltan tampoco los carteles de Espere su turno, que a veces las almas se apelotonan.

Lo difícil está hecho. Queda ahora instalar las señales, los carteles y las flechas retroiluminadas. Mi duda es quién se ocupará de la adjudicación del contrato. Pero no sé por qué me temo que va a ser cosa del Ángel Caído."

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22.10.17

Táboa Redonda: Una llanura fría

[Publicado en el suplemento Táboa Redonda del domingo 22 de octubre de 2017]
 
 
 

Una llanura fría



"Siento una debilidad tan grande como irracional por Mongolia. De los varios fines del mundo que para mí existen (otro sería una gasolinera en medio de Arkansas), Mongolia y el centro de Siberia son el más evidente. Y esto se junta con la atracción, también un poco extraña, que despiertan en mí los lugares fríos e inhóspitos, con los que siempre me he sentido identificado desde la distancia.

Hace ya tiempo vi El perro mongol, que es una película –no lo adivinarían- mongola, que además transcurre en Mongolia. Me gustó mucho. La protagoniza una familia nómada formada por un matrimonio joven y sus tres hijos, y es una historia sencilla en medio de paisajes preciosos. Se ven campos de hierba interminables, se ve lo rápido que crecen los niños allí -supongo que en cualquier parte menos aquí, en realidad-, y se asombra uno viendo a la niña mayor llevarse un rebaño de ovejas a pastar y regresar a su casa tomando como referencia el pico de una montaña. Y es fácil comprender, además, que Gengis Khan y sus chicos fuesen los portentosos jinetes que eran, al ver que esa niña tiene seis años y hace todo eso a caballo.

Mejor obviar al pobre Ivan Denisovich. Pero Miguel Strogoff, Corto Maltés, Colin Thubron. Los pasajeros del transiberiano. Dersu Uzala. Yuri Zhivago y Lara Antipova. Todos esperando por mí, ateridos de frío, en el fin del mundo. O tal vez en el centro.

Desde hace ya años, cada noche, cuando me voy a acostar y allí empieza a amanecer, miro en el móvil la temperatura en Oymiakón. Es un pueblo del nordeste de Rusia que tiene el orgullo de ser el lugar habitado del planeta donde se han registrado las temperaturas más bajas, inferiores a -70ºC. Y no es raro que, aunque no llegue a ese récord, ronde los 50 bajo cero. Entonces, mientras me meto en la cama y me tapo, me imagino soledad, inmensos espacios vacíos, naturaleza, silencio y una vida terrible. Me imagino lo que me da la gana, ya que por supuesto jamás he estado allí. Por eso, aunque no tenga sentido, me imagino también a cosacos y pastores mongoles de renos, todos mezclados. Y nieve y coníferas, y gente en tiendas con hogueras, y un viento helado y ululante y la noche interminable alrededor. Y me encanta hacerlo y apagar la luz pensando que vivo en un mundo entero."
 
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