31.12.15

Feliz dos mil dieciséis

Acaba un año.

Ser capaz de no caer en, digamos, un tercio de los errores cometidos en él supondría, seguro, ser y sentirse mucho mejor, si la fortuna no se atraviesa. No estaría mal hacer un repaso, marcarse unos objetivos, aunque fuesen modestos, e intentarlo.

Porque, aunque la astronomía nos recuerde que en realidad hoy no cambia nada, está bien ponerse marcas, símbolos para hacernos la ilusión de que avanzamos con cierto sentido.

Que la fortuna, como decía, no nos sea adversa, y que el resto lo pongamos nosotros.

Empieza otro.

Feliz año nuevo.

28.12.15

Táboa Redonda: de frustraciones e hijos

Un merecido homenaje a mi hija Paula.



La saxo soprano


 

Llega un momento, conforme va pasando el tiempo y un súbito aumento de metas alcanzadas parece cada vez menos probable, en que la medida de las miras de alguien viene dada por la cantidad y calidad de sus frustraciones.

Supongo que hay quien no tiene problemas para medir su éxito por sus logros. Que hay un tipo de personas -llamémoslas triunfadoras, todo el mundo lo hace- que cuando se levantan con sueño pueden recordarse a sí mismas lo que han conseguido, lo que tienen, lo que son y lo mucho que las admiran. Otras, en cambio, aunque el tener cubiertos los escalones bajos de la pirámide de Marslow les permite plantearse estas cosas, logros, logros de ese tipo, de los que a uno le gustaría poder contar en un encuentro con antiguos compañeros de estudios -¿qué tal?, ¿cómo te ha ido durante todo este tiempo?- o en esporádicas reuniones familiares donde las comparaciones comienzan al aparcar, han llegado a ver pocos.

Luego está el resto, claro, los que no están para tonterías; a los que ya les gustaría poder sentirse frustrados, por ejemplo, porque el trabajo no les llena.

Yo soy del grupo intermedio: me puedo permitir tener frustraciones, y además valen bastante la pena y las tengo de todo tipo. Y aun encima me gusta hablar de ellas.

Una de las cosas que no hago, y querría, es tocar un instrumento. Mis dos hijos, en cambio, estudian en el conservatorio. ¿Cómo? ¿Que yo…? ¡Ah, no! ¿Hijos compensando las insatisfacciones de los padres? Se equivocan. ¡Lo mío es distinto, no es lo que parece! Esto fue casualidad, salió de ellos…

El caso es que aprenden música, y ya son capaces de hablar de cosas que no entiendo. Como las que oigo durante las numerosas horas que me paso cada semana en el vestíbulo del Xan Viaño de Ferrol. Les aseguro, bromas aparte, que siempre pensé encontrarme un sitio lleno de niños obligados, hijos de, en fin, frustrados como yo; razón por la que nunca lo propuse e incluso con mi hija mayor hice de abogado del diablo. Pero nada más lejos de la realidad: niños y adolescentes normales y corrientes llenan los pasillos charlando, tonteando, alborotando, cotilleando y discutiendo con interés si era un dos por cuatro o un seis por ocho.

La semana pasada, en nuestro flamante auditorio municipal -cada tarde me maravilla el bloque verde de pizarra recortado contra el cielo-, entre otras cosas escuché a mi hija tocar con la banda. Y, a pesar de haberla visto en muchas audiciones, fue impresionante: ya parecen de verdad. Paula toca el saxo, pero al ser un soprano estaba con los clarinetes, sentada a la izquierda, de negro, levantando de vez en cuando la vista del atril hacia el director. Pasmoso.

Y todo un logro. Suyo.

 * * *

24.12.15

Noiteboa

Os deseo una muy feliz Nochebuena. Que la paséis con quien queréis y os sintáis alegres y contentos.


Es la noche entrañable del año: disfrutadla con cariño. 

Besos y abrazos. 


23.12.15

Táboa Redonda: andamiaje

Algo de cine y algo de arquitectura (vital).



Fachada

En La Plata, en Argentina, hay una casa diseñada por Le Corbusier: la casa Curutchet. En ella se rodó la película ‘El hombre de al lado’ (Cohn y Duprat, 2009). 
Leonardo, un famoso diseñador prestigioso y rico, vive en ella con su mujer y su hija. Una mañana lo despiertan unos golpes, que resultan provenir de la casa de al lado, donde su vecino ha decidido abrir una nueva ventana en el muro que da justo a su vivienda. Leonardo y su mujer consideran aquello inadmisible por razones tanto de intimidad familiar como estéticas. Y toda la película trata de sus intentos de conseguir que Víctor, el vecino, de perfil social, económico y cultural casi opuesto al suyo, abandone su idea y cierre el hueco que ha comenzado a abrir. 
La vida del protagonista va apareciendo ante nosotros, tan hueca y superficial como intelectual y glamourosa la pretende él. Poco a poco vemos que profesionalmente su éxito es solo aparente y que, en lo personal, ni siquiera eso: él y su mujer, ruines ambos, no se quieren; su hija, de la que en realidad no sabe nada, no le habla, y sus amigos, tan frívolos también, no aportan ni buscan más que un decorado favorecedor. 
Víctor, para ellos, es un cavernícola. Un hombre rudo y vulgar del que se ríen en sociedad mientras hablan de arte moderno. Pero al que temen: ese desconocido que no se guía por sus códigos, que no es de los suyos, al que no saben tratar, les da miedo. Y con su mera presencia, tan elementalmente viva, amenaza con derrumbarlo todo, poniendo de manifiesto una fragilidad y una vulnerabilidad patéticas. 

La casa no solo protege a sus pusilánimes dueños sino que confiere sentido a su vida. Y la ventana que va a permitir a un extraño asomarse a su interior es una grieta en esa fachada, por la que no van a permitirle asomarse ni, menos aun, están dispuestos a mirar ellos. Esa rendija que Víctor quiere para que entre “¡un rayito de luz, Leonardo!” iluminaría demasiadas cosas. 

Hay escenas nocturnas en las que Leonardo enciende la lámpara de su mesilla y vemos su cara en primer plano, desde muy cerca. Suda y se mueve con dificultad, sin apenas espacio. Es la cara del miedoso, por supuesto, pero también del atrapado. 
La pantalla llamativa, visible, socialmente reconocida y apreciada que recubre su vida, es al mismo tiempo el armazón que la sostiene. Y si llegara a caer dejaría ver un sinsentido compuesto, a medias, de miserias y de vacío. El vacío de quien se ha olvidado de lo importante, o ya no se acuerda de cómo buscarlo, o no se atreve

* * *

Táboa Redonda: otra vez la niñez

[Recupero este post, borrado por error, gracias a Manolo; que además me ha dado también una copia de los comentarios que había en el original, y que vuelvo a escribir.

Muchísimas gracias, Manolo.]


Hace años ya conté aquí parte de esta historia; la parte triste. Hoy soy algo menos duro y añado la otra mitad, la contrapartida amable.

Pero he estado triste casi todo el día, con una tristeza desasosegada, casi ansiedad. No soy capaz de ver de dónde viene, y menos aun cómo sacármela de encima, pero sé que tiene que ver con la insatisfacción, con una insatisfacción desdibujada pero innegable. Y esta, con buscar fuera -en los demás, podría decir- lo que debería ser algo más íntimo, algo mío, algo más callado.

Este artículo quizá sea un buen ejemplo de eso, de intento mal encaminado.





A galiña azul



Debíamos de tener ocho y seis años, o poco más. Yo creo que era la primera vez que mi hermano y yo íbamos solos a algún sitio: una sesión de cine infantil un sábado por la tarde, en el entonces instituto masculino, a solo unas manzanas de casa. No sé si daban una de los hermanos Marx o del Gordo y el Flaco. 

Después de la película sortearon varios libros. Primero me tocó uno a mí que me encantó, creo que un ‘Asterix’. Después dijeron el número de Pablo. A él, que era muy tímido, le costó salir, pero al final se levantó y fue hasta el estrado del fondo a recogerlo; y me acuerdo de cómo volvió con aquella sonrisa suya entre vergonzosa y pilla, que ahora veo a veces en mi hijo. Fue al sentarse cuando lo miró y no pudo evitar mostrar cierta decepción: era un cuento pequeño casi todo letra, y los pocos dibujos que tenía parecían hechos por un niño pequeño. Yo lo cogí y lo hojeé. “¡A galiña azul!”, exclamé con fingido entusiasmo. 

Al llegar a casa mi padre nos dijo quién era Carlos Casares y nos enseñó todos los libros suyos que teníamos. ‘A galiña azul’ (Galaxia) tardamos en leerlo, pero aún lo conservamos; hace poco lo vi. 

Hubo otra tarde aquellos años, una rara tarde de calle, en que yo había quedado con un niño de mi clase. Mientras esperábamos, mi hermano y yo íbamos a jugar al lobo; estábamos contando para ver quién pandaba cuando llegó mi compañero. Traía un balón y se dio por hecho que tocaba fútbol, que aun encima nunca me ha gustado. Pablo esperó unos segundos y luego se acercó, me tocó en el brazo y me preguntó en voz baja si ya no jugábamos. Le contesté que no podía. Creo, o quiero creer, que ya entonces lo lamenté, pero no puedo asegurar que no le dirigiese una sonrisa medio avergonzada al otro niño. Al cabo de un rato Pablo subió a casa sin decir nada. 

De toda mi infancia, no hay un recuerdo que me entristezca más que ese; que la pregunta de mi hermano, su tono de voz, su cara y mi negativa. Tanto, que, si pudiese viajar atrás en el tiempo y cambiar algo, lo primero que haría sería volver a aquel descampado, pedirle a mi compañero que esperase y decirle a Pablo que sí, que claro que jugábamos al lobo. 

La tarde de cine, la de ‘A galiña azul’, cuando la recuerdo, aparece como uno de esos momentos que llegan a iluminar, casi a dar sentido a una vida. Y compensa un poco la pena de aquella otra. Nos veo a los dos en aquellas butacas, a él mirándome contento mientras yo elogiaba su cuento, y me parece que, entre todos mis errores, una vez hice algo bien.

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8.12.15

Táboa Redonda: morir de éxito

Hay muchos ejemplos de muerte por éxito: Monet, Hopper, El Ganso, el queso de cabra con cebolla caramelizada y supongo que algunos escritores de ascenso tan meteórico como previsiblemente insostenible.

El turismo precipita esa muerte, que en su caso es casi literal: los admiradores (supuestos, supuestos admiradores, porque yo la verdad es que no me lo creo; no me creo que en el fondo les gusten más As Catedráis que Benidorm) acaban con lo admirado.




Heisenberg y el turismo

Venecia es una ciudad laberíntica recorrida por multitud de canales, por lo que es conocida con el sobrenombre de la Venecia italiana. También Italia quería una, como Bélgica, Rusia, Holanda, Dinamarca o Alemania.
A uno (a mí, sin ir más lejos) le pueden gustar más otras ciudades, pero lo que es innegable es su excepcionalidad, que por mucho que se lleve sabida no deja de sorprender. Y es que, claro, una ciudad sobre el agua, donde los canales son un ingrediente normal de la vida diaria, es algo digno de ver; y si a eso le añadimos una arquitectura maravillosa y evocadora, cómo no quedarse boquiabierto y marcharse completamente impresionado y con ganas de volver con más tiempo... y menos gente.
El turismo popularizó los viajes. Es un logro indiscutible sin el cual la mayoría de nosotros no habríamos pasado de Pedrafita y Venecia solo la veríamos en los cuadros de la sala de espera del dentista. Pero se nos ha ido de las manos. Llegar frente a la casa de George Orwell en Notting Hill y coincidir con una docena de personas leyendo la misma guía, tener que apartar a manotazos a los pintores callejeros de Montmartre, visitar el valle del Jerte en masa, contemplar la Gioconda desde quinta fila o no poder pasear por Santiago sin rechazar trozos de tarta sin parar hace todo un poco lamentable. Hoy en día Stendhal lo tendría difícil para llegar a embriagarse de belleza: lo sacaríamos del éxtasis artístico a codazos.
Hace tiempo vi un reportaje sobre las islas griegas en el que se mostraba cómo llevaban a cientos de visitantes, en autobuses, a contemplar una puesta de sol desde unos acantilados. Iban bajando, se colocaban en el sitio indicado frente al Egeo y escuchaban los elogios al ocaso que veían a través del móvil. Si esto les parece ridículo, piensen en la gente recorriendo en fila la playa das Catedráis o haciendo cola para sacarse un selfie en el famoso banco de Loiba, al lado del cual ya planean hacer un aparcamiento.
Cierto tipo de viaje vale para ir tachando casillas o contar que se ha estado, y supongo que para eso es, porque ¿en qué queda la experiencia? En una época en que hay excursiones organizadas a ambos Polos y la búsqueda de lo auténtico ya se ofrece con descuentos para grupos, puede que solo quepa mirar a nuestro lado y empaparse de algo sin hacer mucho ruido.
El principio de indeterminación de Heisenberg, en versión libre para profanos en física cuántica, dice que la presencia del observador influye tanto sobre el objeto observado que impide la observación precisa. Del mismo modo, la presencia del turista tiende a acabar con el encanto que hacía atractivo el lugar que visita.
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5.12.15

Ropa interior

El otro día, cuando Carlos se desnudaba para meterse en la ducha, al pasar delante de su puerta vi que hacía un movimiento raro, como intentando tapar algo. Y se rió.

Me acerqué y miré: estaba sentado sobre tres calzoncillos y tres pares de calcetines; los que llevaba puestos, que había ido añadiendo los últimos tres días.

Le pregunté si no le molestaban y dijo que no, que los estiraba bien.