[Recupero este post, borrado por error, gracias a Manolo; que además me ha dado también una copia de los comentarios que había en el original, y que vuelvo a escribir.
Muchísimas gracias, Manolo.]
Hace años ya conté aquí parte de esta historia;
la parte triste. Hoy soy algo menos duro y añado la otra mitad, la
contrapartida amable.
Pero he estado triste casi todo el día, con una tristeza desasosegada, casi
ansiedad. No soy capaz de ver de dónde viene, y menos aun cómo sacármela de
encima, pero sé que tiene que ver con la insatisfacción, con una insatisfacción
desdibujada pero innegable. Y esta, con buscar fuera -en los demás, podría
decir- lo que debería ser algo más íntimo, algo mío, algo más callado.
Este artículo quizá sea un buen ejemplo de eso, de intento mal encaminado.
A galiña azul
Debíamos de tener ocho y seis años, o poco
más. Yo creo que era la primera vez que mi hermano y yo íbamos solos a algún
sitio: una sesión de cine infantil un sábado por la tarde, en el entonces
instituto masculino, a solo unas manzanas de casa. No sé si daban una de los
hermanos Marx o del Gordo y el Flaco.
Después de la película sortearon varios
libros. Primero me tocó uno a mí que me encantó, creo que un ‘Asterix’. Después
dijeron el número de Pablo. A él,
que era muy tímido, le costó salir, pero al final se levantó y fue hasta el estrado
del fondo a recogerlo; y me acuerdo de cómo volvió con aquella sonrisa suya
entre vergonzosa y pilla, que ahora veo a veces en mi hijo. Fue al sentarse
cuando lo miró y no pudo evitar mostrar cierta decepción: era un cuento pequeño casi todo letra, y
los pocos dibujos que tenía parecían hechos por un niño pequeño. Yo lo cogí y
lo hojeé. “¡A galiña azul!”, exclamé con fingido entusiasmo.
Al llegar a casa mi padre nos dijo quién
era Carlos Casares y nos enseñó todos los libros suyos que teníamos. ‘A galiña
azul’ (Galaxia) tardamos en leerlo, pero aún lo conservamos; hace poco lo vi.
Hubo otra tarde aquellos años, una rara tarde
de calle, en que yo había quedado con un niño de mi clase. Mientras esperábamos,
mi hermano y yo íbamos a jugar al lobo; estábamos contando para ver quién pandaba
cuando llegó mi compañero. Traía un balón y se dio por hecho que tocaba fútbol,
que aun encima nunca me ha gustado. Pablo esperó unos segundos y luego se
acercó, me tocó en el brazo y me preguntó en voz baja si ya no jugábamos. Le
contesté que no podía. Creo, o quiero creer, que ya entonces lo lamenté, pero no
puedo asegurar que no le dirigiese una sonrisa medio avergonzada al otro niño. Al cabo de un rato Pablo subió a casa sin decir nada.
De toda mi infancia, no hay un recuerdo que me
entristezca más que ese; que la pregunta de mi hermano, su tono de voz, su cara
y mi negativa. Tanto, que, si pudiese viajar atrás en el tiempo y cambiar algo,
lo primero que haría sería volver a aquel descampado, pedirle a mi compañero
que esperase y decirle a Pablo que sí, que claro que jugábamos al lobo.
La tarde de cine, la de ‘A galiña azul’, cuando
la recuerdo, aparece como uno de esos momentos que llegan a iluminar, casi a dar sentido a una vida. Y compensa un poco la pena de aquella otra. Nos veo a los dos en
aquellas butacas, a él mirándome contento mientras yo elogiaba su cuento, y me
parece que, entre todos mis errores, una vez hice algo bien.
* * *