31.5.06

31 de mayo de 1970

Por docenas, no sé por qué, todavía se piden algunas cosas, como los huevos, los churros o las sardinas. Que por cierto tienen nombres bastante feos, me parece a mí. También se compran por docenas, en teoría, las rosas.

Yo, a partir de las cinco y cuarto de la tarde de hoy, tendré tres docenas de años. Nada más y nada menos.

Y aquí estoy, sentado en esta silla, pensando en mi vida. La única que tengo.

21.5.06

PSC/PP

[Política, obviamente]

No es lo único relacionado con la política catalana y sus protagonistas con lo que no estoy de acuerdo, y sé además que todas las partes pueden presumir de agravios sufridos, pero he de decir que el lema de los socialistas catalanes para el próximo referéndum me parece impresentable y vergonzoso.

A lo mejor el PP incluso se merece que le paguen con la moneda que no ha dejado de utilizar en los últimos tiempos, ésa que consiste en identificarse con la voluntad y la voz de un país entero (aunque ahora el país sea otro) y acusar a los demás de enemigos de la patria (otra, también), y tal vez esto no sea una respuesta tan desproporcionada a, por ejemplo, sus acusaciones de connivencia con el terrorismo (en la campaña gallega también aseguraron que votar al BNG era votar a HB y traer el terrorismo a Galicia, tal cual). Pero creo que en política no es el insultado (o, al menos, no es sólo él) el que determina la oportunidad o bajeza del insulto: estos comportamientos atentan contra las reglas del juego político y lo degradan, y son una falta de respeto hacia nosotros, hacia los ciudadanos, hacia los que sufrimos y sustentamos a los políticos.

Es por nosotros, por nuestra dignidad y la de nuestra democracia, por lo que cosas así son en mi opinión inadmisibles.

Marito.

No es por arrimar el ascua a mi sardina, pues no creo que coincida con lo que yo dije ni se pueda utilizar para apoyar mis tambaleantes teorías, pero, como estoy completamente de acuerdo con él y además (sólo faltaría) me parece magníficamente escrito, quería compartir con ustedes, a falta de uno propio, este texto:

(...) que la cultura, la literatura, las artes, la filosofía, desanimalizan a los seres humanos, extienden extraordinariamente su horizonte vital, atizan su curiosidad, su sensibilidad, su fantasía, sus apetitos, sus sueños, los hacen más porosos a la amistad y al diálogo, y mejor preparados para enfrentar la infelicidad.

Mario Vargas Llosa
La filosofía en el vestidor, El País, 21.05.06

18.5.06

Estrecho de Øresund.

Al acercarnos a la orilla vimos a una mujer bañándose. Hacía mal día y estábamos solos. El fondo allí apenas debe de tener pendiente, y ya desde lejos venía andando, muy despacio.
Llegó al embarcadero de madera y subió las escalerillas. No tenía menos de setenta años. Llevaba un bañador negro y un gorro blanco, era delgada y alta y tenía la piel morena y arrugada.
Nos sonrió mientras se quitaba el gorro, pasó por nuestro lado y se fue, descalza, por la hierba.
Pocas veces he visto a alguien tan elegante.

16.5.06

Las mentiras de UNICEF.

Leo una noticia sobre el último informe de UNICEF, La infancia amenazada, y entro en su página web para echar un vistazo.

Y, francamente, no me lo creo.

Dicen que cada día se mueren de hambre y sed miles de niños; millones cada año. Llevan no sé cuánto tiempo repitiéndolo. ¿Pero cómo puede alguien, a estas alturas, creerse algo así?

Ya verán. Imagínense a sus hijos, a sus hermanos pequeños, a sus sobrinos, a los hijos de sus amigos, imagínense a ustedes mismos cuando eran esos bebés que ven en las fotos de casa; imagínense a los niños que ven por la calle de la mano de su madre, entrando en la guardería o jugando en un parque. Y ahora traten de pensar que todos comienzan a enfermar, que poco a poco van estando más débiles, hasta que no se pueden levantar y se pasan el día acostados, que ya no se ríen ni les hacen caso cuando les hablan, que tienen la mirada fija y apenas los reconocen, y están serios, muy serios, y las mejillas van hundiéndoseles y marcándoseles los pómulos y las sienes, y cuando los cogen en brazos ellos abren la boca, sin fuerzas.
Sus hijos, sus sobrinitos, los niños de su mejor amigo, sus hermanos, están tirados en el suelo, esqueléticos, sin llorar y sin moverse, esperando.

[No, pero ustedes están pensando en niños negros con los ojos llenos de moscas, las costillas marcadas y vientres hinchados, en una explanada polvorienta, y tienen que pensar en sus hijos, en los de sus amigos, en sus primos pequeños. Y en lugar de en africanas escuálidas vestidas con harapos tienen que pensar en ustedes mismas, en sus novias, en sus mujeres, en sus hermanas, en sus madres de jóvenes.]

Y esos niños se mueren. Se van muriendo todos de hambre. Uno tras otro dejan de respirar. Quietos, sin hacer ruido, se mueren. Algunos en brazos de sus padres, otros encogidos en el suelo, solos, con la cara apoyada en la mano, como están ahora cuando van a darles un beso antes de acostarse y duermen. Pero sin respirar, muertos.

Pienso en mi hija [pero rápido, muy rápido], que con los ojos cerrados y los brazos y la cabeza colgando también se muere delante de mí, que no tengo qué darle ni puedo hacer nada más que abrazarla mientras el mundo se acaba con ella.

Imagínense que, por lo demás, todo sigue igual: la gente de otros sitios va a trabajar, se compran coches, discuten de fútbol, se ríen, salen a tomar algo, se van de vacaciones, ven la tele (algunos, mientras cenan, incluso los ven a ustedes llorando sobre sus hijos), etc. Y no sólo eso: imagínense que todos ellos tienen dinero de sobra para alimentar a esos niños y salvarles la vida, a todos, pero consideran que hay mejores formas de emplearlo.

¿A que no son capaces? Yo no puedo; he intentado describirles la situación, pero confieso que sin convicción, porque no consigo imaginármela.

Es imposible que algo así sea verdad. Por eso no me creo lo que dice UNICEF. En qué cabeza cabe semejante locura. En qué cabeza cabe que semejante horror se pudiera consentir.

9.5.06

Donau, Dunaj, Duna, Dunare, Dunav, Tuna.

Acabo de terminar de leer El Danubio.

He tardado meses, con paradas de semanas y varios libros leídos por el medio, pero, en contra de lo que eso pudiera hacer pensar, me ha encantado, me ha parecido una verdadera maravilla (es curioso, pero esto mismo me pasó con uno de los -en mi opinión- mejores libros que he leído, El libro del desasosiego; me llevó más de un año acabarlo).

Por supuesto, no pienso hacer una reseña del libro, y menos aun una crítica. Pero a todos aquellos que no lo conozcan les diré que en El Danubio el autor, Claudio Magris, nos cuenta un viaje desde el nacimiento del río hasta su desembocadura, viaje que aprovecha para hablar de los países, las ciudades, los paisajes y los pueblos por los que pasa, de su arte, de su literatura y de su historia. El resultado es un precioso e interesantísimo recorrido por la cultura mitteleuropea de la mano de un guía de excepción, que hace de cada capítulo una impagable lección pero que a la vez cuida de no caer en demostraciones gratuitas de erudición y asume un punto de vista mundano que se mantiene, aunque a veces deba elevarse un poco para ofrecernos alguna reflexión más general, muy próximo a la cotidianeidad que ve alrededor.

Nacida en Bela Crvka en 1864, la introvertida y neurótica escritora exaltó su pequeña patria, el ferroviario que anunciaba el nombre de la estación en varias lenguas, la pastelería Turoczi tan deseada en su infancia, el malhumorado señor Bositsch, propietario de la droguería Der schwarze Hunde, El perro negro, la bellísima señora Radulovitsch, servia, que paseaba en carroza ante la admiración general, los aiduques a caballo, los jenízaros sepultados en la colina...

Aquí habla de una localidad que fue húngara y después yugoslava (y ahora servia), habla de una tienda con nombre alemán, habla de servios, de jenízaros de otras épocas. Fíjense en cómo para esta escritora a la que se refiere Magris esa mezcla de idiomas de la estación era no sólo perfectamente normal sino característica de su hogar. ¿No les llama la atención? ¿Y no creen que esto tiene que ser determinante a la hora de configurar el carácter de un pueblo, la mentalidad de una sociedad?

Desde que comencé a salir de España me llamó la atención algo que nunca he dejado de observar: lo normal que, en comparación con lo que vemos en la nuestra, es en otras sociedades el contacto con extranjeros; y no me refiero a un contacto esporádico, sino a relaciones de trabajo o personales habituales y de cierta consistencia.
Me doy cuenta de que en mis impresiones tiene mucho que ver el hecho de vivir en una ciudad de provincias, y además gallega, pero aun así creo que es bastante evidente que en nuestro país, hasta hace poco y en casi todos los niveles sociales, las relaciones internacionales eran una rareza. En España, fuera de las zonas turísticas (en las que, me van a perdonar, el tipo de relación no es ni por asomo éste del que hablo), era perfectamente normal que alguien se pasase toda su vida sin tener el más mínimo contacto con alguien de otro país. Es más, me atrevo a decir que aun hoy en día, para el, digamos, 80 o 90% de los españoles, un encuentro con un extranjero sigue siendo un acontecimiento excepcional y casi exótico. Y no hablemos ya de plantearse, por ejemplo, irse a vivir a otro país por motivos laborales. En cambio, en otros países europeos (no en todos, claro; me parecen casos paradigmáticos los de Holanda, Dinamarca o Bélgica; en cuanto al Reino Unido, creo que una cosa es Londres y otra muy distinta el resto del país), uno se da cuenta de que viven y trabajan codo con codo con ciudadanos de otros países, que contemplan como algo normal la posibilidad de buscar trabajo en el extranjero, y que están, en fin, acostumbrados a un ambiente internacional.

Esto es así debido a causas geográficas, económicas, políticas, e incluso, en su momento, religiosas, que me parecen fáciles de identificar; y tiene unas consecuencias e implicaciones que supongo tanto positivas como negativas y sobre las que sería muy interesante que alguien más cualificado nos ilustrara. Yo sólo pretendo destacar el hecho.

El caso es que leyendo El Danubio, y sobre todo la segunda mitad del libro, cuando el viajero llega a Hungría, Rumania y Bulgaria, he visto que esto se repetía en cierto modo, que a lo largo de toda su historia esos países han sido hogar y frecuentada zona de paso de pueblos, etnias, culturas, religiones y lenguas diferentes (y resulta impresionante, por cierto, el empeño que la mayoría de esas comunidades ha puesto en mantener su identidad, en preservar sus características propias, durante siglos de vecindad no siempre amistosa). Dentro de este mosaico viviente que fue el imperio Habsburgo, cualquier población tiene un topónimo oficial en tres o cuatro idiomas, cualquier familia se ha rozado con otras de distinto origen, y cualquier región es o ha sido testigo de la convivencia secular de pueblos diferentes. Dicho sea de paso, la verdad es que al lado de esto uno encuentra la pluralidad de España, a pesar de sus avatares, de lo más estable; al menos en los últimos cuatro o cinco siglos (que no está mal).

Les recomiendo el libro, se lo recomiendo vivamente. Por su calidad literaria, en primer lugar, y por lo interesante que es asomarse a una parte tan sugerente y (ustedes perdonen) poco conocida de Europa y a una historia, la suya, con el atractivo de las historias turbulentas y lejanas.

2.5.06

Abuelos.

Hace meses escribí algo parecido. Se ve que fui sincero al hablar de aquellos sentimientos, porque han vuelto.

Al acostar a mi hija la otra noche, y cuando nuestro ritual diario estaba casi completado, le dije una de esas frases cariñosas (cada lugar, e incluso cada familia, tendrá las suyas, supongo) en forma de entre poema y broma, y que a menudo deben ser completadas por el niño. Y le pregunté si sabía quién me la decía a mí. No lo sabía: era mi abuelo.

Mi abuelo, el paterno, murió un mes y tres horas antes de que ella naciese.

Pensé en lo triste y lo injusto (si es que tiene sentido hablar aquí de justicia) que es que alguien que me quería tanto, para quien yo era más importante que la propia vida, y que habría adorado a mi hija, no la hubiese llegado a conocer. Y pensé que, como para mí los míos, para ella sus bisabuelos, muertos ya todos, no significarían nunca nada; mientras que ellos habrían cruzado el mundo, se habrían enfrentado a males sin cuento, habrían dado años de vida, por conocerla, por tenerla unos minutos en brazos, por vernos llegar a los dos una tarde a su casa.

Mi hija me fue preguntando los nombres de los cuatro y yo se los dije. Nunca lo había hecho.

Y fui recordando sus caras. Y, aunque por desgracia no soy creyente y la muerte me hunde en la más profunda de las desesperanzas, fue como si se la presentara, como si les dijera: "Esta es mi hija, abuelos, no me olvido de vosotros".

Y, afortunadamente, a esas alturas ella ya estaba dormida, porque yo no podía dejar de llorar.

1.5.06

Una tarde en la Fuente de la ranita.

Días tristes, estos.

Sufría, como todos, por el mundo que cambia, por las verdades que pasan, por los rostros amados que se alejan, por la innumerable pérdida de las cosas, dice Magris en El Danubio.

Veo a mi hija correr por la hierba, al sol, llamándome a gritos loca de alegría, riéndose a carcajadas ella sola, contenta de no tener que andar de la mano, de poder chillar, de tener tanto espacio libre, de sentir (aunque no lo sepa) su cuerpo vivo, de poder coger flores, de cortar las hojas en trocitos muy pequeños, de notar el aire en la cara, de esconderse de mí y de que la persiga. Y de vez en cuando llega muerta de risa a descansar a donde estoy, sentado en el suelo, y se me echa encima y me da un abrazo. Y yo respiro, cierro los ojos y no pienso, y tengo que contenerme para no apretarla fuerte, fuerte, fuerte.