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28.11.14

Aniversario ficticio del Bremen

El Bremen es un taller literario un poco guadianesco que nació hace unos siete años.

Yo lo conocí hace menos tiempo, y para mí (aparte de que me animó a escribir un poco) fue el segundo gran paso de la conversión del mundo virtual en relaciones de carne y hueso (el primero había sido encontrarme con blogueros tras leernos mutuamente varios años). Y supuso además, y más concretamente, conocer a un grupo de gente en el que di con personas verdaderamente interesantes y con las que surgió fácilmente la amistad. Una amistad atractiva que me ha enseñado cosas nuevas y vidas diferentes.

Cada momento que me he acercado a ellos ha sido muy bueno.

Creo de verdad que ha sido algo importante en mi vida en los últimos años.

Y ahora estoy en un tren, con Marta, rumbo a Madrid. Para celebrar todo eso.




8.1.13

Taller(es): El desenlace

[Justo cuando más debería haberme esmerado, pues iba a estar en ambos talleres y el tema de uno de ellos era, aun encima, la pareja, solo escribí esto, en el autobús camino a Madrid.]

El desenlace

En el saliente de un escaparate está sentada una pareja de veinteañeros. Ella lleva la melena teñída recogida en una cola; él es moreno y de pelo corto. La gente pasa por la acera.

La chica mantiene sujeto con una mano el cuello vuelto del jersey, subido hasta la frente, tapándose la cara. Él de vez en cuando se inclina y le dice algo en voz baja, pero ella no contesta. En una de esas ocasiones se acerca un poco más y llega a tocarle el brazo, que la chica aparta bruscamente. Entonces él se echa hacia atrás, se arrastra un par de metros más lejos, sube un pie al escalón y se recuesta contra el cristal, mirando al frente.

Inmediatamente, ella se baja el cuello. No lloraba. Lo fulmina con la mirada, se pone de pie, recoge su bolso de un manotazo y se va, pasando sin detenerse por delante de él, que suspira, se levanta, duda un segundo mientras la ve alejarse y, abrochándose la cazadora:

a) se marcha en dirección contraria.
b) va tras ella.


14.12.12

Un provinciano en Madrid: reencuentro

Ya he vuelto.

Para mí, Madrid, la ciudad, es ante todo la sorpresa de la gente, que me tiene tonto dos días; de la cantidad, por supuesto (la primera mañana, en el Metro, pensaba "En este tren hay más gente que en todo Vicedo"), pero también de la variedad y del anonimato general: me siento eso, provinciano. Es sequedad, es pelo sucio, labios secos, piel seca, nariz seca hasta empezarme a sangrar una mañana en clase. Es calefacciones achicharrantes. Es ir con el bolso al revés, con el cierre hacia el cuerpo. Es gastar y gastar.

Pero Madrid es también, como ya he dicho muchas veces, el paraíso del observador, la modernidad, gente que hace cosas distintas, otras profesiones, aire mentalmente fresco.

Madrid puede ser literatura de cerca (además de la comprada: qué maravilla, La Central), hablar con escritoras hasta la una de la madrugada sobre ella.

Madrid ha sido ver amigos y conocer a otra; ha sido el Bremen, tan cariñoso; ha sido la encantadora Lara; ha vuelto a ser mi querida Cal; ha vuelto a ser mi querido Javi; ha sido, como siembre, el gran NáN, y ha sido mis maravillosos anfitriones, Aroa y David.

Ya he vuelto. Y mejor, como esperaba.

11.10.12

Un hombre una mañana

[Una especie de no-cuento, para el taller aquel del que les hablaba]

En una cocina, un hombre solo espera sentado a la mesa, junto a la ventana. Respira con dificultad mientras mira el cielo y se fija en las nubes.

Del fregadero sobresalen una cuchara y un cuchillo metidos en una taza llena de agua, y piensa que tiene que recoger el lavavajillas. Al otro lado del cristal el viento mueve las ramas de un árbol que asoma la copa tras su terraza, y le entristece. Siempre lo ha hecho, tanto en la ciudad como en el campo el viento le ha parecido siempre la imagen de la desolación. Y más visto así, a través de una ventana, sin ruido. Todo parece sufrir sin quejarse.

Echa de menos a sus hijos. Esta semana ha conseguido organizar todas sus actividades de por las tardes, y espera sinceramente que las disfruten, pero al mismo tiempo no sabe, no sabe si está haciéndolo bien. Al fin se levanta y recoge el lavavajillas; primero el piso de abajo y luego el de arriba. Y aunque en recoger y tener las cosas hechas hay un cierto impulso, aunque es casi un gesto de confianza en alguna posibilidad, en esta ocasión no lo nota. Al acabar toma de la mesa un peine aún en su bolsita que ha comprado esa misma mañana para el niño. Despega el cierre, lo toca, se lo pasa por el pelo y se dice que no le hará daño; lo vuelve a guardar, pega de nuevo la banda adhesiva, que queda un poco torcida, y se sienta.

A los pocos segundos se vuelve a levantar y cierra bien la bolsa. Al sentarse se queda mirándola desde el otro extremo de la mesa, con la mejilla apoyada en una mano, y por un instante se siente orgulloso de sí mismo. Hasta que de repente se le forma un nudo en la garganta. Y piensa que ni siquiera ahora que ya no es joven sabe qué hacer, que todavía no sabe vivir y que el día menos pensado se le acabará el tiempo y él se quedará repitiendo como un tonto que no, que no puede ser, que aún no había empezado, que aún no había empezado.

28.9.12

Taller: J

[El tema del taller de esta semana era el retorno.
He intentado enfocar la cosa de otro modo. Por influencia de doña Graça Pina de Morais me he aventurado en el resbaladizo terreno del narrador con tendencias intimistas.]



No dejamos nunca de regresar.

Walter Benjamin


Aquel viernes, como acostumbraba a hacer un par de veces al mes durante la carrera, J volvía a su ciudad en autobús, a casa de sus padres.

Había llegado a la estación con varios amigos, comentando entre bromas la noche anterior, y se habían repartido entre los andenes, excepto uno que viajaba con él. Era noviembre, llovía, y al poco de salir ya se había hecho de noche. Al quedarse los dos solos la conversación se había vuelto algo más seria, pero el tono era todavía el de la universidad, el de cada día. Se aventuraban a tocar cuestiones personales pero sin llegar a entrar en intimidades. En aquel asiento aún eran estudiantes, jóvenes independientes en un mundo nuevo, y ambos intentaban prolongar esa sensación. Pero conforme se acercaban a casa su vida de siempre se iba imponiendo. Hasta que al entrar en la ciudad se quedaban los dos en silencio mirando las calles. Al llegar bajaban con sus bolsas, se despedían hasta el domingo y se marchaba cada uno por su lado.

J iba andando. A veces apenas levantaba la vista del suelo, pero algunos viernes lo observaba todo. Las calles, los edificios: no había pasado nada, nada cambiaba. También la gente estaba igual; hasta las caras conocidas que se encontraba, que no parecían reaccionar en absoluto, no hacían más que confirmar la falta de posibilidades. De pequeño, cuando vivieron unos años fuera y volvía con sus padres y su hermano en vacaciones, sufría al descubrir que su emoción no era correspondida por casi nadie, que a los que en la distancia había echado tanto de menos él no les importaba. Ahora no sentía añoranza por nada de esto, más bien al contrario, pero encontrárselo todo idéntico lo entristecía profundamente. Todo igual de gris, igual de sucio, igual de inmóvil, de muerto, para él.

Al fin entraba en su calle y llegaba al portal.

- ¿Quién?

- Yo - y mientras subía trataba de adivinar, por el tono de voz de aquel quién, qué se iba a encontrar.

Al salir del ascensor solía abrirse al mismo tiempo la puerta de casa. Uno delante, sosteniéndola, y el otro detrás, esperando. Más bajos, encogidos. Mayores. A veces, de repente, mucho mayores (mucho más, de hecho –pero eso no lo sabía ni podía sospecharlo entonces-, que casi veinte años después, cuando sus propios hijos cambiarían la vida de todos). Y en las dos caras una sonrisa y una mirada llenas de tristeza, a las que nunca fue capaz de responder con el ánimo que hubiese querido. Y unos abrazos prolongados, colgándose de él, que le dejaban muy claro su papel de consuelo en aquella familia. Un papel que tanto le pesaba.

La casa estaba casi toda a oscuras. Algunos días los cogía en la cocina, preparándose la cena, y eso ya le bastaba, era para él una señal de vida. Otros, una lámpara sola iluminaba la esquina del sofá donde se sentaban. Él dejaba las cosas en su habitación, hacía ruido, se movía, pero los veía. Se movían despacio, como con cuidado, en un intento de no molestarlo que solo le producía incomodidad, mal humor y culpa. Estaban acobardados. La pena los acobardaba. Todo les resultaba amenazador, el exterior, los demás, la vida, los asustaba. Tenían miedo. Hasta a él lo miraban como tratando de confirmar si estaba de su parte.

Cuando ya no había nada que hacer, cuando ya había recogido su ropa, había ido a comer algo a la cocina, o al baño, volvía a la sala y se sentaba. Respondía a sus preguntas con impaciencia, ausente, hasta que hacía la que debía.

- ¿Y F?

- Pues F, como siempre.

- ¿Dónde está?

- Por ahí, estará.

- ¿Qué tal?

- Como siempre…

- ¿Y las clases, y eso?

- ¿Y qué sabemos nosotros? Además las clases son lo de menos.

Y, sin llegar tampoco a decirlo nunca todo, una semana más a J le iba quedando clara la situación de desánimo y desesperanza que parecía ocupar sus vidas enteras.

- ¿No vas a salir?

- No, hoy no.

- ¿No has quedado?

- No. Si seguramente ni están. Supongo que mañana.

Pasaba así la velada, leyendo a su lado, tratando de que aquella noche de cada quince días se notase algo, de darles algo, de valer de algo.

A él, solo su cama, ya tarde, al acostarse de último tras agotar las posibilidades de la televisión, le ofrecía un poco de lo que pedía. Solo al meterse en la cama y reconocer el olor de las sábanas y el tacto de su almohada, y ver la misma rendija de luz de siempre entrando desde el pasillo, sentía que aún tenía un hueco donde quedarse, que todavía había algo, aunque fuese un recuerdo, que lo protegía. Que estaba en casa. Aunque fuese un recuerdo.


29.6.12

Taller: No es posible

[Esta vez las directrices del taller me resultaban un poco desconcertantes: contar algo que se observa.
Desconcertantes, porque escribir a partir de lo observado es para mí algo tan habitual que me parecía lo mismo que no marcar directriz alguna.]



NO ES POSIBLE
Llevo años bajando en coche por la calle Coruña, cada mañana, camino del trabajo. Desde hace unos meses, todos los días a esa hora un hombre y una mujer toman café en la misma mesa de una cafetería que hace esquina. Se sientan junto a un ventanal y, como yo vengo de arriba, puedo verlos desde bastante antes. Últimamente, además, aunque ya suelo ir despacio aminoro un poco para poder fijarme.

Él pasa de los cuarenta, es moreno, de gafas, con raya al lado. Ella parece algo más joven, y su ropa y su peinado también son discretos; muchas veces, como ayer, lleva diadema. Se sientan siempre uno frente al otro y tienen el periódico abierto en medio. Él se inclina hacia delante y le señala las noticias y las comenta. Por cómo hablan, no son pareja. Él sonríe todo el tiempo y cuando hace una pausa la mira, esperando a ver si dice algo, y luego sigue leyendo. Ella se apoya en el respaldo y mira el café o se acerca a leer también, y de vez en cuando levanta la vista y le devuelve la mirada.

A veces ella sonríe como sin querer. Entonces él se queda un segundo en blanco, hasta que se revuelve en la silla y pasa la página. Y ella remueve el café y se pone seria otra vez. Y apoya la barbilla en la mano.

A su novio no le gusta aquello. Él le pregunta por ese novio, y ella dice que bien, bien. Aunque nunca le habla así, ni le cuenta nada, ni le pregunta, ni la mira igual. Él en cambio le ha confesado que nada, que se ve que todavía no ha encontrado a la persona adecuada. O que la persona adecuada no lo ha encontrado a él. Y se ríe.

Algunos días, como hoy, la veo triste. Él sonreía, igual que siempre, en la postura de todos los días, y esperaba mirándola de reojo.

Al acabar van juntos hasta el edificio de al lado, cada uno a su oficina. Él camina despacio, alargando los metros. A veces al andar se rozan los brazos. Y entonces ella aprovecha el encuentro con alguna compañera para adelantar la despedida. Hasta mañana. Él se pasará la tarde tratando de recordar cada sonrisa suya, cada palabra, cada uno de esos veinte minutos; ella, intentando olvidarlos.


7.6.12

Taller: Disfunción

[El otro día se me ocurrió esto, y como el tema del taller (relato en primera, segunda y tercera personas) no me decía nada, decidí escribirlo. Es una chorrada, pero al menos esta vez no se me puede acusar de pretencioso.]

DISFUNCIÓN
Manuel y Sara llevaban diez años de pareja, los cuatro primeros como novios y, desde hacía seis, casados. Durante casi todo ese tiempo su vida sexual había sido, si no espectacular, sí bastante satisfactoria; tal vez un poco falta de imaginación, y desde luego sujeta a la evolución propia de la convivencia, pero buena en términos generales.

Hasta hacía unos dos años. En aquel momento, por alguna razón desconocida, Manuel había comenzado a rendir mucho menos en la cama. No era que no quisiese, o al menos eso decía él; era que no podía. Literalmente: cada vez le costaba más conseguir una erección. Él le aseguraba a Sara que seguía considerándola atractiva, y que desde luego sus sentimientos por ella no habían cambiado, pero que por algo, no sabía qué, aquello no iba. Y cuando iba, además no duraba nada, era visto y no visto.

Ella lo tranquilizó, se mostró comprensiva e hizo todo lo posible por que ambos encarasen el problema como adultos, con madurez. Lo hablaron mucho, buscaron información al respecto y acabaron yendo a ver a un terapeuta. Todo aquello obedecía a alguna causa psicológica, ni que decir tenía. Pero fue inútil; las sesiones no dieron resultado y el rendimiento de Manuel fue en picado, a la par que su autoestima. Se pasaba el día cabizbajo; y las noches, también. Lo que primero fue una impotencia parcial y ocasional acabó siendo total y constante. Y a pesar de su buena disposición y su paciencia, era innegable que a Sara aquello estaba empezando a hacérsele muy cuesta arriba.

Hasta que un día, desesperado, viendo que todo amenazaba con venirse abajo, Manuel se atrevió a hacer caso de un anuncio exótico y nada fiable de una de las revistas que, por si pudieran servir de acicate, desde hacía un tiempo compraban. Llamó para preguntar y, tras unos días de dudas, se decidió a concertar una primera cita. Cita a la que siguieron muchas otras, pues contra todo pronóstico aquel tratamiento comenzó desde el primer momento a dar resultados, apenas apreciables al principio pero evidentes desde la tercera o cuarta semanas. A los dos meses de empezar, Manuel estaba totalmente curado.

¿Curado? ¡Curado es poco! ¡Manuel estaba irreconocible! Hecho un toro, así estaba. Porque aquello no le había hecho recuperarse, no, sino que lo había convertido en otro hombre, en un portento, en un prodigio de la naturaleza, en el amante perfecto, siempre dispuesto e inagotable.

***

- Manuel, mira, yo no sé qué te pasa, pero yo no puedo seguir así, ¿no te das cuenta? Pero mírate, por favor, ahí tirado, todo el día igual. Que ya ni me hablas apenas, que ni sales, ni nada, y no sé por qué. Que te han despedido y todo, y a ti parece no importarte, no reaccionas, no haces nada. ¿Pero qué te pasa? Parece mentira, con lo bien que nos iba todo. Después de aquello, de tu problema, con lo bien que te quedaste… Pero esto, esto es peor. No sé por qué empezaste a cambiar así, pero prefería aquello, Manuel; sin sexo se puede vivir, pero así no, con alguien que no tiene interés en nada, ni en los demás, que con todos has dejado de hablar, ni en mí, claro. ¡Pero qué te pasa! ¿Es que no me quieres? Dímelo, Manuel, dímelo porque yo esto no lo puedo aguantar. Y me da igual que en la cama sigas cumpliendo. Cumplir así, como un muerto, sin mirarme, sin decir nada, tú a lo tuyo, como un robot. Es que eso no es sexo ni es nada, Manuel. ¿A mí eso de qué me vale? ¿Tú te crees que me gusta verte con los ojos fijos en la pared, como concentrado en tus cosas, o quedarte tumbado después, completamente ausente? Y el resto del tiempo, el resto del tiempo, Manuel, ¿qué haces?, ¡qué vida es esta, tumbado todo el día! Y esa mirada vacía, distante. ¿Te estás drogando, cariño? ¿No me lo quieres decir? He pensado de todo. Ya sé que no duermes por las noches. ¿Te crees que no me doy cuenta? Tienes que decirme algo, Manuel, ¡tienes que decirme qué te pasa, porque yo no puedo seguir así! ¡Manuel!

***

Sr. Juez:

He tardado mucho en decidirme a dar este paso, pero ya no tengo ninguna duda: no puedo continuar así, no aguanto más, y si nada lo remedia en cuanto termine esta carta pondré fin a mi vida. Una vida que ya ni es vida ni es nada.

Y todo por culpa del sexo.

Aunque supone para mí un enorme esfuerzo escribir, las extrañas circunstancias que rodearán mi suicidio me obligan a intentar explicarme lo mejor posible; entre otras cosas, para asegurarme de que mi exmujer, Sara, queda liberada de toda responsabilidad. Pues solo a mí, a mi imprudencia y mi insensatez, cabe culpar de la situación en la que hoy me veo.

Todo empezó cuando, a raíz de mi prolongada y aún hoy inexplicada impotencia de hace un par de años, me decidí a acudir a una especie de pseudo-médico, de curandero que prometió solucionar mi problema, y de hecho lo hizo, aunque a la postre el remedio resultase peor, con mucho, que la enfermedad. El tal doctor Schwarzkopf me introdujo en las prácticas de ciertas tribus centroafricanas que, al parecer, logran controlar ciertos músculos de la base del pene para conseguir erecciones a voluntad. Aseguraba haber estudiado bien su método y su base fisiológica, y según él no entrañaban riesgo alguno y el éxito estaba garantizado.

Según el doctor, el músculo isquiocavernoso, causante de abrir el paso a la sangre que llena los cuerpos cavernosos del pene (discúlpeme si le estoy contando cosas que ya sabe, pero prefiero no dejar cabos sueltos en mi explicación), así como de cerrárselo en su camino de vuelta, como músculo estriado que es, debería ser de contracción voluntaria. Y sin embargo, lo cierto es que la vida moderna nos lo ha ido atrofiando y hace milenios dejamos de tener ese dominio sobre él. No es así, en cambio, en el seno de algunas tribus africanas, capaces de contraerlo cuando desean, y por tanto de conseguir erecciones con solo proponérselo; lo cual los convierte, como usted comprenderá (perdone usted), en unos amantes reputados.

Con el doctor Schwarzkopf el tratamiento consistía en el desarrollo de una serie de técnicas de concentración que, poco a poco, iban permitiendo al paciente recuperar ese control sobre el músculo en cuestión, y, por consiguiente, alcanzar la erección a voluntad. Y lo más sorprendente es que funcionaba. Imagínese usted, señor Juez: no hablábamos ya de solucionar un problema de impotencia, sino de convertirse de la noche a la mañana en el amante perfecto. Como de hecho fue: enseguida comenzaron a apreciarse los progresos, y pasé de sufrir un desmoralizador problema de disfunción eréctil a erigirme (con perdón) en un supermán del sexo.

¿Cuál fue el problema? Mi ambición, mi insaciabilidad, que fueron mi perdición.

No me bastaba con ser un buen amante; ni siquiera con ser un amante magnífico. Quería más. Quería ser adorado por mi mujer, ser la envidia de todas sus amigas (y solo la envida: siempre le fui fiel), ser famoso, capaz de todo, el amante ideal, un virtuoso del sexo... Y continué con el método. Desoyendo los consejos del doctor, y a pesar de que era evidente que mi problema estaba superado y dejado muy atrás, seguí practicando con tesón, perfeccionando mi técnica durante meses, llevándola a lo más alto (disculpe usted de nuevo). Quería más, quería dominarlo por completo; no me bastaba con hacerlo bien, quería hacerlo perfecto, y además con adornos: subir y bajar, crecer y parar, seguir, amagar y culminar, etc. En fin, usted ya me entiende. Y para lograrlo, sometí a mi cuerpo, a mis músculos, hasta extremos inimaginables. Mi control sobre ellos, mi dominio de sus movimientos, era absoluto.

Pero estaba jugando con fuego, y no me di cuenta.

Todo empezó por unos pequeños mareos, hará cosa de un año y poco, cierta debilidad ocasional que yo achaqué al cansancio, al esfuerzo físico (dese cuenta de que nuestras jornadas sexuales se prolongaban horas y horas, a veces durante toda la noche). Pero enseguida fueron a más: molestias en el pecho, sensación de ahogo, digestiones difíciles, etc., a las que se le juntó una torpeza de movimientos cada vez más evidente. Era como si tuviese que estar pendiente de mis brazos y mis piernas cada vez que los iba a mover, y concentrarme en que hiciesen lo que quería. Algo extrañísimo, que pronto fue muy preocupante.

Lo que me estaba sucediendo (ahora lo sé) era que, en mi obsesión por controlar mi musculatura pélvica, por hacerla responder a mi voluntad, por inhibir sus automatismos, me había extralimitado hasta tal punto que había terminado por lograr el dominio sobre todos los músculos de mi cuerpo. Todos: estriados y no estriados. Que toda mi musculatura lisa, la musculatura de contracción refleja, involuntaria, estaba dejando de comportarse como tal, y ya no respondía más que si yo así lo decidía de manera consciente. Y eso no era todo, sino que ciertas funciones automatizadas, todas esas del parasimpático, estaban dejando de serlo también.
¿Le parece algo poco importante? ¿Le parece que, bien mirado, podría incluso tener su lado bueno? Oh, no, le aseguro que no es así. Le aseguro que el cuerpo es sabio, y que cuando decide que ciertas funciones deben trabajar con independencia tiene una buena razón para ello. Porque lo contrario es, señor Juez, sencillamente inviable. Imagínese teniendo que estar pendiente de todo aquello que para cualquier humano marcha solo, imagínese teniendo que detenerse a pensar cómo mover las piernas al caminar, cómo llevar el tenedor a la boca o mover el cepillo de dientes de arriba abajo; imagínese aprendiendo a hacer las contracciones del esófago para que el bolo alimenticio llegue al estómago, y, una vez allí, trate usted de menear el estómago; por no hablar de los movimientos intestinales, metros y metros de movimientos intestinales. Pero eso, aun siendo engorroso a más no poder, no es nada comparado con respirar. ¿Ha pensado usted la cantidad de veces que toman y expulsan aire nuestros pulmones? ¿Y que nunca paran? ¡¿Y el corazón, señor Juez?! Usted no puede hacerse una idea de lo que supone estar pendiente de los latidos de un corazón, de mantenerlo en funcionamiento, de adecuar su ritmo a cada situación, de no perderlo de vista ni un segundo.

Ha sido horrible. He pasado por un infierno que con el tiempo no ha hecho más que empeorar: sin apenas comer, porque me confundía y me hacía perder el hilo de otras cosas; limitando mis movimientos, cada vez más difíciles; sin dormir (¿cómo dormir y seguir respirando?, ¿cómo dormir y seguir controlando el corazón?), sin posibilidad de hablar ni relacionarme. ¡Llevo semanas escribiéndole esta nota, pues las dificultades de redactar y de pensar en su contenido, a la vez que atiendo a mis funciones vitales básicas, son indecibles!

Por descontado, mi vida en sociedad, y por supuesto cualquier relación personal, eran del todo inviables. Pobre Sara, con lo que buena que fue siempre, con lo que nos quisimos; que tuviese que irse así, sin una explicación, sin una palabra de despedida…

Y ahora he decidido poner punto final a este calvario. Estoy convencido de que verá usted motivos sobrados para ello. Y más si le digo que mi sufrimiento, mis padecimientos, van a más. Aunque yo hice el bachillerato por Biología, me faltan conocimientos para explicar lo que me está pasando desde hace unos días; pero mucho me temo que mi transformación sigue avanzando, y ha descendido a nivel celular. Tal vez sea todo una tontería, pero cada vez siento cosas más raras, alteraciones extrañísimas; y por mucho que palpite, por mucho que respire y trate de alimentarme, no mejoro. Mi salud empeora a pasos agigantados. Supongo que algún órgano intracelular, las mitocondrias, o qué sé yo, está atrofiándose y esperando a que yo le dé instrucciones exactas de qué hacer, y ha dejado de hacer su trabajo. Y como comprenderá….

Ya veo cercano el desenlace fatal. Realmente, no me suicido; tan solo evito prolongar mi fin, que sería en cualquier caso cuestión de días.

Verosímil o no, mi historia queda contada. Solo me resta parar mi corazón y que mi cuerpo, en venganza por mis ultrajes, por mis caprichos, deje de funcionar del todo. Pensaba no respirar, pero lo cierto es que siempre me ha angustiado mucho esa sensación de asfixia. Sin embargo, creo que lo del corazón, hacer que deje de bombear, será poco más o menos como desangrarse, una muerte tranquila.

Lo tengo fácil, no necesito más que despistarme por un momento, distraerme pensando en otra cosa y

 

11.5.12

Taller: Cuatro años

[El tema era lo culinario, aunque como verán no es más que una excusa de partida.
Es muy largo para un post, pero bueno, ahí va.]


Cuatro años

"Desde que se habían casado, hacía ese día cuatro años justos, Tomás y Ana vivían en un adosado junto a la carretera, en Bastabales, cerca de Santiago. Cuando lo compraron les hizo mucha ilusión la idea de vivir oyendo las campanas del poema.

Todos sus aniversarios los habían celebrado en casa, solos. Ana lo había querido así desde el principio, una cena íntima; y a él le había parecido bien hacer de esa noche una velada hogareña que para él, por su trabajo, era excepcional.

Pero ese año Tomás había propuesto por primera vez cenar fuera.

- ¿Fuera? ¿Pero no vamos a cenar aquí, como siempre?

- Bueno, me apetecía hacer algo distinto.

- ¿No prefieres que lo celebremos solos? Tenía ya el menú pensado.

- También está bien variar un poco, ¿no? Este año me apetecía salir, ver gente, no sé...

Al final, Ana insistió y quedaron en que cenarían en casa. Pero como Tomás no parecía demasiado contento, esa misma mañana, mientras él se afeitaba, ella le dijo desde la ducha si le apetecía que invitasen a Lucía y Roberto, sus mejores amigos.

- ¿Invitarlos esta noche? ¿A Roberto y Lucía? No, no.

- ¿No? Pensé que, como te apetecía cambiar un poco.

- No. O sea, sí, pero no eso. No, ¡cómo vamos a invitarlos por nuestro aniversario!

Poco después de terminar de comer empezaron a prepararlo todo. Ana había pensado en hacer unos hojaldres de queso de cabra y setas que le salían muy bien, de primero, y luego una carne rellena, una receta nueva. Tomás se había encargado de ir, lista en mano, a la compra. Ahora él iba sacando las cosas de la nevera y se las iba dando a Ana, que las colocaba en dos grupos sobre la encimera.

- La masa de hojaldre, la bandeja de setas; van dos tipos mezclados, boletus y otro, no sé bien cuál. El redondo. Pesa algo menos de lo que me dijiste, pero no había más.

- No pasa nada.

- ¿Saco ya la caja de huevos?

- Sí, así ya los voy cociendo.

- Las cebollas y los ajos los puse ahí, en el carrito. Toma, el pan rallado.

- Vale. ¿Y el queso?

- Ah, aquí.

- Bueno, voy a hacer el relleno, que creo que lleva tiempo, y ya dejamos lista la carne para el horno. Al final va a coincidir con los hojaldres, pero se pueden poner encima, en la bandeja.

- Vale. ¿Te hago falta?

- ¿Falta? No. ¿Te vas, o qué?

- No, no; digo aquí, en la cocina.

- No. A lo mejor después.

Antes de que Tomás saliera, Ana lo interrumpió.

- ¿Te pasa algo?

- ¿A mí? No, nada.

Tomás fue a sentarse al salón. Sacó del bolsillo el móvil, que tenía en silencio, y leyó un mensaje que acababa de recibir. Contestó rápidamente y lo guardó de nuevo. Se quedó en el sofá mirando hacia la ventana. En ese momento salió Ana de la cocina. Subió al dormitorio y bajó al poco rato, y lo vio en la misma posición.

- ¿Seguro que estás bien? –le sonrió antes de entrar de nuevo.

- Que sí.

Ana puso un cazo con agua al fuego y empezó a pelar y picar las cebollas. De vez en cuando levantaba la cabeza y miraba hacia fuera. El cielo estaba desde por la mañana totalmente cubierto, y en ese momento comenzó a llover.

Tomás se había puesto de pie y miraba también por la ventana, de brazos cruzados. Notó la vibración de otro mensaje en el teléfono. Miró atrás, hacia la puerta de la cocina, y lo leyó. Apagó el móvil y lo guardó. Dio unos pasos por el salón, volvió a cogerlo, lo encendió y lo metió en el bolsillo otra vez. En ese momento oyó a Ana, que lo llamaba desde la cocina.

- Qué.

- ¿Y las nueces y los piñones?

- ¿Las nueces y los piñones? Pues… ¡Mierda, me olvidé!

- ¡¿Que te olvidaste?!

- Sí. Es que como tenía que cogerlos en la otra tienda, salí del súper y con las prisas ni me acordé.

- ¡Pero hombre, pero si son imprescindibles!

- Joder. Bueno, voy en un momento.

- Ahora está cerrado, ¡a dónde vas a ir ahora!

- ¿Está todo cerrado?

- ¿Qué vas a ir, a Santiago? Pues claro que está todo cerrado. Hombre, Tomás…

- Bueno, coño, lo siento. ¿Qué pasa? Tampoco pasa nada por eso, ¿no?

- No, no pasa nada, claro. La receta ya no se puede hacer, pero no pasa nada. Qué más da.

- Pues la haces de otra forma, Ana.

Ella abría y cerraba cajones y alacenas, buscando en vano.

- Sí, de otra forma. Joder, te dije que eran imprescindibles. Que los cogieras en la tienda en vez de en el súper, que fuesen buenos, y que eran imprescindibles.

- ¡Ya te he oído! -Tomás hizo ademán de buscar él también, pero paró enseguida- Lo siento. Bueno, ¿y no habrá ninguna forma de cambiar eso y seguir más o menos la receta?

- No sé. Yo qué sé.

- Puedes preguntarle a Lucía, ¿no?

Ana tardó unos segundos en responder.

- Sí, supongo. No sé si estará en casa.

- Pero llámala al móvil.

Ella, que había seguido moviendo paquetes y bolsas mientras le contestaba, se quedó quieta y le miró.

- ¿Cómo sabes que es de Lucía, la receta?

- ¿Cómo? ¿Que cómo lo sé? No sé –fue hasta el fregadero y bebió un vaso de agua-. Pues porque me suena de ella, supongo.

- Ya. ¿Tienes ahí el móvil, que el mío lo he dejado arriba?

- No. No, aquí no.

Ana salió de la cocina. Él se sentó a la mesa, apoyó la barbilla en las manos y se quedó inmóvil hasta que ella entró de nuevo.

- Pero esta receta se la pedí a Lucía precisamente porque no me sonaba de nada. Nunca nos la ha hecho.

- ¿No? –se levantó- ¿Estás segura? Pues ni idea, lo habré dado por sentado, que era suya. ¿La vas a llamar?

- No contesta, ya he llamado.

- Ah. Tendrá el teléfono apagado.

- Sí.

Ana se acercó de nuevo a la encimera y abrió la bandeja de las setas, el queso y el paquete de la masa. Cogió el cuchillo y cortó las setas y el queso en dos montoncitos, y comenzó a separar las láminas de hojaldre. Tomás la miraba de pie, desde la pared de detrás.

- ¿Será muy pronto para cerrarlos? –dijo ella en voz baja.

- No sé. ¿Pero los vas a meter ya en el horno?

- No, hombre, pero no sé si las setas se secarán, o ablandarán esto; no tengo ni idea, nunca los hago con tanto tiempo.

Paró de trabajar y se quedó quieta mirando toda la comida.

- No sé qué hacer con lo de la carne.

- Pues hazla igual pero sin las nueces y los piñones. ¿No puede ser?

- Pero si es que toda la gracia del plato está en eso. Si no, es una carne mechada normal y corriente. Además la salsa también llevaba frutos secos.

- Ya.

- Es que no tiene nada que ver.

- Ya –Tomás se separó de la pared-. Bueno, da igual, Ana.

- No. Yo quería hacer algo especial. No da igual.

Tomás salió. Ella siguió con los hojaldres. No le salían bien, quedaban feos o se le abrían. Al cabo de una media hora él volvió a entrar.

- Mira, por qué no vamos a cenar fuera, ¿eh? Podemos ir a La Corredoría, que te gusta tanto, ¿eh?

- No.

- ¿Pero por qué no? He llamado y hay sitio -Ana se giró, se apoyó de espaldas en la encimera y se cruzó de brazos-. Esto no se estropea, lo guardamos y lo hacemos mañana.

Ana se quedó mirando para él.

- Para mí esto es importante, Tomás. Para mí es importante celebrar nuestro aniversario.

- Pero si para mí también…

- Y celebrarlo así, en casa –suspiró-. Me gusta hacerlo así, y quiero hacerlo. A lo mejor tú no lo ves como yo, no pasa nada, pero para mí dice mucho que seamos capaces de celebrar este día solos. Solos y en casa –se calló un momento-. Ya salimos muchas veces, cenamos por ahí muchísimo. Pero a mí me gusta que esta noche sea distinta, que sea solo cosa de nosotros dos. Y que aun así sea estupenda.

Se quedaron los dos callados, sin mirarse.

- ¿Quieres que cenemos fuera? –siguió ella al fin- Pues cenamos fuera.

- Pero, a ver, tampoco es eso. Así no, así no quiero.

- ¿Así, cómo?

- Pues contigo enfadada, Ana, coño.

- Pues lo siento, pero lo estoy. Resulta que lo que íbamos a hacer ya no se puede hacer, porque no has traído las cosas, y me cabrea.

- ¡Pero vamos a ver! ¿Qué es lo que te cabrea? ¿Que me haya olvidado? ¡Oye, que no lo he hecho a propósito!

Ella lo miró sin decir nada y se alejó unos pasos, hacia la ventana.

- No es eso, Tomás. Ya supongo que no lo habrás hecho a propósito. Es lo que significa; o lo que yo veo en eso.

- ¿Lo que tú ves en eso? ¿Y qué ves en eso, si se puede saber?

- Es todo, Tomás. Es tu falta de ganas, tu pasotismo con este tema.

- ¿Pero qué dices? ¿Qué pasotismo?

- No me digas que has mostrado el más mínimo interés por lo de hoy, por la cena, por todo. ¿Qué pasa, que es cosa mía y tú eres el invitado? Otros años no era así, desde luego.

- ¡Pero que a mí no me pasa nada, que estoy como siempre!

- Pero si es la primera vez que no tengo flores por la mañana…

Tomás se sentó.

- Me olvidé.

- Ya, también. Pues eso.

Ana volvió hacia donde estaba trabajando y toqueteó las cosas, distraída, hasta que salió de la cocina. Tomás se levantó y fue tras ella.

- Pues mira, ¡sí, es verdad!: no me apetecía, no me apetecía este plan, este año. Ya te lo dije, que prefería salir fuera, que me apetecía más ver gente y variar un poco, coño. ¿Qué pasa? ¿Tan malo es?

Ella se dio la vuelta. Se quedaron ambos de pie en el centro del salón.

- No sé, Tomás, no lo sé.

- ¿Qué pasa por querer cambiar? Hombre, Ana, ¿qué pasa si no me apetece lo de siempre?

Ana lo miraba sin decir nada.

- Joder, pero qué pasa. Me olvido de las putas nueces… Perdón. Me olvido de las nueces y parece que lo he hecho a propósito para molestarte. Y no me apetece el plan de siempre, tu plan, y tampoco puede ser. Soy el culpable, el malo –Tomás se había puesto a andar de un lado para otro-. Pues no, coño, no es así. A veces esas cosas pasan. Bueno, lo del despiste yo creo que no merece ni comentarlo, pero lo otro: pues me apetece más otra cosa, Ana, no lo he hecho a propósito. Sucede y punto. ¿Tú quieres tu plan de siempre, lo que te gusta a ti? Pues yo no. Yo no. ¿Es que no podemos cambiar? ¿Es que tenemos que seguir toda la vida igual, una vez hecha la elección? ¿No tenemos derecho a equivocarnos, y rectificar?

- Pero de qué hablas. ¿Por qué te pones así?

- Pues de eso. ¿Que por qué me pongo así? Por lo de siempre, joder. Que no lo hago a propósito; que no estoy haciendo nada malo. ¿Por qué tienes que hacer que parezca el culpable?

Ana se dejó caer en un sillón.

- Esas cosas pasan, Ana, y nadie tiene la culpa –Tomás andaba de un lado para otro-. ¡Estoy harto!

Ella lo miró fijamente durante unos segundos. Se levantó y se acercó a él, e hizo ademán de besarlo. Él se apartó.

- ¡Estamos hablando!

Ana se detuvo, dio media vuelta y fue hasta la ventana. Se quedó mirando hacia fuera. Seguía lloviendo. Los campos y las casas parecían en silencio, sin vida. Estuvieron así un rato.

- ¿Tú me quieres? –dijo sin girarse.

- ¿A qué viene eso ahora?

Ana apoyó la frente en el cristal. El jardín estaba empapado. La hierba y las baldosas brillaban, las flores temblaban con los golpes de las gotas. Se oyeron las campanadas de la iglesia."



20.4.12

Taller: La comida

Para leer el relato, deberán ir al post

http://unhombresentadoenunasilla.blogspot.com.es/2011/11/taller-la-comida.html

Copien y peguen, por favor.




30.3.12

Taller: Andrés y Paula

[He vuelto a escribir para el taller. A ver si esta vez, además de tiempo, tengo más ganas.
El tema era Toda trampa es posible. Es un poquito largo...]

Andrés y Paula

- Qué, qué pasaba.

Andrés se sienta a su lado y tarda un momento en responder.

- Estaba llorando -dice, mirándola.

- ¿En sueños?

- No, qué va, despiertísima. Se acaba de quedar dormida, aún; llevo todo este tiempo hablando con ella.

- Oh, ¿pero qué le pasaba?

- Pues lo de la muerte, lo de si nos vamos a morir, otra vez. Que no quiere que nos muramos, que los abuelos se van a morir pronto, y que no quiere. Eso.

- ¿Otra vez? Pobre. ¿Y se ha quedado bien?

- Bueno, sí. Sí, más o menos.

Andrés mira distraído la televisión, sin verla. Paula se gira hacia él y apoya el codo en el respaldo del sofá.

- ¿Tú crees que puede ser un problema? -le dice.

- El qué, ¿que piense esas cosas? No. A mí me parece normal; yo creo que es una etapa que pasan todos los niños, al llegar a una edad, ¿no?

- ¿Todos los niños? ¡No! Yo nunca pensé eso, desde luego.

- ¿Ah, no? Pues yo sí. Y yo creo que conozco más casos. No sé... - se interrumpe un momento- ¿Nunca te pusiste a pensar, así, en la cama, en cuando se murieran tus padres, o en que tú, o tus hermanos (bueno, no, que tú no tienes), que tú también te morirías? ¿Pero sobre todo en lo de tus padres, en que no querías que se muriesen? ¿Y que era algo angustioso? Vamos, lo que le pasa a ella.

- No. Nunca en mi vida -contesta Paula asombrada. Andrés enarca las cejas, sorprendido.

- Es que tú eres muy superficial -y se le queda mirando, medio sonriendo.

- Sí, claro -Paula le quita una pelusa del hombro, y vuelve la cabeza hacia la tele-. Es la primera vez que lo oigo.

Ambos permanecen un rato callados. Él se levanta a la cocina a beber y vuelve.

- Pero, ¿y no era horrible? ¿Qué pensabas, exactamente?

- Pues eso. Sí, era horrible. Horrible. Pensaba... pues la verdad: que mis padres se iban a morir, como todo el mundo, algún día; y pensaba en ellos (yo creo que además me los imaginaba sentados en la sala, como nosotros ahora, y como estaban en aquel momento ellos), y empezaba a recordar momentos buenos, muy cariñosos, muy alegres, y entonces imaginaba que desaparecían, que se iban para siempre y nunca más los iba a ver. Casi era un poco masoquista, porque era como si me mortificara recordando escenas especialmente emotivas, ¿no sabes?, especialmente alegres, y bonitas, y entonces entraba como en una caída libre donde iba alternando esas imágenes con la idea de perderlos. Y claro, era terrible, aquello: ¡una pena!

- No, ya. ¿Y qué hacías?

- Casi siempre acababa levantándome y apareciendo en la sala, hecho un mar de lágrimas. Si no me oían ellos llorar, ya antes, y venían a ver qué me pasaba.

- ¿Y qué te decían?

- Lo típico: que no me preocupase, que cómo pensaba esas cosas, que para eso aún faltaba muchísimo. Lo que le digo yo a Tina, más o menos.

- ¿Y te quedabas bien? Quiero decir, ¿te tranquilizabas y se te pasaba? ¿Te quedabas normal, después?

Andrés se queda pensando.

- Supongo que sí, dentro de lo que cabe. Visto desde ahora, yo creo que lo que pasaba era que me consolaban, que en realidad era cuestión de consolar, más que nada, de dar cariño para compensar toda esa tristeza. Y sobre todo, que verlos, tocarlos, tenerlos delante normales y corrientes me sacaba de esa vorágine de imágenes angustiosas, de esa pesadilla en la que me metía.

Paula sigue mirándolo, hasta que él continúa.

- Supongo que a Tina le pasa lo mismo: que se tranquiliza. Porque es que lo otro es casi histeria pura.

Ella no dice nada, y por un momento vuelve a mirar al frente. Además de la luz del televisor, solo tienen un flexo encendido. Andrés cruza las piernas y se recuesta un poco más.

- Jo, pues pobre. A mí nunca me pasó. Pero parece increíble, que un niño pueda pensar en esas cosas, y llegar a angustiarse tanto, ¿no? No sé, a verlo todo tan negro, y además como algo completamente real. Bueno, no real, sino tan cercano, tan próximo.

Andrés ha cerrado los ojos.

- Es que es real. Y cercano, y próximo.

- ¿Para un niño? Hombre, yo creo que no.

- Que es real no admite discusión, ¿no? –abre los ojos y se incorpora un poco- Y con respecto a si es algo cercano o no, ¿no lo es, en realidad? Quiero decir, que la muerte, las muertes, que nos vamos a morir, no solo es algo seguro sino mucho menos predecible y controlable de lo que queremos creer.

- Bueno, claro, ya sé que en cualquier momento nos puede pasar cualquier cosa; pero hay, digamos, una normalidad. Con mil excepciones, pero que son eso, excepciones a lo lógico.

- Hasta cierto punto. O, mejor dicho, es verdad que hay una especie de “calendario vital”, y que vamos cubriéndolo, y contamos con seguir haciéndolo. Ya lo sé –se pasa los dedos varias veces por la boca, mecánicamente, mientras piensa.

- Pues eso. ¿Entonces?

- Pues que en realidad ni siquiera vivimos con eso. Ni siquiera asumimos eso. Yo, a Tina, como mis padres a mí, y me imagino que como todos los padres a sus hijos, en este tema le doy otra versión, una versión más segura, más tranquilizadora.

- Pero es normal. Es que yo creo que en esos momentos lo que se pretende es tranquilizarlos, quitarles ese miedo.

- ¡Esa es la cuestión!

- Cuál.

- El miedo –Andrés se inclina hacia delante y apoya los codos en las rodillas, ligeramente girado hacia ella– Queremos que no tengan miedo, que dejen de pasarlo mal, y los tranquilizamos, les damos seguridad, y todas esas cosas. Me parece normal, a mí también, claro; y de hecho lo hago. Pero a veces pienso si no nos estaremos equivocando. Me pregunto si no sería mejor asegurar menos y consolar más; tranquilizar, sí, tranquilizarlos, pero no así. No a base de negar la realidad –se interrumpe un instante -. No sé si me explico.

- Pero qué quieres, ¿que les pongamos la mano en el hombro y les digamos “Pues esto es lo que hay: lo mismo mañana aparezco muerto en la cama, o a ti te atropella un coche cualquier día, así que ya sabes…”?

- No, claro. O no así, por lo menos –sonríe-. Pero tampoco poniendo velos sobre todo lo doloroso. No sé si con eso no estaremos provocando tantos problemas posteriores, tantas dificultades –se queda de nuevo callado, con la vista fija en la ventana del fondo-. A veces pienso que esos momentos, esa edad en la que pensamos eso y nos asustamos así de lo que la vida nos tiene guardado, es la única etapa lúcida –vuelve a sonreír-. Que en realidad esa es la reacción lógica, la única inteligente.

Paula se levanta a recoger su taza vacía.

- ¿Inteligente? Yo no veo nada de inteligencia en esa postura –dice desde la cocina.

Al volver a la sala, acaba:

- ¿Cómo va a ser inteligente centrarse en eso, no apartar la mirada de toda la parte negativa de la vida? Eso no hay quien lo soporte.

- Claro. Precisamente.

- Qué.

- Pues que, como no lo soportamos, lo ocultamos. Nos pasamos la vida tratando de ocultarlo. O de negarlo, de suavizarlo, como quieras llamarlo. Pero no deja de ser eso.

Paula apaga la tele, y tras un instante en el que se queda mirando todavía para la pantalla, se levanta.

- Tienes una manera de ver las cosas que, desde luego…

Salen los dos de la sala, él al dormitorio y ella a la habitación de Tina.

- Está dormida –le dice mientras entra en el cuarto de baño, donde comienza a cepillarse los dientes. Andrés se está desvistiendo y la oye:

- ¡No me extraña que te cueste tanto ser feliz, hijo mío! Espero que a Tina se le pase y no herede eso.

Se cruzan en la puerta del baño, y él le da una palmada en el culo al pasar.

- ¡Que no me digas hijo mío!

Al cabo de un rato él dice algo con el cepillo en la boca.

- ¿Cómo? –pregunta Paula.

Andrés se enjuaga y aparece en la puerta del dormitorio con la toalla en las manos, secándose.

- Esas noches que, de niños, vemos lo que nos espera, lo que les espera a los que queremos, y a todos; cuando nos resulta insufrible, cuando nos enfrentamos a la certeza de algo tan… tan cruel; en fin, yo creo que en ese momento comprendemos la verdad. La vemos cara a cara. Y luego nos pasamos el resto de la vida tratando de olvidarla.

Se va, apaga la luz del baño y va a ver a la niña. Al volver se queda de nuevo apoyado en el marco de la puerta, y sonríe. Paula está sentada en la cama quitándose las medias. Al acabar, se quita los pendientes y los pone sobre la mesilla.
- Como sabemos que no podemos cambiar las reglas del juego –continúa él-, nos pasamos la vida haciendo trampas.

- ¿Trampas? ¿Trampas a quién, según tú? ¿A nosotros mismos?
- Claro, en la vida todo es con nosotros mismos.

Se acuestan, ella se apoya en su hombro y él la abraza.

- Así que todo con nosotros mismos, ¿no, don ego?

- Sí, todo –se ríe y apaga la luz de la lámpara.

- ¿Y entonces yo qué vendría a ser, en ese escenario tuyo?

- ¿Tú? Mi circunstancia favorita, la que yo he elegido. Y, con Tina, mi mayor y único consuelo.

- ¿La que tú has elegido? Qué iluso.



26.3.12

Últimos avances tecnológicos

Estos días estoy tratando de escribir algo para el taller, y he hecho un descubrimiento asombroso, que me tiene maravillado.

Resulta que es posible escribir a mano.

Me refiero a sobre un papel, y con un boli.

Ni me acordaba de la última vez que había escrito algo de más de dos líneas sin un ordenador (o sin el móvil). Hacía años y años.

Es casi lo mismo: uno va pensando y escribe lo que se le ocurre. Y puede hacerlo con la misma precisión y cuidado; nada de borradores esquemáticos, no, no: escribir.

Tiene indudables ventajas en cuanto a portabilidad y autonomía. Y a la hora de editar, es verdad que no se puede cortar y pegar, pero sí tachar, y hacer flechitas.

Me ha gustado, el reencuentro.



6.2.12

Cuadros y literatura

1. Ante todo, esto:


Tuve la suerte de leer estos relatos cuando aún buscaban fortuna, y no dudo en recomendarles este libro de mi amigo David, matemático, fotógrafo y escritor él.

Mañana, rodeado de más amigos, y en territorio amigo, lo presenta.

¡Madrileños, acudid!


2. El sábado por la tarde fuimos a una exposición de pintura contemporánea en la Fundación Barrié, en Coruña.

Salvo dos o tres excepciones (cuyas bondades venían dadas, más que nada, por su condición de tuertos en el país de los ciegos), el resto de los aproximadamente 25 cuadros que vimos me parecieron una tomadura de pelo. Tomadura de pelo que llegaba a resultar cabreante cuando uno se acercaba a leer las explicaciones teóricas de los autores: imbricación de texturas, ontogénesis, trazos de dimensiones corporales, etc.



3. Abandono Go down Moses, derrotado.

¡Y yo que creía que sabía inglés! Me temo que a Faulkner (uno de los más grandes) tendré que seguir disfrutándolo traducido, como hasta ahora.

Pero tras una visita a la biblioteca de mi padre, ayer, me dispongo a saldar una de mis infinitas asignaturas pendientes: leer a Marsé. Que tanto me apetece.

Miren esta foto, la de la contraportada de Seix Barral.



Años 70. Me gusta mucho, porque me recuerda a mi infancia, a nuestras últimas fotos en blanco y negro, a una época de mi vida que considero maravillosa: él, a mi padre y a mi tío, con ese jersey y esa juventud, y los libros, a nuestra sala de entonces.


11.11.11

Taller: La comida

[El tema era "lo inaccesible". Lo que no pretendía yo era que su lectura también lo fuese...]

Era el aniversario de mis padres, y como todos los años íbamos a comer a su casa. Mi hermano Louis estaba en la ciudad, así que no faltaríamos ninguno: él y Céline, su mujer; mi otro hermano, Guillaume, el pequeño, y Margueritte y yo y los niños, Valentine y Vincent. 
Como de costumbre en aquella época, Margueritte y yo habíamos venido discutiendo en el coche durante todo el camino. Los niños incluso nos habían mandado callar en el ascensor, pero no lo hicimos hasta llamar a la puerta, justo para oír a mi madre acercarse por el pasillo.
- ¡El timbre! ¿No oís el timbre?
Nos abrió secándose las manos en el delantal y tratando al mismo tiempo de apartarse el flequillo de delante de los ojos
- Hola. ¡Hola, niños! –se agachó a besarlos.
- Hola, abuela.
- ¿Qué hay de comida?
- Ah, sorpresa…
- Hola, Anne.
- Hola, chica. Hola, Jacques. Ay, cada día estás más delgado.
- Pero mamá, si me viste el lunes.
Mi padre apareció por el fondo del pasillo.
- ¡Pero qué horas son estas! A ver esos niños. ¿Y mis besos?
- ¡Hola, abuelo!
- No le hagáis caso –aclaró mi madre-; si la comida todavía no está.
- ¿No felicitáis a los abuelos? –les recordó Margueritte. 
Guillaume, que aún vivía con mis padres, estaba en su habitación, en el ordenador.
- ¡Qué, chaval, no vayas a levantarte!
- Hola, Jacques –me saludó, con esa sonrisa suya tan franca. Guillaume, mucho menor que yo, todavía me sorprendía cada vez que demostraba ser un adulto; y, por cosas como esa sonrisa, me imaginaba que un adulto que además valía la pena.
- ¿Qué tal?
Acababan de entrar los niños en el cuarto, cuando sonó el timbre de nuevo.
- Niños, id a abrirles a Louis y Céline.
- Papa, ¿Céline es nuestra tía?
- Claro. ¿No es la mujer de vuestro tío? Es vuestra tía. Vuestra tía política, en realidad –pero ya se habían vuelto a ir.
- ¿Qué tal tú?
- Bah, bien –dijo con un encogimiento de hombros.
- ¿Sí?- insistí.
- Bueno, regular –contestó en voz más baja.
- ¿Y eso?
- Colette.
- ¿Qué pasa?
- Pues es que estamos medio así. Se ha quedado en París, no viene a pasar el puente.
- ¿No? Vaya, no lo sabía… ¿Pero muy mal, o qué?
- Buf, no sé, la verdad es que no lo sé. Pero mejor no hablamos de eso, ¿vale?, que es que me pongo fatal. Y además no quiero que papá y mamá se enteren; para que no se preocupen, y eso.
- Vale, vale. 
Louis y Céline habían llegado el día anterior, y todavía no los habíamos visto; desde el verano, hacía ya casi tres meses. Aquel año la madre de Céline había pasado una mala racha, y ella estaba preocupada. Era hija única y tenían una relación muy estrecha, y de vez en cuando viajaba, sola, para pasar con ella unos días.
- Hola. Hola, Céline, qué tal.
- Hola. Bien, todo bien. ¿Y vosotros?
- Muy bien.
- ¡Bueno, cuando queráis, que esto ya está! –anunció mi madre.
- ¡Pues venga, a la mesa todo el mundo! 
Nos sentamos en nuestro sitios de siempre, con Valentine junto a mi padre y Vincent al lado de mi madre, cerca de la puerta.
- ¡Oh, no, carne! –protestó Vincent.
- Sí, carne asada –explicó mi madre-. Y de primero, estos espárragos, pero tú no tienes que tomarlos, si no te gustan.
- Mamá…
- ¡Pues la carne tampoco me gusta!
- Vincent, sí que te gusta. No empecemos, ¿eh? –dijo Margueritte- Cómo no te va a gustar la carne asada.
- Pues no.
- Bueno, pues da igual –corté yo-. La has comido mil veces, y te gusta.
- ¡Con pimientos, no!
- Los pimientos ya te los aparto yo, cariño –le tranquilizó mi madre, aún de pie a su lado-. Dejadle que hoy coma lo que quiera, ¿eh?
- Sí, claro, y luego lo aguantas tú. En el colegio come de maravilla, y en cambio en casa…
- Louis, tú, vino no quieres, ¿no? Qué tal el viaje –preguntó mi padre.
El primer plato transcurrió entre quejas por el precio de la compra y comentarios sobre las cosas de los niños. Todos nos dirigíamos a ellos a cada poco, con preguntas sobre el colegio, las notas y las actividades.
- ¿Qué tal tu madre, Céline? –preguntó al cabo de un rato Margueritte.
- Bueno, mejor.
- Eso no es nada –intervino mi madre. Céline se calló, miró a Louis y bajó la vista al plato-. Si me acostara yo cada vez que me duele algo…
- ¿Qué le pasa a su madre? –me preguntó en voz baja Valentine.
- No le pasa nada, mujer –se apresuró a decir mi padre-. No le habléis de esas cosas a los niños.
Guillaume murmuró algo.
- Estaba enferma –contesté-. Bueno, aún lo está, ¿no?
- Sí. Estos días está algo mejor, pero no bien del todo –explicó Céline, mirándome solo a mí. Margueritte le sonrió, y me pareció ver que acercaba disimuladamente la mano a la suya, pero Céline la apartó y siguió comiendo.
- ¿Entonces vinisteis por París, o atajasteis? – insistió mi padre. 
Entre plato y plato, aprovechando que Guillaume ayudaba a mi madre en la cocina, pregunté cómo le iban los estudios.
- No tengo ni idea, no dice nada –contestó mi padre en un tono que quería ser de indiferencia-. Pregúntale tú, a ver si a ti te cuenta algo.
Volvieron y empezamos con la carne.
- ¿Y cómo es Lyon? ¿Os gusta? –les preguntó mi madre.
- Sí, más o menos –le contestó Louis.
Guillaume apenas hablaba, ni siquiera con los niños. A ratos se quedaba quieto, con la mirada perdida en cualquier cosa, sin comer.
- ¿Y tú qué tal, Guillaume? ¿Va bien, el curso? –me decidí a preguntarle, cuando me recogía el plato vacío.
- ¡Ya me parecía raro a mí que no me preguntaseis! ¡Qué pesados, coño! –me gritó, y salió.
En el pasillo mi madre le dijo algo y él volvió a contestar mal. Nos quedamos un rato callados.
- ¿En qué curso está? ¿En segundo? –dijo Louis.
Mi padre apoyó la frente en una mano y mantenía la mirada fija en la mesa mientras con la otra iba juntando las migas del mantel.
- Creo que sí –respondí.
Margueritte y Céline se habían levantado a echar una mano a mi madre y los niños ya estaban en la sala, viendo la tele. Permanecimos los tres en silencio.
- ¡Tú te crees! ¿Qué os parece? –se quejó mi padre cuando al fin levantó la cabeza.
- Es que, vamos a ver –dije-, le estáis pagando la carrera. Tendrá que rendir cuentas, ¿no?
Louis me miró, y dando un suspiro se levantó de la mesa.
- ¡¿Acaso no es verdad?! –le dije mientras se iba del comedor- No, si al final el imbécil soy yo. ¡Al final voy a tener que pedir perdón por haber hecho bien las cosas, coño! 
Doblé la servilleta, y también me levanté. Fui hasta la sala, donde casi todos veían la tele sin hablar.
- ¡Vincent, siéntate bien!
Oía a mi madre metiendo los platos en el lavavajillas. Me asomé al cuarto de Guillaume, que estaba echado en la cama y tenía los ojos cerrados.
- Guillaume. Eh, Guillaume –susurré. Pero no contestó.
Volví al salón. Mi padre estaba absorto, sentado solo con la vista fija en la ventana, y no entré. Fui a la cocina y me senté.
- Bueno, genial –dije, tratando de reírme.
Mi madre fregaba de espaldas a mí, y no respondió. Estuvimos así unos minutos.
- Bueno, y por lo menos tú qué tal –me preguntó sin volverse.
- ¿Yo? Bien, como siempre, todo bien.
Siguió limpiando, hasta que de repente se quedó quieta y la oí llorar
- Tranquila –solo supe decirle. Nada más; ni levantarme y abrazarla, ni darle un beso, ni decirle nada más.


3.3.11

Lovely

[Esta vez había que escribir, más o menos, algo relacionado con una canción. La mía es Lovely Rita, de los Beatles, of course.]


Hace algunos años pasé una temporada en Liverpool, por trabajo. Tenía bastante tiempo libre, y como con las únicas personas con las que me relacionaba no congenié demasiado me dedicaba sobre todo a pasear, a leer, ir al cine y tomar una cerveza cada noche en un pub diferente.

Un domingo por la tarde... No, no era un domingo; los domingos en Inglaterra son como si hubiera amenaza aérea, las calles están desiertas, y uno acaba por preferir quedarse solo en casa, o incluso en la pensión, como era mi caso, a vagar por la ciudad como un alma en pena e igual de solo. Era sábado por la tarde. Yo leía en un banco de unos jardines que había a la orilla del río, del Mersey. Leía, pero de vez en cuando levantaba la cabeza y me quedaba mirando a la gente: madres dándoles la merienda a sus bebés, niños jugando y algunas señoras charlando, imagino que también de enfermedades y de lo que habían hecho de comida (aunque no sé, ¿es posible esa conversación en Inglaterra?), solo que en inglés. Una chica tiraba una pelota a un árbol sin hojas y ella y su hija la veían bajar saltando de rama en rama. Y, mientras miraba hacia ellas, vi aparecer por la acera del fondo a una mujer, una especie de guardia de tráfico, o más bien de revisora de aparcamiento, comprobando los tiques de los coches. Al principio, con la gorra, me pareció mayor, pero cuando se acercó vi que no, que tenía más o menos mi edad. Llevaba una cartera de cuero cruzada en bandolera que le daba un aire militar, y de vez en cuando se paraba y anotaba algo, supongo que matrículas, en un cuadernillo blanco. Al verla mejor, la curiosidad inicial se convirtió en sorpresa, porque era guapísima. Y el tiempo que se quedó allí me dediqué a observarla, con toda la discreción que pude.

Estuve varios días sin volver al parque, hasta que algo así como una semana después fui otra vez a leer. Me acordaba de la chica, pero al llegar no la vi. Al cabo de una hora, cansado ya de estar sentado, me levanté. Caminé por los senderos entre los setos y acabé junto al parquímetro de la acera. Estaba leyendo las instrucciones, por puro aburrimiento, cuando oí unos pasos a mi lado. Era ella. Se me quedó mirando un par de segundos y pasó de largo. Noté que me ponía colorado. Me fui. Antes de meterme por la primera calle volví a mirar al jardín y la vi de espaldas, andando entre los coches.

Las noches solitarias dan para mucho, y no pude evitar pensar en ella. Me imaginaba que me decidía a hablarle, que la invitaba a tomar un té, que salíamos a cenar, que me llevaba a su casa, incluso. Luego, hasta creo que soñé que efectivamente estábamos en su casa, donde yo me las prometía muy felices pero, no sé por qué, acababa viéndome sentado en un sofá entre dos hermanas suyas que me clavaban sus miradas en silencio. En fin.

El día siguiente era el último que pasaba en Liverpool, y por la tarde fui a buscarla, decidido a hablarle. Paseé por los jardines, hice que leía, miré a la gente, y ya comenzaba a asumir que no la vería cuando apareció por la esquina de siempre. Me alegré tanto que sin pensarlo fui directo a su encuentro. Pero tanto ímpetu fue decayendo por el camino, y al cruzarnos en la acera solo pude musitar, o imaginar que musitaba, un good afternoon que, o no oyó, o no quiso contestar. Al menos, al pasar a su lado pude leer su nombre en la placa de la camisa. Se llamaba Rita Wood.

Unos pasos más adelante miré hacia atrás y vi que volvía apresuradamente la cabeza y seguía caminando como si nada.




Lovely Rita meter maid
Lovely Rita meter maid

Lovely Rita meter maid,
Nothing can come between us.
When it gets dark I tow your heart away.

Standing by a parking meter,
When I caught a glimpse of Rita,
Filling in a ticket in her little white book.
In a cap she looked much older,
And the bag across her shoulder
Made her look a little like a military man.

Lovely Rita meter maid,
May I inquire discreetly,
When are you free to take some tea with me?
(Rita!)

Took her out and tried to win her.
Had a laugh and over dinner,
Told her I would really like to see her again.
Got the bill and Rita paid it.
Took her home I nearly made it,
Sitting on the sofa with a sister or two.

Oh, lovely Rita meter maid,
Where would I be without you?
Give us a wink and make me think of you.

Lovely Rita meter maid

Lovely Rita meter maid





18.2.11

La boda

[El relato debía, más o menos, tener relación con lo exótico. Y yo me he ido a un exotismo frío.]


Al cabo de una media hora de haber salido de Copenhague dejamos la carretera y entramos en un bosquecillo nevado. Los coches fueron despacio por un camino de grava entre los árboles hasta que llegamos a un edificio cuadrado de dos plantas, con tejas esmaltadas, un antiguo pabellón de caza de la familia real. Bajamos y nos quedamos de pie, en silencio, mirando alrededor mientras nos cerrábamos los abrigos. Nos abrieron la puerta de madera y entramos en un hall de techo altísimo con las paredes cubiertas de escudos de armas.

Allí nos esperaba Álvaro con algunos de los invitados. Nos abrazamos e hizo las presentaciones. Todos sonreíamos sin entender los nombres ni hablar demasiado mientras los demás iban llegando y saludaban. Hasta que por fin un coche negro se detuvo delante de la casa y de él vimos bajar a Karen, alegre y nerviosa.

Entramos en una sala presidida por un enorme retrato del príncipe heredero en uniforme de gala de la Marina Real Danesa, prácticamente igual al de Álvaro. El vestido de Karen era fino, color hueso, al caer, e incompatible, según nos contaría, con cualquier ropa interior. Fuimos ocupando las sillas. Mis dos compañeros y yo, que habíamos decidido ir de frac, nos sentamos tras Susanne, que en la espalda de su chaqueta blanca había cosido un gran corazón rojo y bordado “K og A” en él.

Comenzó la ceremonia. Al oír el piano recogí un papel de mi asiento y novios e invitados acometimos (con ciertas dudas en el caso de los españoles, que nos mirábamos para asegurarnos de que efectivamente era aquello lo que había que hacer) el Love me tender de Elvis. Todo transcurrió según lo previsto, y se casaron, en inglés.

El coctel era una maravilla, pero yo solo tomé fresas con champán, queriendo pedirle no sé qué a la noche. Le dije a una amiga de la novia que era la chica más guapa que había visto desde mi llegada a Dinamarca dos días antes, y lo era. No todos pasamos a cenar, pues había invitaciones que llegaban hasta el final y otras que solo incluían aquella primera copa. La chica se fue. Los treinta que nos quedamos ocupamos una mesa larga en el centro de un enorme salón. No recuerdo nada del menú, tan solo que el cuenco de la sopa, tapa incluida, se comía. Yo estaba sentado frente a los novios y junto a Susanne, que ya no tenía corazón, y con la que aquella noche se preveía, erróneamente, que sucedería algo.

Al terminar, es tradicional que al menos los padres pronuncien unas palabras. En aquella ocasión hubo más intervenciones, una de ellas llegada de Estados Unidos grabada en una cinta. El padre de Karen habló con emoción pero con la calma habitual en él. A continuación comenzó a leer su discurso el de Álvaro. Enseguida tuvo que parar, llorando; lo intentó cuatro o cinco veces pero no era capaz. Álvaro lloraba, su madre y Karen lloraban. Yo también. Su hermana se levantó, “¡Papá!”. Al final Álvaro le cogió el papel y entre sollozos consiguió acabar. Los daneses contemplaban estupefactos la escena, y más tarde comentaron con admiración aquella muestra de sentimentalidad.

Estábamos solos en el edificio, y el baile fue en un nuevo salón.

Pronto, Karen vino a buscarme para presentarme a su amiga Leena, finlandesa, que había viajado con su madre. Me senté con ellas. En Helsinki se habían quedado su marido y su bebé recién nacido, del que nada más conocernos me enseñó unas fotos. Nos levantamos a bailar. Bailamos, de hecho, todo el resto de la boda, y conforme iba pasando la noche, para mi sorpresa, nuestro baile se volvía cada vez más tórrido. Me contó que al año siguiente se iban a vivir a Kenia. Yo asentía. A una misión religiosa. Y la vista se me perdía al final de un largo y blanco escote triangular. Me aclaró que su marido, finlandés él también, era cantante de góspel. Tenía un lunar en un pecho. Nos besamos. Olía a europea. De vez en cuando nos sentábamos a tomar algo con su madre, cuya sonrisa permanecía inalterable, y charlábamos los tres muy correctamente. Yo me sentía francamente desconcertado, pero contento. Más tarde la madre le comentaría a la de Karen que a su hija le hacía falta una noche como aquella.

Noche que, no obstante, no duró todo lo que a mí me habría gustado. Al parecer unas horas de flirteo bastaban para satisfacer las necesidades de Leena. Y a la mañana siguiente, cuando algunos de los invitados fuimos a desayunar con los recién casados, en nuestro paseo por el centro de la ciudad se comportó como una encantadora mujer casada.

Sin embargo, aquello bastó para que yo, que por aquel entonces trataba de poner fin de una vez a una larga y penosa convalecencia sentimental, volviese a casa con la sensación de que había comenzado a pasar página.