22.4.08

Puertas que quedaron cerradas

Leyendo a Danae he sabido por primera vez de Jens Peter Jacobsen. Y en la fantástica El poder de la palabra he encontrado este texto:

El sol, a punto de ponerse, brillaba rojo a través de la ventana. Niels Lyhne estaba sentado delante con la mirada perdida entre los olmos del baluarte, oscuros como el bronce contra el fuego de las nubes. ¿Nunca has oído hablar de gente sobrada de talento en su juventud, fresca y llena de esperanzas y de planes, que al perderla también pierde el talento para siempre?

Jens Peter Jacobsen, Niels Lyhne


Y yo, que me suelo preguntar si alguna vez he tenido talento, me he visto reflejado en él, aunque en un tono menor: con la pérdida de la juventud creo haber perdido también, junto con tantas otras, la posibilidad del talento.

Sé que ésta es una actitud pesimista, o derrotista, o conformista, o cómoda o cobarde. Porque estoy vivo, y eso deja en mis manos la responsabilidad de vivir. Pero esa sensación de haber dejado atrás puertas sin abrir es a menudo difícil de evitar.

Esas puertas podían haberme descubierto tesoros, como podían no haberme conducido a nada, a habitaciones vacías, a otros caminos grises. La cuestión es que, al no haberlas abierto, no lo sé. Al no abrirlas me negué, eso, las posibilidades.

Viví menos.

Lo mínimo que puedo hacer ahora es aprender de mis errores y no volver a pasar junto a una puerta interesante sin atreverme a mirar, no volver a dar por sentado que lo que hay detrás no es para mí.

16.4.08

Ay, Sigmund

El otro día, en un parque infantil, apareció un compañero de clase de mi hija. Cinco añitos. Es mi novio, me dijo Paula con una sonrisa vergonzosa.

Y clavé en él la mirada. ¡Soy mucho mejor yo!, pensé.

Se lo juro.

Qué miedo, ¿no?

14.4.08

El traje

Miércoles por la mañana. "Ropero" de Cáritas. Una señora mayor entra a pedir ropa de hombre.

- Hola, buenos días. Mire, es para mi marido. Quería un traje.
- Bueno, pues hay varios. A ver si alguno de éstos
-le contesta mi madre.
- Fíjese usted. Yo que di tanta ropa, que tanta ropa traje, y ahora tengo que venir a pedir...
- Bueno, esas cosas, nunca se sabe
-y le enseña uno gris, impecable.
- Sí, éste está muy bien -dice-. Es que, ¿sabe usted? -le aclara bajando un poco la voz-, es para ir de muerto, para el entierro.
- Ay, lo siento.
Y entonces mi madre, práctica, después del apuro inicial se pregunta si no será mucho traje, al fin y al cabo, para usar una sola vez.
- Ya, pero parece que da un poco de pena, ¿no?, usarlo para eso. Más pena da él, claro, por supuesto, pero no sé.
- Bueno, pero es que yo quiero que mi marido vaya con lo mejor, ¿eh?
- No, claro. Pero puede que tengamos otros por aquí -
y busca y encuentra otro, algo pasado de moda pero resultón, que a la señora le parece perfecto.
- Sí, sí, éste está muy bien.
- ¿Ve? Pues nada...
- Pero no sé, ¿le quedará bien? Parece un poco estrecho de cintura, el pantalón.
- Ya. No sé.
- Aunque puedo soltarle un poco. Tiene para soltar, ¿verdad?
- Sí. Pero, ¿sabe?, aunque sea le abre así, por los lados, y ya está. Total, eso ni se ve.
- No, pero yo sé soltarle. Puedo probarle, y le suelto y le coso.
- ¿Sí? Bueno.
- Lo que no sé es la chaqueta.
- Qué la ve, ¿pequeña?
- Parece que sí. Casi voy a probarla yo, para hacerme una idea.
La señora se la pone, estira los brazos, se mira.
- No sé, la veo un poco justa, ¿verdad?
- Mujer, pero usted ahora va con ese jersei, y así no va a ir, él.
- No, claro. Va a llevar una camisa de seda. Aunque, bueno, con la camiseta.
- ¿Pero para qué le va a poner camiseta? Camiseta no se la ponga.
- ¿No? Es que también, en este tiempo, parece que... ¿no?
- Hombre, pues no.
- No, claro.
Y la señora levanta los brazos, los cruza, los dobla.
- Parece que así me ciñe un poco. Muy cómoda no queda, la noto escasa.
- Pero, mire, es que él no se va a mover.
- Bueno, tiene razón...
- ...
- ...
- Y si tal, le suelta un poco de la espalda, que, eso, total no se le va a ver.
- Ay, no, pero mejor le pruebo. ¿No ve que yo sé coser?
- Ya. Pero es que, también, probarle así, ya muerto.
- ¡No, mujer, pero no está muerto!
- ¿Ah, no?
- No. Va a morirse. Poco le quedará, pero aún está vivo. Por eso yo ya le pruebo, y le suelto un poco donde le haga falta, y listo.

7.4.08

Mi hija y yo

Nunca se lo he dicho, pero mi hija se llama Paula. Me parece buen momento para presentársela, ahora que la conocen tanto.

El viernes Paula durmió por primera vez en mi cama de cuando era pequeño.

Es una de las dos camas plegables de un mueble que desde los 70 ha ido cambiando de casa, casi sin usarse, hasta ahora que ha renacido, contra todo pronóstico, por y para mis hijos. Creo que yo estrené esa cama con, como mucho, un par de años más que ella, que acaba de cumplir cinco.

Quiso acostarse pronto. Me preguntó si las sábanas, con lunares rosas, también eran las mías. Pero no, le dije que las acababa de comprar para ella, que sólo el mueble. La tapé y me senté a sus pies mientras acunaba a Carlitos, que estaba al lado.

Paula tenía los ojos cerrados y, juraría, sonreía. Al cabo de un rato sacó una mano de debajo de la ropa y me la puso en la rodilla, se la agarré y así se durmió, enseguida.

Carlos tardó casi una hora, en cambio, y en los momentos en que no estaba tratando de que se acostase y dejase de morirse de risa estuve fijándome en el mueble: en las dos repisas que hay sobre la cabeza, en el cordón de la lamparita que sale de la más baja, y en las marcas de papel celo que dejaron los pósters que hubo; y me acordé de que en una de las baldas yo dejaba el libro, de noche; y en otra mi madre ponía, cuando estaba enfermo, un vaso de agua tapado con un posavasos metálico de flores, y al lado un pañuelo; y recuerdo uno de los pósters, de Daniel el travieso, pero no los otros, no pude acordarme, aunque me suena que uno, junto al dibujo, tenía la frase Hoy va a ser un gran día. Y me acordaba de la barra metálica que se veía tras la almohada, y por la mañana, al hacer la cama, me vi a mí mismo hace ¡treinta años!, metiendo igual la ropa bajo el colchón, y luego plegando todo y guardándolo. Y me acordaba del ruido y del olor, que no sé cómo puede mantenerse todavía.

Por supuesto, todo eso me impresionó. Esa noche y la mañana siguiente, en la que el niño quiso acostarse, él también, en la cama, y que lo tapase, y se quedaba quieto agarrando las sábanas y me miraba riéndose, me sentí extraño, emocionado. Y disfruté de estar viviendo aquello, de darme cuenta de aquel momento y de cómo me estaba afectando.

Creo que es fácil de comprender, esa emoción.

¿Pero de dónde surge? ¿Qué es lo que nos emociona? ¿Por qué ver a mi hija durmiendo donde yo dormí a su edad, en mi sitio, rodeada de aquellas cosas que me acompañaron en mi infancia, es algo (tan) emocionante?

Y ahora es cuando me echo a adivinar.

Debo partir de un hecho fundamental: mi infancia fue feliz; o así la viví y así la recuerdo, que es lo que importa. Eso explicaría, creo yo, que verla a ella reviviendo algunas cosas de entonces me haga pensar que ella es feliz también. A este respecto, me parece importante dejar claro (y no es la primera vez que lo hago) que veo cierta confusión en el hecho de relacionar la satisfacción de nuestros hijos con lo parecida que sea su niñez a la nuestra, y en dar por hecho que si no les damos lo que tuvimos (suponiendo, claro, que lo que tuvimos nos gustó) no los haremos felices, cuando en realidad ellos estarán contentos si están bien, no si están como nosotros (algo que, de hecho, ni se preocuparán en averiguar). Pero, aun así, hay casos en que es inevitable extraer de ese paralelismo conclusiones tranquilizadoras. Y eso hice el viernes, pensar que ella estaba tan a gusto como yo lo había estado, y que el recuerdo de ese momento sería, también para ella, en el futuro, bueno.

Pero eso no es todo; hay algo más, mucho más personal, más egoísta, en esa emoción. Algo que me afecta sólo a mí.

Lo que yo estaba viendo allí, y lo que vi (quizá más claramente, por motivos obvios) a la mañana siguiente cuando se acostó el niño, era a mí mismo. Al ver a Paula durmiendo en mi cama, al verlos allí acostados, estaba viéndome de pequeño, estaba recuperando momentos que supongo que echo de menos.

Como algunos de ustedes saben, creo que nada nos aproxima tanto a verle un sentido a la vida como la paternidad. Esto es así por varios motivos (sensación de valía, de importancia, de haber hecho algo maravilloso, etc.), entre los cuales está la convicción de trascender, de perdurar. Y esa trascendencia no comienza cuando ya no estemos, ni consiste sólo en dejar algo nuestro detrás; comienza ahora y consiste en sentir, al ver vivir a nuestros hijos, que nosotros mismos volvemos a empezar.

La vida de nuestros hijos es suya y no nuestra; y de sus deseos y no de los nuestros debemos intentar que la llenen. Pues para ellos viven. Pero, aun así, nos salvan, nos dan otra oportunidad.

Paula y Carlos acostados en mi cama me mostraban la cara más amable de la vida. Y además, al hacer que me viese a mí mismo con su edad, me estaban consolando.

¿Consolando de qué? Del paso del tiempo y, en última instancia, de mi muerte.

2.4.08

Sócrates, poco más o menos

Estoy aprendiendo tanto, pero tanto tanto, que ya casi no puedo escribir sobre nada.

¡Ay, aquellos tiempos en que me permitía opinar, reflexionar y aun instruir sobre cuanto tema se me pusiese al alcance, qué lejos han quedado!

¡Ay, felices días de la atrevida inconsciencia que tanto facilitaba todo, por qué os habéis ido dejándome tan desnudo!

Por qué me habéis abandonado, confortables límites...