31.10.16

Táboa Redonda: El enemigo del pueblo


Hoy, con foto y todo. De Dalton Trumbo y su mujer.


El enemigo del pueblo




"Bien aconsejados, hace unos días vimos “Trumbo”, la película que cuenta los problemas que, por sus ideas políticas, tuvo el guionista Dalton Trumbo (“Johnny cogió su fusil”, “Espartaco”, “Vacaciones en Roma”, “Papillón”…) en la época de la caza de brujas de McCarthy. Problemas que incluyeron once meses de cárcel. El protagonista es Bryan Cranston, el inolvidable W. W. de “Breaking bad”. La película no puede evitar ser previsible, pero eso no impide que sea muy buena. Entre otras cosas porque el mensaje, aunque conocido e incluso manido, llega perfectamente y con toda la fuerza que merece. Mensaje que, por descontado, no es otro que la denuncia de la intolerancia.

La intolerancia, ya saben, esa cosa de radicales e integristas. Suerte que nosotros estemos ya muy lejos de ella.

La intolerancia surge siempre de creerse en posesión de la verdad. De considerar que la propia interpretación de la realidad es la única válida. Todos los dictadores han asegurado (y a menudo creído) defender el bien común. Que la patria, el pueblo, la revolución, la raza o Dios hablaban por ellos, y que sus enemigos no eran otros que los de todos: Comité de Actividades Antiamericanas, se llamaba el instrumento anticomunista; “Hoy se celebrará un concierto de obras de Shostakóvich, el enemigo del pueblo”, cuenta Julian Barnes en su estremecedora “El ruido del tiempo” (Anagrama); no más enemigos “que aquellos que lo fueron de España”... Se decide dónde está la línea que separa el bien del mal y se les impone a los demás.

Algo ajeno a nosotros, decíamos. Seguro que ninguno de ustedes vacila en condenar esos ejemplos. Y sin embargo, yo me canso de ver cómo aceptamos o rechazamos a los demás en función de su color político. Y me refiero a rechazarlos como personas, a considerarlos, al final, peores. Es curioso, siendo tan tolerantes.

Tengo la suerte de frecuentar a gente que no opina como yo. Y hace muchos años que sé que, como explicaba Manuel Veiga Taboada en un imprescindible artículo publicado en julio (“Por que votei PP”, Sermos Galiza), casi todo el mundo ha llegado a pensar lo que piensa tras un intento honesto -oh, claro, y lastrado por sus miedos, desconocimiento, prejuicios y simpatías: quién no- de explicarse la realidad y buscar solución a sus problemas. Que las malas personas son pocas y están muy repartidas.

Por supuesto que todos tenemos principios a los que no renunciaríamos, líneas rojas que no estamos dispuestos a cruzar. Pero deberían ser muy pocas. En política tendría que haber pocos dogmas de fe y muchas ideas. Y así como el científico se distingue del brujo y del homeópata en que él es el primer interesado en cuestionar sus hipótesis, nosotros deberíamos diferenciarnos de los fanáticos en nuestra disposición a confrontar las propias convicciones con las de los demás. En su novela “Mantícora” (parte de una trilogía que vale su peso en oro, en Libros del Asteroide), Robertson Davies dice: “¿No sabe usted qué es el fanatismo? Es sencillo: se trata de un exceso de compensación frente a la duda”. Es una definición muy esclarecedora: quien defiende ideas y no doctrinas debería ser capaz de ponerlas sobre la mesa y debatirlas, sin sentir que el mundo entero se resquebraja bajo sus pies. La traición a las opiniones previas se llama recapacitar.

La capacidad de tolerar ideas discrepantes es un gran logro. Muchos no tuvieron la suerte de beneficiarse de él. Pero, en una sociedad que se presume avanzada, la tolerancia no puede consistir únicamente en aceptar vivir rodeado de gente equivocada, sino en asumir que los demás podrían tener razón.

Y de eso también estamos lejos. Todos. Cada día."

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23.10.16

Táboa Redonda: Banderines en un aparcamiento




Banderines en un aparcamiento



"La publicidad sin público me parece triste. Más triste cuanto más alegre y llamativa quiere ser. Los letreros con detalles festivos, con muñequitos que saludan contentos y frases de entusiasmo, los carteles con rótulos enmarcados en estrellas doradas y llenos de signos de exclamación -aunque sea para poner el precio del kilo de langostinos-, cuando no se leen, cuando creo que nadie los ve, me parecen un poco deprimentes. Y todavía más si en ellos sale gente riéndose. Sobre todo familias con niños: padres e hijos abrazados sonriéndole fijamente a nadie.

Siempre he tenido la tendencia a atribuir sentimientos a las cosas, y eso hace que algunos objetos me puedan dar pena: un tubo de pasta de dientes terminado, unos papeles viejos o un adorno en un mueble. Pero en este caso no se trata de eso, sino de la tristeza del mensaje que no llega. Los banderines de colores agitándose un día de viento en medio del aparcamiento desierto de un centro comercial vacío, en una película americana, son la viva imagen no solo de la soledad sino del desamor. El desamor de la llamada no atendida.

Pero hay males de amores que no consisten, como ese de las banderolas, en no ser correspondido, sino en necesitar querer, desear querer, querer querer, y ni siquiera verse cerca de elegir a alguien que no nos haga caso. Ni siquiera haber podido fracasar. Es el desamor no correspondido.

Recuerdo unos años en que a mí, sin duda, ya me estaba haciendo falta tener novia. O al menos enamorarme, y luego ya veríamos si la cosa iba o no iba. Quería querer y que me quisiera alguien. Pero nada, no encontraba a la persona, o ella no me encontraba a mí; y pasaba el tiempo y yo, la verdad, me sentía bastante mal. Es cierto que fue mucho más doloroso, más adelante, sufrir por alguien, sentirme abandonado y creer necesitar a alguien en cuya vida, de repente, ya no había sitio para mí. Es cierto que fui más infeliz. Pero nunca estuve tan solo como cuando ni siquiera tenía a quién echar de menos.
Era como esas familias de los escaparates de las agencias de viajes, poniendo mi mejor sonrisa día tras día por si alguien pasaba por delante y la veía."
 
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17.10.16

Táboa Redonda: Guillermo y el francés


Guillermo y el francés


 

"La vida a veces nos pone obstáculos insalvables. El domingo pasado, por ejemplo, yo tenía que estudiar francés y una botella de albariño se interpuso en mi camino.

No sé si luché mucho, pero de lo que no cabe duda es de que perdí. Pasé primero una fase de k.o. técnico de la que logré salir al cabo de un par de horas, no sin esfuerzo, para sentarme delante de mis apuntes. A la vez, trataba de escuchar Radio France Internationale: cuando hablan, los franceses parecen permanentemente escandalizados. Y es verdad que dicen “Oh, la lá”. A veces incluso “Oh, la la lá”. Me pregunto si son conscientes del efecto que eso tiene entre nosotros los extranjeros.

Pero el imperativo, el imperfecto, el condicional y el subjuntivo, con sus dobles eses, sus íes y sus acentos aleatoriamente colocados, se entrecruzaban en el papel, riéndose de mí a carcajadas. Y mientras escribía “sache, saches, sache…» (nada que ver con la tierra), me acordaba de Guillermo Brown, el Proscrito, quejándose amargamente de tener que estudiar los verbos en francés y preguntándose, profundamente indignado, cómo podía alguien ser tan degenerado como para hablar así.

En su momento me leí todo Guillermo. Admito que eran algo repetitivos, pero me encantaban. Sin embargo, ahora que se los ofrezco a mi hija parecen pertenecer a mundos inconexos. Y no lo entiendo: ¿estaba yo mucho más cerca de un niño inglés de principios del siglo pasado que ella? Parece que sí, aunque para mí lo que contaba Richmal Crompton ya tuviese poco que ver con mi infancia real. Pero tal vez yo, pese a todo, hablaba todavía ese idioma. Estaba urbanizado, sin duda, pero apenas tecnologizado; y, aunque en mi casa nunca pasamos apuros, tampoco eran mis posibilidades materiales las de mis hijos. Todavía tenía sentido buscarse la vida para lograr caramelos o una fanta compartida, o colarse en un terreno para hacer una cabaña. Y, en cambio, puede que ahora no tenga ninguno, que Paula no sepa de qué hablan, ni además le interese averiguarlo.

En esto siempre ha sido fácil dramatizar y caer en el lamento apocalíptico. También yo reconozco que me disgusta que el campo de juegos se limite a una pantalla. Y no puedo evitar preguntarme si por este camino que recorremos nuestros niños no se estarán perdiendo algo. Pero, ¿no pensaba, cuando oía a mis padres compararnos con ellos, que no era cierto que las cosas hubiesen empeorado?, ¿que no era verdad que jugásemos peor? Decían que ya no teníamos imaginación, pero yo no veía ninguna ventaja en jugar a las muñecas con mazorcas de maíz, como mi madre. Y estoy seguro de que mis hijos no se la ven a jugar a indios y vaqueros en lugar de cazar pokémons."

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(Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda, domingo 16.oct.16)


9.10.16

Táboa Redonda: La lluvia no es cursi



La lluvia no es cursi



"En esta época del año, algunos días los amaneceres son espectaculares. Por encima de los montes de la otra banda de la ría las nubes se van enrojeciendo hasta llegar, algunas mañanas, a cubrir casi todo el horizonte de una especie de mar ondulado del naranja al rosa. A veces a la Naturaleza se le va la mano. Cualquiera que pintase ese cielo sería un  hortera. Y sin embargo ahí están, compruébenlo ustedes mismos. Y no podemos culpar a nadie. Supongo que no puede haber exceso si no hay autor.

Es muy difícil decir en un texto que llueve sin resultar cursi. Pero creo que escribir bien consiste, en parte, en conseguirlo. En que, igual que ver llover una tarde en la calle nos parece natural, leerlo lo sea. Algo así decía García Márquez (lo cuenta José Donoso en “Historia personal del boom”) que le pasaba en una época de bloqueo, cuando escribía “Cien años de soledad”, ni más ni menos: “Escribo que hace calor, y no hace”. Lograr que lo que uno dice sea cierto. Lograrlo sin forzar, sin pedir un ejercicio de fe ni confianza, sino llevando hasta allí al lector, como quien lo lleva a un soportal de Santiago a ver la lluvia.

Solo he leído una novela de John Banville, “El intocable”, y una de las razones por las que me decepcionó fue la cantidad de “como si” que había. Todo era como si, todos se comportaban como si, se vestían como si y se sentaban como si; todos los cielos, los sonidos, las sonrisas y las luces eran como si alguna otra cosa. Además de lo cansino que resultaba, yo creo que cuando uno tiene que explicar tantas cosas es que no las está sabiendo decir.

Porque de lo que trata la literatura es de cómo se dice algo. Cómo, no qué. Es la forma, el medio, lo que define un arte y lo distingue de los demás y de lo que no lo es. Y ese medio, en este caso, son las palabras: cuáles se escogen y dónde se ponen. Por eso la discusión forma o contenido es absurda. Se puede, sin duda, hablar de literatura con o sin contenido, pero nunca sin forma. El mensaje, luego, puede que coincida con el de una película; o que algún haiku diga lo mismo que “La Ilíada”. Es la forma de transmitir el sentimiento, y no otra cosa, lo que distingue un nocturno de Chopin de una rima de Bécquer, y es la forma lo que consigue que llegue a nosotros. Lo que consigue que veamos ese cielo, oigamos llover o haga calor."
 
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3.10.16

Táboa Redonda: Siempre yo


Siempre yo


 

"El aburrimiento tiene aspectos positivos. Entre otras cosas, hace que el tiempo pase más despacio, y por tanto alarga la vida, como sabía Dunbar, personaje de “Trampa 22” (de Joseph Heller, el libro con el que más me he reído en mi vida, con mucha diferencia). Y hace falta aburrirse un poco para ponerse a pensar. De hecho, hace ya algún tiempo que entre los consejos para padres que nos asedian se ha hecho un hueco el elogio del aburrimiento. Sostiene que, si nunca se aburren, los niños no observan, ni imaginan, ni improvisan, ni inventan, ni tienen paciencia ni muchas otras cosas. Y advierte de los consecuentes perjuicios de estar siempre entretenido.

Pero lo que no es admisible es que resulte aburrido algo que no debe serlo.

Las conversaciones se pueden clasificar en tres niveles de aburrimiento.

El primero es el de la conversación aburrida para una tercera persona, para un observador externo. Si ese observador soy yo, el 90% de las conversaciones entran en esta categoría. Para mí, no hay prueba más evidente de la asombrosa variedad de la naturaleza humana que los temas que les interesan a los demás. El segundo es el de las aburridas para quien escucha: uno cuenta su rollo y el otro se aburre. Aunque aquí hay cierto margen de reacción, todos conocemos esa sensación de caer en las redes de alguien y notar que el tiempo se va, se va, se va irremisiblemente.

Pero el tercer y más triste grupo es el de esas conversaciones en las que también se aburre el que habla. Se aburren los dos. Ambos son conscientes de que aquello les importa un carajo, de que si siguen allí es porque no tienen nada mejor que hacer. Comienzan a aparecer los silencios en mitad de una frase, las miradas barriendo el entorno buscando un estímulo y los alargamieeentos de palaaabras cuando se está a punto de perder el hilo. Son conversaciones simuladas. Dos personas se afanan por hablar de algo -una señora le explica a otra por la calle que dejó el bacalao a desalar toda la noche, o un tío le cuenta en una terraza a un colega una noche que ninguno se cree- mientras, en su fuero interno, desean que les pongan de una vez la tapa, que aparezca alguien conocido, que les llegue un whatsapp, que caiga un rayo… lo que sea, pero que pase algo.

Yo, por ejemplo, hablo, explico, cuento una vez más qué hago y por qué, y cómo me ilusiona por esto y por aquello y a pesar de lo otro. Y me aburro. Me repito, me aburro a mí mismo y me aburro de mí. Como Borges, a veces también me canso de ser siempre yo."

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