4.6.19

Mrs. Ashbury se confunde

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del 26 de mayo de 2019]


Mrs. Ashbury se confunde


 

EL FIN DE SEMANA pasado terminé “Los anillos de Saturno” (Debate), de W. G. Sebald, que cuenta un viaje a pie de varios días por el condado de Suffolk, en la costa Este de Inglaterra. Es una delicia de lectura, tan lenta como el paseo del autor, que camina por un paisaje y unos pueblos, casi siempre a la vista del mar, y se va encontrando con gente. Poca. En ocasiones se desvía al interior cruzando esos páramos tan de las Brontë, para visitar alguna casa. Y habla de todo eso.

Por ejemplo, de la producción de seda y lo que supuso para el país, y de los propios tejedores, a quienes, curiosamente, relaciona con los eruditos y escritores para decir: “Creo que uno no se hace fácilmente una idea de la impotencia y los abismos a los que a veces puede arrastrar a una persona la reflexión constante, que no concluye con el denominado cese de la jornada, y la sensación que penetra hasta los sueños de haber prendido el hilo equivocado”.

Hace años alguien me preguntó a qué tendía yo. Así, con esas palabras, “¿A qué tiendes tú?”. Y le contesté que a la reflexión. Suena presuntuoso, pero no debería: me considero una persona reflexiva por cantidad, no por calidad; por el peso que ocupa en mi vida, por lo que me condiciona y me define como persona. Nada más, y nada menos. De hecho, que reflexione tanto y no haya llegado nunca a sacar en limpio nada que valga demasiado la pena, creo que dice más bien poco de mí.

Sebald se aloja un par de noches en la casa de los Ashbury, una familia venida a menos. La señora Ashbury le muestra imágenes de épocas dichosas y le relata las dificultades sufridas desde sus turbulentos años en la Irlanda de la revolución, y se lo explica así: “Desgraciadamente, no soy un ser nada práctico, confundida en eternas reflexiones. Todos nosotros somos unos soñadores, inservibles para la vida cotidiana. A veces me parece que nunca nos hemos acostumbrado a estar en este mundo, y que la vida es un incomprensible error que transcurre a nuestro alrededor”.

En no pocas situaciones sociales, laborales y sentimentales compruebo cómo mi falta de interés por lo práctico y la tendencia a la teoría, a la abstracción, a alejar el foco, o directamente a la ensoñación, levantan a mi alrededor una barrera, me separan. Alumbran todo con una luz distinta bajo la que no consigo ver lo mismo que los demás, y me ponen más difícil encajar. Y aunque no querría cambiar, aunque no renunciaría a esa manera de mirar lo que me parece importante, es verdad que a veces, como Missis Ashbury, me siento un poco inservible para la vida cotidiana.
 
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En compañía de Wassily

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 19 de mayo de 2019]


En compañía de Wassily


 

EN LA PARED de mi habitación de Madrid tengo un póster de un cuadro de Kandinsky que compramos hace bastantes años en la tienda del Thyssen. Nunca llegamos a enmarcarlo para casa, y ha acabado aquí conmigo. Se titula Murnau, casas en el Obermarkt, y es de 1908. No sé nada de Kandinsky –como de tantos otros temas; y supongo que, conforme pasan los años, uno ya puede ir empezando a asumir qué cosas no va a saber, ni tener, ni ser nunca-, pero es evidente que en 1908 todavía no había entrado en su fase de rectas, triángulos y círculos; de lo cual me alegro.

Es una vista, desde lo que a mí me parece un callejón, de tres casas medio tapadas por la copa de un árbol en primer plano. Una casa es azul claro, la otra amarilla verdosa y la tercera casi naranja, y los trozos de tejado que asoman son de un rojo vivo. Todas las ventanas, con contras de madera, tienen colores llamativos. El suelo, en cambio, es oscuro, morado, y da la impresión de ser de adoquín. Aunque en mi póster todo es más sombrío y apagado que en las imagen del cuadro que encuentro en internet, así que no sé.

Sentado en el sillón donde leo por las noches lo tengo enfrente y, si dejo la puerta del baño abierta, también lo puedo ver desde la ducha.

Llevo unos siete meses contemplándolo, o simplemente pasando por delante, y ya ha dado tiempo a que mi relación con él, con esa escena, con el sitio que representa, sea personal. Esa calle y las casas, y el rincón desde el que se mira, poco a poco van haciéndose conocidos y cercanos. Tanto que, si ahora me mudase a Murnau y retrocediese un siglo en el tiempo, podría vivir al final de esa calle y tener eso frente a mí al abrir la puerta cada mañana, al salir a dar un paseo con mi mujer por las tardes, y sentirme como en casa.

Esa presencia constante del cuadro y esa familiarización con él, la compañía que me hace, los momentos que tengo para pensar quién viviría tras esas puertas, quién miraría desde esas ventanas y qué sombras se verían pasar por ellas, qué vidas de qué familias transcurrirían allí dentro, pararme en esa hora del día en la que la luz era así, me parece una relación perfecta. Y supongo que eso, establecer esa comunicación prolongada y darle tiempo a que te cuente una historia, es la forma correcta de ver pintura y, en general, de disfrutar de la mayoría de las obras de arte. La que querría el autor que tuviéramos, la única que puede recordar a la suya propia. Tan diferente a entrar en una sala de un museo, echar un vistazo apresurado alrededor, acercarse a leer la tarjeta de un par de obras y salir por la puerta opuesta.
 
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Beber y leer

[Publicado en el suplemento cultura Táboa Redonda del domingo 12 de mayo de 2019]

Beber y leer


 

EL DÍA DEL LIBRO fui a una librería y me tomé dos cervezas y unos cacahuetes.

Mi amigo Javi llegó mojado y me empapó de un abrazo. Siempre me sorprende que llueva en Madrid; no sé a qué viene, la verdad. Me regaló “El elogio de la sombra” (Siruela, Biblioteca de ensayo), del japonés Junichiro Tanizaki, que trata, literalmente, de la sombra, de su importancia en la casa tradicional japonesa, de su influencia en la concepción de las estancias, en sus artes decorativas o en la presentación de sus comidas, y también en la estética de los roles clásicos del teatro noh o en el maquillaje y vestuario de las mujeres. Pensar que se oscurecían los dientes con laca negra da una idea de la distancia sideral que separa nuestros dos cánones de belleza.

Entre trago y trago compré “El periodista deportivo” (Anagrama) de Ford, porque he perdido el que tenía, y para ver si esta vez consigo acabarlo; “Mañana tendremos otros nombres” (Alfaguara), de Patricio Pron, una incógnita para mí; “Dog soldiers” (Malas Tierras), al parecer una obra maestra de Robert Stone de la que yo no había oído hablar, e “Historias tardías” (Eterna Cadencia), de Stephen Dixon, que si hacemos caso al crítico Rodrigo Fresán es una joya. La librería era “Tipos Infames”, de Madrid; una de esas que te permiten contestar dos preguntas: qué falta en las de tu ciudad y cuál es la clave para sobrevivir vendiendo literatura en vivo en la era de internet. La respuesta es la misma y se llama buen librero.

Javi venía con ganas de beber y yo no vi motivos para no hacerlo. Justo ayer leí en “Los anillos de Saturno”, de Sebald, que fue Edward Fitzgerald quien tradujo en su casa de Suffolk y presentó en Occidente la obra del astrónomo, matemático, filósofo y poeta persa del siglo XI Omar Jayam. Acordarnos de que en sus Rubaiyat cantó las bondades del vino y de beber con los seres queridos nos habría hecho sentir un poco más trascendentales. Pero, sin saberlo, le hicimos caso.

Sufrimos demasiado. Quiero decir: para no sufrir en serio, sufrimos bastante. Algo debemos de hacer muy mal para que nuestras cosas, que vienen fáciles, que no nos ponen en peligro y hasta son voluntarias, tiendan a complicarse y a atascarse tanto.

Hace unos meses, viendo una película con los niños, les di un consejo. Que no pasaba nada si de mayores bebían, como bebemos nosotros, con cabeza, como nos ven ir de cañas o cenar con vino con amigos. Que tenía su parte buena. Pero que siempre bebiesen porque se sentían bien, no porque estuvieran mal. Creo que es un buen consejo. Aunque nosotros a veces no lo sigamos.
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1.6.19

49

Hoy he cumplido 49 años.

Ha sido un buen día. Al levantarme todos me han felicitado y, antes de desayunar, me han dado los regalos. Muchos. Luego he pasado la mañana solo (he conocido a una chica de Gales que estaba leyendo mi misma novela, “La hija de Robert Post”, de Stella Gibbons, y he tomado un café con ella), he recogido a los niños y hemos comido con mis padres. Por la tarde hemos alternado entre casa y el centro, a gusto, hasta que hemos salido los cinco a cenar. Al volver, hemos visto un par de capítulos de “The Office” y nos hemos ido a la cama. Ahora todos duermen. Yo tengo calor.

Entre quienes me han felicitado a lo largo del día, es increíble la cantidad de gente que llegó a mi vida a través de este blog, que no tiene mi edad pero pasa de 14.

Ha sido un buen día. Me acuesto contento; con la situación general y con el momento. Miro alrededor y me encuentro bien, miro adelante y me noto confiado y bastante optimista, y miro atrás (tan importante para mí, siempre) y me siento contento y, en general (en general), satisfecho. Podía ir mejor, pero no va mal la vida. No va mal.

Me acuesto. Mañana será otro día.

Besos y abrazos.