29.10.17

Táboa Redonda: Coaching nutricional



Coaching nutricional


"Cuando Gulliver llegó a la tierra de los Houyhnhnms se encontró con que estos, que eran unos caballos inteligentes e ilustrados, gobernaban sobre unas irracionales y simples bestias de carga con aspecto humano, los yahoos.
El otro día paseábamos por el casco viejo de una gran ciudad gallega y en una ventana vimos un cartel que anunciaba el último capítulo de la decadencia de Occidente: un servicio de coaching nutricional. Y ya sé que no es más que un nombre resultón, un gancho; nada terrible. Lo que es terrible es que alguien se crea que vendiendo eso le va a ir mejor… y tenga razón. Lo que es terrible es que estemos, como decimos en Ferrol, tan aconachados.
David le Breton es un sociólogo que reivindica el silencio como herramienta de resistencia social, nada más y nada menos. Resistencia, en la medida en que nos permite poner freno al flujo absurdo de información superflua, opiniones y verborrea que nos arrastra, y nos permite detenernos, por tanto, a pensar. Porque sin parar un poco no hay pensamiento. Ni conocimiento, ni crítica fundamentada ni juicios elaborados. Solo mimetismo, lugares comunes, eco.

Y ahora que lo llevamos en el bolsillo, el ruido es permanente. Por eso no mejoramos, y coreamos lemas y jaleamos consignas, y repetimos falacias sin entenderlas; por eso cualquier simpleza se impone sobre un razonamiento elaborado, y no se admite el matiz ni la duda; por eso una mentira repetida mil veces sigue convirtiéndose en verdad. Qué no haría Goebbels con internet. Por eso lo menos independiente que hay son las opiniones. De ahí la facilidad para alinearse, que no cesa. De ahí que aceptemos o rechacemos las ideas en función del color del envoltorio. De ahí que la polarización sea tan fácil como entre tutsis y hutus.

No hay en nuestra sociedad una necesidad más urgente que la de convertirnos en ciudadanos. Un ciudadano es el protagonista de una democracia, que existe por y para él. Es alguien que exige que individuos e instituciones cumplan sus obligaciones, y que a cambio asume su responsabilidad. Un ciudadano tiene una relación con la autoridad en las antípodas de las nuestra, que se mueve entre el pataleo y la euforia agradecida del seguidor. Como la de un niño. O como la de los yahoos, que carecían de la formación, el criterio propio, la capacidad de análisis de la realidad o el sentido de la comunidad que hacen falta.
La culpa de todo la tenemos nosotros. Cómo no la vamos a tener, cómo vamos a ser capaces de poner nada en su sitio, si nos tiene que llevar un coach de la mano a comer."

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22.10.17

Táboa Redonda: Una llanura fría

[Publicado en el suplemento Táboa Redonda del domingo 22 de octubre de 2017]
 
 
 

Una llanura fría



"Siento una debilidad tan grande como irracional por Mongolia. De los varios fines del mundo que para mí existen (otro sería una gasolinera en medio de Arkansas), Mongolia y el centro de Siberia son el más evidente. Y esto se junta con la atracción, también un poco extraña, que despiertan en mí los lugares fríos e inhóspitos, con los que siempre me he sentido identificado desde la distancia.

Hace ya tiempo vi El perro mongol, que es una película –no lo adivinarían- mongola, que además transcurre en Mongolia. Me gustó mucho. La protagoniza una familia nómada formada por un matrimonio joven y sus tres hijos, y es una historia sencilla en medio de paisajes preciosos. Se ven campos de hierba interminables, se ve lo rápido que crecen los niños allí -supongo que en cualquier parte menos aquí, en realidad-, y se asombra uno viendo a la niña mayor llevarse un rebaño de ovejas a pastar y regresar a su casa tomando como referencia el pico de una montaña. Y es fácil comprender, además, que Gengis Khan y sus chicos fuesen los portentosos jinetes que eran, al ver que esa niña tiene seis años y hace todo eso a caballo.

Mejor obviar al pobre Ivan Denisovich. Pero Miguel Strogoff, Corto Maltés, Colin Thubron. Los pasajeros del transiberiano. Dersu Uzala. Yuri Zhivago y Lara Antipova. Todos esperando por mí, ateridos de frío, en el fin del mundo. O tal vez en el centro.

Desde hace ya años, cada noche, cuando me voy a acostar y allí empieza a amanecer, miro en el móvil la temperatura en Oymiakón. Es un pueblo del nordeste de Rusia que tiene el orgullo de ser el lugar habitado del planeta donde se han registrado las temperaturas más bajas, inferiores a -70ºC. Y no es raro que, aunque no llegue a ese récord, ronde los 50 bajo cero. Entonces, mientras me meto en la cama y me tapo, me imagino soledad, inmensos espacios vacíos, naturaleza, silencio y una vida terrible. Me imagino lo que me da la gana, ya que por supuesto jamás he estado allí. Por eso, aunque no tenga sentido, me imagino también a cosacos y pastores mongoles de renos, todos mezclados. Y nieve y coníferas, y gente en tiendas con hogueras, y un viento helado y ululante y la noche interminable alrededor. Y me encanta hacerlo y apagar la luz pensando que vivo en un mundo entero."
 
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15.10.17

Táboa Redonda: Evasión culinaria

[Publicado en el suplemento Táboa Redonda del domingo 15 de octubre de 2017]


Evasión culinaria


"No siempre, es cierto. De hecho, ni siquiera debería ser la norma general, sino algo excepcional, una salvedad, un alto. Pero hay veces en que nos hace falta evadirnos, qué duda cabe. Evadirnos, escapar, si no literalmente sí de espíritu, porque lo necesitamos. Necesitamos alejarnos un poco, aunque solo sea un momento, poner distancia y coger aire. Y, si fuese posible, incluso olvidar. O creernos que olvidamos.
Por desgracia no suelen faltar motivos ni problemas a los que desear perder de vista, pero esta temporada sobran. Y llega un momento en que la preocupación toca techo y pide un descanso, porque se insensibiliza por saturación.
Y entonces uno puede seguir el consejo de Somerset Maugham cuando dice que adquirir el hábito de la lectura es construirse un refugio contra casi todas las miserias de la vida, y abrir un libro y tirarse dentro. Por ejemplo dentro de uno que explique que los huevos de serpiente están en su punto al decimoséptimo día de haber sido puestos, y que han de cocerse en agua en la que hayan cocido mondas de naranja, y comerse con brotes de acacia pérsica macerada en sangre de liebre; porque leer eso y no sentirse transportado parece difícil. O en un libro que sostenga que uno de los principales argumentos en contra del calvinismo es que Calvino, cuando estuvo en Armagnac, no probó ni una gota de aguardiente; porque leer eso ayuda a relativizar un poco más las cosas, que falta hace.

Curiosamente, ese libro, titulado “La cocina cristiana de Occidente”, hace un movimiento suicida al contar que los vikingos descubrieron que los mejores asados se hacían a fuego de libros. Y que por eso arrasaban con los códices en pergamino de las catedrales, y quemando textos canónigos grecolatinos asaban gansos, lechones, corderos y lo que surgiese.
Puede que haya quien encuentre tonto dedicar su tiempo a leer textos poco realistas, poco prácticos, demasiado envueltos en fantasías. Como este de Cunqueiro. Puede quien encuentre tonta la evasión. Puede que lo sea, no seré yo quien discuta demasiado al respecto, que discusiones ya hay bastantes. Pero estoy seguro de que, leer que en Bretaña había viejas brujas que adivinaban el color de los ojos de las amadas de los caballeros andantes solo por el eco del galopar de sus caballos al pasar por el camino, a mí, a veces, me ayuda a ser un poco más feliz."

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8.10.17

Táboa Redonda: Una foto normal

La verdad es que no me convence mucho mi artículo de hoy, pero bueno, no tengo otro.

El resumen es: hay problemas terribles por todas partes, no mejoramos casi nada, solo hay que mirar, vivimos rodeados de ellos; y luego hay otros tan ridículos que no lo son, pero aun así generan conflictos, y por mí se los podían meter por donde les quepan.


Publicado en el suplemento Táboa Redonda del domingo 8 de octubre de 2017


Una foto normal


"La otra mañana, mientras el sinsentido nos rodeaba, me topé en mi ordenador con una foto de hace años de mi hijo pequeño. Está en pijama en el jardín, apoyado en una murallita, mirando el mar. 
En el mundo hay, ahora mismo, aproximadamente sesenta conflictos armados activos, de mayor o menor intensidad; conflictos que en lo que va de año han supuesto casi setenta y seis mil muertos. Decenas de miles de menores son reclutados como soldados y obligados a luchar en esas guerras. Según los últimos datos disponibles, casi mil doscientos millones de niños de entre cinco y catorce años deben trabajar. Más de doscientos sesenta millones están desescolarizados: como la cuarta parte de la población europea. Un catorce por ciento de los menores de cinco años sufre desnutrición: en una de nuestras aulas de infantil habría tres o cuatro. En 2015, el quince por ciento de la población joven de la OCDE (o sea, unos 40 millones de personas) no trabajaba ni estudiaba ni estaba en formación (los famosos NiNi); en parte porque en los últimos ocho años han perdido el diez por ciento de sus puestos de trabajo.
Según el Banco Mundial, a pesar de que la población viviendo en condiciones de extrema pobreza ha disminuido sustancialmente (cosa de China, principalmente), todavía hay más de setecientos millones de personas que subsisten con menos del equivalente a dos dólares al día. Eso es más del diez por ciento: en uno de nuestros cumpleaños, dos invitados. Lógicamente, coincide casi exactamente con el porcentaje de población que se considera pasa hambre.
Ahora mismo hay en el mundo más de sesenta millones de desplazados forzosos. De los cuales unos veintiún millones son refugiados. De estos, han sido reasentados menos de doscientos mil.
Mi hijo, cuando la foto, estaba sano, vestido, al lado de casa, querido y contento. Y acababa de desayunar. Además me tenía a mí y al resto para contarle qué era todo aquello, para llevarlo, para llamar su atención y para ir un paso detrás de él por el camino. Camino por el que intentaremos que aprenda a disfrutar de cuantas más cosas mejor (incluidos Stevenson, el blues, la playa y el cubo de Rubik). Y no solo eso, sino que pasaba allí unos días porque lo habíamos decidido libremente, y porque además tengo un trabajo con un sueldo que me permite hacerlo. 
Y, aunque queda un poquito ñoño decirlo así, pensaba que las únicas batallas que merecen la pena y yo querría librar son las que buscan que esa foto llegue a ser normal para cualquiera. "

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1.10.17

Táboa Redonda: Bibliotecario de Kiev


Publicado en el suplemento Táboa Redonda del domingo 1 de octubre de 2017


Bibliotecario de Kiev




“Una historia de amor y  oscuridad”, la autobiografía del escritor israelí Amos Oz, es un libro interesante de principio a fin por lo personal, lo político, lo histórico y lo literario.

Para cualquier escritor, escritor frustrado, aspirante a escritor o aspirante a escritor frustrado, sus reflexiones sobre su propia experiencia literaria, sus comienzos, o su visión de qué es leer y cómo se ha de hacer, no tienen desperdicio. Cuenta, por ejemplo, el modo en que la maravillosa “Winnesburg Ohio”, de Sherwood Anderson, le hizo ver que no necesitaba ir a ningún lugar especial, ni buscar ninguna vida excepcional, para escribir de lo importante; porque leyéndolo comprendió que el centro del mundo estaba exactamente en su escritorio.

Hay que leer lo que significó Israel, a finales de los 40, para los judíos de medio mundo y de toda Europa. Y leer cómo vivieron, pegados a las radios de sus cocinas, la votación de Naciones Unidas en el 48 en la que se decidió crearles un estado. Y hay que leer, para entender –aunque sea desde la decepción- tantas cosas, cómo sus tías y su abuela, al desembarcar allí, besaban la tierra donde, por primera vez en sus vidas, esperaban que nadie las insultase ni las persiguiese.

Conviene asistir a la conversación de trinchera entre Oz y un soldado veterano, en la que este le recrimina que insulte a los palestinos, cuando son los judíos quienes han ido a echarlos de su país. Cuando el joven escritor le pregunta por qué lucha entonces, su colega le contesta que en algún sitio tienen que vivir, que también ellos se merecen tener un lugar en el mundo.

Y hay un capítulo en el que Amos Oz explica que tanto su padre como la inmensa mayoría de sus vecinos eran intelectuales que provenían de las universidades de toda Europa; y que no sabían hacer ningún tipo de trabajo manual. Excepto uno de ellos: el único fontanero del barrio. Y cuenta que, cada vez que acudía a una casa a arreglar algo, los demás hombres, incapaces incluso de ayudar, se reunían a su alrededor y comentaban entusiasmados la importancia, la trascendencia para toda la comunidad de la labor de aquel individuo. Todos con las manos en la espalda, pensando qué carallo estaría haciendo.

Y así me siento yo estos días cada vez que viene un albañil, un pintor, un fontanero o un electricista a hacer algo a casa: lo observo con asombro, con perplejidad, me pregunto cómo será capaz de hacer esas cosas y me siento tan perdido como un bibliotecario de Kiev."

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