29.11.09

Fin de semana

Ayer, a las diez y media de la mañana, cogí el tren de la costa.

Me gusta viajar en tren. Aquí son muy poco útiles, lentísimos y escasos; y con el resto de España más que unirnos nos separan. Pero, como no dependo de ellos, me gustan. Me parece un medio de transporte romántico y tranquilo, donde disfrutar de que te lleven, de no tener que atender a nada.

Me gusta esa sensación de pasar por la puerta de atrás de las casas.

A mí el tren, estos trenes, me parecen de otra época. Como las estaciones y los apeaderos. Mi padre, de pequeño, quería ser uno de esos jefes de estación de gorro rojo; y en cierto modo llegó a serlo, hace años.

Hace demasiado calor, pero estoy a gusto. Leo y miro por la ventana. Veo vacas, claro, el símbolo de la Galicia rural, y pasamos por túneles de árboles en los que las ramas nos van rozando.

Llego antes de lo que pensaba, y bajo al pueblo con mi maletita y mi paraguas. Y entro en un café-bar (pues un verdadero café-bar era). Naturalmente, me observan. Las conversaciones continúan, y yo escucho y, poco a poco, me voy atreviendo a mirar, hasta que con la vista me incluyen entre los oyentes y acaban hablando, en buena medida, para mí, que al fin y al cabo soy la novedad. Parece premeditado, pero unos hombres hablan de cuando en el puerto proyectaban cine mudo, y el de la manivela iba explicando la película.

El café está riquísimo.

Me acuerdo de Jesús (parece mentira en qué ha llegado a convertirse todo esto) y me pregunto si aquí es posible un Innisfree, algo como aquella cervecería; me pregunto si será posible en Innisfree, en realidad.

La dueña se sienta con otras dos clientas en una mesa. Al rato veo que llora. Apoya la frente en una mano y llora mirando el suelo. Las demás, todos los demás, la ven pero disimulan, siguen hablando como si nada, hasta que se le pasa.

Al ir a pagar, al fin pregunta "Buscabas a alguien, claro...". Le digo que no, le explico, le doy referencias; se acuerda de mí, de verano, de los niños.

Salgo, me voy. Veo un anuncio pegado en una farola. Lo típico. Salvo que en este dice Compro derechos de vacas nodrizas, y debajo el teléfono.

Ando hasta casa. Hace mucho viento, el mar, incluso en la ría, está picado y los chalanos no dejan de dar tumbos. Llego, abro la puerta, entro, cierro y empieza a llover. No parará, prácticamente, en todo el fin de semana.

Menos mal que vengo preparado.


27.11.09

Estado de opinión

Ayer tuve una discusión que empezó por el Alakrana y los piratas somalíes y acabó con que no sé si España o Europa están siendo invadidas por los árabes (sic) mientras nosotros nos quedamos cruzados de brazos.

No tengo interés en hablar del secuestro del pesquero. De hecho, creo que dado lo que sabemos y podemos saber (y corramos un tupido velo sobre la información que nos llega a través de la prensa) de lo que ha pasado, de las posibles alternativas y de por qué se decidió lo que se decidió, mejor sería que nos callásemos. Que parece que ya no solo somos todos seleccionadores nacionales, sino también expertos en gestión de crisis; estamos progresando mucho.

Me interesa, pero tampoco hablaré de lo que ocurre en Somalia, tanto en tierra como en el mar. Si quieren ustedes informarse hay mil sitios desde donde intentarlo con alguna posibilidad de éxito; aquí tienen unos ejemplos, que conviene leer en este orden: BBC (datos generales del país y acontecimientos de los últimos años), Programa Mundial de Alimentos (una visión de la situación humanitaria; hay muchas más) y Chatham (piratería).

Y de la inmigración, qué quieren que les diga que no sepan. Si acaso, les recomiendo un post de hoy mismo y les recuerdo una foto que debería salir cada semana en los periódicos.


Ayer, una vez más, comprobé la cantidad de gente que se siente atraída por gobiernos con una imagen de fuerza y dureza [¿Han leído ustedes El miedo a la libertad? Pues no sé a qué esperan]. Que consideran que un gobierno es respetable si da puñetazos en la mesa (en la de otros, claro), y eso quieren; que se dejen de tonterías. E incluso diría que si además saben que sus gobernantes son corruptos eso les parece una prueba de que son unos tíos listos, que le dan al dinero la importancia que debe tener y valen para estar ahí.

Recordé hasta qué punto inconcebible algunos ven los abusos únicamente cuando ellos o los suyos son las víctimas. O, dicho de otro modo, cuántos confunden la justicia con que el orden esté de su parte.

Y volví a ver, abrumado, que hay quien considera que ciertas vidas no importan. Y no me refiero a que les importen menos, sino a que para ellos no tienen absolutamente ninguna importancia.


Y me pasé el día pensando que somos muy burros. Y sin la disculpa de la falta de oportunidades. Tan burros que no somos capaces de recordar, ni de imaginar, ni de relacionar las cosas, ni de ver nada distinto de nuestro ombligo, ni, sobre todo, y por tanto, de ponernos en el lugar de los demás. Tan burros que al final somos malos.

Y pensé en lo poco asumidos que están entre nosotros conceptos como estado de derecho o incluso democracia; lo que nos falta para interiorizarlos. Y me pregunto si no vivimos una ilusión; qué porcentaje de españoles sigue estas reglas del juego porque son las que hay, pero no tendría ningún tipo de problema en seguir otras.

Y me di cuenta, por primera vez, de que aquí no gana Berlusconi porque no se presenta.

24.11.09

Extraño

Qué sensación de desubicación y desarraigo, de añoranza del hogar, qué clara y cruel constatación de no estar en nuestro verdadero sitio, cuando al girarnos confiada y mecánicamente nos encontramos con que en ese baño el papel está al otro lado.

23.11.09

Otra justicia

Y la ilusión de Paul y Holly, brillando espléndida en medio del gris general, ¿no merecía acaso ser recompensada? ¿No eran suyos todo el romanticismo, la alegría y la belleza? ¿Las ganas de vivir? ¿Y no era ese el lógico destino de los diamantes, ese y no el triste esperar en una caja fuerte hasta yacer entre los pliegues de un triste escote respetable?



¿No era preferible que sirvieran para hacer un sueño realidad?

¿Quién, qué alma sensible, puede dudar, escuchando Moon river y viendo a Audrie mirándolos, que debían ser suyos?

Si yo lo hubiera tenido se los habría dado con gusto sin esperar nada a cambio. Me habría dejado robar por ella. Por justicia.

19.11.09

Reñir bien

Hace ya ¡más de cuatro años!, escribí una lista de Cosas bienintencionadas y consideradas normales que no soporto que le hagan, que sigo suscribiendo íntegramente (aunque ahora diría que les hagan, que tengo dos hijos). No estaban todas las que eran, pero las que estaban, eran.

Aquella lista se basaba en mi experiencia y desde luego no pretendía ser exhaustiva, pero hoy lo seré menos, pues quiero hablar únicamente de dos comportamientos en mi opinión completamente equivocados y, sin embargo (y por eso me he acordado de ellos), tremendamente habituales entre los padres.

1. Decirle al niño que es malo; reñirle llamándoselo.

Hay que rechazar y descalificar el mal comportamiento del niño, no al niño.

Parece ser que además no es cosa mía, sino que hay una base psicológica para creer que el niño tiende a portarse como se le dice que se porta (¿y los adultos no?). Se llega a convencer de que "es malo", de que él siempre reacciona así, y acaba descartando la posibilidad de cambiar. Y más adelante, en la adolescencia, será fácil que llegue a pensar Así que soy malo, ¿no?, pues entonces...

Pero el problema principal no es, claro, que así no consigamos mejorar su comportamiento, sino el daño que le hacemos, cómo vamos encasillándolo, y lo que debe de minar su autoestima el que sus propios padres lo descalifiquen de ese modo.


2. Compararlo con los demás.

Y no sólo en su contra; también a su favor.

Reprocharle algo a un niño comparándolo con los demás es muy cruel. Creo que al hacerlo estamos dándole a entender, poco menos, que al menos en ese aspecto preferimos a otro. Pero es que incluso compararlo para elogiarlo me parece un gran error, pues fija unas referencias equivocadas que mal ponen la cosa ya desde el principio. Lo de sembrar vientos, ya saben.

Comparar es, más que ninguna otra manera de juzgar, hacer que el niño se sienta examinado y clasificado. Con la presión que eso supone, sobre todo si lo hacen sus padres, y con la idea de competición que les transmite. Competición por nuestro cariño. Pocas cosas marcan más.

No vivimos aislados, y los demás son referencias necesarias e inevitables a lo largo de toda la vida. Pero queremos que nos valoren como personas atendiendo a más cosas que a comparaciones directas y parciales. Lo queremos para nosotros, y con mayor razón deberíamos quererlo para nuestros hijos. Y si es así, no deberíamos aparentar lo contrario.

Compararlos es siempre injusto con ellos y los hace injustos. Les enseña una forma de opinar superficial y simplista y les inculca una tendencia a escalafonar a las personas. Y a ellos, en lugar de animarlos los desanima.


Una cosa es mostrarle a un hijo nuestro disgusto con lo que hace mal, y otra muy distinta darle a entender que lo que hace mal hace que lo queramos menos. Y para mí estas dos cosas están rozando ese límite.


17.11.09

Conversaciones con mi hijo

Este fin de semana vi Conversaciones con mi jardinero. Me gustó mucho. El poco cine francés que veo me suele gustar bastante; algunas películas, sin caer en solemnidades ni perder el buen humor (por qué perderlo; y sobre todo para qué), son agradables y convincentes reflexiones sobre la vida. Esta era una.

Yo diría que hablaba de los placeres sencillos de la vida, y de lo que importa en ella.

Ayer, paseando con mi hijo de tres años, en medio de una larga y maravillosa conversación me soltó Yo, cuando sea muy pequeño y me muera...

Fue como si una sombra negra (como a Rosalía) se me metiese dentro.

-Pero para eso falta infinito -le dije yo.
- Sí, falta muchísimo.
- ¡Muchísimo, muchísimo! Una vida entera -y traté de cambiar de tema, porque por un momento vi el vacío, y no quería mirar.

- Sí, porque cuando vengan a matarme voy a coger un sable y les voy a cortar la cabeza, ¡a todos! -con lo que ya me quedé más tranquilo.

Ojalá sepa vivir, y viva muchísimo.

9.11.09

Calvo Sotelo, mira tú por dónde

Esta mañana, al llegar a la oficina y abrir la agenda me he encontrado con esta cita de Leopoldo Calvo Sotelo, aquel presidente que parecía un señor tan serio:

No ha sido la menor de mis desventajas en la política el hecho de haber aprendido casi todo de los libros.

Y aunque estoy seguro de que Calvo Sotelo tenía motivos suficientes para quejarse de su ambiente de trabajo y no me extrañaría que en esa confesión hubiese una crítica implícita a sus colegas, supongo que se está lamentando de sí mismo, que no es una frase contra la política sino contra los libros, contra la distancia de la teoría. Es decir, que en ella se puede sustituir política por vida sin desvirtuarla demasiado.

Y claro, me pregunto si yo comparto esa desventaja, pero aun encima sabiendo mucho menos que Calvo Sotelo.

6.11.09

Aunque ya va creciendo

- Tatita, Mombo, Nanina, Tití... En vez de llamarlos por el nombre, los llamo por los aperitivos.

5.11.09

American Vertigo

He entrevistado a delegados de Wyoming, de Idaho, de Nevada, de Kansas o de Arkansas, a los que les he hecho, cada vez, la misma pregunta: qué es ser republicano (...)
Unos me han hablado del matrimonio gay... Otros me han explicado que nada les parecía más importante que reforzar el papel de las Iglesias y reducir el de las elites urbanas... Otros, que la vuelta a Main Street frente a Wall Street, la rehabilitación de los valores de la América rural frente a los de la América cosmopolita e intervencionista, la defensa de una concepción de los derechos humanos que llega hasta el derecho a poseer un arma para defender su libertad y sus bienes (...) Y para otros, incluso, [las ideas demócratas se relacionaban con] una Francia asimilada a una mezcla inestable de "feminidad", "inmoralidad decadente", "intelectualismo esnob" y "radicalismo chic"...

Bernard-Henri Lévy, American Vertigo
(La traducción es mía, así que no se fíen demasiado)


En este libro el autor hace un viaje por EE.UU., una especie de remake, propuesto por el Atlantic Monthly, de otro que hiciera Alexis de Tocqueville en 1831 por encargo de su gobierno. Entonces, el francés debía estudiar el sistema penitenciario norteamericano, pero vio más cosas y escribió La democracia en América; y ahora el otro francés escribe este, ya desde el principio con un enfoque más amplio y literario.

Estados Unidos es un misterio, para mí. Como tantos otros sitios, claro, pero con la particularidad de que en este caso el desconocido es un país con una presencia entre nosotros permanente, ubicua y, además, dominante. Presencia que, me parece, hace que basemos nuestra opinión, para bien o para mal, en verdades parciales, visiones fragmentadas (creo que el ejemplo más claro es el de su cultura), tópicos y prejuicios. Por eso me parece muy apetecible y útil (no sé si decir necesario sería excesivo) tratar de conocerlos y, a ser posible, entenderlos. Compré este libro por eso, y por ahora creo que fue un acierto.

4.11.09

La chica del faro y yo

¿Se acuerdan de la chica del faro, la de la broma literaria y el posterior experimento?

Una muchacha mira desde un bote de remos el faro, que apenas se ve entre la niebla. Tiene el pelo castaño recogido en una gruesa trenza y lleva puesto un impermeable verde oscuro. El faro es blanco y tiene tres ventanas, una debajo de otra. Ha dejado de remar y el bote sube y baja suavemente con las olas. Debe de conocer la costa, para navegar en un día así.
De vez en cuando toma los remos, da unas paladas para separarse de las rocas y los vuelve a dejar. Poco a poco la niebla se ha ido convirtiendo en una lluvia fina, y sigo caminando.

Pues ahora es mía. O eso me creo yo:





1.11.09

Las tribulaciones de Edgard

Edgard siempre había querido ser una persona inteligente. También culta, pero, por esas razones que siempre hay que rastrear (y que él había rastreado) hasta la infancia, sobre todo inteligente.

Y nunca había estado descontento, en ese aspecto, nunca había tenido un mal concepto de sí mismo. Incluso se podía decir que siempre (y ahora se preguntaba por qué, si había tenido alguna vez motivos objetivos para creerlo o todo había sido fruto de una cuestionable asunción, de un malentendido, comprensible pero malentendido al fin y al cabo) había estado bastante convencido de su talla intelectual.

Pero con los años su estima había comenzado a resquebrajarse, y era cada vez más evidente lo mucho que dependía de la aprobación de los demás. Desde hacía tiempo se daba cuenta de lo fundamentales que para él eran las opiniones ajenas, y había llegado a reconocerse que lo que quería, lo que necesitaba, no era ser inteligente (no sabía ya si lo era o no, no sabía ni siquiera en qué consistía serlo), sino que se lo llamasen.

Y Edgard, que tenía a sus espaldas un tórrido romance con el psicoanálisis, pronto llegó a algunas conclusiones.

Primero comprendió que si necesitaba que los otros corroborasen su valía era porque, a pesar de que creía tenerla, en el fondo era consciente de que nunca la había demostrado. Y entender esto le alivió, e incluso le sugirió cuál podría ser el camino a seguir.

Pero luego, cuando fue comprobando que las opiniones que él ansiosamente buscaba no estaban a la altura de lo que siempre había creído merecer, que los veredictos eran decepcionantes y que lo más que decían de él era que, bueno, no, del montón no era, llegó a la segunda y dolorosa conclusión: que, efectivamente, no era nadie excepcional.

Entonces, herido y desorientado, comenzó a intentar fijarse en otros aspectos, en otras cualidades del individuo, trató de ver a la persona como algo más amplio y complejo, donde la inteligencia, o las inteligencias, eran un ingrediente más. Y se propuso desesperadamente llegar a ser mejor, mejor en general; aunque ya no significase ser más inteligente.

Pero claro, como él, que no en vano había, como se ha dicho, coqueteado con el psicoanálisis, sabía, no era tan fácil cambiar los propios deseos, y Edgard no podía evitar, por el momento, ver en este nuevo propósito algo así como un premio de consolación. Se veía jugando el partido por el tercer y cuarto puesto

Aunque, de buen natural como era, confiaba, qué remedio, en ir cambiando su punto de vista con el tiempo y llegar algún día, en contra de lo que había hecho toda su vida, a no preocuparse por la clasificación, y menos aun por su lugar en ella.