[El taller propuso reescribir un cuento de Cortázar, La noche boca arriba. Así, con un listón inalcanzable y partiendo de la decepción asegurada, supongo que podíamos soltarnos.]
A los demás ya los habrían cogido. Él aún corría entre los árboles, de noche. Oía su propia respiración, las ramas rompiéndose y ruidos detrás de él, cada vez más cerca. Le faltaba el aire y sentía los latidos en las sienes. Y corría. Tropezando, arañándose, golpeándose la cara y las piernas y cayendo, corría.
Se paró. En la mano apretaba el cuchillo. Se agachó y escuchó. Se ahogaba en silencio.
- Oiga, oiga, amigo –abrió poco a poco los ojos y no vio la selva sino caras sobre él. Había alguien vestido de naranja, del 061- ¿Me oye? No se mueva, vamos a sacarlo. No se mueva, ¿eh? Tranquilo.
Por mirar a aquella cría por el retrovisor. Sabía que le iba a pasar algún día; que por quedarse mirando un culo iba a tener un accidente.
Le colocaron un collarín y lo levantaron un poco entre varios para meterle debajo una camilla, lo alzaron y fue con la vista perdida en el cielo azul, las nubes y los edificios hasta que lo metieron en una ambulancia. Alguien se sentó a su lado y cerró la puerta.
Con un sobresalto oyó un ruido, un paso. Los nudillos blancos alrededor de la empuñadura. Nada. Tenía miedo y habría querido gritar, pero se levantó despacio y en silencio, y continuó andando hasta que de nuevo comenzó a correr. Cada vez más rápido. Con un nudo en el estómago y los dientes apretados, tratando de orientarse, de desaparecer.
Corría llevado por el pánico y recordaba la pelea: los otros cayendo sobre la aldea, los gritos, las cabañas ardiendo, las mujeres y los niños tratando de escapar, su mujer y su hija corriendo a esconderse mientras él clavaba una y otra vez su puñal, enloquecido. Y luego huir, correr en cualquier dirección, llevárselos lejos de ellas.
Cayó y se golpeó la cabeza en una piedra.
Se despertó en Urgencias. Apenas podía mirar a los lados, pero a su alrededor vio más camillas ocupadas. Casi todas por viejos, viejos en bata de casa con cara de muertos, ya, acompañados con hijas tristes, despeinadas y tosiendo.
Tenía un fluorescente justo sobre él, y se quedó mirándolo. Qué era esa selva. Le lloraba un ojo y quiso secárselo, pero al intentar mover el brazo sintió un dolor que no esperaba, agudo, y no pudo. Se quedó quieto y por primera vez se preocupó. Trató de decir algo, de avisar de que estaba despierto, pero solo le salió un gemido. Y siguió mirando la luz del techo. No notaba más que el dolor en el brazo.
Volvió en sí y se dio cuenta de que sus perseguidores estaban muy cerca de él. No lo habían visto, y no se movió. Ya no lo oían y daban vueltas confusos, buscando su rastro. Le dolía la herida en la frente; con la mano más próxima se la tocó y notó la sangre. Cogió el puñal de su lado y esperó quieto hasta que oyó que los pasos se alejaban, y entonces, como un jaguar, se puso en pie, escuchó y empezó a andar en silencio. En silencio. Pero la vista se le nubló y notó que vacilaba, y por un momento no supo dónde estaba. Y vio unas paredes blancas. Uno de los hombres gritó. Y él, alerta otra vez, echó a correr. Rápido, todo lo rápido que podía, sin cuidado ya. Corría. Corría, y las espinas se le clavaban y los árboles le azotaban, pero no paraba.
Llegó a un precipicio, y abajo vio la playa. Y el mar. Entonces oyó el zumbido de la honda, y antes de poder reaccionar caía barranco abajo.
- Carlos, ¡Carlos! –movían la camilla; no había precipicio alguno- ¡Despierta! Mire, es que no despierta… ¡Carlos!
- Hola –murmuró.
- Ay, hombre, por qué no contestas. ¿Qué te pasa? ¿Qué ha pasado? ¿Pero cómo fue?
Trató de decir que no sabía, que no se acordaba de nada, aunque sí, pero no era capaz. Y quería decir que no con la cabeza, pero tampoco podía. Miró el fluorescente. Era viernes.
- ¿Pero cómo pudiste chocar? –se asomaba ahora ella sobre él. Recordó que volvía a casa de la oficina- Desde luego, ¿tú te crees? Dicen que te diste tú solo.
Al día siguiente iban a visitar a unos amigos. El domingo tenían una comida familiar. Esa tarde la había pasado en una reunión de trabajo.
- ¿Se puede saber qué hacías? –se echó a llorar- ¿Y ahora el coche, qué? ¿Y qué voy a hacer? ¿Eh, qué?
Miró el fluorescente.
Lo despertaron las voces de los otros y vio la luna sobre él. Apoyó las manos en la arena e intentó ponerse de pie. Se quedó de rodillas. No veía el cuchillo. Habían llegado abajo y ya corrían por la playa hacia él. Consiguió levantarse, dio unos pasos y volvió a caer. Tocó algo: el cuchillo. Lo agarró y comenzó a andar hacia el agua, dando traspiés. Oía los pasos, que se le acercaban. Maldecían anticipando la venganza por los muertos y por aquella noche. Llegó a la orilla y pensó que se desmayaba.
- Tome, beba algo.
- A ver, Carlos, por favor…
Notó el agua en los pies y se acordó de un niño desnudo de la mano de su madre. Y vio a su mujer y a su hija riendo en las olas.
Estaban llegando junto a él. Se mareaba, y estuvo a punto de caer. Y volvió a verse en aquel lugar incomprensible. Y se vio sentado junto a una mujer que no sonreía, y cada día solo entre extraños, atemorizado. Y vio muchos días de desgana.
Y entonces se agachó, se mojó la cara, se puso en pie, agarró con fuerza el puñal y con un grito se lanzó de frente contra sus enemigos.