30.3.08

Viernes

El canal erótico 40 Latino invade mi espacio auditivo vital en una cafetería. Para alivio mío, al cabo de un rato los demás clientes, indignados porque en uno de los vídeos no ha aparecido ninguna mujer en salto de cama, se abalanzan sobre el televisor y lo hacen añicos.

28.3.08

Otro

[Para Celia y mi prima la de Almería, que andan preocupadas por mis hábitos mortuorios]

Pues sepan que desde el día 11, cuando escribí El final, ya he ido a otros dos velatorios/entierros. El último, ayer.

Y no los busco.

Éste fue de un hombre bueno.

17.3.08

Colores

- Te odio, cuando me riñes. Se me pone la cara roja por dentro, de lo nerviosa que me pongo.

12.3.08

El final

Unas medias gris claro y unos zapatos negros de cordones deformados por los juanetes, pisando la hierba de delante de la fila de nichos en la que meten a un amigo, a un vecino, de su edad. Y un abrigo y un bolso negros y el pelo blanco. Y una cara triste y tranquila, arrugada. Y a lo mejor unos niños, que ella sabe que fueron de verdad, jugando hace muchos muchos años.

3.3.08

Un provinciano en Madrid: el retorno

Entro por un túnel muy oscuro. Suena Let it be y no oigo ningún ruido de fuera. Sólo veo las luces naranjas del techo y las rojas de los demás coches, y me parece que voy volando en una nave espacial, y por un momento me olvido de que si choco a esa velocidad me muero.

Cinco días en Madrid.


1.
Uno se cree que no es provinciano a pesar de vivir donde vive, pero al llegar descubre que sí. Es verdad que después puede volver a su mar y su lluvia, y está bien, pero unos días en Madrid permiten abrir una puerta y asomarse al mundo.

Al principio siempre es el tamaño y la cantidad: me abruman. Enseguida, la variedad, también: me deslumbra.

Y, por la ubicación de mi hotel, en pleno barrio de Salamanca, es imposible no hablar de dinero; de cuánta gente con dinero (y sin él, ya, ya) hay en Madrid.

Y todos guapos. Salgo a pasear, el mismo sábado por la tarde, y no veo más que guapos. Hasta los feos lo son. Qué ropa, qué pelos, qué gesto. Reparo con estupor en un tipo feúcho, con una sudadera de Decathlon, deambulando por allí, pero veo que al momento se le acerca un policía y amablemente le indica que es mejor que pasee por otra zona. Y a una pareja que lleva a su bebé en un cochecito que no es Bogaboo, lo mismo.

Al pasar, asusto a tres gorriones que picotean un vómito, y echan a volar.

Llego a Colón, y bajo la gigantesca bandera de España granate y verde lima el grupo más multirracial que he visto en mi vida hace todas las virguerías que -digo yo- pueden hacerse sobre dos, cuatro u ocho ruedas. Me quedo un rato mirándolos, alelado, y luego entro en una exposición sobre la Guerra de la Independencia que hay bajo la plaza. Contemplo emocionado (en serio) un sombrero de Napoleón y la cestita de picnic del duque de Wellington. Padres prestando atención a sus hijos me rodean, y me sienta bien verlos.

Esa noche, sin cambiar de barrio, salgo a cenar. Yo creía que los treintañeros que salen asintiendo con cara de preocupación o esperanza, según toque, detrás de Rajoy en sus mítines no existían, porque nunca había visto ninguno; pero es que estaban todos aquí (¿qué puede esperarse de un local que responde al evocador nombre de Hoyo 19?). Ellos, impecablemente desarreglados con sus camisas de cuadros y su pelo larguito con raya al lado y patillas; algunos con unas barbas tan perfectas que parecen falsas. Ellas, monísimas, para qué lo voy a negar; hay un par de modelos, en rubio y en trigueño, no más, pero la verdad es que están conseguidísimos, muy trabajados.

En un rapto de populismo, la camarera, con cara de estar hasta los cojones y vestida de otra guisa muy diferente, me cae genial.

Y pienso que lo de los mítines de Rajoy es una chorrada, que qué tontería, hasta que en la barra oigo a cuatro tíos comentar que sí, que estarán Zaplana y Fraga (se me hace raro oír hablar de Fraga fuera de Galicia), y que Esperanza es que ha dado mucha caña; y a uno le echan una bronca por trabajar en TVE, y él dice que, ¿sabes?, que es sólo un currito.

Y esto enlaza con el chico que, en pleno brunch en el VIP's de no sé dónde, a la mañana siguiente, le dice a una amiga que a él el PP no es que le convenza al 100%, pero que es lo más parecido a la democracia cristiana europea que tenemos, y que además la política social del PSOE le parece un agujero económico. Y me fijo en la expresión de ella mientras escucha y maliciosamente constato que el chaval está visto para sentencia. Y en otro arrebato de demagogia facilona me quedo con ganas de preguntarle a los dos mendigos que desayunan junto a la papelera de la puerta si la política social también les parece un agujero económico intolerable, pero no les quiero amargar el brunch (además están enfrascados en una conversación muy interesante, a juzgar por sus caras).

A las cuatro de la tarde del domingo la calle Montera está llena de prostitutas. Negras, sudamericanas y del este. Las del este son las que peor caras tienen; sé que no son las únicas, pero a ellas, delgadísimas, pálidas, con ojeras, se les nota muchísimo que son yonkis.

En Hortaleza, entrando en Chueca, el ambiente desinhibido es evidente a cualquier hora. Y la variedad estética, de orientación sexual y étnica me parecen liberadoras. Tomo un bocata en un vegetariano, y el dependiente le advierte a una chica muy guapa que la salsa es muy picante, y ella le contesta, con una sonrisa, que es mejicana. Canta Nina Simone. Veo pasar gente de todo tipo por la calle, y en el diminuto local hay personas, creo, de cuatro continentes, y en medio, al fondo, reflejada en un espejo, veo mi cara y me sorprendo. Y me gusta.

Voy a ver It's a free world. Llego tarde, y cuando acaba y encienden las luces veo cuántos inmigrantes hay. Buen sitio para esa película, que me encantó.

La mezcla, esa variedad que no deja de verse por la calle, me parece de lo más estimulante y enriquecedora.


2.
Llega la hora de los encuentros, y, aparte de Rythmduel, con el que tengo contacto a diario, empiezo por ver a Luna, que nada más bajarse del autobús, desde la acera de enfrente, me ve otro. Tres horas de café, cariño y sinceridad, y salgo contento y tranquilo, y casi casi reconciliado conmigo.

Luego, de noche, Cal y Xavie. Abrazos y besos y alegría. Y conozco a Conde-Duque. Mientras nos damos la mano mantenemos la mirada durante más segundos de lo habitual, tratando de reconocer en quien tenemos enfrente a la persona que habíamos ido conformando al leer, y eso ya me gusta. Magnífica noche, sin parar de hablar y de escuchar, y de reír. Y al día siguiente mi primer cocido madrileño, con Xavie y Cal, café junto al Retiro (Dios mío, qué gusto hablar tan bien con alguien), y paseo y cañas por Chueca con Cal, que me enseña todo lo que vale la pena (...del barrio). Y pienso en lo complicados que somos, y me pregunto cómo es posible que un purasangre pueda llegar a convencerse de que unas ramas en la entrada de la finca le impiden salir al campo y correr por donde quiera, y maravillarnos a todos.


3.
De noche, bajo las escaleras mecánicas del metro, desierto, y, como siempre en esos casos, me acuerdo de Un hombre lobo americano en Londres y de la madre que la parió. Veo una cámara y saludo con la mano.

Llego a un sitio con gente y una limpiadora, sudamericana, por supuesto, me ve la cara y me pregunta a dónde voy. Es un poco lío, y me indica el ascensor; a mí y a un chico de veintipico años, extranjero, negro. Mientras bajamos nos miramos. Se abren las puertas y él se cree que aún no es nuestra planta, pero le digo que sí. En el andén se me acerca con el móvil en la mano y me pide que le lea un mensaje:


sabes una cosa creo q tins razon en tus palabras y que mali y senegal para mi se acabo. cuando quieras tomamos un cafe pero nada mas

Para mi sorpresa, sonríe, y me da las gracias.

Llego a mi parada, también vacía. Conmigo se bajan dos vigilantes jurados, y al ir hacia la salida veo que en un banco duerme un hombre. Le dicen que se levante. Debe de tener más de cincuenta años, y cuando a duras penas se incorpora, con la ropa llena de manchas, le cae un hilo de baba que le gotea en la rodilla. La taquillera bosteza. Salgo. Llovizna. Desde una parada de bus una prostituta da unos golpecitos con los nudillos y me hace señas con el dedo para que me acerque. Le sonrío y le digo que no con la cabeza. Veo que son transexuales; una debe de tener problemas con la falda porque la tiene en la mano y la está mirando muy de cerca, en bragas; la otra habla por teléfono con la misma voz que el artista anteriormente conocido como Bibí Andersen. En la acera duerme alguien, oculto por telas y cartones, y enfrente, a través de las ventanas a ras de suelo, veo corbatas rosas y azulonas, y labios con brillo, tomando copas y riéndose.


4.
Me voy.

Paro a comer en un área de servicio, y en la mesa de al lado una pareja con una sospechosa diferencia de edad, ella extranjera rubia platino y él con ropa y peinado de querer ser joven, come con otro señor. ¿Pues sabes qué te digo, Gonzalo? Que llevas razón, que la paella está muy buena. Y Gonzalo, no sé por qué, se deshace en atenciones, y se inclina sobre la mesa para oírles mejor, y pone muchísimo interés en explicarles que ésa no es otra área de servicio que hay, que la otra es parecida, y tiene también la barra a la izquierda y luego todo mesas, pero que no es exactamente la misma, aunque en la otra también tienen paella, cree. Y que va a comer el filete, porque lo que le pasa a la carne es que como se enfríe... Di que sí, Gonzalo.

Salgo. Voy a la gasolinera y marco 40. Empiezo a echar gasolina: plim, y para. Señor, ha marcado 40 céntimos; marque 39,60, si quiere...

El provinciano regresa.

Madrid me ha sentado bien, y vuelvo animado y contento: aire fresco (mentalmente hablando, claro) y amistades confirmadas.