31.7.16

Táboa Redonda: soledad



Solo en casa




"Esta semana, mi estructuralmente atípica familia estuvo más dispersa de lo normal y me dejó solo. Los niños, con su madre de camping, y mi novia, con su hijo al otro lado del Atlántico, de boda.

Esa situación, tan envidiada por absolutamente todos los padres, madres, maridos y esposas, sin excepción, que me he cruzado estos días (en algunos casos, hasta provocar risas histéricas), es distinta si estás separado. Tus tiempos son diferentes, como casi todo lo es. Pero de todas formas me apetecían esas tardes libres que, por no tener trabajo pendiente del doctorado, lo iban a ser de verdad: siete tardes para hacer única y exclusivamente lo que me diese la gana. Lástima que esa semana de dolce far niente haya durado exactamente 24 horas; hasta que mi directora de tesis me mandó sus correcciones. Al final, me he pasado todo el tiempo trabajando en casa, sudando.

Aun así, hubo una mañana de playa que duró justo lo que a mí me gusta, una noche vi la película “Ida” (polaca, en blanco y negro y con una monja de protagonista: de mucha mucha acción no era), y una tarde conduje a Pontedeume solamente para leer tomando un café frente a un parque. Esa situación de levantar de vez en cuando la cabeza de la lectura – “El café de la juventud perdida”, de Modiano- y mirar alrededor, los edificios, la gente que pasa, qué familias se divierten y cuáles se aburren, imaginarme las conversaciones, me encanta.

Me gusta mucho estar solo. Cuando quiero. Y la soledad es voluntaria si uno puede decidir no solo cuándo empieza sino también cuándo acaba. Que no ha sido el caso. Pero al menos tenía fecha de finalización, y así todo es más fácil.
He pasado la semana observándome, pensando en qué me da y qué me quita. No poder hablar, por ejemplo, es un problema, pero no tener que hacerlo está bien. A veces pesa más una cosa, y otras, la otra. Y sin duda es atractivo poder decidir siempre, poder decidirlo todo. Pero descubro que casi no quiero hacer nada que no pueda hacer con ella, y en cambio hay muchas cosas que sin ella no pueden ser o son peores. Y acabo contento, porque compruebo que no surgen deseos insatisfechos, que donde estoy se parece bastante a donde quiero estar. Y porque hoy, que la voy a buscar, estoy deseando que llegue."

* * *

24.7.16

Táboa Redonda: un traje




El traje


Hace unos años, mi madre, que ayuda en el “ropero” de Cáritas, atendió a una señora que buscaba un traje para su marido. Le enseñó varios, mientras la señora se lamentaba de que ella, que tanto había dado, se viese ahora pidiendo. Entre frases de consuelo, encontraron uno gris impecable. Era para ir de muerto, explicó la mujer bajando un poco la voz; para el entierro.

Tras la sorpresa inicial, mi madre, práctica como es, le preguntó si no sería mucho traje, aquel, para usarlo solo una vez. Que daba un poco de pena malgastarlo, con perdón, así.  Y aunque la señora dejó claro que quería lo mejor para su hombre, aceptó mirar un poco más, hasta que dieron con otro, algo pasado de moda pero de buen ver, que le pareció perfecto.

O no tan perfecto: temía que le quedase un poco estrecho de cintura, el pantalón. Claro que podía soltarle un poco. Mi madre le sugiere que también podía abrírselo por los lados; que total no se iba a notar. Pero no, que ella sabe soltarle y se lo arregla. Pero que con la chaqueta también duda, le parece pequeña. Y entonces va y se la prueba ella, se la abrocha, se mira en un espejo y dice que es un poco justa; a lo que mi progenitora le hace ver que lleva un jersey, y que su marido no va a ir de jersey. En efecto, iba a ir de camisa de seda; pero con camiseta. “¿Camiseta para qué?”, dice mi madre. Y ella contesta que, con este tiempo... Pero la cara de mi madre la convence de que da un poco igual.
La señora levanta los brazos, los cruza, los dobla. Que le ciñe, que no es muy cómoda. Pero él no se va a mover, le explica de nuevo, igual de racional, mi madre. La señora reconoce que no. Tras un momento de silencio, mi madre le aconseja que le abra un poco la espalda, que al fin y al cabo no se le va a ver. Pero la señora insiste en que para algo sabe coser, y que mejor se la prueba.
 
Mi madre, a esas alturas, no puede evitar comentarle que, la verdad, probarle ya muerto parece que da un poco de cosa. “¡No, mujer, pero no está muerto! –contesta ella- No. Va a morirse. Poco le queda, pero aún está vivo. Por eso yo le pruebo, le suelto un poco donde le haga falta, y ya le queda listo.”

* * *


17.7.16

Táboa Redonda: un grano de arroz



Tarde



"Estoy leyendo algo de poesía. Leo un par de poemas mientras como solo. Me levanto de la mesa, llevo el plato, los cubiertos y el vaso al fregadero, les paso un agua y los meto en el lavavajillas. Luego guardo la botella de agua en la nevera. Doblo la servilleta, levanto el mantel individual, sacudo las migas en la basura y lo limpio con una bayeta, que escurro debajo del grifo para limpiar la mesa. Guardo el mantel y la servilleta en el cajón y me acerco a la ventana. Me cruzo de brazos. Miro los árboles del jardín de al lado y el monte al fondo; miro el cielo, nublado; veo dos pájaros volando contra el viento.

Recuerdo otra tarde de viento, hace años, paseando junto al mar en un país nórdico. Al acercarnos a la orilla vimos a una mujer bañándose. Hacía mal día y estábamos solos. El fondo allí apenas debe de tener pendiente, y ya desde lejos venía andando, muy despacio pero sin esfuerzo, sin pelear con el agua. Llegó al embarcadero de madera y subió las escalerillas. No tenía menos de setenta años. Llevaba un bañador negro y un gorro blanco, era delgada y alta y tenía la piel morena y arrugada. Nos sonrió mientras se soltaba el pelo, pasó por nuestro lado y se fue, descalza, por la hierba.

La parte de atrás de un edificio tiene manchas de humedad en la pintura blanca. Veo un grano de arroz en el suelo, me agacho, no soy capaz de cogerlo y aprieto el dedo contra él para que se me pegue a la yema. Me incorporo, miro para el cubo de la basura y echo el grano en el fregadero. Abro un poco el grifo, hasta que el agua se lo lleva, y vuelvo a cerrar.

Miro el móvil. Se me hace tarde."

* * *

10.7.16

Táboa Redonda: que nos recuerden



Que nos recuerden




"Hace dos días vimos la película “La juventud”, de Sorrentino, protagonizada por Michael Caine y Harvey Keitel. Me encantó: una fotografía muy personal y muy cuidada, como la de “La gran belleza”, que sirve para contar unos cuantos días de dos ancianos famosos retirados (apático uno, frágilmente entusiasmado el otro) en un balneario de lujo en Suiza. Pasean, comen, reciben masajes, se aburren y mantienen charlas poco convencionales. Y en una de ellas Caine le explica a Keitel que toda su preocupación por que su hija lo recordase, todas las cosas hechas deliberadamente para dejarle huella, habían sido en vano, porque ella no se acordaba de ninguna. Luego, en una confesión despechada, esa hija no solo confirma que es cierto sino que deja claro que, de su infancia, no le ha quedado grabado nada salvo la poca atención que siempre le demostró él.

En un episodio de “Breaking bad”, Walter le explica a su hijo que, a pesar de los esfuerzos de su madre, el único recuerdo que guarda de su padre es una respiración agónica que se imponía a todas las palabras de cariño. Y le pide que a él, en el futuro, no lo vea como lo vio la noche anterior, en la que no ofrecía, digamos, su mejor cara; que no sea así como lo recuerde cuando él ya no esté. La respuesta de Walter Junior lo desconcierta pero es muy reveladora: “No sería tan malo: al menos fuiste real”.

Dejamos, en cualquiera, una impresión que no solemos poder controlar. Una impresión que con el tiempo nos resulta cada vez más inexplicable y nos deja más desnudos, al prescindir de las capas exteriores. Y eso es mucho más rápido y acusado con nuestros hijos, que nos miran como nadie más lo hace. Pequeños gestos y actitudes van construyendo nuestra imagen y el sentimiento que despertamos en ellos, mientras nosotros nos afanamos por llevar a cabo y decir cosas de peso. Nos esforzamos en sacar una fotografía perfecta que dejarles, sin entender que de lo que se van a acordar es de la cara que les pusimos y de cómo les hablamos mientras la hacíamos."

* * *

3.7.16

Táboa Redonda: aquí y allá

A saber vivir se tarda la vida entera.




Aquí y allá


"Soy tan ignorante que, además de saber poco, mucho de lo que he aprendido no me ha enseñado nada. Por eso no conocía, hasta que hace unos días mi padre lo remedió, a Facundo Cabral; y por eso al escucharle hablar y cantar se me iba poniendo esa cara de tonto que se nos queda a veces, cuando nos damos cuenta de que no nos hemos enterado de lo que importaba, cuando nos damos cuenta de que sonreíamos con seguridad y en realidad estábamos haciendo el ridículo. “No soy de aquí ni soy de allá”: los hombres que callan, y la vida es esto, ni más ni menos. A mi hija, que tiene la intuición que a mí me falta, le encantó a primera vista. A su lado, mi padre se emocionaba, permitiéndose dejar salir esa parte suya que ha mantenido siempre bajo control y casi nadie conoce; esa parte que también en él pudiera haber sido y que me ha hecho, por ejemplo, a mí.

Esta semana conducía y miraba, por encima de los edificios, el cielo rosa anaranjado de la última hora de la tarde. Conducía sin música y la ventanilla me aislaba tanto que todo parecía un poco irreal. Hay cosas que únicamente se pueden sentir a solas. Por el retrovisor veía el resplandor del centro de la ciudad y los primeros faros de algunos coches. La calle bajaba y las luces parecían mantenerse quietas en lo alto, como en una escena de alguien regresando a su casa de las afueras en una película americana. En un semáforo, la chica de al lado se rascó la mejilla y bostezó. Al ponernos de nuevo en marcha, cada coche, cada uno de nosotros, con la vista clavada en el frente, continuó hacia el final de su día, aquí y allá. Unos teniendo cierta idea de para qué, otros sabiendo que para nada, otros haciendo el ridículo."

* * *