23.5.05

Wolfgang Amadeus de la Prada.

El día 19 abandoné la soledad de estos campos y me acerqué a la ciudad para ir a la ópera. Fui a ver Don Giovanni.
Yo no lo sabía, pero se estrenaba una nueva producción. La orquesta era la Sinfónica de Galicia, y el coro, el suyo; el director musical era Victor Pablo Pérez, y los principales artífices, en lo que a la parte visual se refiere, eran Giancarlo del Monaco -director de escena e ideación (?) del espacio-, Wolfgang Zoubek -iluminación- y Ágatha Ruiz de la Prada -escenografía y vestuario-.

He ido muy poco a la ópera, debido entre otras cosas a mi aislamiento rural y a la dificultad que todavía entraña cruzar los montes que rodean mi casa, y que hace que cualquier viaje sea precioso, incómodo y lento. Por eso, me senté en mi butaca con una emoción casi infantil y un respeto probablemente injustificado y que sin duda no compartían los aparentemente cosmopolitas representantes del glamour provinciano que allí vi.

Y, claro, yo quería demostrar que, además de amante de la música, soy una persona culta, flexible, con mucho mundo a mis espaldas, versada en ismos artísticos de todo tipo, y moderna, muy moderna. Y me propuse escuchar y mirar con la más abierta de las actitudes.

Pero, a medida que pasaba el tiempo, pasé de la sorpresa y la curiosidad a la extrañeza, de la extrañeza a la duda, de la duda al desagrado, y del desagrado al cabreo. Al final del primer acto (la ópera tiene sólo dos) ya reconocí que el vestuario y el hecho de que el escenario estuviese totalmente vacío no estaban contribuyendo demasiado a que disfrutase tanto como yo esperaba; y, al terminar, admití sin rubor que la parte visual de la producción me había estropeado la ópera (con una excepción, la iluminación, que consigue que la escena en la que el comendattore arrastra a don Juan a los infiernos, y en la que aquél canta desde el medio del patio de butacas envuelto en un resplandor rojo, sea sensacional).

Por un lado, como he dicho, no había decorado de ningún tipo, a excepción de una gran cortina azul que hacía las veces de absolutamente todo. Por otro (y esto fue con diferencia lo peor), el vestuario era muy "ágatha" y completamente actual: don Giovanni vestía un traje salmón, con pamela del mismo color, zapatillas verdes y corbata verde agua, gafas de sol con montura roja (que llevaba levantadas sobre la frente casi todo el tiempo) y un pendientillo; Leporello, su criado, un mono entero rojo, una bolsa en bandolera también roja, y una beisbolera del mismo color, puesta con la visera hacia atrás; unos individuos que abrían y cerraban la polivalente cortina y que de vez en cuando enfocaban con unas linternas -por razones que se me escapan- a los cantantes, llevaban una ropa parecida a la de los jardineros municipales, con bandas reflectantes incluidas; los demás, por el estilo. Don Giovanni, en lugar de un caballero sinvergüenza, a mí me parecía un chulo de putas; y su criado, un pringado con el síndrome de Peter Pan.
En una escena en la que don Giovanni cena, la mesa y la silla eran rojas y en forma de corazón.

Además, como complemento, al célebre burlador sólo le faltaba tirarse a sus conquistas, pues el pantalón se lo bajaba, y les metía mano de un modo bastante explícito. Esto, por sí solo no habría importado, pero la pinta del protagonista le daba un realce singular.

En cualquier caso, intentando ser serio, y dejando clarísimo de antemano que me considero un ignorante en estos (y en todos los demás) temas, y que con toda humildad admito que sin duda me falta el bagaje cultural para asimilar y apreciar la apuesta que allí se hizo, diré que incluso desde una postura comprensiva de la necesidad del artista contemporáneo de buscar nuevas formas de expresión y lecturas distintas de los clásicos, y desde la aceptación de que el arte no puede limitarse a seguir los caminos ya marcados, no soy capaz de encontrarle ningún sentido a lo que vi aquel día.
Creo que entendería mucho mejor una adaptación íntegra de la obra, pero no algo así, que sin tocar un ápice las actitudes de los protagonistas, el vocabulario del siglo XVIII o la música (sólo jodería), se limita a vestir a los personajes con ropas modernas -y además esas ropas- y los hace evolucionar en un escenario negro que nos obliga a imaginarnos árboles, calles, jardines, salones y alcobas.

Espero no parecer mucho más snob, pero les aseguro que hubo momentos en que cerré los ojos durante bastante tiempo para atender a la música y a los cantantes, y así poder meterme un poco en la obra y disfrutarla. Si los abría, la verdad es que no era capaz.


Parte del público (yo no, a mí esas cosas me parecen crueles a pesar del enfado y de saber que la susodicha se habrá forrado con todo aquello) abucheó a Ágatha Ruiz de la Prada. A del Mónaco no, porque como casi nadie lo conocía...


A pesar de todo, valió la pena ir, y volví a Portorosa contento. Los músicos y los cantantes me gustaron mucho. Y la música... en fin, la música era de Mozart.

15.5.05

Café Zimmerman.

Después de años viviendo en un erial musical, mal aliviado sólo por desperdigados oasis que florecían en un paupérrimo escenario alternativo, ayer en mi pueblo pudimos ir a un concierto en un auditorio. Y, aun encima, a un buen concierto.

En el flamante nuevo edificio de la Fundación Caixa Galicia (le estoy agradecido desde hace tiempo, a esta fundación, y le voy a hacer -como favor- publicidad gratis), tocó el grupo de cámara Café Zimmerman.
El programa incluía "sólo" música de Bach. Y fue una maravilla. Jóvenes, bastante informales, y aparentemente pasándolo bien, nos hicieron disfrutar (bueno, Bach tuvo bastante mérito, también) durante dos horas muy intensas.

Yo me sentía feliz (!) de poder escuchar aquella maravilla tan bien tocada, y no menos de pensar que de ahora en adelante oportunidades así ya no serán tan excepcionales en mi pueblo. Y tenía envidia, mucha envidia de ellos, claro.


Aunque, ¿qué pensarán ellos en realidad?, ¿llegará un momento en que el suyo será un trabajo como cualquiera, igual de monótono y tedioso que la mayoría?. Quién sabe, a lo mejor salen del escenario y dejan de malas maneras los violines, o la viola, o el chelo en sus maletas, y se sientan encima con la cabeza entre las manos diciendo "¡Joder, qué coñazo, todos los días el mismo puñetero concierto! ¡No aguanto más! ¿No podríamos trabajar en una oficina y punto?; por lo menos no tendriamos que poner esa cara de éxtasis delante de una panda de cretinos. No sé a quién soporto menos, a los que vienen arreglados como si fuesen a misa, o a los guays que vienen vestidos de intelectuales. ¡Dios, es que como te oiga otra vez el solo ése del primer movimiento me voy a hacer el hara-kiri con el puto oboe, coño!".
Espero que no, la verdad. O al menos que algo así sea excepcional. Lo cierto es que en las entrevistas a músicos importantes, ellos parecen encantados; ¿será todo fingido?

Prefiero seguir pensando que son unos verdaderos artistas que viven y aman la música. Así disfruto más y, durante unos instantes, me siento -iluso- por encima de las miserias mundanas, tocado siquiera levemente por el dedo de los dioses, la verdad y el genio (yo, por si lo dudan, soy de los guays que van vestidos de intelectuales).

En fin, que fue un concierto maravilloso. Y que ojalá que haya muchos más a partir de ahora. Porque, a pesar de todo, el arte (algún arte) ayuda a sobrellevar un poco mejor la vida.

12.5.05

Rebeca y José Luis.


Condiciones laborales que personal con puesto fijo exige en ciertas empresas (especialmente si éstas son públicas), y que sindicatos fuertes y preocupados por los votos defienden con éxito, ni se plantean en empresas auxiliares que se ocupan del trabajo sucio y sirven, aparte de para ahorrar mucho dinero, para no manchar la imagen de las que -certificados falaces en mano- presumen de excelencia.
Y la necesidad hace que mucha gente (gente joven, sobre todo) acepte contratos abusivos y trabajos precarios que luego, sumados en el dato estadístico, se presentan como éxitos.

Hace una temporada, mi hija y yo esperábamos paseando por la calle a que mi mujer saliera del trabajo. Cerca había un chico joven que también parecía esperar. Como era tarde y casi no había nadie, me fijé en él. Luego, vi que una compañera de mi mujer salía y se iban juntos.
Este domingo nos cruzamos con ellos. Iban abrazados. Él no nos conoce, pero ella nos saludó muy sonriente, como siempre.



Ayer, junto con otras tres personas, ese chico murió en un accidente en unos astilleros. Murió al entrar en un tanque con atmósfera irrespirable. Sólo pasaba por allí, pero intentó sacar a los que habían bajado antes que él.

No se pueden eliminar los riesgos, pero tras años de estudio, trabajo y recursos invertidos, se han podido reducir mucho. Lo que pasa es que la prevención es cara.


Ayer salió de casa sin despedirse de sus padres. Total, volvía al mediodía, como siempre.

Tenía 25 años, y ahora está muerto.

José Luis ya no volverá a esperar a Rebeca por la noche a la salida del trabajo. Y, aunque al principio ella lo buscará, ya no lo verá nunca más sentado en el portal de enfrente sonriéndole. Y se irá andando sola a casa, mirando atrás de vez en cuando por si él aparece, y la llama, y la vuelve a abrazar aunque sólo sea una vez más.

6.5.05

An englishman in Poio.

Por casualidad, he conocido la página web y el blog de Colin Davies, un inglés que lleva unos cuatro años viviendo en Galicia, concretamente en Poio (Pontevedra).

Le recomiendo ambos a todo aquel que lea en inglés y quiera saber lo que piensa de nosotros (un "nosotros" que va desde España entera a su comunidad de vecinos), de nuestra idiosincrasia, nuestro estilo de vida y nuestra sociedad, un extranjero con sentido del humor, lúcido, observador y crítico, y al que, a pesar de todo, le gusta vivir aquí.

Daré dos razones principales:
1) Es gracioso, incluso en ocasiones muy gracioso (al fin un ejemplo real del no tan conocido como afamado humor británico).
2) Permite observarnos desde un punto de vista completamente distinto al nuestro (y bastante imparcial, creo yo), lo que no le vendrá mal a nuestra autocrítica, nuestra amplitud de miras, nuestra flexibilidad, y nuestros orgullos y complejos.

Leyéndolo uno se da cuenta de cuántas cosas de las que consideramos normales -e incluso naturales-, lejos de serlo, aparecen a los ojos de un extranjero como no sólo cuestionables o a veces francamente sorprendentes, sino, en ocasiones, sencillamente de chalados.

2.5.05

El instinto, por suerte.

El jueves 28 mi cuñada dio a luz, y estos días estamos yendo a menudo al hospital; lógicamente, a la planta de maternidad.
Y estando allí pienso, como pensé cuando nació nuestra hija, en la abrumadora fuerza con que, por encima de asumidas racionalidades y refinamientos, nuestros instintos siguen dictando nuestras reacciones más básicas. En este caso, nuestro instinto de conservación, sin el cual probablemente a los recién nacidos no les iría tan bien, pero cuya presencia en lo más hondo de nuestra personalidad hace que nuestros hijos sean, ni más ni menos, lo más importante del mundo.

Sólo así (es decir, al margen de razones no ya objetivas sino "racionales") es posible explicar que un bebé más, un bebé entre millones, sea para nosotros no sólo alguien único -pues único es, al fin y al cabo- sino incomparable (circunstancia que indefectiblemente se encargan de dejar clara varias señoras de las presentes mediante incesantes y paradójicas comparaciones), y que el menor de sus gestos y la más insignificante de sus particularidades tengan de inmediato el aura de lo maravilloso.
Porque esto (salvo en dolorosos casos que prefiero dejar al margen de esta tontería de comentario) jamás falla: siempre se recibe a un niño como si fuera algo único -insisto- y sobrenatural (y tal vez lo sea).
Estamos en la habitación, y a nuestro lado otra familia (padres, abuelos, tíos, primos, vecinos, padrinos, cuñados, amigos, etc.) rodea a "un" bebé, estudiándolo, piropeándolo, ríéndole las gracias y comentando y celebrando, incrédulos (y ésta es la clave del éxito del mecanismo instintivo: con cada niño, todo vuelve a ser increíble), cómo se mueve, cómo se pone, cómo chupa el dedo, cómo abre un ojito, la fuerza que tiene (de TODOS los bebés se dice "¡Es increíble la fuerza que tiene!"; así que no, no debe de ser increíble en absoluto, debe de ser la fuerza normal de un bebé) y, en fin, asombrándose de todo cuando parte del que indiscutiblemente es el centro del universo. Y nosotros, que por un resquicio que dejan lo hemos visto y sabemos que es violeta, arrugado, con granos y arañazos por toda la cara, y que tiene los ojos cerrados y una especie de caspa en los sitios más insospechados (e, increíblemente, nadie se molesta porque digan que se parece a él), y que además grita como una criatura venida del Averno, no entendemos de quién hablan.
Y salimos al pasillo y pasamos por delante de habitaciones en las que más familias se agolpan en torno a más niños y niñas que creen excepcionales, y que como tales son recibidos.

Y no salimos de nuestro asombro. Y estamos tentados a decirles que se equivocan, que el bebé realmente lindo, gracioso, dulce y tierno, no es ninguno de ésos; que el bebé de verdad maravilloso, el verdadero protagonista, es éste, el nuestro.