Wolfgang Amadeus de la Prada.
El día 19 abandoné la soledad de estos campos y me acerqué a la ciudad para ir a la ópera. Fui a ver Don Giovanni.
Yo no lo sabía, pero se estrenaba una nueva producción. La orquesta era la Sinfónica de Galicia, y el coro, el suyo; el director musical era Victor Pablo Pérez, y los principales artífices, en lo que a la parte visual se refiere, eran Giancarlo del Monaco -director de escena e ideación (?) del espacio-, Wolfgang Zoubek -iluminación- y Ágatha Ruiz de la Prada -escenografía y vestuario-.
He ido muy poco a la ópera, debido entre otras cosas a mi aislamiento rural y a la dificultad que todavía entraña cruzar los montes que rodean mi casa, y que hace que cualquier viaje sea precioso, incómodo y lento. Por eso, me senté en mi butaca con una emoción casi infantil y un respeto probablemente injustificado y que sin duda no compartían los aparentemente cosmopolitas representantes del glamour provinciano que allí vi.
Y, claro, yo quería demostrar que, además de amante de la música, soy una persona culta, flexible, con mucho mundo a mis espaldas, versada en ismos artísticos de todo tipo, y moderna, muy moderna. Y me propuse escuchar y mirar con la más abierta de las actitudes.
Pero, a medida que pasaba el tiempo, pasé de la sorpresa y la curiosidad a la extrañeza, de la extrañeza a la duda, de la duda al desagrado, y del desagrado al cabreo. Al final del primer acto (la ópera tiene sólo dos) ya reconocí que el vestuario y el hecho de que el escenario estuviese totalmente vacío no estaban contribuyendo demasiado a que disfrutase tanto como yo esperaba; y, al terminar, admití sin rubor que la parte visual de la producción me había estropeado la ópera (con una excepción, la iluminación, que consigue que la escena en la que el comendattore arrastra a don Juan a los infiernos, y en la que aquél canta desde el medio del patio de butacas envuelto en un resplandor rojo, sea sensacional).
Por un lado, como he dicho, no había decorado de ningún tipo, a excepción de una gran cortina azul que hacía las veces de absolutamente todo. Por otro (y esto fue con diferencia lo peor), el vestuario era muy "ágatha" y completamente actual: don Giovanni vestía un traje salmón, con pamela del mismo color, zapatillas verdes y corbata verde agua, gafas de sol con montura roja (que llevaba levantadas sobre la frente casi todo el tiempo) y un pendientillo; Leporello, su criado, un mono entero rojo, una bolsa en bandolera también roja, y una beisbolera del mismo color, puesta con la visera hacia atrás; unos individuos que abrían y cerraban la polivalente cortina y que de vez en cuando enfocaban con unas linternas -por razones que se me escapan- a los cantantes, llevaban una ropa parecida a la de los jardineros municipales, con bandas reflectantes incluidas; los demás, por el estilo. Don Giovanni, en lugar de un caballero sinvergüenza, a mí me parecía un chulo de putas; y su criado, un pringado con el síndrome de Peter Pan.
En una escena en la que don Giovanni cena, la mesa y la silla eran rojas y en forma de corazón.
Además, como complemento, al célebre burlador sólo le faltaba tirarse a sus conquistas, pues el pantalón se lo bajaba, y les metía mano de un modo bastante explícito. Esto, por sí solo no habría importado, pero la pinta del protagonista le daba un realce singular.
En cualquier caso, intentando ser serio, y dejando clarísimo de antemano que me considero un ignorante en estos (y en todos los demás) temas, y que con toda humildad admito que sin duda me falta el bagaje cultural para asimilar y apreciar la apuesta que allí se hizo, diré que incluso desde una postura comprensiva de la necesidad del artista contemporáneo de buscar nuevas formas de expresión y lecturas distintas de los clásicos, y desde la aceptación de que el arte no puede limitarse a seguir los caminos ya marcados, no soy capaz de encontrarle ningún sentido a lo que vi aquel día.
Creo que entendería mucho mejor una adaptación íntegra de la obra, pero no algo así, que sin tocar un ápice las actitudes de los protagonistas, el vocabulario del siglo XVIII o la música (sólo jodería), se limita a vestir a los personajes con ropas modernas -y además esas ropas- y los hace evolucionar en un escenario negro que nos obliga a imaginarnos árboles, calles, jardines, salones y alcobas.
Espero no parecer mucho más snob, pero les aseguro que hubo momentos en que cerré los ojos durante bastante tiempo para atender a la música y a los cantantes, y así poder meterme un poco en la obra y disfrutarla. Si los abría, la verdad es que no era capaz.
Parte del público (yo no, a mí esas cosas me parecen crueles a pesar del enfado y de saber que la susodicha se habrá forrado con todo aquello) abucheó a Ágatha Ruiz de la Prada. A del Mónaco no, porque como casi nadie lo conocía...
A pesar de todo, valió la pena ir, y volví a Portorosa contento. Los músicos y los cantantes me gustaron mucho. Y la música... en fin, la música era de Mozart.