9.5.19

Me siento ofendido


[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 5 de mayo de 2019]


Me siento ofendido


 

ALGUNAS NOCHES, en la soledad de mi habitación, veo vídeos. Hay cosas peores. Y el otro día una cosa llevó a la otra y acabé escuchando a Stephen Fry –Los amigos de Peter, Wilde, Jeeves, Blackadder o El Hobbit- protestando contra la dictadura de lo políticamente correcto. O, mejor dicho, contra la corrección política llevada a la exageración demencial.

Cualquier sociedad, hasta la más homogénea, armoniosa y apacible, es el escenario de un juego de equilibrios entre las distintas opiniones y tendencias de quienes la forman. Es inevitable una tensión entre las diferentes visiones del mundo, entre lo que cada uno considera deseable e indeseable, correcto e incorrecto, e incluso entre nuestras distintas velocidades. Tensión que se traducirá en aproximaciones y alejamientos, tirones hacia un lado, tirones hacia otro y frenazos. Y que, dependiendo del grado de civilización –y esto tiene algo que ver con el progreso material, pero no mucho- de esa comunidad, y de si ésta cuenta o no con las herramientas adecuadas para manejar sus conflictos internos, se mantendrá dentro de unos límites aceptables o, por el contrario, provocará rupturas y choques excesivos que podrán llegar a poner en peligro la convivencia.

A veces esto se puede legislar, pero solo a veces. Y si se puede es porque, bien o mal, se ha llegado a una opinión mayoritariamente compartida. Por eso las leyes son, en condiciones normales, el reflejo aproximado de cómo piensa una sociedad.

Esta tensión, repito, se ha dado y se da siempre. Y obliga, entre otras cosas, a entenderse. Impide que unos corran solos, sin esperar por los demás, hacia donde ven claro que hay que ir, e impide también que otros se nieguen a moverse de donde se encuentran cómodos. Uno podría identificarla con el tira y afloja entre progresistas y conservadores, pero eso sería un poco simple. Abarca más, o lo abarca todo; y además no se limita a los asuntos considerados públicos, sino que influye, directa o indirectamente, consciente o inconscientemente, en cualquier tema. Vivimos en sociedad, incluso solos de noche en nuestra habitación, viendo vídeos.

Pero en los últimos tiempos estamos asistiendo a una curiosa modificación de ese juego, que en mi opinión no nos conduce hacia una mayor concordia, como sostienen sus apóstoles, sino todo lo contrario. Se pretende elevar el comprensible deseo de no sentirse ofendido a la categoría de derecho; o dicho de otro modo, se exige elevar a la categoría de deber, de obligación, la lógica recomendación de no ofender a los demás. Tengo derecho a que nadie me ofenda nunca y, además, naturalmente, en esa cuestión mi palabra es la ley: yo solito decido qué me ofende, y todos los demás deben aceptarlo. El hecho de sentirse ofendido se convierte así en un argumento no solo válido sino absoluto e indiscutible, que exige ser respetado sean cuales sean las circunstancias.

Stephen Fry, además de inglés, es judío y homosexual, y casi toda su vida ha estado gordito. Es decir, que no ocupa el escalón más alto en el pódium de los ofendibles pero poco le falta. Y aun así, al igual que el científico Richard Dawkins, el escritor Christopher Hitchens o el cómico y batería de rock Stephen Hughes, en numerosas ocasiones se ha manifestado públicamente contra el despropósito de tratar de hacer, de la susceptibilidad de cada uno, una ley. Por descontado, no defiende el insulto, pero sí ataca esa deriva intolerante, paradójicamente presentada como un triunfo del respeto, consistente en no aceptar ni consentir crítica alguna a las opiniones y elecciones propias.

Porque no se trata ya de aquella tensión entre tendencias o ideologías, entre concepciones más o menos compartidas de lo que está bien y lo que está mal, sino que ahora, cada vez más, las elecciones personales, por minoritarias o incluso estrafalarias que sean, se tienen por sagradas e inviolables. Y no solo en el terreno de la acción –respeta mi decisión de no vacunar a mis hijos, o mi negativa a aceptar transfusiones, o mi rechazo a un tipo de alimentación, etc.-, sino en el de la expresión –tampoco lo critiques-. De un modo ciertamente infantil, se reclama el derecho a no oír nada que no se quiera oír.

Poco se puede discutir con quien te suelta que se siente ofendido por lo que dices. Nunca ha habido una regla matemática para decidir quién tiene razón. Así que ese punto de equilibrio solo podía venir del consenso, unas veces más claro que otras. Porque así funciona la vida en común. Y cualquier adulto debería asumir el coste de alejarse de esa normalidad, las molestias que siempre ha acarreado ser un librepensador. Lo que no es ni ha sido nunca de recibo es que cada uno de nosotros decida dónde traza la línea de lo tolerable y luego pretenda que todos los demás la respeten. Eso sería tanto como permitir que nuestras reglas de convivencia vinieran impuestas por los más intransigentes, que el tono de nuestro diálogo y del discurso dominante estuviera marcado por los más rallantes. O los más chalados.

¿Se lo imaginan? Una verdadera pena.

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Artículo íntegro en el Táboa Redonda del 05.05.19

 

La linealidad imperfecta

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 28 de abril de 2019]




La linealidad imperfecta



 



ACABO DE LEER Una noche en el paraíso (Alfaguara), que es el libro de Lucia Berlin que no es Manual para mujeres de la limpieza. Y me ha gustado mucho: le doy un notable alto. Últimamente a todo le doy un notable alto, no sé qué querrá decir. Aunque he de precisar que este es muy alto, casi un ocho y medio.

Y esta mujer, que tuvo una vida azarosa que incluyó glamour y clínicas de rehabilitación, y que sin duda estaba dotada de una gran sensibilidad para la observación, dice en el último relato, Luna nueva: “Cuando viajas te apartas de la rutina de tus días, de la linealidad imperfecta y fragmentada de tu tiempo. Como al leer una novela, los sucesos y la gente se vuelven alegóricos y eternos. El chico silba recostado en una tapia en México (…) Seguirá haciendo lo mismo para siempre; el sol seguirá hundiéndose en el mar, sin más”.

El otro día, en la Semana Santa ferrolana, a mi lado en la acera, una mujer les contaba a unas amigas que ella todavía guardaba estampitas de cuando su hija salía de capuchón. Lo dijo sonriendo, pero no le hicieron caso y volvió a mirar a la procesión. Yo me la imaginé abriendo un cajón del mueble del salón y encontrándose los recordatorios con el nombre de su niña. Me la imaginé dándoles la vuelta y fijándose con nostalgia en su letra de pequeña.

Leo a Lucia Berlin lo que para ella es viajar, o leer, y pienso que eso mismo es para mí escribir. Nadie me ha preguntado nunca por qué lo hago, pero si tuviese que explicarlo diría que es sobre todo por dos cosas: una, para tratar de entender un poco mejor la vida, para tratar de explicármela; la otra, para fijar algunos momentos, algunos sitios, algunas personas. Que a lo mejor no se vuelven, como ella dice, alegóricos y eternos, pero casi. Escribo, en parte, para fijar recuerdos: para que no se desvanezcan, para que no desaparezcan sepultados por todo lo que ocurra después, o haya ocurrido antes; para que la linealidad imperfecta y fragmentada de los sucesos no los haga confundir; para que lo que sentí en cada una de esas ocasiones no se me escurra entre los dedos.

A nadie le importan tanto las estampitas de su hija como a aquella mujer. Probablemente, ni siquiera a la propia niña, que todavía no las necesita para nada. En cambio la madre, al guardarlas, conserva, un poco, una época. Y, sin embargo, le falta alguien a quien contárselo.

Creo que yo escribo, sobre todo, para poder guardar la vida, para poder contármela.







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 Artículo íntegro publicado en el página web del suplemento Táboa Redonda del 28.04.2019.
 

Eusebio

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 21 de abril de 2019]




Eusebio




SON LAS SIETE menos cuarto de la mañana y estoy en algún punto de la Meseta. A un lado del tren comienza a amanecer; al otro, en lugar de una horda de tártaros como a Miguel Strogoff, o una manada de lobos como a Jonathan Harker, nos sigue una luna llena enorme que de vez en cuando ilumina un grupo de árboles y una casa en medio del campo. Mientras tanto, a quinientos kilómetros de allí, en la costa lucense, un hombre llamado Eusebio, al que no he visto en mi vida, está a punto de levantarse de la cama.

En los tiempos en que mi blog era algo más que un lugar donde almacenar estas columnas, en ocasiones tuve comentarios elogiosos de algún visitante; generalmente en el transcurso de aquellos largos intercambios de opiniones que de tanto me valieron y tanta compañía me hicieron durante unos años. Y también ahora, desde que escribo aquí, a veces algún amigo me dice que un artículo le ha gustado. Pero nada más, lógicamente. Por eso lo que me ocurrió ayer de noche me resulta tan extraordinario.

Cuando me metía en mi litera recibí un correo de un desconocido. Un desconocido que me escribía solo para decirme cuánto le gustaban mis artículos, comentaba varios de ellos y me animaba -preocupado por mis dudas- a escribir, a seguir escribiendo. Y me aseguraba que siempre tendría al menos un lector. Me costó creérmelo, y apagué la luz pensando si no sería todo una broma. Incluso he hecho un par de llamadas para descartarlo.


Confíen en mí, créanme si les digo que, aunque lo parezca, no se lo cuento por vanidad, sino porque verdaderamente me impactó. Como ya expliqué hace poco aquí, los elogios dejan un sabor de boca raro, porque uno no se los puede creer; y porque los elogios que necesitamos son los propios, y esos se venden muy caros. Pero esto era otra cosa. Lo extraordinario de este caso es que un hombre me contaba que se acuesta los sábados pensando en el Táboa del día siguiente, que los domingos a media mañana, con ganas de leerlo, se sienta en su jardín con su gata rondando alrededor, y que disfruta con lo que yo escribo. Eusebio, un hombre que no conozco, en Foz, en un banco de una terraza que da a un jardín que nunca he visto, me lee. Le dedica un rato a mi artículo, presta atención a lo que a mí se me ocurrió unos días antes, y lo hace con interés y placer. Y le suele gustar. Y a lo mejor luego se queda pensando.

Imaginar esa situación, saber que eso le ocurre al menos a una persona en un lugar, es sin duda lo más parecido a descubrir que esto tiene sentido.


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 Artículo íntegro publicado en el página web del suplemento Táboa Redonda del 21.04.2019.