Me siento ofendido
[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 5 de mayo de 2019]
Me siento ofendido
ALGUNAS NOCHES, en la soledad de
mi habitación, veo vídeos. Hay cosas peores. Y el otro día una cosa llevó a la
otra y acabé escuchando a Stephen Fry –Los
amigos de Peter, Wilde, Jeeves, Blackadder o El Hobbit-
protestando contra la dictadura de lo políticamente correcto. O, mejor dicho, contra
la corrección política llevada a la exageración demencial.
Cualquier sociedad, hasta la más
homogénea, armoniosa y apacible, es el escenario de un juego de equilibrios
entre las distintas opiniones y tendencias de quienes la forman. Es inevitable
una tensión entre las diferentes visiones del mundo, entre lo que cada uno considera
deseable e indeseable, correcto e incorrecto, e incluso entre nuestras
distintas velocidades. Tensión que se traducirá en aproximaciones y
alejamientos, tirones hacia un lado, tirones hacia otro y frenazos. Y que,
dependiendo del grado de civilización –y esto tiene algo que ver con el
progreso material, pero no mucho- de esa comunidad, y de si ésta cuenta o no
con las herramientas adecuadas para manejar sus conflictos internos, se
mantendrá dentro de unos límites aceptables o, por el contrario, provocará rupturas
y choques excesivos que podrán llegar a poner en peligro la convivencia.
A veces esto se puede legislar,
pero solo a veces. Y si se puede es porque, bien o mal, se ha llegado a una
opinión mayoritariamente compartida. Por eso las leyes son, en condiciones
normales, el reflejo aproximado de cómo piensa una sociedad.
Esta tensión, repito, se ha dado
y se da siempre. Y obliga, entre otras cosas, a entenderse. Impide que unos
corran solos, sin esperar por los demás, hacia donde ven claro que hay que ir,
e impide también que otros se nieguen a moverse de donde se encuentran cómodos.
Uno podría identificarla con el tira y afloja entre progresistas y
conservadores, pero eso sería un poco simple. Abarca más, o lo abarca todo; y
además no se limita a los asuntos considerados públicos, sino que influye,
directa o indirectamente, consciente o inconscientemente, en cualquier tema.
Vivimos en sociedad, incluso solos de noche en nuestra habitación, viendo
vídeos.
Pero en los últimos tiempos
estamos asistiendo a una curiosa modificación de ese juego, que en mi opinión
no nos conduce hacia una mayor concordia, como sostienen sus apóstoles, sino todo
lo contrario. Se pretende elevar el comprensible deseo de no sentirse ofendido
a la categoría de derecho; o dicho de otro modo, se exige elevar a la categoría
de deber, de obligación, la lógica recomendación de no ofender a los demás. Tengo
derecho a que nadie me ofenda nunca y, además, naturalmente, en esa cuestión mi
palabra es la ley: yo solito decido qué me ofende, y todos los demás deben aceptarlo.
El hecho de sentirse ofendido se convierte así en un argumento no solo válido
sino absoluto e indiscutible, que exige ser respetado sean cuales sean las
circunstancias.
Stephen Fry, además de inglés, es
judío y homosexual, y casi toda su vida ha estado gordito. Es decir, que no
ocupa el escalón más alto en el pódium de los ofendibles pero poco le falta. Y
aun así, al igual que el científico Richard Dawkins, el escritor Christopher
Hitchens o el cómico y batería de rock Stephen Hughes, en numerosas ocasiones se
ha manifestado públicamente contra el despropósito de tratar de hacer, de la
susceptibilidad de cada uno, una ley. Por descontado, no defiende el insulto, pero
sí ataca esa deriva intolerante, paradójicamente presentada como un triunfo del
respeto, consistente en no aceptar ni consentir crítica alguna a las opiniones
y elecciones propias.
Porque no se trata ya de aquella
tensión entre tendencias o ideologías, entre concepciones más o menos
compartidas de lo que está bien y lo que está mal, sino que ahora, cada vez
más, las elecciones personales, por minoritarias o incluso estrafalarias que
sean, se tienen por sagradas e inviolables. Y no solo en el terreno de la
acción –respeta mi decisión de no vacunar a mis hijos, o mi negativa a aceptar
transfusiones, o mi rechazo a un tipo de alimentación, etc.-, sino en el de la
expresión –tampoco lo critiques-. De un modo ciertamente infantil, se reclama
el derecho a no oír nada que no se quiera oír.
Poco se puede discutir con quien
te suelta que se siente ofendido por lo que dices. Nunca ha habido una regla
matemática para decidir quién tiene razón. Así que ese punto de equilibrio solo
podía venir del consenso, unas veces más claro que otras. Porque así funciona
la vida en común. Y cualquier adulto debería asumir el coste de
alejarse de esa normalidad, las molestias que siempre ha acarreado ser un librepensador. Lo que no es
ni ha sido nunca de recibo es que cada uno de nosotros decida dónde traza la línea
de lo tolerable y luego pretenda que todos los demás la respeten. Eso sería
tanto como permitir que nuestras reglas de convivencia vinieran impuestas
por los más intransigentes, que el tono de nuestro diálogo y del discurso dominante estuviera marcado por los más rallantes. O los más chalados.
¿Se lo imaginan? Una verdadera pena.
* * *
Artículo íntegro en el Táboa Redonda del 05.05.19