13.4.05

Café con cierta pianista.

El otro día fui a un concierto de piano en mi ciudad. La intérprete era Ana Vega Toscano, quien además de pianista es directora y presentadora del programa de Radio Clásica Café concierto, colabora frecuentemente con RTVE en Concierto sentido, y supongo que muchas cosas más.
Hace años que pasar la sobremesa en casa significa estar acompañado por Ana Vega Toscano en la radio, y me hizo mucha ilusión (no sé si es algo infantil, esto, pero es cierto) verle la cara, saber cómo era y -como diré- llegar a hablar con ella.

El concierto me gustó mucho. Duró poco más de una hora, y consistío exclusivamente en obras para piano solo de varios españoles contemporáneos de José Canalejas (es decir, básicamente de la segunda mitad del XIX). Además de Albéniz y Granados, en el programa aparecían compositores nuevos para mí, como Marcial del Adalid, Masarnau, etc., que, según explicó ella antes de empezar a tocar, actualmente están siendo redescubiertos, después de haber sido, durante años, poco valorados o, en ocasiones, casi olvidados.

Éramos, en total, contando a la pianista, treinta y tres personas.

La mañana siguiente me topé con ella en la calle, comprando el periódico. Me atreví a hablarle, le comenté lo mucho que había disfrutado el día anterior y, en fin, lo que ya he dicho sobre llegar a conocerla en persona. Se lamentó del poco público y, amable, lo atibuyó a la hora; yo confesé mi vergüenza y, realista, culpé a la ciudad.
Me quedé un buen rato paseando y la volví a ver varias veces desde lejos. Y aunque resultaba evidente que caminaba sin rumbo y no sabía muy bien qué hacer, después de mucho dudar no me atreví a acercarme de nuevo e invitarla a tomar algo y charlar un rato. Quizá le hubiese llenado un poco la mañana, y para mí habría sido emocionante estar un rato con ella, y muy interesante (no todo va a ser infantil) poder preguntarle sobre música, sobre su programa, sobre mi querida Radio Clásica... y además por fin tendría algo que contar.

3.4.05

Aturdimiento. [Para Guillermo]

La inevitable tristeza del tiempo perdido, del tiempo que ya pasó y nunca volverá.
La infancia, en la que no se sufre, la infancia más o menos feliz se convierte en una edad de felicidad plena, completa, en nuestra memoria o en nuestra imaginación. La veo -que no recuerdo, seguramente- como un tiempo de cariño, de pureza, de alegría; me veo bueno y veo sólo bondad hacia mí a mi alrededor.

De niños tenemos todas las opciones posibles aún intactas; aún no hemos desechado (de las que la vida no desecha por nosotros nada más nacer) ninguna. Y lo fundamental, más que tener todas las decisiones por delante, es no haber dejado todavía ninguna atrás, no tener una ya tomada, por bien que se haya elegido.
Decisiones tomadas, opciones perdidas, perdida inocencia, bondad manchada, todo nos habla del paso del tiempo y, en realidad, del acercamiento de la muerte.


Porque nada hay más difícil de aceptar que que ese niño de la foto, que mira desde la cuna con cara de absoluta confianza, seguramente a su madre que lo llama riéndose, vaya a morirse algún día. Que ese niño, que es la imagen de la tranquilidad y de la felicidad de quienes lo rodeaban aquella tarde en aquella casa, pueda morir.
Que las personas que vivieron ese momento y durante un instante fueron felices alrededor de una cuna vayan a desaparecer para siempre, y nadie recuerde aquel día ni aquella alegría.

Y, al lado de eso, ¿de qué se puede hablar?, ¿qué más se puede decir?, ¿qué otra cosa importa? Al lado de eso, todo es secundario.
Y en eso secundario pensamos sin cesar porque lo necesitamos. Lo necesitamos para aturdirnos y no entender; lo necesitamos para soportarlo todo.

1.4.05

Duérmete niño.

Un pediatra holandés ha optado en varios casos, de acuerdo siempre con los padres, por provocar la muerte de bebés que tenían enfermedades incurables que les causaban sufrimientos atroces.
Sólo de pensar en que yo pudiese verme, con mi hija, en una situación comparable, siento tanto miedo y tanto dolor que no sé si podría soportarlo.
Y hay quien parece pensar que puede haber alguien que desee más la vida de un bebé que sus propios padres. Porque, ¿la acusación de asesinato no da por supuesto que se ha adoptado libremente una decisión, que se ha elegido una entre varias opciones posibles?

Una madre llora ante los cuerpos de sus hijos, muertos, en una isla que no conozco. Está sentada en el suelo y se sostiene la cabeza con una mano. Y ni siquiera parece estar llorando, a primera vista hasta parece que tiene cara de aburrimiento y no de dolor. Pero si uno se fija -aunque si no lo supiésemos tal vez ni nos daríamos cuenta- lo que ve es una mirada de vacío absoluto, de completa desesperanza. Tanta desesperanza que ya no tiene sentido ni lamentarse; porque ya nada, nada, tiene sentido.
Para esa mujer, la vida se ha acabado. Aunque, por desgracia, sigue.

Quienes condenan al pediatra holandés dan en muchos casos motivos religiosos. ¿Los que creen en Dios creen que prefiere que esos bebés mueran poco a poco, sufriendo y llorando durante toda su corta vida?