3.4.05

Aturdimiento. [Para Guillermo]

La inevitable tristeza del tiempo perdido, del tiempo que ya pasó y nunca volverá.
La infancia, en la que no se sufre, la infancia más o menos feliz se convierte en una edad de felicidad plena, completa, en nuestra memoria o en nuestra imaginación. La veo -que no recuerdo, seguramente- como un tiempo de cariño, de pureza, de alegría; me veo bueno y veo sólo bondad hacia mí a mi alrededor.

De niños tenemos todas las opciones posibles aún intactas; aún no hemos desechado (de las que la vida no desecha por nosotros nada más nacer) ninguna. Y lo fundamental, más que tener todas las decisiones por delante, es no haber dejado todavía ninguna atrás, no tener una ya tomada, por bien que se haya elegido.
Decisiones tomadas, opciones perdidas, perdida inocencia, bondad manchada, todo nos habla del paso del tiempo y, en realidad, del acercamiento de la muerte.


Porque nada hay más difícil de aceptar que que ese niño de la foto, que mira desde la cuna con cara de absoluta confianza, seguramente a su madre que lo llama riéndose, vaya a morirse algún día. Que ese niño, que es la imagen de la tranquilidad y de la felicidad de quienes lo rodeaban aquella tarde en aquella casa, pueda morir.
Que las personas que vivieron ese momento y durante un instante fueron felices alrededor de una cuna vayan a desaparecer para siempre, y nadie recuerde aquel día ni aquella alegría.

Y, al lado de eso, ¿de qué se puede hablar?, ¿qué más se puede decir?, ¿qué otra cosa importa? Al lado de eso, todo es secundario.
Y en eso secundario pensamos sin cesar porque lo necesitamos. Lo necesitamos para aturdirnos y no entender; lo necesitamos para soportarlo todo.

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