Vaya por delante que no sé si esto que les voy a contar será una obviedad. Pero lo cierto es que yo he tardado treinta y ocho añitos en darme cuenta, y como para mí ha sido toda una revelación, lo comento, por si acaso.
Otra cosa: como en psicología ya me encuentro sobradísimo, esta vez le voy a meter mano, aunque sea de refilón, a la filología y a la semiótica; ¡qué carallo! (y después aún hay quien dice que tener un blog es como publicar...).
Allá voy:
Cuando nos relacionamos con los demás, cuando nos comunicamos, sea esta comunicación verbal, gestual o de cualquier otro tipo, llevamos siempre a cabo una interpretación del mensaje que recibimos. La comprensión completa de dicho mensaje exige esa interpretación, por no decir que son la misma cosa.
Y uno de los pasos que damos para interpretar dicho mensaje, tras su recepción, comprensión literal y contextualización, es la deducción (a veces evidente, muchas otras no) de la intención del emisor.
(Si ven ustedes que digo muchas tonterías seguidas me avisan, ¿vale?)
Y eso, en principio, no es ni bueno ni malo, y además es inevitable. Todo depende de si lo hacemos bien o no. Hay quien es capaz de obtener información útil y valiosa, y por tanto comprende mejor a su interlocutor, y quien parece que tiene puestas una gafas mal graduadas y no extrae más que ruido y distorsión, y no entiende nada.
Sobre cómo funciona y en qué se basa ese proceso deductivo (mola, usar expresiones que parecen técnicas), sobre qué influye en esa deducción de las intenciones, no les voy a hablar; mi desvergüenza no llega a tanto. Me atrevería a decir que en ella intervienen juicios y prejuicios (entendiendo por éstos una verdadera estructura mental construida durante toda la vida, y a través de la cual nos cuesta no mirarlo todo; y no siempre para mal, que conste), pero ahí lo dejo.
Lo que me interesaba decir (¡que es que me lían!) es lo siguiente:
1) En nuestra relación con los demás, lo que más nos afecta son las intenciones que les suponemos. Juzgamos su comportamiento (y, por tanto, a ellos mismos), por encima incluso de por sus consecuencias materiales, por las intenciones que nosotros creemos ver tras él.
Dicho de otro modo (y creo que en esta frase se resume esa revelación de las que les hablaba, y que el resto del texto a lo mejor me lo podía ahorrar): en cómo nos afectan las cosas influye de un modo decisivo cómo nos las explicamos. Y cuando hay personas implicadas, esa explicación pasa necesariamente por valorar sus intenciones.
2) Por obra y gracia de nuestros límites, son abrumadoramente mayoritarias, en mi opinión, las interpretaciones negativas, la presunción de malas intenciones.
En la práctica, el resultado suele ser, con demasiada frecuencia:
a) que nos parecen mal cosas que ni para el causante ni para un observador imparcial tienen nada de malo;
b) que convertimos en un asunto personal incluso el accidente más casual;
c) que vemos, en todo daño real o imaginario, ataques deliberados, agravios malintencionados.
Porque son
nuestras propias carencias las que marcan nuestra percepción de los demás y de sus acciones: nuestra falta de autoestima, nuestras inseguridades, nuestros complejos, nuestro miedo, etc. Y de todo eso tenemos tanto...
La persona que se siente inferior ve desprecio en cualquier gesto; quien no tiene la conciencia tranquila se siente acusado por cualquier comentario; el miedoso percibe actitudes amenazadoras en cualquiera; el inseguro aprecia faltas de respeto; el ladrón cree que todos son de su condición, etc., etc., etc.
Y esto es así, creo yo,
tanto en los asuntos más banales y cotidianos como en cuestiones fundamentales de nuestra vida.
Alguien que tropieza con nosotros en la calle, un extraño que nos mira raro, un conductor que se salta un stop, el que hace ruido en la habitación de al lado y nos despierta al niño, el que se nos cuela en el cine, el compañero de oficina que no trabaja, el jefe puntilloso, quien nos lleva la contraria, el que nos critica, quien defiende otra ideología política, quien alguna vez nos perjudicó, el bando rival en una guerra, un delincuente, nuestros hijos desobedientes, nuestros padres dando consejos o nuestra pareja discutiéndonos algo: al margen de las consecuencias palpables y más o menos graves de esas situaciones, su repercusión en nosotros depende en gran medida de la intención que atribuimos a sus protagonistas.
Continuamente nos sentimos atacados por lo que no son más que accidentes, casualidades, descuidos, o, muy a menudo, simple estupidez. Cuántas veces nuestros supuestos enemigos se quedarían de piedra si supiesen que en su actitud vemos una hostilidad que ellos jamás han sentido.
Ejemplos hay miles, lo raro es encontrar excepciones. Pero creo que un buen contraejemplo es nuestra reacción aliviada cuando descubrimos que quien nos ha pisado, o tirado una copa por encima, o arañado el coche, es un amigo: no es que le perdonemos, es que automáticamente descartamos la mala voluntad o la desconsideración como explicación de lo que ha sucedido, y nos tranquilizamos, centrándonos en el daño, sin más.
Bueno, muy bien.
¿Y?
Pues que se puede y se debe hacer algo, en beneficio propio y ajeno:
1)
Cuando nos moleste algo, tratar de pensar qué nos está molestando realmente: si lo que está ocurriendo, o más bien la explicación que le damos.2) Cuestionarnos esa explicación, ver cómo hemos llegado a ella y si es de fiar. Para ello, y para hacerlo cada vez mejor:
2.1. Tratar de diferenciar la información fiable de las suposiciones gratuitas, e intentar no dar por sentadas demasiadas cosas.
2.2. Conocernos a nosotros mismos y saber de qué pie cojeamos, para así estar prevenidos antes de hacer demasiado caso a nuestras impresiones.
(Y si tenemos sospechas de que estamos tan locos que nuestra percepción de lo que nos rodea se mueve, para los demás, en el terreno de la ciencia-ficción, hacer algo al respecto.)
2.3. Ser conscientes de que comprender a los demás es aun más difícil que entendernos a nosotros mismos, y por tanto dar a nuestras conclusiones la validez que se merecen, que nunca será mucha.
2.4. Intentar sentirnos bien. Estar bien es cojonudo, se mire por donde se mire. Cuanto mejor nos sentimos, menos vulnerables y frágiles somos, más fácil nos resulta ser comprensivos y tolerantes con los demás, y menos tendencia a ver conspiraciones en nuestra contra mostramos.
3) Corolario:
Cuando ustedes le causen un problema a alguien, céntrense en tranquilizarlo con respecto a sus intenciones. Será difícil, pero si consiguen que el otro sólo se sienta perjudicado y no atacado, tendrán mucho andado.
En fin, ¿saben la traquilidad que siente uno si tiene claro todo esto y lo consigue llevar a la práctica?, ¿los cabreos y disgustos que se evita?