24.4.16

Táboa Redonda: Vicedo

Fin de semana solitario. Y me han dado más espacio y una foto, y todo.



 

El último flotador

 

Este fin de semana he vuelto a Vicedo por primera vez desde verano. He ido yo solo, a trabajar en mi interminable y a estas alturas odiosa tesis, pero sobre todo a alejarme y descansar.

La lluvia me ayudó a aprovechar el tiempo. Sentado junto a la ventana, solo podía hacer dos cosas: mirar por ella o mirar la pantalla del portátil. Y aunque el mar, el faro y un mirlo que no dejó de pasearse los dos días por el jardín (¿o serían varios? Me veo incapaz de distinguir un espécimen de otro; ya bastante me parece saber que era un mirlo) me atraían mucho, me rindió más un fin de semana allí que cuatro en casa.

Estaba leyendo “Francamente, Frank” (Anagrama), la última novela de Richard Ford, con quien mantengo una larga relación de decepciones que, una vez más, pretendo enmendar. Son cuatro relatos protagonizados por Frank Bascombe, su famoso periodista deportivo. Me ha gustado. En todos habla de la muerte, supongo que no por casualidad, pero intenta hacerlo positivamente, y más o menos lo consigue. Es peor cuando describe cosas buenas, buenas épocas de su vida: nada de lo que cuenta resulta mínimamente apetecible; ni para él. Aunque pretenda decir lo contrario, da la sensación de que en ninguna de esas situaciones pasadas, de amor, de cuidados entornos, de vino caro, de éxito, familiarmente apacibles, fue feliz. Parece saber lo que es vivir, y sin embargo nada le ha valido de nada: ni la madera de las ventanas, ni el bosquecillo de detrás de su casa, ni los viajes, ni la literatura ni ningún recuerdo. Desayunaba con su mujer en un porche frente al océano pero daba igual.

Voy andando a comer, con paraguas, y ni a la ida ni a la vuelta me cruzo con una sola persona. En invierno aquí ya no hay nadie, me dicen los conocidos. De noche, en el puerto, pido cocochas de merluza. Hay un hombre que, aunque no ha dejado de llover, lleva remangada una pierna del pantalón, no sé por qué; y al cabo de un rato también se sube la otra. Ford habla de impuestos y especulación en la costa de New Jersey y en el bar discuten si son lo mismo el verdel, el curriolo, la xarda y la caballa. Que tres en un kilo ya son buenas piezas. Hablan de pesca y dan medidas en brazas. Y el “Leviatán” de Hoare, con toda su admiración por los cetáceos, se me aparece cuando oigo contar que unos días antes hubo una ballena junto a la Estaca. Y que daba unos saltos tremendos. Que, ver, él no la vio, pero se lo contaron. Desempaño con la manga el cristal de la puerta para ver las luces de O Barqueiro y las de la máquina que vende chocolatinas y cebo vivo.

 “El mundo se va encogiendo y concentrando a medida que pasamos más tiempo en él”, dice Ford. Puede ser. Parece mentira que Vicedo, donde disfruté tanto de niño, se haya convertido para mí en un escenario de mis hijos. Los veo con el pelo alborotado comiendo pipas en el muro del espigón, en el parque infantil veo a Paula haciendo malabarismos y, en la playa, a Carlos quitándose su último flotador. Pero, como tengo una tara irreparable, en lugar de sumar, en lugar de hacerme estar mejor, cada imagen me produce un pequeño pinchazo de dolor. A Bascombe se le murió un hijo. Paso por esas referencias rápidamente, sin querer saber.

El domingo por la mañana ya no llueve, y desde el muelle miro la boca de la ría y Bares. Venga las veces que venga, me cuesta asimilar lo bonito que es esto. Y en el fondo me parece asombroso que, cuando no estoy, las olas sigan batiendo cada día en Vilela, la verde siga alumbrando por las noches, la playa esté aquí y el mirlo venga a posarse al muro de la casa vacía, donde las camas llevan meses intactas.

Con todo recogido y la bolsa ya en el coche, bajo a la orilla y me siento en un tronco a terminar el libro. Frente a mí tengo la vista que más me gusta en el mundo. Y subo las escaleras para irme, preguntándome por qué cuando estoy solo la belleza me pone tan triste.

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18.4.16

Táboa Redonda: olores

De la bosta a la colonia, pasando por los lavavajillas.



Con colonia


 

A mí el olor a bosta no me disgusta. Casi casi se podría decir que, en determinadas circunstancias, llega a gustarme. Si hablamos de xurro ya es otra cosa, claro. O de silo: el silo es asqueroso. Pero la bosta, sola en medio del campo, con ese toque herbal ligeramente ácido, no me desagrada.

El otro día iba caminando por el centro de mi ciudad y, sin motivo aparente, me olió a bosta. E inmediatamente me vino el recuerdo de la aldea; una imagen imprecisa de salir de casa con sol, de un perro esperando a la puerta, un prado y vacas paciendo.

Sin ser Jean-Baptiste Grenouille, el personaje de Suskind en “El perfume”, tengo una molesta (para mí) facilidad para percibir, sobre todo, malos olores: una naranja en mal estado en el fondo de una cesta, nada más entrar en una cocina; o quién ha cenado algo con ajo la noche anterior, cualquier mañana al llegar al trabajo. Y hay olores que matan. Y alientos incompatibles con una amistad íntima. Pero en general el poder de evocación del olfato, tan instantáneo e inesperado siempre, suele llevarnos a sitios donde queremos estar, a momentos a los que agradecemos volver durante una fracción de segundo. Sin previo aviso se nos abre una puerta y podemos mirar dentro.

Yo, supongo que como cualquiera, relaciono mi niñez con ciertos olores: la crema que se echaba mi madre en la cara antes de acostarse, y que yo notaba cuando nos venía a dar un beso a cama (a fresa, olía); el armario de la ropa de mi padre, que a veces abría cuando él estaba de viaje, o el lavaplatos funcionando en casa por las tardes en la cocina recogida, limpia y ya vacía. Si era sábado, entraba seguramente a beber agua, a lo mejor en un descanso de Primera Sesión, y notaba, además del ruido, el olor a agua caliente y a plástico que, por esos misterios de la mente, tan agradable me resulta. Es curioso que algo mecánico y en principio tan impersonal sea para mí el aroma de mi hogar, y que aún hoy, en mi propia casa, siga pareciéndome acogedor.

Anteayer, en el cuarto de baño de mis padres, vi una botella de cristal con forma de licorera, que me pareció la que ya había cuando yo era pequeño, con colonia. La abrí y, a pesar de que debe de llevar más de treinta años vacía, todavía conservaba el olor. Y de repente me vi en aquel baño, y vi el pasillo con la luz del sol que entraba por la ventana de la sala, y la alfombra redonda al fondo. Y vi a mi madre peinándonos a mi hermano y a mí después de comer, antes de ir al colegio. Con colonia.

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10.4.16

Táboa Redonda: librerías y museos

Fui a Madrid con ganas de museos.


Cultura a la carta 

En la librería “Méndez”, en la calle Mayor de Madrid, le pido consejo a uno de los socios y me habla con pelos y señales de seis novelas que no conozco. Me abrazo a él emocionado y le cuento que en mi ciudad ya no quedan librerías. Luego comentamos que, en el otro extremo, en la capital hay algunas que ofrecen un producto tan perfecto, tan cuidado en todos los detalles, son tan guays, tan culturetas, que acaban saturando. 
En las primeras y últimas salas del Thyssen confirmo que algunas épocas, ciertas tendencias, no me interesan en absoluto. En el museo, ese día, además de la colección permanente -ese recorrido maravilloso y abarcable por la historia de la pintura europea- hay dos exposiciones temporales. Una es de realistas madrileños, entre los que está Antonio López con, por ejemplo, sus famosos cuadros de cuartos de baño: técnicamente es impresionante, asombroso, verdaderamente admirable; pero descubro que no me dice mucho más, que en general esos cuadros, excepto algunas ventanas abiertas a la noche, me dejan bastante frío. Son como relatos perfectos que no contasen ninguna historia. La otra, la de un padre e hijo norteamericanos, Andrew y Jamie Wieth, una mezcla de paisaje rural y personas, en cambio es sugerente y descubre nuevos horizontes en aquel país extraño. 
Y precisamente en el comedor de una de esas librerías de moda, en la mesa de al lado dos hombres algo mayores que yo están inmersos en una competición por impresionar a una compañera de trabajo. Uno dice que en verano hace snorkel -o sea, que bucea con tubo-, pero que no aguanta el frío del agua de Cádiz. Y a mí casi se me atraganta la crema de verduritas de temporada. 


Hay pocos cuadros del Prado que me impresionen más que el San Jerónimo de Ribera. La pintura española del Siglo de Oro es tan alucinante que cuesta creer que coincidiesen todos en tan poco tiempo; pero a la vez me hace comprender la necesidad del arte de buscar nuevas formas de expresión. En cualquier caso, volver al museo y tratar de apreciar en un par de horas miles de obras, cada una de las cuales justificaría una tarde entera, no tiene sentido. Es un exceso tan inmanejable que acaba impidiendo disfrutar y deja agotado. Sobre todo si se va cargado con una mochila y un chaquetón bajo el brazo por no tener monedas para la consigna. Uno recorre salas y salas y se da cuenta, al pasar, de que ha dejado atrás Los fusilamientos del 3 de mayo, las Tres gracias o al Greco entero. Y llega un momento en que esperando al ascensor ve, en una hornacina, un busto italiano del siglo XVI, maravilloso, y le entran ganas de quedarse allí sentado toda la tarde mirando para él. 

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3.4.16

Táboa Redonda: James Salter

James Salter murió el año pasado.

Del libro de relatos que le leí hace tiempo, La última noche,  recuerdo uno que contaba una cena: el hombre de la pareja de la casa estaba divorciado, y su actual mujer le hacía un reproche en la mesa, delante de unos amigos; un reproche duro sobre lo mal que se había portado con su ex. Él salía a fumar al jardín y miraba el cielo, creo recordar, y pensaba en lo que había hecho, sin saberse muy bien si lo justificaba o se consideraba culpable. Me encantó. Tanto, que creo que cambió mis gustos para siempre.

Esto es sobre una novela de título incomprensible (tanto, que me pregunto si no será un error de traducción): Años luz. Y me ha encantado también.




Una larga mirada

James Salter es menos famoso de lo que, incluso tratándose de buenos escritores, cabría esperar. Lo primero que leí de él fue la colección de relatos “La última noche”, una auténtica sorpresa, ya que sin previo aviso me encontré con lo que es: uno de los más grandes autores norteamericanos de la actualidad. 
Hace mucho que estoy cansado del cuento con redoble y salto mortal final. Hace mucho que, para mí, el relato que vale la pena es el que cuenta lo que se ve mirando por el ojo de una cerradura -unas habitaciones, una conversación, unas horas de alguien-, y con eso nos permite intuir una vida entera, saber lo suficiente de dos o tres personas como para entender todo lo que hay que entender. Y eso fue exactamente lo que encontré en aquel libro. De hecho, creo que fue Salter el que me hizo olvidarme por completo del cuento de prestidigitador, y que busco ese relato desde que se lo leí a él, antes incluso que a Cheever. 
Ahora acabo de terminar “Años luz” (Salamandra), que es un libro magnífico. Deprimente, pero magnífico. Libros hay muchos, pero literatura, poca. Y esto es buena literatura, muy buena; que es muy rara. 
Es una novela densa a pesar de que la temática no lo es: una pareja acomodada, sus hijas, su perro y sus amistades y amantes, de vidas aparentemente felices, incluso perfectas, y sin embargo tocadas en lo más íntimo. No por la desgracia, no por la sordidez ni lo sucio, pero sí por un desencanto vacío. Como si la ausencia de necesidades acabase llevando a la falta de ilusiones. O tal vez la falta de metas, de algún tipo de fe, ¿de compromiso?, condujese inevitablemente a la desesperanza. La desesperanza de quien siente que no hay más que “una caída en picado desde la apariencia de la felicidad al aburrimiento” y concentra sus esfuerzos en procurarse situaciones que le permitan olvidarlo un momento. 
“Escribía una lista de las cosas que podían salvarlo siquiera por un rato, es decir, los placeres que le quedaban: un fuego de leña, cenas con los amigos…”. Pues al placer recurren. No desbocado, ni exclusivamente carnal ni desde luego básico, sino cultivado, sofisticado, a veces intelectual, hasta profundo, y en el que no falta el amor; pero placer al fin y al cabo, y que, en fin, acaba pasando, claro. 
Salter escribe maravillosamente bien. Haciendo alusión al viento, a un gesto y a una botella abierta en la esquina de una mesa, describe un estado de ánimo. Y es capaz de remover nuestros propios secretos contándonos los de un arquitecto neoyorkino y su bella e interesante esposa, que solo teme las palabras “vida ordinaria”.

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