Un SS en el tren
[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 31 de marzo de 2019]
Un SS en el tren
ALGUNOS LUNES, a las 06.45, cojo
un tren en Valladolid hacia Madrid. Manías. Y esta semana repetía asiento, y
comprobé que no era el único, pues enfrente de mí iba sentado el mismo hombre
que en el viaje anterior.
Es bastante ancho, pálido, de
facciones duras y expresión severa, calvo y con unas pequeñas gafas redondas de
montura metálica muy fina. Y apenas tiene cejas, ni vello en los antebrazos.
Daría el perfil perfecto para oficial nazi en cualquier película, un oficial
delicada y untuosamente cruel, salvo porque en la oreja izquierda lleva un
pendiente. A juzgar por su aliento al bostezar, ya ha desayunado. Usa tapones
para los oídos, y las dos veces iba leyendo. Libros que saca de una biblioteca.
Hoy, “El hombre en el castillo”, de Philip K. Dick. Pero lee con un gesto serio,
exigente, casi a punto de indignarse, como preguntándole al autor qué coño era
eso que le tenía que contar, tan importante como para molestarle. Y esa
impresión de no estar dispuesto a perder el tiempo aumenta porque mientras está
en una página ya levanta ligeramente la esquina con el índice, para poder pasarla
enseguida. Además, para seguir los renglones mueve la cabeza en lugar de los
ojos. Tal vez sea por las gafas minúsculas, que le obligan a mirar solo de frente,
pero es un poco desasosegante verlo yendo y viniendo como el carro de una
máquina de escribir.
Y de repente, en ambas ocasiones,
y sin que nada haga pensar que se ha cansado ni su movimiento de cuello haya
perdido determinación, cierra el libro y los ojos y se pone a dormir.
Yo, hoy, iba también leyendo,
pero hay poca luz y preferí parar. Me puse a mirar por la ventana, aprovechando
que se ve prácticamente todo lo que hay entre las vías y la costa portuguesa.
Pero no podía evitar fijarme en mi vecino, que dormía porque así lo había
decidido y punto. No como el chico de su lado, por ejemplo, que se había
quedado dormido sin querer y llevaba la cabeza colgando, el muy patético.
Entonces anuncian Chamartín:
todos nos ponemos a recoger, ellos dos y trescientas personas más se despiertan
y nos empezamos a levantar. Y, cuando ya he cogido mi mochila y mi chaqueta y
me giro, me encuentro con mi candidato a Heinrich Himmler, que se está poniendo
una visera de cuadros de chulapo madrileño y resulta que me llega por el
hombro. Y, seguramente preguntándose por qué ese chalado lleva una hora
observándolo de esa manera, me mira con una mezcla de curiosidad y amabilidad
que hacen que inmediatamente me caiga mucho mejor.
El próximo lunes le hablo.
* * *
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