2.4.19

La boda



La boda


 
MEDIA HORA DESPUÉS de salir de Copenhague nos desviamos hacia un bosquecillo nevado. Los coches avanzaron despacio por un camino de grava entre los árboles hasta un edificio cuadrado de dos plantas y tejas esmaltadas. Bajamos y nos quedamos callados mirando alrededor mientras nos cerrábamos los abrigos. Abrieron el portón de madera y entramos en un recibidor de techo altísimo y paredes cubiertas de escudos de armas.

Allí nos esperaba mi amigo Álvaro con varios invitados. Nos abrazamos y nos presentó. Todos sonreíamos sin hablar demasiado mientras los demás iban llegando y saludaban. Hasta que por fin un coche negro se detuvo delante de la casa y de él bajo Karen, nerviosa pero alegre.
Fuimos pasando a una salita con un piano y sentándonos. El vestido de la novia era fino, color hueso e incompatible, según nos contaría luego, con cualquier ropa interior. Mis dos compañeros y yo, de frac, nos sentamos tras Susanne, que en la espalda de su chaqueta blanca había cosido un gran corazón rojo con “K og A” bordado. Y comenzó la ceremonia. En ella cantamos, entre las miradas de incredulidad de los españoles, Love me tender, de Elvis. Todo transcurrió según lo previsto y se casaron en inglés.
En el cóctel solo tomé fresas con champán: apostaba fuerte. Para cenar ocupamos una mesa larga en el centro de un enorme salón con chimenea. Del menú únicamente recuerdo que el cuenco de la sopa se comía. Yo estaba sentado junto a Susanne, que ya no tenía corazón, y con la que aquella noche se suponía, erróneamente, que algo iba a suceder.
Al terminar, es tradicional que las personas más allegadas pronuncien unas palabras. El padre de Karen habló con emoción, pero con la calma habitual en él. A continuación, el de Álvaro comenzó a leer su discurso, pero tuvo que interrumpirlo porque empezó a llorar. Lo intentó cuatro o cinco veces pero no era capaz. Álvaro, su madre y Karen lloraban. Yo también. Su hermana se levantó: “¡Papá!”. Al final Álvaro cogió el papel y entre lágrimas consiguió acabar. Los daneses contemplaban estupefactos la escena, y más tarde la comentaron con verdadera admiración.
En el baile, Karen vino a buscarme para presentarme a su amiga Leena, finlandesa, que había ido con su madre. Me senté con ellas. En Helsinki se habían quedado su marido y su bebé recién nacido, del que me enseñó fotos. Nos levantamos a bailar. Era muy blanca, morena y de ojos azules. Bailamos, de hecho, todo el resto de la boda, y conforme iba pasando la noche, para mi sorpresa, nuestro baile se volvía cada vez más otra cosa. Me contó que al año siguiente se iban a vivir a Kenia. Yo asentía. A una misión. Y a mí la vista se me perdía al final de un largo y níveo escote triangular. Me aclaró que su marido era cantante de góspel. Había un lunar, a la derecha. Un coro finlandés en Kenia. Nos besamos. Olía a europea. De vez en cuando nos sentábamos a tomar algo con su madre y charlábamos los tres muy animadamente. En esos momentos yo me sentia francamente desconcertado, pero no tanto como cuando la madre le confesó a la de Karen que a su hija le hacía falta una noche como aquella.
Noche que, no obstante, no duró todo lo que a mí me habría gustado. Al parecer unas horas de flirteo bastaban para satisfacer las necesidades de Leena. Y a la mañana siguiente, cuando algunos de los invitados fuimos a desayunar con los recién casados, en nuestro paseo por el centro de la ciudad se comportó como una encantadora y formal mujer casada.
Es cierto que me supo a poco. Y que puedo imaginarme desenlaces mejores. Pero aun así aquellos labios, aquel olor y aquella cintura finlandesa bajo la tela de un vestido, para mí, que entonces trataba de salir de una vez de una larga y penosa convalecencia sentimental, fueron suficientes para volver a España con la sensación de que al fin había pasado página.

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Artículo íntegro en la página del Táboa Redonda del domingo 24 de marzo de 2019.



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