21.10.18

Los otros

[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 14.10.18]


Los otros




"Este domingo, a las seis y cuarto de la mañana, cambié de tren en Valladolid. Me senté y al rato apareció una mujer de cuarenta y pico años, que tenía que pasar al asiento de al lado. Yo ocupaba demasiado, porque ya había sacado el portátil, un libro y varios papeles, y respondió hoscamente cuando me disculpé mientras apartaba las cosas. Se sentó, y al rato me pareció oír risitas. Vi que estaba intercambiando carantoñas con su pareja, que desde el andén le hacía gestos y le decía cosas. Y ella respondía y sonreía, de lo contenta que estaba. Y parecía simpática y alegre y sensible. Y buena.

Cuando yo me psicoanalizaba –no porque lo necesitara, sino por Woody Allen-, mi psicóloga me explicó que la cuestión de la bondad estribaba en nuestro concepto del otro. O de la otredad. De a quién consideramos nuestro otro. Todos somos buenos, pero lo que distingue nuestras respectivas bondades es la idea que tenemos de con quién debemos serlo.

Quién no ha sufrido a algún matón de instituto cruel con los débiles pero cariñoso con su hermanita. Los mafiosos cuidan de su familia. Hitler quería a sus perros. Himmler adoraba a su hija mayor, a la que le escribía y visitaba mientras dirigía el exterminio judío, y si modificó los métodos de asesinato de los campos fue solo para proteger psicológicamente a sus propios hombres. Y podríamos seguir con cualquier amante esposo y entregado padre de familia, a la vez miembro del Ku Klux Klan, o con el fariseo que con sincera generosidad da la paz a su prójimo.

Porque el prójimo no es cualquiera. Ser prójimo confiere una consideración. Es más: de entrada, significa existir. Y el resto no es merecedor de nada, y menos aun de nuestra bondad. No puede serlo, no hay dudas ni fisuras en nuestra postura, que obvia a quien no cuenta. Por eso en la Segunda Guerra Mundial ni el ejército nipón ni los nazis tuvieron escrúpulos con chinos o rusos; por la sencilla razón de que no los consideraban verdaderamente humanos.

Entonces el tren arrancó y el novio quedó atrás. Y las comisuras de los labios bajaron, el entrecejo bajó, se cruzó de brazos y miró al frente. Trabajé todo el camino y, cuando llegamos, se puso de pie y esperó con cara de culo los diez segundos que tardé en dejarle pasar. Y mientras recogía yo me preguntaba: “¿Dónde has dejado tu alegría y tu amor, mujer? ¿Eres tú, oh cascarrabias, aquella persona ilusionada y encantadora de hace no tanto?”. Y comprendí, en un rapto de inspiración, que por eso va mal el mundo: vendemos cara nuestra mejor versión."

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