Los otros
[Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda del domingo 14.10.18]
Los otros
"Este
domingo, a las seis y cuarto de la mañana, cambié de tren en Valladolid. Me
senté y al rato apareció una mujer de cuarenta y pico años, que tenía que pasar
al asiento de al lado. Yo ocupaba demasiado, porque ya había sacado el
portátil, un libro y varios papeles, y respondió hoscamente cuando me disculpé
mientras apartaba las cosas. Se sentó, y al rato me pareció oír risitas. Vi que
estaba intercambiando carantoñas con su pareja, que desde el andén le hacía
gestos y le decía cosas. Y ella respondía y sonreía, de lo contenta que estaba.
Y parecía simpática y alegre y sensible. Y buena.
Cuando
yo me psicoanalizaba –no porque lo necesitara, sino por Woody Allen-, mi
psicóloga me explicó que la cuestión de la bondad estribaba en nuestro concepto
del otro. O de la otredad. De a quién consideramos nuestro otro. Todos somos
buenos, pero lo que distingue nuestras respectivas bondades es la idea que
tenemos de con quién debemos serlo.
Quién
no ha sufrido a algún matón de instituto cruel con los débiles pero cariñoso con
su hermanita. Los mafiosos cuidan de su familia. Hitler quería a sus perros. Himmler
adoraba a su hija mayor, a la que le escribía y visitaba mientras dirigía el
exterminio judío, y si modificó los métodos de asesinato de los campos fue solo
para proteger psicológicamente a sus propios hombres. Y podríamos seguir con cualquier
amante esposo y entregado padre de familia, a la vez miembro del Ku Klux Klan,
o con el fariseo que con sincera generosidad da la paz a su prójimo.
Porque
el prójimo no es cualquiera. Ser prójimo confiere una consideración. Es más: de
entrada, significa existir. Y el resto no es merecedor de nada, y menos aun de
nuestra bondad. No puede serlo, no hay dudas ni fisuras en nuestra postura, que
obvia a quien no cuenta. Por eso en la Segunda Guerra Mundial ni el ejército
nipón ni los nazis tuvieron escrúpulos con chinos o rusos; por la sencilla
razón de que no los consideraban verdaderamente humanos.
Entonces
el tren arrancó y el novio quedó atrás. Y las comisuras de los labios bajaron,
el entrecejo bajó, se cruzó de brazos y miró al frente. Trabajé todo el camino
y, cuando llegamos, se puso de pie y esperó con cara de culo los diez segundos
que tardé en dejarle pasar. Y mientras recogía yo me preguntaba: “¿Dónde has
dejado tu alegría y tu amor, mujer? ¿Eres tú, oh cascarrabias, aquella persona
ilusionada y encantadora de hace no tanto?”. Y comprendí, en un rapto de
inspiración, que por eso va mal el mundo: vendemos cara nuestra mejor versión."
* * *
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