Cementerio, Semana Santa y felicidad
Estas vacaciones han sido especialmente buenas. Tras unos días de estudio, llegaron los niños y pasamos la mitad de la semana juntos, con Marta y Cibrán, en casa. Aunque en casa poco estuvimos: la Semana Santa es seguramente la época del año en la que hay más ambiente en nuestra ciudad, y si a eso le sumamos que los niños querían ver las procesiones, el resultado fue que pasábamos el día fuera, solos o con amigos.
Me he sentido muy bien, a pesar de mis habituales y difíciles de explicar ratos de mal humor o algo así. Pero ha sido agradable, me ha dado tiempo a estar bien, a disfrutar del tiempo juntos.
Hace unas semanas, un domingo después de comer, cuando iba a casa a trabajar (en la tesis, en qué si no), pasaba por delante del cementerio municipal y decidí parar. Quería hacerlo desde hacía tiempo. Estaba prácticamente desierto y llovía.
Fui a ver las tumbas de mis abuelos.
Yo me considero no creyente, aunque la mayor parte de mi vida lo fui; por tanto, hay poca o ninguna religiosidad para mí en una visita así. Pero no cabe duda de que hay algo que a lo mejor se puede llamar espiritualidad. La espiritualidad de pensar en algo trascendente: en el amor y su capacidad para hacer de la vida propia y de otros algo trascendente.
Porque pensaba, como tantas veces, en si el gesto de ir a verlos tenía alguna importancia. Eliminada la religión y lo que ella comprende, ¿la tiene? Para mí sí, sin duda, por lo que provoca en mí, por lo que me hace pensar y sentir; pero no me refiero solo a eso: ¿es posible pensar que tiene alguna importancia para ellos, que ya murieron?
Me imaginaba la situación contraria: algún día (en un futuro muuuy lejano) un nieto mío, hijo de Paula o de Carlos, al que habré paseado, al que habré cuidado, con el que habré jugado, con el que habré vuelto a disfrutar como con ellos, al que querré como a ellos, se acordaría de mí, haría un alto en su rutina, pararía su coche e iría a donde yo esté. A pensar un momento en mí. A recordarme. A acordarse de su abuelo, que lo adoraba.
Por desgracia, sé que en ese momento yo no seré nada (¡qué suerte, creer!); pero también sé que pensar que eso pueda suceder es lo único que tengo parecido a un consuelo.
Anteayer Carlos estaba jugando, Paula estudiaba y yo le explicaba el siglo XVIII mientras intentaba pintar mi primer óleo. En la cocina entraba el sol.
Bien por tu Semana Santa. La mía también ha estado bien.
ResponderEliminarYo no soy creyente a pesar de que, como tu, lo fui durante mi infancia y juventud o pensaba que lo era. Mi padre murió hace ya 17 años y de vez en cuando, sin razón aparente, me desvío de mi camino en Los Molinos y me acerco al cementerio. Aparco y entro. Siempre siempre me equivoco de hilera de nichos y tengo que volver sobre mis pasos. Llego, leo la lápida, estoy un rato y sin razón aparente me voy. Me sientan bien esas visitas y también de vez en cuando llevo a mis hijas que nunca le conocieron y que todo lo que saben de él es por lo que les hemos contado. A ellas les gusta, ir allí hace que "esté" en algún sitio para ellas.
Besos a todos.
Besos, Moli.
ResponderEliminarParar en un cementerio puede ser la búsqueda de contacto físico con un ser querido que sigue vivo en el recuerdo. El espíritu busca el cuerpo perdido.
ResponderEliminarSé de unos padres que perdieron a su hijo, marino de profesión y que como tal amaba el mar y una vez al año recorren kilómetros hasta esa costa donde esparcieron sus cenizas.
Esto es bonito porque es amor y es lo que hace que vivamos más allá de nosotros mismos.
B.
Lo peor de ir al cementerio es la vuelta. Cuando vas andando por el pasillo central hacia la puerta y vas dejando detrás de ti aquellas personas que te quisieron tanto y que tu pensabas que te durarían siempre y no les dijiste las veces necesarias que los querías. Mucho.
ResponderEliminarEsto es raro, dado que soy radicalmente no creyente, pero visito, muy de vez en cuando, a mis muertos en el cementerio. Sé que no hay nada allí, y sin embargo voy allí y hablo.
ResponderEliminarEstamos locos de atar. Es la única frase que puede explicarnos.
Coincidimos, más o menos.
ResponderEliminarMás que estar locos, NáN, yo creo que nos agarramos a un clavo ardiendo, porque lo necesitamos.
La muerte propia o la de los que más quiero me parece inconcebible, y solo intentarlo, insoportable. Sobre todo desde que tengo hijos. Ojalá sea cierto eso que dicen de que la vida, según transcurre, te va haciendo cambiar, verlo de otro modo hasta casi asumirlo.
¡Pues sí que empezamos bien el día! En fin, buena jornada de todos modos.
En la costumbre judia, dejas una piedrita cada vez que uno va a visitar a sus muertos...Lo que me parece una exageracion es tener cementerios exclusivamente de judios o de catolicos.
ResponderEliminarSaludos ...muchas lunas que no nos vemos, cariños a los nenos.
Que suerte creer? Pero no os resulta obvio que "saber que no seré nada" es una creencia con el mismo fundamento, es decir ninguno, que creer en una vida después de la muerte?
ResponderEliminarNo puedo hablar objetivamente de los cementerios, Porto, o mejor dicho, suelo hablar objetivamente de ellos. :-D Ya tengo más gente allí que fuera y cuando de camino al camposanto me encuentro con algún conocido, más o menos siempre suelo decir una frase similar a esta: voy a casa de mis padres a tomar un café, a ver qué me cuentan. ¡Cosas! porque tampoco soy creyente y sé a ciencia cierta que allí ya no hay nada más que un cúmulo de calcio encerrado dentro de huesos.
ResponderEliminarUn beso muy fuerte para ti y los tuyos. Ánimo con la tesis (estudiar en serio a nuestras edades me está costando el hígado ;-) ).
C.