18.2.11

La boda

[El relato debía, más o menos, tener relación con lo exótico. Y yo me he ido a un exotismo frío.]


Al cabo de una media hora de haber salido de Copenhague dejamos la carretera y entramos en un bosquecillo nevado. Los coches fueron despacio por un camino de grava entre los árboles hasta que llegamos a un edificio cuadrado de dos plantas, con tejas esmaltadas, un antiguo pabellón de caza de la familia real. Bajamos y nos quedamos de pie, en silencio, mirando alrededor mientras nos cerrábamos los abrigos. Nos abrieron la puerta de madera y entramos en un hall de techo altísimo con las paredes cubiertas de escudos de armas.

Allí nos esperaba Álvaro con algunos de los invitados. Nos abrazamos e hizo las presentaciones. Todos sonreíamos sin entender los nombres ni hablar demasiado mientras los demás iban llegando y saludaban. Hasta que por fin un coche negro se detuvo delante de la casa y de él vimos bajar a Karen, alegre y nerviosa.

Entramos en una sala presidida por un enorme retrato del príncipe heredero en uniforme de gala de la Marina Real Danesa, prácticamente igual al de Álvaro. El vestido de Karen era fino, color hueso, al caer, e incompatible, según nos contaría, con cualquier ropa interior. Fuimos ocupando las sillas. Mis dos compañeros y yo, que habíamos decidido ir de frac, nos sentamos tras Susanne, que en la espalda de su chaqueta blanca había cosido un gran corazón rojo y bordado “K og A” en él.

Comenzó la ceremonia. Al oír el piano recogí un papel de mi asiento y novios e invitados acometimos (con ciertas dudas en el caso de los españoles, que nos mirábamos para asegurarnos de que efectivamente era aquello lo que había que hacer) el Love me tender de Elvis. Todo transcurrió según lo previsto, y se casaron, en inglés.

El coctel era una maravilla, pero yo solo tomé fresas con champán, queriendo pedirle no sé qué a la noche. Le dije a una amiga de la novia que era la chica más guapa que había visto desde mi llegada a Dinamarca dos días antes, y lo era. No todos pasamos a cenar, pues había invitaciones que llegaban hasta el final y otras que solo incluían aquella primera copa. La chica se fue. Los treinta que nos quedamos ocupamos una mesa larga en el centro de un enorme salón. No recuerdo nada del menú, tan solo que el cuenco de la sopa, tapa incluida, se comía. Yo estaba sentado frente a los novios y junto a Susanne, que ya no tenía corazón, y con la que aquella noche se preveía, erróneamente, que sucedería algo.

Al terminar, es tradicional que al menos los padres pronuncien unas palabras. En aquella ocasión hubo más intervenciones, una de ellas llegada de Estados Unidos grabada en una cinta. El padre de Karen habló con emoción pero con la calma habitual en él. A continuación comenzó a leer su discurso el de Álvaro. Enseguida tuvo que parar, llorando; lo intentó cuatro o cinco veces pero no era capaz. Álvaro lloraba, su madre y Karen lloraban. Yo también. Su hermana se levantó, “¡Papá!”. Al final Álvaro le cogió el papel y entre sollozos consiguió acabar. Los daneses contemplaban estupefactos la escena, y más tarde comentaron con admiración aquella muestra de sentimentalidad.

Estábamos solos en el edificio, y el baile fue en un nuevo salón.

Pronto, Karen vino a buscarme para presentarme a su amiga Leena, finlandesa, que había viajado con su madre. Me senté con ellas. En Helsinki se habían quedado su marido y su bebé recién nacido, del que nada más conocernos me enseñó unas fotos. Nos levantamos a bailar. Bailamos, de hecho, todo el resto de la boda, y conforme iba pasando la noche, para mi sorpresa, nuestro baile se volvía cada vez más tórrido. Me contó que al año siguiente se iban a vivir a Kenia. Yo asentía. A una misión religiosa. Y la vista se me perdía al final de un largo y blanco escote triangular. Me aclaró que su marido, finlandés él también, era cantante de góspel. Tenía un lunar en un pecho. Nos besamos. Olía a europea. De vez en cuando nos sentábamos a tomar algo con su madre, cuya sonrisa permanecía inalterable, y charlábamos los tres muy correctamente. Yo me sentía francamente desconcertado, pero contento. Más tarde la madre le comentaría a la de Karen que a su hija le hacía falta una noche como aquella.

Noche que, no obstante, no duró todo lo que a mí me habría gustado. Al parecer unas horas de flirteo bastaban para satisfacer las necesidades de Leena. Y a la mañana siguiente, cuando algunos de los invitados fuimos a desayunar con los recién casados, en nuestro paseo por el centro de la ciudad se comportó como una encantadora mujer casada.

Sin embargo, aquello bastó para que yo, que por aquel entonces trataba de poner fin de una vez a una larga y penosa convalecencia sentimental, volviese a casa con la sensación de que había comenzado a pasar página.




8 comentarios:

  1. Me ha recordado ud. con su relato, una pelicula que apenas vi hace un par de días: 'después de la boda', donde muchas cosas ocurren alrededor de una boda en ... Copenhague. Padre que se emociona, mujer felizmente casada que se reencuentra con invitado inesperado ...

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  2. ¡Anda, pues no la conocía! Qué coincidencia.

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  3. Debería verla Portorosa.
    Constataría que esa frialdad que aduce no es sino mera apariencia.

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  4. No, si yo no les atribuyo ninguna frialdad.

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  5. Entonces me temo que no he entendido su paréntesis...

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  6. ¡Ah!
    No, si eso iba por el clima. Porque a mí lo exótico me suena a destino tropical.

    Un saludo.

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  7. La palabra de verificación: "untati". Ojalá donde yo vivo, la mentalidad fuese más abierta.Creo que seríamos más libres, más felices y más humanos. Lo comprobaré en la próxima boda...

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  8. La he visto. La película. Ayer de noche.

    Bueno, toda menos el último cuarto de hora, porque la paré: me pareció muy buena, muy buena, pero ya hay cosas que no puedo soportar.

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