(A pesar de la pesadumbre. O por ella.)
Tomar posición sobre el posible ataque norteamericano a Siria es fácil; y no solo por las razones, sino, para empezar, por las consecuencias: no supondría el más mínimo paso hacia la solución del problema, sino más bien todo lo contrario.
Pero, a pesar de la evidente gravedad y urgencia de la cuestión, lo cierto es que, además de fácil, tomar posición sobre eso y solo eso me parece un poco absurdo, por insuficiente. Para empezar, dicho ataque no sería más que un nuevo movimiento dentro de una intervención que, de hecho, y con independencia de hasta dónde crea cada uno que ha llegado sobre el terreno (recomiendo los posts sobre este tema de La barra virtual), empezó ya hace tiempo. Y además, tampoco se puede dejar ahí el tema: el ataque no serviría más que para hacer más daño, con casi total seguridad, pero evitarlo, aun siendo deseable, nos deja frente al conflicto tal y como está, en su punto álgido y con un pronóstico impredecible pero, en cualquier caso, trágico.
Es en el problema en toda su totalidad en lo que hay que pensar. Nada hay más importante que los muertos, por supuesto (no sería un mal criterio optar siempre por la alternativa que supusiese menos muertos... si uno tuviese siempre claro cuál es), pero no llega con mirar a los cadáveres para saber qué hacer. Mirar los cadáveres no nos explica gran cosa ni nos da pistas sobre las posibles soluciones. Y aunque no faltan quienes tratan de explicar lo que ocurre, en mi opinión pocos de esos análisis (o al menos pocos de los que más ruido hacen) aportan algo.
Personalmente, las interpretaciones que explican lo que ocurre hablando de buenos y malos me parecen simples y tristemente equivocadas. Sería más útil hablar de víctimas y responsables, aunque tampoco sea siempre fácil. Hablar de EE.UU. contra el pueblo sirio, por el mismo motivo, me parece ridículo. Y no porque crea lo contrario, sino porque creo que el juego, este juego, es otro muy distinto. En Siria y en cualquier parte del mundo.
Me parece inútil y fuera de lugar cuestionarse quién tiene razón, EE.UU. (y sí... qué decepción, al final, Obama), Rusia, Irán o Gran Bretaña, el gobierno de Hassad o los insurgentes. Ni unos ni otros, ni los supuestos atacantes-salvadores ni los defensores-protectores resistirían cinco minutos de repaso de antecedentes. Claro que, al mismo tiempo, las aproximaciones cínicas y prácticas a la cuestión, que obvian cualquier consideración moral, son abominables. Porque sí es verdad que en medio de todo esto hay gente que sufre.
El problema es que estamos ante un ejemplo más de situación nacida de la injusticia, a la que se le añade más injusticia. El mundo decide fijarse en uno de los muchos casos de crisis explícita y, en lugar de tratar de solucionarla, trata de aprovecharse. Porque el mundo sigue funcionando igual o casi igual que siempre.
Si nos limitamos a hablar de países y gobiernos (cosa nada descabellada, pues incluso en el escenario más conspiranoico -el que identifica todo el poder con grandes corporaciones financieras transnacionales y cosa por el estilo- serían ellos las herramientas principales), lo que ocurre es que siguen decidiendo en función de sus propios intereses; como desde que existen. Todos, salvo rarísimas excepciones, desde que el mundo es mundo. Y la postura de los estados sin peso es irrelevante, y por eso es la que es; como la del partido político minoritario que se sabe sin opciones y se dedica a hacer brindis al Sol. La ONU no es inoperante porque unos cuantos países tengan todo el poder; si fuese democrática sería en principio más justa, pero tampoco llegaría a acuerdo alguno, y los que se alcanzasen serían como ahora el resultado del (des)equilibrio de fuerzas del momento. Los estados no buscan la mejor situación general posible; aún no estamos en ese punto de la Historia, y no es ni mucho menos seguro que alguna vez lo vayamos a alcanzar.
Es eso lo que hay que cambiar.
El de Siria no es más que otro caso en el que los actores con posibilidades juegan sus cartas. Da igual que en última instancia se trate de ganancias bursátiles, intereses energéticos o de control sobre adversarios regionales; el poder y la economía siempre han ido de la mano, sin que se sepa muy bien cuál sirve a cuál. Incluso importa poco si por el medio hay por parte de alguien una intención sincera de mejorar la situación del pueblo sirio, porque por desgracia será utilizada en provecho propio por el primero que pueda.
El caso de Siria, como tantos otros (¿todos?), deja muy poco espacio para la esperanza. Seguimos haciéndolo muy mal. Eso es, a largo plazo, lo peor.
Y no es cierto que no se sepa qué hacer, ni mucho menos que no se pueda hacer nada. No es fácil ni rápido pero se sabe y se puede. Hay mecanismos de mediación, hay herramientas de presión, hay medios para ayudar a la población en muchos sentidos, hay formas de ayudar a un país, etc., etc. Siempre desde el compromiso permanente, y siempre desde el respeto. Y hay, aunque no lo crean, quien se ocupa con buena fe y seriedad de esos temas, y lo intenta y se lo explica a todo el que quiera escuchar. El problema, repito, es previo y atañe a las intenciones de los protagonistas con más peso. Jugamos a juegos diferentes.
Todo pasa por lograr un estado diferente de las cosas, incluidas por supuesto las relaciones internacionales. Al final, la solución a todo es la misma, o eso me parece a mí: trabajar por un mundo con una población con posibilidades y derechos reales, capaz de pensar, capaz de decidir y capaz de hacerlo bien. Empezando por casa, claro. Solo así se avanza, aunque sea paso a paso, hacia la justicia.
Siria, lo que ocurre en Siria, es la última prueba de lo lejos que estamos de ahí.