[A Cruz, polos castelos no chan]
¿Quién discutiría la importancia de las ideas?
Hace tiempo me autodefiní aquí como el tonto de la educación, pues raro es el problema, de los muchos que nos aquejan, en cuya resolución no crea que ésta debe jugar un papel fundamental, y porque me parece la más efectiva y fiable herramienta de mejora personal y progreso social.
Creo que las ideas no siempre mueven el mundo pero suelen decir hacia dónde lo hace. Y que, dependiendo de su bondad y su fuerza, llegamos a un puerto u otro.
Por eso, no me considero sospechoso de tender a dar por perdido el tiempo de un padre que habla pacientemente con su hijo, o el de un profesor que, inasequible al desaliento, trata de enseñar su asignatura a unos niños. Del mismo modo, valoro el esfuerzo que supone cualquier iniciativa, pública o privada, vistosa o limitada a la intimidad del hogar, destinada a abonar el terreno al libre pensamiento, a fomentar el análisis de la información, a facilitar y fundamentar (fundamentar: qué error tan habitual, llenarse la boca con la libertad de expresión y no preocuparse de qué hacer con ella) el debate público, a formar espíritus críticos, a conocernos, a conocer nuestra historia para aprender de los errores, a ensanchar horizontes, a estimular las mentes y a despertar las sensibilidades.
Y creo que el arte, en general, tiene un gran papel que jugar en esa tarea.
Pero, a pesar de todo, veo en nuestra sociedad individuos e instituciones que, en mi opinión, acusan una tendencia excesiva a quedarse ahí, en la teoría, en la pose; a conformarse, satisfechos, con el discurso hecho fin en sí mismo, con repetir lemas, en un solemne y a menudo subvencionado mareo de perdiz, consistente en artículos, jornadas, exposiciones, mesas redondas, publicaciones, camisetas, canciones y pegatinas, con el que se creen que hacen, que se mueven, que cambian el mundo y abren los ojos a la sociedad, cuando en realidad hace tiempo que están inmersos en un bucle sin fin consistente en mirarse complacidos el ombligo e intercambiarse reconocimientos, todo ello a a un par de palmos del suelo.
Y esta actitud tiene como mínimo un claro inconveniente: la energía y las horas dedicadas a estas empresas no se emplean en otras que lo merecerían más. No sólo se deja de empujar e inspirar a la sociedad, sino que, debido a la falta de creatividad y el temor a arriesgarse que surgen de la satisfacción, se llega a entorpecer su avance.
Y todo esto tan enrevesado lo dice Augusto Monterroso con una frase breve y genial:
La ilusión de que se hace camino al oír cantar que se hace camino al andar, es nefasta.