[Publicado en el suplemento Táboa Redonda del domingo 17 de septiembre de 2017]
Mudanza
"Ochenta y cuatro cajas. Dos camas, diez
sillas, dos librerías, una vitrina, dos sofás, tres mesillas, cuatro alfombras,
dos equipos de música, tres portátiles, una tele, un microondas, una cómoda, un
escritorio, veintipico cuadros y ochenta y cuatro cajas llenas básicamente de
libros, ropa y tápers. Cientos de tápers con sus tapas.
El piso es más grande que los dos nuestros
juntos pero no nos cabe nada. El cajón de los calcetines no me cierra. A lo
mejor influye que hayamos reunido ocho nórdicos, dos espumaderas, cinco
cafeteras, dos cucharones, cuatro tijeras de cocina, ocho sartenes, cinco
tablas de cortar, cuatro cortadores de huevos, dos picadoras de carne, dos
ralladores, veinte manteles individuales, treinta y pico tazas, tres vajillas,
cuatro cuberterías, veinte bayetas, cuatro pastas de dientes, diez cepillos y
seis cortaúñas.
Y dos gatos, el que ya teníamos y uno nuevo.
El de antes lleva una semana atemorizado perdido: por el sitio, por las cajas,
por los ruidos, por mis hijos y hasta por su congénere, que pesa diez veces
menos que él y a quien observaba, los primeros días, con una mezcla de
incredulidad y pavor (o eso me parecía ver a mí en su por otra parte poco
expresiva cara). El nuevo, que es una bola naranja que el primer día se metió a
dormir en una fuente de horno, parece haber desandado el camino recorrido en
sus hábitos higiénicos y ya llevamos tres nórdicos lavados (menos mal que nos
quedan cinco). Hace dos días que ya juegan juntos.
El horno no funciona (por eso nos dio igual
lo de la fuente), una ducha tampoco, la otra pierde agua, la caldera deja de calentar
caprichosamente, dos cisternas están rotas y por ahora los dueños han accedido
a pintarnos algo así como una sexta parte del piso. Y hemos vislumbrado la
pesadilla que debe de suponer ser hijo de un matrimonio mal divorciado, si ser
sus inquilinos es esto.
El piso siempre me pareció precioso, y la
zona, estupenda. Hasta ahora: atravieso una fase de oscuridad total y no veo la
luz. Ni la luz ni ninguna de las virtudes que me atraían. Solo humedades,
grietas, armarios repletos, baños clausurados y duchas frías. Y cajas.
Me tocaba a mí ponerle nombre al gato, y
decidí escogerlo en honor del mejor presidente de los EE.UU. Un hombre
inteligente y preparado, honesto, bondadoso, audaz, consciente de su papel, de
sus aptitudes para desempeñarlo y de la responsabilidad de hacerlo. Ejemplar,
casi perfecto. Nuestro gato se llama Presidente Josiah Bartlet."
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