Pablo
Creo que una de las mayores tristezas de mi vida, por muy asumida que esté y poco que me afecte en mi día a día, es haber perdido casi por completo la relación con mi hermano Pablo, dos años y medio menor que yo y compañero constante de toda mi infancia (en mis recuerdos, yo apenas fui niño sin Pablo).
Cuando yo tenía seis años y él cuatro, una tarde, al salir del colegio, fuimos de visita con mis padres a casa de unos amigos. La casa estaba cerca de la nuestra, pero aquello era toda una novedad en nuestra rutina diaria.
Nunca fuimos niños de jugar en la calle, a excepción de las temporadas que pasábamos en casa de nuestra abuela; pero ese día yo había quedado con un compañero de clase en el solar que había al pie del edificio. Bajé temprano, con Pablo, y mientras esperábamos a que el otro niño llegase decidimos jugar a lo que nosotros llamábamos el lobo (es decir, a pillar), y que para Pablo, todavía muy pequeño, era el lobo-lobo.
- Mi papá tiene un cajón, lleno de puntas…
- …dime niño cuántas son, sin-pen-sar-lo-más... –siguió mi compañero, que en ese momento había aparecido y se acercaba con un balón en las manos y riéndose.
Yo entonces dejé de sortear y le hice caso. Y nos preparamos para jugar al fútbol (yo, que en mi vida supe ni disfruté haciéndolo). Pero cuando estábamos hablando Pablo se me acercó y, en voz baja, me dijo:
- ¿Y el lobo-lobo?
Y le expliqué que ya no podíamos jugar, que ahora iba a jugar a la pelota con mi amigo. Y aunque recuerdo que ya en aquel momento lo sentí por él, puede ser que aun así mirase para el otro niño con una sonrisa medio avergonzada.
Al poco rato Pablo volvió a la casa. Yo no tardé mucho en seguirlo, porque lo cierto era que me aburría. Y cuando entré me lo encontré merendando y viendo dibujos del Correcaminos; y me senté a su lado y le dije que seguro que lo había pasado mucho mejor allí que yo abajo.
Pero, más de treinta años después, muchas veces me acuerdo de él dándome en el brazo y preguntándome por el lobo-lobo, y siempre, siempre, tengo que contenerme para no llorar, porque no puedo evitar ver en aquello una traición, y, creo, el símbolo del gran abandono que fue crecer sin mirar lo suficiente a mi hermano pequeño.
Y si yo fuese capaz de volver atrás en el tiempo puede que, de toda mi vida, el momento que elegiría cambiar sería aquel. Y volvería a aquella tarde, y cuando Pablo me agarrase del brazo y me preguntase si ya no jugábamos le contestaría que sí, que por supuesto que jugábamos, y le diría a mi amigo si podía esperar, que primero iba a hacerle caso a mi hermano.