Llovió e hizo sol. Y no siempre está claro qué es mejor, ni mucho menos cuándo está mejor uno.
De ayer y hoy me quedo con el paseo hasta la playa del Caolín y el rato sentados esta tarde delante de casa, sobre el mar, sin cansarme nunca (al contrario que algunos de ustedes, me temo) de la vista que más me gusta en el mundo.
Era la suya una cara de interior con ojos grises que parecían insistir en la contemplación de determinados pensamientos y a la vez daban la impresión de evitar llegar a una conclusión.
Mucho hablar de Mongolia, y hasta ver esta película creía que Mongolia Interior era... el centro de Mongolia; y resulta que no, que es la provincia autónoma china que linda con el estado de Mongolia.
Volvemos a Mongolia, a los caballos, a las praderas heladas, a los camellos, a las ovejas, al queso y a la ropa de colores.
Y a una vida durísima.
La película es preciosa. No muy alegre, la verdad, pero muy interesante, y bonita. A mí me encantó.
Transcurre en esta época, en este siglo, aunque no lo parezca. Y va de una boda. La de la protagonista, que no puede mantener a sus dos hijos y a su marido, inválido desde que se lesionó cavando un pozo, y que decide divorciarse y buscar otro hombre que les permita salir adelante. Que se lo permita a todos, porque la condición que les pone es que el ex marido siga viviendo con ellos, y de ellos.
Desde luego es una visión del matrimonio chocante. Por un lado, su faceta contractual y práctica está clara; por otro, tanto Tuya como el padre de sus hijos demuestran quererse mucho.
Después de comer, o más bien de alimentarme, me tumbo a leer, antes de dormir 20 minutos.
Tengo tarde de Premiun de Luxe, que dice Moli. Pero si no es voluntario no es lo mismo.
El segundo de los relatos de Bellow me ha gustado mucho; quizá a la tercera vaya la vencida y, tras abandonar los dos libros anteriores (La víctima y Herzog -aunque a este pretendo volver algún día-), consiga leer este. El primer relato, el de Mosby, me hizo dudarlo, porque era un verdadero coñazo. No deja de sorprenderme la cantidad de bebedores que hay en la literatura norteamericana. No hace falta leer a Cheever para encontrarse matrimonios que se toman un par de martinis antes de comer, a diario, y después de cenar se hartan a whiskys. Están llenos de borrachos, estos libros. ¿Reflejará la realidad, o es que la proporción de alcohólicos entre los escritores tiene estos efectos? Y luego está lo del dinero. El dinero omnipresente, incluso en las relaciones familiares, referencia continua, protagonista en un grado que a mí me resulta alucinante.
A las cuatro y media me pongo a estudiar. Hasta las ocho. Me canso, básicamente porque yo soy un vago, pero estoy contento de hacer esto. Lo que leo es muy interesante, aunque no habla más que de problemas (pero es lo que hay).
Escucho en la BBC 3 una misa concierto desde la catedral de Truro, en Cornwall (la de la terrible costa). El sacerdote habla de Japón, de desgracias, de confusión, de caminar abrumados por el peso de cargas que no podemos llevar solos, de Libia y de otros países, etc. Y yo no sé si es por su magnífica voz, por oírlo en inglés, o porque realmente lo que dice tiene sentido y es adecuado al momento, me parece que ofrece cierto consuelo.
Luego, las noticias. Como le pasaba a Mafalda, acabo con el ánimo por los suelos.
No puedo imaginármelo. En realidad no quiero hacerlo.
Y pienso en el riesgo nuclear, y no sé qué pensar. Intuir su peligro, y sobre todo considerarlo prácticamente incontrolable (esa idea -no sé si acertada- de la radiactividad como algo que no se puede parar, contra lo que no hay defensa), lo hace terrorífico.
Bastante difícil, lo de tratar de verse en el espejo sin mirar.
Pero no imposible. Cuando uno menos se lo espera (de hecho, es imprescindible que uno no lo espere), levanta sin pensar la cabeza del lavabo, o mira distraído a la pared del fondo en una cafetería, o se le apaga la pantalla del ordenador; y se ve. Y durante un segundo, o medio segundo, o menos, no sé, no se da cuenta de que esa es su cara.
Y ese es el momento que hay que aprovechar; el momento en que nos cogemos por sorpresa y con la guardia baja.
Fíjense en sus caras.
¿Les gustan?
No, no me refiero a si se parecen guapos, no hablo de estética. Hablo de su gesto, hablo de lo que su cara les dice de cómo están, de lo que les dice de su vida, de cómo les va, de cómo se sienten y cómo se están tratando a sí mismos. Fíjense en su expresión, fíjense en sus ojos y en su boca, sobre todo. ¿Les gustan? ¿Les parecen los de alguien alegre, satisfecho, puede que feliz? ¿O no? ¿Son los de quien a ustedes les gustaría ser?
[Esta vez había que escribir, más o menos, algo relacionado con una canción. La mía es Lovely Rita, de los Beatles, of course.]
Hace algunos años pasé una temporada en Liverpool, por trabajo. Tenía bastante tiempo libre, y como con las únicas personas con las que me relacionaba no congenié demasiado me dedicaba sobre todo a pasear, a leer, ir al cine y tomar una cerveza cada noche en un pub diferente.
Un domingo por la tarde... No, no era un domingo; los domingos en Inglaterra son como si hubiera amenaza aérea, las calles están desiertas, y uno acaba por preferir quedarse solo en casa, o incluso en la pensión, como era mi caso, a vagar por la ciudad como un alma en pena e igual de solo. Era sábado por la tarde. Yo leía en un banco de unos jardines que había a la orilla del río, del Mersey. Leía, pero de vez en cuando levantaba la cabeza y me quedaba mirando a la gente: madres dándoles la merienda a sus bebés, niños jugando y algunas señoras charlando, imagino que también de enfermedades y de lo que habían hecho de comida (aunque no sé, ¿es posible esa conversación en Inglaterra?), solo que en inglés. Una chica tiraba una pelota a un árbol sin hojas y ella y su hija la veían bajar saltando de rama en rama. Y, mientras miraba hacia ellas, vi aparecer por la acera del fondo a una mujer, una especie de guardia de tráfico, o más bien de revisora de aparcamiento, comprobando los tiques de los coches. Al principio, con la gorra, me pareció mayor, pero cuando se acercó vi que no, que tenía más o menos mi edad. Llevaba una cartera de cuero cruzada en bandolera que le daba un aire militar, y de vez en cuando se paraba y anotaba algo, supongo que matrículas, en un cuadernillo blanco. Al verla mejor, la curiosidad inicial se convirtió en sorpresa, porque era guapísima. Y el tiempo que se quedó allí me dediqué a observarla, con toda la discreción que pude.
Estuve varios días sin volver al parque, hasta que algo así como una semana después fui otra vez a leer. Me acordaba de la chica, pero al llegar no la vi. Al cabo de una hora, cansado ya de estar sentado, me levanté. Caminé por los senderos entre los setos y acabé junto al parquímetro de la acera. Estaba leyendo las instrucciones, por puro aburrimiento, cuando oí unos pasos a mi lado. Era ella. Se me quedó mirando un par de segundos y pasó de largo. Noté que me ponía colorado. Me fui. Antes de meterme por la primera calle volví a mirar al jardín y la vi de espaldas, andando entre los coches.
Las noches solitarias dan para mucho, y no pude evitar pensar en ella. Me imaginaba que me decidía a hablarle, que la invitaba a tomar un té, que salíamos a cenar, que me llevaba a su casa, incluso. Luego, hasta creo que soñé que efectivamente estábamos en su casa, donde yo me las prometía muy felices pero, no sé por qué, acababa viéndome sentado en un sofá entre dos hermanas suyas que me clavaban sus miradas en silencio. En fin.
El día siguiente era el último que pasaba en Liverpool, y por la tarde fui a buscarla, decidido a hablarle. Paseé por los jardines, hice que leía, miré a la gente, y ya comenzaba a asumir que no la vería cuando apareció por la esquina de siempre. Me alegré tanto que sin pensarlo fui directo a su encuentro. Pero tanto ímpetu fue decayendo por el camino, y al cruzarnos en la acera solo pude musitar, o imaginar que musitaba, un good afternoon que, o no oyó, o no quiso contestar. Al menos, al pasar a su lado pude leer su nombre en la placa de la camisa. Se llamaba Rita Wood.
Unos pasos más adelante miré hacia atrás y vi que volvía apresuradamente la cabeza y seguía caminando como si nada.
Lovely Rita meter maid Lovely Rita meter maid
Lovely Rita meter maid, Nothing can come between us. When it gets dark I tow your heart away.
Standing by a parking meter, When I caught a glimpse of Rita, Filling in a ticket in her little white book. In a cap she looked much older, And the bag across her shoulder Made her look a little like a military man.
Lovely Rita meter maid, May I inquire discreetly, When are you free to take some tea with me? (Rita!)
Took her out and tried to win her. Had a laugh and over dinner, Told her I would really like to see her again. Got the bill and Rita paid it. Took her home I nearly made it, Sitting on the sofa with a sister or two.
Oh, lovely Rita meter maid, Where would I be without you? Give us a wink and make me think of you.