Camilo.
Hace dos semanas se murió mi tío Camilo. Murió de cáncer de hígado, con casi 80 años. No lo sabéis, claro, pero algunos de vosotros ya lo conocíais (quién iba a pensar que Carmen iba a sobrevivir a su cuidador de tantos años).
Camilo era de Vicedo, en Lugo. Vicedo fue en su momento una aldea de marineros y agricultores, y aunque sigue siendo un pueblo pequeño, lo es cada vez menos, víctima del monstruo que todo lo bello devora. No obstante, todavía está en el sitio más maravilloso (me lo vais a permitir) de la costa gallega: la ría del Barquero.
Si alguna vez venís por el norte de Galicia tomaos la molestia de acercaros a donde se juntan Coruña y Lugo, Atlántico y Cantábrico, y veréis esta ría pequeña, redonda, que se abarca con una sola mirada, de aguas a veces turquesas y a veces negras, rodeada de verde, que nace del solitario valle del Sor y acoge al Barquero, al Puerto de Bares y al mismo Vicedo y se abre al mar con el permiso de la isla Coelleira. No hay vista en el mundo que me guste tanto como la de cuando uno llega por carretera al Barquero desde el oeste y, al culminar la suave subida, se asoma de repente a la ría, con Vicedo enfrente y el Cantábrico al fondo.
Todos tenemos nuestras muertes, las que no hemos asumido y las que esperamos con más temor que a la propia. Camilo no ha sido para mí un pariente de trato frecuente y sé que su falta no va a cambiar mi vida, y sin embargo, gracias a Vicedo forma parte de mi infancia y mi juventud más queridas. Recuerdo salir a pescar con él hasta hace bien poco, los dos solos. Pasábamos horas dando vueltas por la ría, a la cacea, hablando poco; y yo a punto de estallar de gozo con el ruido de la lancha, con la madera mojada, las olas, el color del mar y los montes llenos de árboles a nuestro alrededor.
Para mí siempre fue la personificación de la fuerza: de la fuerza del hombre remando, amarrando un bote o agarrándonos cuando embarcábamos. De pequeños, nos cogía a cada uno en una mano, y nos abrazábamos a su brazo y pedaleábamos para cruzar la calle. Y cuando subía despacio las escaleras de su casa de Vicedo se oían sus pasos pesados, y llegaba al patio de atrás agarrando con su mano morena y grande el cesto con las líneas, los anzuelos, las poteras y la pesca. Manos de pescador: trabajo y mar. Las manos, las manos fue lo único que tuvo igual hasta el final. Cuando lo fui a visitar al hospital el día antes de morirse, se las vi apoyadas sobre la sábana, con los dedos anchos y cuadrados. Pero detrás ya no estaban sus brazos, ni su cuerpo, ni su cara.
¿Vamos a pescar?, me había dicho desde la cama un par de días antes.
Para ir con él tenía que madrugar, desayunar con él leche con pan y acompañarlo al muelle, debajo de casa. Meterse descalzo en el agua a esas horas costaba, aun en verano. El ruido de los remos al colocarlos en los toletes (para mí, remar fue siempre el mayor de los privilegios, la prueba de mi integración en todo aquello), el crujido de los estrobos secos, saltar a la lancha, y después el motor de gasoil, lento, que parecía tan natural como los gritos de las gaviotas: eso era estar en Vicedo. Y salir y notar el aire en la cara y el agua salpicando, y que me dejase gobernar, e ir viendo la costa alejarse, y acercarnos a los faros o a la boca de la ría, y pensar qué pequeños éramos. Y él siempre con bromas, conmigo o con quienes nos cruzábamos en la mar, hablando a gritos para mí incomprensibles que ellos entendían desde lejísimos.
Ir en la lancha era vivir otra vida, era ser otro niño. Como llegar a una playa por mar, con la gente mirándote, y comportarte como si fueras de allí, como si aquello fuera normal para ti.
El sol, las gaviotas, la lluvia, los jerséis viejos para el frío del mar, el bocadillo devorado, mear de pie en la popa…
Los hijos querían llevarlo por última vez a Vicedo. Y sacarlo a sentarse al balcón de casa, a ver su ría, y su lancha, fondeada en medio de las demás. Pero no dio tiempo.
¿Vas a ir a Vicedo?, le dije.
Qué más quisiera yo...
Para los que tendemos a mirar atrás con nostalgia, soportar estos momentos de consciente despedida es inconcebible en cualquier caso. Pero yo me pregunto si no será todavía más duro cuando se ha conocido el paraíso.
A todos nos espera la muerte propia y la de los que queremos. Ante eso, nada me consuela ni me ayuda a resignarme. Y todos tenemos nuestros muertos que llorar. Camilo me dio muchos momentos de felicidad. En su entierro lloré por esos momentos y por él, por su niñez en Vicedo, por la mía, por su fuerza perdida, por la lancha, por verlo remar.