28.2.11

Amor

En una calle peatonal, en Lugo, un hombre de 59 años que solo tuvo novia una vez, durante unos meses, cuando acabó el bachillerato, aminora el paso delante de un escaparate y le mira las tetas a un maniquí con camiseta ajustada.

25.2.11

Marsé

No he leído nada de Marsé, a pesar de que mi padre lo tiene todo o casi todo y yo llevo años mirando sus libros con ganas. Empecé Últimas tardes con Teresa en el instituto, pero se ve que por aquel entonces era mucho para mí, que la dejé.

Tengo que solucionarlo. Leer el primer párrafo de su nueva novela, Caligrafía de sueños, ya lo pone a uno frente a una literatura de verdad.

Mientras, les recomiendo esta breve entrevista, con críticas al periódico que la publica incluidas: aquí.

20.2.11

Química

- R2C2.
- Es R2D2, Paula.
- No, pero yo no digo el agua, digo un robot de La Guerra de las Galaxias...


18.2.11

La boda

[El relato debía, más o menos, tener relación con lo exótico. Y yo me he ido a un exotismo frío.]


Al cabo de una media hora de haber salido de Copenhague dejamos la carretera y entramos en un bosquecillo nevado. Los coches fueron despacio por un camino de grava entre los árboles hasta que llegamos a un edificio cuadrado de dos plantas, con tejas esmaltadas, un antiguo pabellón de caza de la familia real. Bajamos y nos quedamos de pie, en silencio, mirando alrededor mientras nos cerrábamos los abrigos. Nos abrieron la puerta de madera y entramos en un hall de techo altísimo con las paredes cubiertas de escudos de armas.

Allí nos esperaba Álvaro con algunos de los invitados. Nos abrazamos e hizo las presentaciones. Todos sonreíamos sin entender los nombres ni hablar demasiado mientras los demás iban llegando y saludaban. Hasta que por fin un coche negro se detuvo delante de la casa y de él vimos bajar a Karen, alegre y nerviosa.

Entramos en una sala presidida por un enorme retrato del príncipe heredero en uniforme de gala de la Marina Real Danesa, prácticamente igual al de Álvaro. El vestido de Karen era fino, color hueso, al caer, e incompatible, según nos contaría, con cualquier ropa interior. Fuimos ocupando las sillas. Mis dos compañeros y yo, que habíamos decidido ir de frac, nos sentamos tras Susanne, que en la espalda de su chaqueta blanca había cosido un gran corazón rojo y bordado “K og A” en él.

Comenzó la ceremonia. Al oír el piano recogí un papel de mi asiento y novios e invitados acometimos (con ciertas dudas en el caso de los españoles, que nos mirábamos para asegurarnos de que efectivamente era aquello lo que había que hacer) el Love me tender de Elvis. Todo transcurrió según lo previsto, y se casaron, en inglés.

El coctel era una maravilla, pero yo solo tomé fresas con champán, queriendo pedirle no sé qué a la noche. Le dije a una amiga de la novia que era la chica más guapa que había visto desde mi llegada a Dinamarca dos días antes, y lo era. No todos pasamos a cenar, pues había invitaciones que llegaban hasta el final y otras que solo incluían aquella primera copa. La chica se fue. Los treinta que nos quedamos ocupamos una mesa larga en el centro de un enorme salón. No recuerdo nada del menú, tan solo que el cuenco de la sopa, tapa incluida, se comía. Yo estaba sentado frente a los novios y junto a Susanne, que ya no tenía corazón, y con la que aquella noche se preveía, erróneamente, que sucedería algo.

Al terminar, es tradicional que al menos los padres pronuncien unas palabras. En aquella ocasión hubo más intervenciones, una de ellas llegada de Estados Unidos grabada en una cinta. El padre de Karen habló con emoción pero con la calma habitual en él. A continuación comenzó a leer su discurso el de Álvaro. Enseguida tuvo que parar, llorando; lo intentó cuatro o cinco veces pero no era capaz. Álvaro lloraba, su madre y Karen lloraban. Yo también. Su hermana se levantó, “¡Papá!”. Al final Álvaro le cogió el papel y entre sollozos consiguió acabar. Los daneses contemplaban estupefactos la escena, y más tarde comentaron con admiración aquella muestra de sentimentalidad.

Estábamos solos en el edificio, y el baile fue en un nuevo salón.

Pronto, Karen vino a buscarme para presentarme a su amiga Leena, finlandesa, que había viajado con su madre. Me senté con ellas. En Helsinki se habían quedado su marido y su bebé recién nacido, del que nada más conocernos me enseñó unas fotos. Nos levantamos a bailar. Bailamos, de hecho, todo el resto de la boda, y conforme iba pasando la noche, para mi sorpresa, nuestro baile se volvía cada vez más tórrido. Me contó que al año siguiente se iban a vivir a Kenia. Yo asentía. A una misión religiosa. Y la vista se me perdía al final de un largo y blanco escote triangular. Me aclaró que su marido, finlandés él también, era cantante de góspel. Tenía un lunar en un pecho. Nos besamos. Olía a europea. De vez en cuando nos sentábamos a tomar algo con su madre, cuya sonrisa permanecía inalterable, y charlábamos los tres muy correctamente. Yo me sentía francamente desconcertado, pero contento. Más tarde la madre le comentaría a la de Karen que a su hija le hacía falta una noche como aquella.

Noche que, no obstante, no duró todo lo que a mí me habría gustado. Al parecer unas horas de flirteo bastaban para satisfacer las necesidades de Leena. Y a la mañana siguiente, cuando algunos de los invitados fuimos a desayunar con los recién casados, en nuestro paseo por el centro de la ciudad se comportó como una encantadora mujer casada.

Sin embargo, aquello bastó para que yo, que por aquel entonces trataba de poner fin de una vez a una larga y penosa convalecencia sentimental, volviese a casa con la sensación de que había comenzado a pasar página.




14.2.11

Pasando página

El otro día estaba leyendo un ebook y, al acabar la página, sin darme cuenta agarré la esquina superior derecha de la pantalla para pasar la hoja.

Hoy, leyendo el libro de aquí al lado, de Bohumil Hrabal, en papel, al acabar una página la he rozado con la yema del dedo para cambiar a la siguiente.

Quién lo diría...

8.2.11

Todo a la vez

Ceno y me pregunto qué está pasando en Túnez, qué pasará en Egipto y quién será el siguiente. He leído un artículo de Chomsky (Morelli, no te quejarás, cada vez me recuerda más a ti), que en realidad utiliza los sucesos de estos días como introducción para aclarar unas cuantas cosas acerca de las favorables intrepretaciones de las filtraciones de Wikileaks sobre la política norteamericana; y otro de Garton Ash, en el que muestra las tres posibles salidas de la crisis, al menos formalmente: continuidad, democracia real (pónganle ustedes todos los peros que quieran, pero si lo hacen no vean solo la paja en el ojo ajeno) o regímenes islamistas. Y me imagino la maravilla que sería que varios o todos de esos países acabasen convirtiéndose en estados democráticos, lo que eso supondría para toda esta parte del mundo. Y aunque parece evidente que se está utilizando el islamismo interesadamente, señalándolo como la gran amenaza que acecha tras cualquier cambio, pienso de todos modos en la oportunidad perdida que significaría que esta corriente acabase encauzada hacia esa salida, con la que esas sociedades cambiarían una losa por otra.

***


En un post del blog de Alberto Olmos he dejado un comentario (que con seguridad me podía haber ahorrado) en el que critico el nivel de muchos comentarios de ese y otros blogs de cierta fama. El contraste entre los textos, por lo general tan buenos, y las intervenciones de algunos lectores es enorme, y chocante. Hay de todo, por supuesto, hay comentarios muy interesantes; pero es muy habitual el que entra a por su momento de gloria, aprovechando la tribuna. Y además pretende lograrlo a base de epatar más que nadie, cuando no la toma directamente con el autor y se dedica a faltarle. No lo entiendo. Imagino que en su mayoría esos comentaristas son jóvenes que quieren ser terribles.

***


Estoy leyendo Crónicas marcianas. No se parece en absoluto a lo que me esperaba, que era una novela de ciencia ficción más o menos típica. Me está gustando mucho. El otro día me explicaron lo que era el paleofuturo: futuros imaginados en el pasado. En este caso, el grado de desarrollo tecnológico actual que se presupone es mucho mayor que el real; y creo que, a pesar de los espectaculares avances del último medio siglo, esa es la tónica general tanto en la ficción como fuera de ella (de pequeños, nos decían que cuando fuésemos mayores ya no habría coches sino naves voladoras). Sin embargo, acabo de leer el relato en el que los negros de un estado del sur se marchan, todos a la vez, a Marte, y describe una situación social que (quiero creer) se dejó atrás hace algunas décadas.

***


A las siete y media de la mañana veo a la señora que da de comer a los gatos subir la cuesta de mi calle, con una bolsa en la mano y tirando del carro de la compra con la otra. No me extrañaría que ya hubiese hecho la limpieza. A las ocho y media ya tendrá todo listo. Luego la veo aburrida en la ventana el dia entero. Aunque a lo mejor eso es solo lo que me parece a mí. En el callejón, uno de esos gatos come de un cuenquito de papel albal.

***


Cada mediodía llamo al telefonillo y me contesta Paula, "¿Quién es? ¿Te abro?". Yo ya sé que esos segundos son uno de los mejores momentos del día, y que dentro de unos años los recordaré con emoción. Ojalá también ella se acuerde con cariño.


7.2.11

Descripción

Leo en el blog En Compostela esta descripción, no solo mía pero también mía:

varón de mediana edad, lector inteligente y con sensibilidad, de
izquierdas, agnóstico, entre desesperanzado y tratando de lidiar con el nihilismo

Y aunque la entiendo, me sorprende. Nunca la habría relacionado conmigo si la hubiese leído sin saber.

Dejando al margen el elogio que incluye, tan de agradecer, creo que es la primera vez que me alguien me etiqueta como de izquierdas y agnóstico. Pero me doy cuenta de que seguramente ahora soy algo parecido a eso; al menos aquí, donde no se me ve, donde no se me conoce de antes ni de otras cosas, donde solo se me puede juzgar por lo que digo.

Me choca también, pero en cambio no puedo decir que me agrade demasiado, que se me considere desesperanzado y casi nihilista. No me siento así. Aunque sé que a largo plazo tengo (¡y qué más quisiera que no tenerla!) una visión trágica de la vida, creo que en el día a día tengo muchas ilusiones que contrarrestan ese pesimismo vital que, efectivamente, viene y va.

Pero supongo que lo que más me cuesta creer es lo de mediana edad. De mediana edad yo, que sigo sintiéndome el mismo niño.

4.2.11

La puerta

Nunca he abierto la puerta. La tengo delante, en la pared de enfrente, y la veo cada vez que levanto la vista de los papeles. Es una puerta normal y corriente, de contrachapado, barnizada en un color ni muy oscuro ni muy claro, más bien feo, y con un pomo redondo dorado. Nunca la he abierto.

No sé a dónde da. Imagino que a algún cuartito de limpieza, o a un baño, o a otro despacho, aunque lo mismo hay una sala enorme. A lo mejor incluso da al exterior, a un jardín, o a un campo. O a un pasillo con más puertas. No lo sé. En realidad ni siquiera sé si da a algún sitio. A lo mejor es falsa.

En alguna ocasión me ha parecido oír ruidos tras ella, pero no estoy seguro.

A veces me acerco. No tiene cerradura, así que supongo que se puede abrir. Salvo que la haya cerrado alguien por el otro lado. Pero nunca he probado.

3.2.11

El circo

[El tema del taller, tras varios meses sin participar, era ese: el circo]


Hacía años que ver un cartel de circo era pensar en estafa, en animales enfermos y en polvo, en bíceps, en acentos del este, en miseria y hasta en sordidez: el payaso enano sometiendo con brutalidad a la contorsionista en una de esas caravanas blancas extensibles, de ventanas color champán. Y la voz en falsete del jefe de pista, por megafonía, confirmando todo el desencanto.

Hasta que tuve hijos.

El circo era muy caro, por eso cuando yo era pequeño no íbamos nunca, salvo una vez. Me acuerdo de la entrada un poco tenebrosa, como un túnel, y de un portero enorme. Los asientos eran bancos de madera corridos, y nosotros estábamos muy arriba. Pero no recuerdo ninguna actuación, aunque supongo que había caballos; de esos que dan vueltas a la pista saltando pequeños obstáculos. Nunca me han gustado esos números.

Lo que sí sé es que al final, cuando nos marchábamos, pasamos junto a un payaso. Como la gente salía despacio pude quedarme mirando para él, impresionado de que estuviera allí mismo. Creo que iba vestido más o menos como los de la tele; sombrero llevaba, seguro. Y descubrí desconcertado que tenía vello en los brazos y que se le notaba la nuez, y estábamos tan cerca que le vi, bajo el maquillaje rojizo, una cara arrugada. Durante todo ese tiempo traté de armarme de valor para soltarme de la mano e ir a hablar con él, solo para preguntarle si aquella nariz era de verdad. Pero no me atreví.

Los veo asombrados, con la boca abierta. El trapecista ya no es cutre, sino alguien extraordinario, volando. La acróbata gira allá arriba, resplandeciente, y no tiene nada que ver con los remiendos de la lona. Y los caballos corren por la estepa y el león ruge en la sabana.