Diario de vacaciones: decimoquinto día y última noche
[30 de julio]
Hoy es Paula la que ha dormido conmigo y la que me despierta. Me hago el remolón pero al poco rato ya son dos, y claudico.
Es verdaderamente agradable abrir la puerta del jardín recién levantado, aún en pijama. Y dejarla ya así hasta que uno se acuesta.
Esta casa tiene dos plantas de 20 m2 cada una (les aseguro que llega de sobra), y la baja consiste, además de en un minúsculo baño, en un solo cuarto mitad sala mitad cocina. Las desventajas de estas cocinas americanas son evidentes, me parece a mí, pero lo que yo no conocía hasta venir aquí eran sus ventajas: si esta casa, en lugar de ser como es, tuviese cocina independiente, me pasaría a solas un montón de tiempo cada día; en cambio así, mientras cocino, mientras friego, recojo o lo que sea, sigo estando con ellos, o con quien esté. Puedo verlos, seguir hablando, atenderlos, etc. Y lo hace todo mucho más acogedor.
Nos pasamos la mañana entre casa y el jardín, hasta que vamos al muelle, los tres comiendo pipas. Sigue sin hacer muy buen tiempo, pero la mañana es ideal para pasear y el mar está precioso.
Lo cierto es que me paso el día tratando de empaparme de todo.
Al ir a casa pasamos junto a la playa y nos entran las prisas. Los niños además quieren bajar mientras la marea está baja [nota aclaratoria para mediterráneos: aquí la altura del mar varía a lo largo del día]. Así que hago una comida elaborada, pasta con atún, y la devoran; de hecho, creo que jamás les había visto comer tan rápido.
Bajamos, pues, a la playa, ya comidos, a las tres.
En la arena hay solamente un señor sentado en una silla. Y pienso si seré yo dentro de cuarenta años.
Nos bañamos; Paula y Carlos se van a ir considerablemente más sueltos en el agua que cuando llegaron. Yo creo que si esto se prolongara un par de días más Carlos aprendía a nadar. Es más, mañana, si hay playa, voy a probar a quitarle el último flotador de su cinturón. Paula está a punto de cogerle el tranquillo a la respiración a braza y dejar el estilo perrito.
El hombre se nos acerca y busca conversación. Se la doy. Y cuando se va, dejándonos la playa para nosotros solos, me da una sorprendente enhorabuena por mis hijos.
Ellos, a ratos los dos, a ratos conmigo, buscan piedras, conchas, cangrejos ermitaños y minchas (ni idea de qué otro nombre tienen; son como caracolillos marinos, que se comen hervidos quitándoles la carne con un alfiler), y los juntan en una pocita en las rocas. No paran de entrar y salir del agua, y al final les tengo que mandar a secarse, porque están helados.
El proceso frío, hambre, subir, duchas y merienda se repite un día más. Y cuando estamos listos nos vamos al centro del pueblo. Ellos cuentan con ir a las atracciones, y yo quiero ir a mi café preferido. Veo a la dueña por primera vez en la quincena y me despido hasta septiembre.
¡Porque hoy me han confirmado que este invierno seguimos con la casa! La noticia suaviza considerablemente el trauma de la marcha.
Tras el café, parque otra vez. Cada día, Paula y Carlos juegan con algún niño nuevo. Aunque los dos son más bien tímidos (más ella), veo que se integran muy fácilmente y sin problemas. Hoy juegan con varios al escondite, pero resulta que lo deseable para todos es ser el que cuenta y busca, y de hecho para ellos ese es el premio de quien se libra primero. A mí me hace gracia y se lo comento a dos madres que charlan en un banco; ellas se callan, me miran con cara de "pobre chalado", fuerzan una sonrisa y siguen con su conversación llena de ymedijos y notelospierdas .
A las atracciones todavía les falta, así que continuamos hasta casa para cenar. Por el camino pretendo hacerles una foto posando, y casi los tiro al mar, desesperado. Yo les hago cientos de fotografías, aclaro; pero casi nunca se enteran, y menos aun les hago mirar a la cámara. Pero cuando, como hoy, lo intento... eso, que entre las caras de foto de Paula y que Carlos no se queda quieto ni atado, me dan ganas de machacarlos.
Si comiese todos los días como hoy, en un mes mi cuerpo escultural sería un vago recuerdo.
No hay manera de que se olviden, así que tras la cena volvemos a salir, esta vez en coche, hacia la buscada fiesta.
Y la encontramos: dos orquestas, un par de puestecillos de juguetes y chuches, una barra y varias atracciones infantiles. La calle está todavía bastante vacía.
En la orquesta los hombres van de traje blanco, camisa negra y corbata blanca, excepto los cantantes, uno de los cuales lleva también el pantalón negro, y otro, que debe de ser el guapo, sobre pantalón y camisa negros luce levita del mismo color. Ellas dos, sendos ajustadísimos y cortísimos vestidos blancos. El trompetista es manco. Se lo juro.
Al principio un frente de vecinos como mínimo sexagenarios observa con expresión severa a los músicos, cuyas interpretaciones son acogidas con un silencio glacial y una inmovilidad absoluta. Tiene que ser jodido, tocar aquí (entienda por este aquí lo que mejor les parezca, pero que como mínimo englobe Galicia y buena parte del norte peninsular).
Luego, poco a poco la cosa se va animando y de repente unas parejas se lanzan a bailar.
Carlos también se arranca, y arrastra a la hermana. Poco después estamos bailando los tres juntos cogidos de la mano. Como lo oyen.
Ellos van a un par de hinchables de precio exorbitante, y Paula a esas camas elásticas con cintas más elásticas todavía, tipo Lara Croft: le encanta. Bueno, les encanta todo.
Vemos a los niños de anteayer, que nos saludan muy sonrientes. La pequeña, más tarde, se nos acerca a hablar. Todas las atracciones son de su familia; y aunque su imagen no es buena, ni por la ropa ni sobre todo por las expresiones de sus caras, me llama la atención lo guapos que son todos, tanto ellos como ellas, niños y adultos.
Y asisto al primer conato de independencia social de Paula, cuando unas niñas del pueblo vienen a decirle si quiere ir a jugar con ellas. Como le dejo, va. Juegan al escondite, pero bueno, a mí ya me impresiona.
Carlos, mientras, juega con el humo que cae del escenario.
Creo que lo han pasado muy bien. Pero ya es la una, y nos vamos.
Todo tiene sabor de despedida, pero estoy decidido a no dejarme ir cuesta abajo.
Los meto en la cama y les canto (ah, sí, siempre les canto, desde que nacieron; la misma canción de cuna que me cantaba a mí mi abuela). Y cuando termino ya llevan un rato durmiendo.
Abro la puerta. Oigo "Gloria", de Umberto Tozzi, y luego lo de Yo soy español, español, español. Lo clásico e imperecedero y la rabiosa actualidad se dan la mano.
Trato de escribir este post pero soy incapaz, porque me duermo. Pongo un mensaje de permanezcan atentos a sus pantallas y apago.
Pero luego pienso que ahora que esto llega a su fin perdería toda la gracia si las entradas del diario no fuesen al día, así que aquí, sentado en la cama, con Carlos a mi lado y ruido de voces adolescentes en la playa y la música de la fiesta a lo lejos, les escribo en mi última noche de estas vacaciones.