Acabo de terminar de leer El Danubio.
He tardado meses, con paradas de semanas y varios libros leídos por el medio, pero, en contra de lo que eso pudiera hacer pensar, me ha encantado, me ha parecido una verdadera maravilla (es curioso, pero esto mismo me pasó con uno de los -en mi opinión- mejores libros que he leído, El libro del desasosiego; me llevó más de un año acabarlo).
Por supuesto, no pienso hacer una reseña del libro, y menos aun una crítica. Pero a todos aquellos que no lo conozcan les diré que en El Danubio el autor, Claudio Magris, nos cuenta un viaje desde el nacimiento del río hasta su desembocadura, viaje que aprovecha para hablar de los países, las ciudades, los paisajes y los pueblos por los que pasa, de su arte, de su literatura y de su historia. El resultado es un precioso e interesantísimo recorrido por la cultura mitteleuropea de la mano de un guía de excepción, que hace de cada capítulo una impagable lección pero que a la vez cuida de no caer en demostraciones gratuitas de erudición y asume un punto de vista mundano que se mantiene, aunque a veces deba elevarse un poco para ofrecernos alguna reflexión más general, muy próximo a la cotidianeidad que ve alrededor.
Nacida en Bela Crvka en 1864, la introvertida y neurótica escritora exaltó su pequeña patria, el ferroviario que anunciaba el nombre de la estación en varias lenguas, la pastelería Turoczi tan deseada en su infancia, el malhumorado señor Bositsch, propietario de la droguería Der schwarze Hunde, El perro negro, la bellísima señora Radulovitsch, servia, que paseaba en carroza ante la admiración general, los aiduques a caballo, los jenízaros sepultados en la colina...
Aquí habla de una localidad que fue húngara y después yugoslava (y ahora servia), habla de una tienda con nombre alemán, habla de servios, de jenízaros de otras épocas. Fíjense en cómo para esta escritora a la que se refiere Magris esa mezcla de idiomas de la estación era no sólo perfectamente normal sino característica de su hogar. ¿No les llama la atención? ¿Y no creen que esto tiene que ser determinante a la hora de configurar el carácter de un pueblo, la mentalidad de una sociedad?
Desde que comencé a salir de España me llamó la atención algo que nunca he dejado de observar: lo normal que, en comparación con lo que vemos en la nuestra, es en otras sociedades el contacto con extranjeros; y no me refiero a un contacto esporádico, sino a relaciones de trabajo o personales habituales y de cierta consistencia.
Me doy cuenta de que en mis impresiones tiene mucho que ver el hecho de vivir en una ciudad de provincias, y además gallega, pero aun así creo que es bastante evidente que en nuestro país, hasta hace poco y en casi todos los niveles sociales, las relaciones internacionales eran una rareza. En España, fuera de las zonas turísticas (en las que, me van a perdonar, el tipo de relación no es ni por asomo éste del que hablo), era perfectamente normal que alguien se pasase toda su vida sin tener el más mínimo contacto con alguien de otro país. Es más, me atrevo a decir que aun hoy en día, para el, digamos, 80 o 90% de los españoles, un encuentro con un extranjero sigue siendo un acontecimiento excepcional y casi exótico. Y no hablemos ya de plantearse, por ejemplo, irse a vivir a otro país por motivos laborales. En cambio, en otros países europeos (no en todos, claro; me parecen casos paradigmáticos los de Holanda, Dinamarca o Bélgica; en cuanto al Reino Unido, creo que una cosa es Londres y otra muy distinta el resto del país), uno se da cuenta de que viven y trabajan codo con codo con ciudadanos de otros países, que contemplan como algo normal la posibilidad de buscar trabajo en el extranjero, y que están, en fin, acostumbrados a un ambiente internacional.
Esto es así debido a causas geográficas, económicas, políticas, e incluso, en su momento, religiosas, que me parecen fáciles de identificar; y tiene unas consecuencias e implicaciones que supongo tanto positivas como negativas y sobre las que sería muy interesante que alguien más cualificado nos ilustrara. Yo sólo pretendo destacar el hecho.
El caso es que leyendo El Danubio, y sobre todo la segunda mitad del libro, cuando el viajero llega a Hungría, Rumania y Bulgaria, he visto que esto se repetía en cierto modo, que a lo largo de toda su historia esos países han sido hogar y frecuentada zona de paso de pueblos, etnias, culturas, religiones y lenguas diferentes (y resulta impresionante, por cierto, el empeño que la mayoría de esas comunidades ha puesto en mantener su identidad, en preservar sus características propias, durante siglos de vecindad no siempre amistosa). Dentro de este mosaico viviente que fue el imperio Habsburgo, cualquier población tiene un topónimo oficial en tres o cuatro idiomas, cualquier familia se ha rozado con otras de distinto origen, y cualquier región es o ha sido testigo de la convivencia secular de pueblos diferentes. Dicho sea de paso, la verdad es que al lado de esto uno encuentra la pluralidad de España, a pesar de sus avatares, de lo más estable; al menos en los últimos cuatro o cinco siglos (que no está mal).
Les recomiendo el libro, se lo recomiendo vivamente. Por su calidad literaria, en primer lugar, y por lo interesante que es asomarse a una parte tan sugerente y (ustedes perdonen) poco conocida de Europa y a una historia, la suya, con el atractivo de las historias turbulentas y lejanas.