Pararse a vivir
Pararse a vivir
SE LO EXPLICABA a él y seguramente me lo explicaba también a mí mismo por primera vez. Que el pensamiento estaba antes, durante y después de la acción, de cualquier vivencia. Sigo creyéndolo, aunque probablemente entonces lo expresase mal. Pensar, dicho así sin más, parece una habitación muy fría para meter en ella la vida entera.
En dos viajes seguidos del tren me ha tocado la misma película, Este niño necesita aire fresco, que cuenta la infancia de un famoso (allí) cómico alemán, Hape Kerkeling. La película no está mal, y al final, el protagonista, que ha sufrido la muerte de su madre, a la que estaba muy unido, hace una última reflexión que puede parecer un poco mística, pero no lo es: dice que él es su madre, y su abuela y su abuelo, y sus tías y los niños, y su caballo, y las amapolas del borde del camino, y el cielo y —y esto es precioso— la dirección en que de pequeño empujaba su madre su cochecito; y aclara que eso es así porque está despierto, porque vive despierto.
También mi amigo Jesús Miramón suele dar vueltas, en su delicioso blog Las Cinco Estaciones, al hecho de vivir dándose cuenta. Dándose cuenta de todo, o de todo lo que somos capaces de abarcar: lo que somos, lo que hacemos, dónde estamos y hacia dónde parecemos ir, lo que podemos y lo que nos puede, qué y quién nos importa, y por qué, y si ese porqué tiene tanto sentido como creemos.
Hace un par de semanas decidí no leer ficción hasta que hubiese terminado con varios libros de texto y ensayos que quiero casi estudiar. Para darles un empujón, porque, si no, siempre encuentro una lectura mejor. Y he estado así diez días. Ha sido horrible. La sensación era de no tener refugio: mirase a donde mirase, solo veía esfuerzo.
Y es en los breves y agudos retratos de esas amistades y relaciones amorosas, en el recuerdo de algunas conversaciones escogidas que para ella hacen de faros, de hitos en el continuo de la vida, y en las descripciones de sus paseos urbanos, de sus encuentros casuales y de los diálogos entre desconocidos que oye al pasar, donde la autora habla una y otra vez, ella también, de vivir conscientemente. No sé si utiliza explícitamente esa expresión, pero es eso lo que quiere decir. Mira y escucha alrededor con atención, y lo piensa, y lo siente y lo relaciona con ella misma y con todo lo que sabe. Descubre y ordena su escenario, y busca acomodo en él. Trata de vivir lo que tiene y lo que es.
Pensar la vida, vivir despierto, darse cuenta, ser consciente. A veces supone pagar un precio: preocupación, una sensación mayor de responsabilidad, puede que cierto desánimo, más dudas. Otras, nos salva de algunos miedos y de la confusión que nos va quedando si nos dejamos arrastrar por la corriente. Y, siempre, alarga nuestro tiempo y ensancha nuestro horizonte, y hace que más momentos del día sean más interesantes.
La vida, no sé si la hace más real. Ni más feliz: la felicidad es incontrolable y poco atiende a razones. El caso es que llega un momento en que vivir de otra manera no tiene sentido, ya. Que es lo que yo pretendía explicarle a mi amigo aquella tarde en la plaza de la Herrería, cuando éramos jóvenes y estábamos decidiendo cómo queríamos ser.
En dos viajes seguidos del tren me ha tocado la misma película, Este niño necesita aire fresco, que cuenta la infancia de un famoso (allí) cómico alemán, Hape Kerkeling. La película no está mal, y al final, el protagonista, que ha sufrido la muerte de su madre, a la que estaba muy unido, hace una última reflexión que puede parecer un poco mística, pero no lo es: dice que él es su madre, y su abuela y su abuelo, y sus tías y los niños, y su caballo, y las amapolas del borde del camino, y el cielo y —y esto es precioso— la dirección en que de pequeño empujaba su madre su cochecito; y aclara que eso es así porque está despierto, porque vive despierto.
También mi amigo Jesús Miramón suele dar vueltas, en su delicioso blog Las Cinco Estaciones, al hecho de vivir dándose cuenta. Dándose cuenta de todo, o de todo lo que somos capaces de abarcar: lo que somos, lo que hacemos, dónde estamos y hacia dónde parecemos ir, lo que podemos y lo que nos puede, qué y quién nos importa, y por qué, y si ese porqué tiene tanto sentido como creemos.
Hace un par de semanas decidí no leer ficción hasta que hubiese terminado con varios libros de texto y ensayos que quiero casi estudiar. Para darles un empujón, porque, si no, siempre encuentro una lectura mejor. Y he estado así diez días. Ha sido horrible. La sensación era de no tener refugio: mirase a donde mirase, solo veía esfuerzo.
Así que este viernes cogí por fin un libro que me apetecía, y lo acabé en un par de tardes. ¡Qué placer, leer por placer! Se trataba de La mujer singular y la ciudad, la continuación de Apegos feroces, de la escritora estadounidense y neoyorkina Vivian Gornick. Se lo compré a Marta en la madrileña librería Méndez porque la primera parte nos había gustado mucho y el librero, Alberto, me comentó que esta era igual o mejor. Y estoy de acuerdo. Me ha encantado. Es un librito corto, reflexivo, introspectivo, que habla de crisis, e incluso de crisis crónicas, y de conflictos vitales —vitales tanto por su importancia como por su duración—; pero lo hace sin demasiada angustia, con una actitud lo suficientemente lúcida, inteligente, curiosa y —dentro de su rebeldía— conformista, como para hallar casi siempre, en medio de la incertidumbre, de la culpa, la rabia y el dolor, algo de consuelo. Consuelo que en su caso procede de la personalidad y el ambiente de su amada ciudad, de la cultura sinceramente apreciada y disfrutada y, sobre todo, de la amistad.
Y es en los breves y agudos retratos de esas amistades y relaciones amorosas, en el recuerdo de algunas conversaciones escogidas que para ella hacen de faros, de hitos en el continuo de la vida, y en las descripciones de sus paseos urbanos, de sus encuentros casuales y de los diálogos entre desconocidos que oye al pasar, donde la autora habla una y otra vez, ella también, de vivir conscientemente. No sé si utiliza explícitamente esa expresión, pero es eso lo que quiere decir. Mira y escucha alrededor con atención, y lo piensa, y lo siente y lo relaciona con ella misma y con todo lo que sabe. Descubre y ordena su escenario, y busca acomodo en él. Trata de vivir lo que tiene y lo que es.
Pensar la vida, vivir despierto, darse cuenta, ser consciente. A veces supone pagar un precio: preocupación, una sensación mayor de responsabilidad, puede que cierto desánimo, más dudas. Otras, nos salva de algunos miedos y de la confusión que nos va quedando si nos dejamos arrastrar por la corriente. Y, siempre, alarga nuestro tiempo y ensancha nuestro horizonte, y hace que más momentos del día sean más interesantes.
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